Kitabı oku: «Conceptos fundamentales para el debate constitucional», sayfa 5

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INTERPRETACIÓN CONSTITUCIONAL

FRANCISCO J. LETURIA I.

La relevancia de las constituciones más allá del ámbito de lo estatal es un fenómeno nuevo. Hoy no existe ningún pr0oblema jurídico que no pueda expresarse en clave constitucional, como claramente nos muestra nuestro Recurso de Protección.

Más aún, la propia Constitución obliga a todos los órganos del Estado a respetar y promover los derechos que señala, siguiendo una tendencia presente en casi todas las constituciones modernas. Este mandato de actuar “bajo el influjo de la Constitución” sucederá, por ejemplo, al interpretar una ley o resolver un asunto civil o comercial derivado de un contrato.

El problema es que los textos constitucionales están llenos de contenidos sustantivos, donde es difícil distinguir el derecho de la filosofía o la moral (algo de lo cual Kelsen nos advertía que debíamos evitar a toda costa). Cualquiera que haya leído un texto constitucional podrá darse cuenta de que los derechos, principios y valores en él expresados no dejan necesariamente bien delimitados el contenido y los límites de aquello que en la práctica puede o no hacerse (salvo casos muy puntuales, como aquellas normas que prohíben la pena de muerte o la esclavitud), permitiendo muchos escenarios interpretativos y de posibles conflictos entre situaciones incompatibles.

En ese escenario, donde a la cima del ordenamiento jurídico encontramos esos elementos ambiguos, porosos y altamente maleables, pareciera inevitable aceptar que “el derecho no es el texto, sino lo que resuelven 3 en una sala de 5”. Y al mismo tiempo, debemos satisfacer los permanentes fines del derecho de certeza y predictibilidad.

La interpretación de una norma constitucionalizada dependerá, en buena medida, de:

1.- La persona del intérprete y su propia subjetividad (set de valores, cultura, sensibilidad, ideología, etc.).

2.- La técnica interpretativa que se utilice (ponderación, jerarquía rígida, delimitación, etc.).

3.- Fundamentos y propósitos que atribuyamos a los derechos y principios interpretados (concebir a la libertad de expresión como un requisito de la democracia o como el fundamento de un “libre mercado de las ideas” nos llevará a límites y prohibiciones muy diferentes).

4.- El debido respeto del intérprete constitucional por la autonomía de la voluntad, por un lado, y el proceso deliberativo llevado a cabo en sede legislativa por los representantes electos del soberano, por otro. En una palabra, del respeto de los jueces por los contratos y las leyes, que debemos presumir que, por regla general, respetan la Constitución.

En su concreción práctica, tenemos otros problemas: aunque no siempre se diga, las técnicas clásicas de interpretación de la ley no siempre sirven para abordar problemas constitucionales. Por ejemplo, las reglas de solución de antinomias, que prima facie parecerían tan útiles para resolver conflictos entre derechos fundamentales, no son aplicables. No podemos distinguir dentro de la Constitución “derechos de mayor jerarquía”, y los criterios de “norma especial” o “norma posterior” resultan notoriamente absurdos.

Incluso el recurso de consultar “la historia” del texto o la “voluntad del constituyente” resultan mañosos y de discutible legitimidad. Primeramente, porque a diferencia de lo que ocurre en el ámbito legal, no hay ninguna norma que nos indique que debemos proceder de esa manera. Pero yendo más al fondo, la “voluntad” constitucional es sumamente difusa, múltiple y reiteradamente contradictoria, y en cuanto ella es aprobada, comienza a tener una vida independiente de sus autores, que muchas veces supera largamente la de quienes participaron en el proceso de su negociación y redacción. Si a ello sumamos los constantes cambios culturales propios de cualquier sociedad, no parece prudente dejar anclada la ley fundamental a comprensiones y cosmovisiones del pasado, menos aún en un texto llamado a perdurar. Nunca ha sido más adecuada que en materia constitucional aquella máxima jeffersoniana que sostiene que “los muertos no pueden tener derechos”.

Habiendo dicho todo lo anterior, la evidencia empírica nos muestra que, muchas veces, la historia y la intención constituyente son utilizadas y ayudan a esclarecer el sentido del texto constitucional, mostrando una vez más la complejidad de un proceso donde, en buena medida, cualquier argumento razonable y persuasivo puede ser utilizado.

Cuando nos enfrentamos a conflictos entre pretensiones incompatibles, o llamados también conflictos entre derechos fundamentales, en la práctica, la técnica de la ponderación o balanceo resulta dominante. Ella supone un derecho que primará en un caso concreto, haciendo ceder a otro, haciendo referencia a un mecanismo externo, objetivo, que nos permite medir o pesar los derechos en juego. Pero nada de eso existe. La balanza es la misma persona que el observador, quien asigna valor a una situación sobre otra, en un ejercicio sin espacio para la objetividad, y donde muchas veces la toma de posición precede a la justificación.

Los constitucionalistas saben y aceptan, de mejor o peor cara, esta amplitud o indeterminación del texto constitucional, gracias al cual tenemos muchos mundos “constitucionalmente posibles”. Ellos dependerán, en definitiva, antes de los intérpretes que del texto constitucional en sí mismo. Del mismo modo como la situación de un país dependerá antes de la sabiduría de sus políticos y legisladores que de las palabras del texto que los organiza.

No obstante lo recién dicho, debemos reconocer un asunto central: las constituciones modernas, al incorporar principios y derechos al ordenamiento jurídico general por medio de la Constitución y su irradiación jerárquica, sacrifican, a sabiendas, la exactitud severa de la norma (ley pareja no es dura), en pos de una mayor posibilidad de justicia aplicada al caso concreto, lo que pasa necesariamente por ofrecer mayores espacios para la argumentación y justificación realizada en sede judicial. En el fondo, el constitucionalismo moderno empodera al juez, en perjuicio del legislador, permitiendo aplicaciones más creativas, autónomas, adaptables a las circunstancias, que si se extreman o son realizadas en forma imprudente y sin considerar los aportes que al derecho han legado tantas décadas de respeto a la ley y su “positividad”, pueden generar situaciones de activismo judicial e incertidumbre jurídica.

En las últimas décadas,

los regímenes de

gobierno han tendido

a confluir. Mientras en

Europa se habla de una

«presidencialización de

los parlamentarismos», en

Latinoamérica se plantea

una «parlamentarización

de los presidencialismos»”.

SEBASTIÁN SOTO V. (P. 60)

SEGURIDAD JURÍDICA

JOSÉ LUIS CEA E.

La seguridad jurídica, llamada también certeza legítima, es el resultado de cumplir, gobernantes y gobernados, lo dispuesto en la Constitución y las leyes. Trátase de un valor característico del Estado de Derecho, en el cual ninguna arbitrariedad queda o puede quedar impune, porque operan los controles, preventivos y ex post que vigilan el acatamiento del ordenamiento jurídico vigente. Con tal seguridad es posible proyectar nuestra existencia porque contamos con que lo dispuesto por el Derecho se cumpla. He aquí el sentido de la normalidad en la vida colectiva.

Indudablemente, la certeza legítima nunca llega a ser cabal o perfecta. Si lo fuera, estaríamos ante una utopía. Lo dicho implica conocer que dicho valor es necesariamente asunto de grados, pues siempre es relativo. Claro lo anterior agregamos que sin un nivel razonable de seguridad jurídica nadie queda en situación de sentirse protegido en su convivencia e individualidad, sea la persona, su familia, los bienes o las relaciones de trabajo, comerciales, de penalidad, sean jóvenes o adultos los involucrados, más todavía la infancia y la ancianidad, sea el gobierno de las polis y sus autoridades.

Reconocemos, con Ulrich Beck, que la vida está marcada por el riesgo y, para abordarlo, la seguridad jurídica ha ido desplegándose, como mínimo anticipando situaciones que sean importantes, v.gr., a través de los seguros sociales y cubriendo sus perjudiciales consecuencias.

Es difícil llegar a un nivel razonable de certeza legítima que haga de la convivencia si no feliz, al menos grata y en ambiente de confianza mutua. Nunca dejan de sufrirse las conductas de individuos, grupos y organizaciones que buscan quebrantar el Derecho para aprovecharse en perjuicio del prójimo, incumplir sus obligaciones, aventurarse en maniobras desestabilizadoras del gobierno, mentir o, por fin, escaparse del justo castigo. Sea el Estado, como garante del bien común, o particulares codiciosos, todos somos testigos de comportamientos ilícitos, en ocasiones impunes y en otras con sanción demorada pero debida. La ilicitud hoy en nuestro país es abundantísima, siendo vana presunción trazar siquiera un listado aproximativo. Me limito entonces a señalar el narcotráfico, los precios abusivos, la desidia en la atención de usuarios de servicios esenciales, el incumplimiento de obligaciones laborales y tributarias, la delincuencia común y terrorista, la violencia intrafamiliar y la lesión de las pequeñas normas de convivencia.

Todos los aludidos son fenómenos demostrativos de insuficiencia de seguridad jurídica. Pero aún es más doloroso comprobar que, habiéndose alcanzado un cierto grado de cumplimiento, retrocedemos a otro inferior y que lo anula. Claramente, queda así establecido que la seguridad jurídica ya forjada no es un bien irreversible, conquistado ayer para siempre. Lejos de eso, es un valor cuya preservación exige el esfuerzo de todos unidos por un objetivo tan noble e indispensable. Obviamente, existen instituciones encargadas de asumir roles decisivos tras ese objetivo, como son las policías y fiscales, los jueces y los entes fiscalizadores entre ellos, pero repito que es deber de todos enfrentar el flagelo de la incertidumbre ilegítima. Al gobierno le corresponde la primera y mayor responsabilidad en conquistar y mantener ese objetivo.

Los enemigos de la seguridad jurídica son múltiples, hábiles y poderosos. Más aún, en los tiempos de grandes cambios que vivimos, nada ni nadie está a salvo de asonadas callejeras, asaltos, estafas, golpizas, excesos a través de las redes sociales, omisión de trámites por favores indebidos y otras actitudes ilícitas. Especialmente vulnerables son la infancia y la juventud, la tercera y cuarta edad, víctimas de malhechores que lucran y prosperan ocasionando daño, dolor y muerte. Perseguir tales patologías y sancionarlas es parte del sentido de la seguridad jurídica en el Estado de Derecho. La crisis de las instituciones, a menudo y con razón criticada, es un agudo ejemplo de incertidumbre en nuestra vida.

La anarquía y el terrorismo, las bandas de sicarios y contrabandistas, los profesionales inescrupulosos, los expertos en fraudes y engaños son, en una multitud, otras ilustraciones que permiten comprender el mérito de la certeza legítima en la democracia constitucional y cuán difícil es elevar, e incluso conservar, el nivel de ella en comunidades abiertas y pluralistas como la chilena. El impacto de la información ecuánime difundida y una ciudadanía alerta contribuyen, sin duda, a la realización de esa meta.

EVOLUCIÓNCONSTITUCIONAL CHILENA

HISTORIA CONSTITUCIONAL CHILENA HASTA 1833

JAVIER INFANTE M.

No es el objetivo de este capítulo intentar explicar qué es una Constitución. Plumas más ágiles y entendidas en la materia se harán cargo de ese problema. Sin embargo, y para mayor claridad de estas líneas, acordaremos momentáneamente que una Constitución es la forma en que un país decide organizarse políticamente. En ese sentido, es difícil imaginar una comunidad política cualquiera que no tenga Constitución. Lo que varía entre países y comunidades es el contenido de la misma (el fondo del asunto, como por ejemplo los Derechos que se reconocen, la forma de gobierno, u otros), o bien la manera en que esa Constitución se expresa (la forma, ora escrita, ora bajo la forma de tradición política). Por lo mismo, para que hablemos de una Constitución propiamente chilena, debemos hacer referencia al momento en que Chile comenzó a identificarse a sí mismo como una entidad política independiente, autónoma, libre y republicana.

Esta vida política —independiente y republicana, habría que agregar— comenzó en aquel momento en que, valga la redundancia, los chilenos tomaron conciencia de ser una entidad política independiente del Imperio Español. Por lo mismo, no hay una fecha clara que marque el inicio de ese nuevo estado de cosas: las fechas varían en un rango que va desde el 18 de septiembre de 1810, con el establecimiento de la Primera Junta de Gobierno, hasta 1818, tras la Batalla de Maipú y la expulsión de las tropas españolas de la zona central de Chile.

Como fuere, y al igual que en otras latitudes de América, la pregunta que se presentó inmediatamente a los primeros pasos de vida política independiente fue cómo organizar políticamente esta nueva realidad. No se trataba de una pregunta sencilla. Si bien los nacientes países americanos contaban con una rica tradición política desarrollada a partir de los clásicos y su traslado desde Europa de la mano de las leyes españolas, firmemente asentada en la cultura local (como el Código de las Partidas del Rey Alfonso el Sabio), no es menos cierto que todo el proceso de Independencia se construyó sobre la base de un relato novedoso, fundamentado en la Ilustración, ajeno en cierta medida a la tradición antes dicha. En consecuencia, para los más radicales, no bastaba solamente con obtener la Independencia política, sino que también era necesario romper, en mayor o menor medida, con la tradición política española, y adoptar en consecuencia (también en mayor o menor medida) nuevas instituciones políticas de corte ilustrado.

Así las cosas, el vehículo más apropiado para llevar a buen puerto la reestructuración política (cuando no social) del país era una Constitución. Instalada la Primera Junta de Gobierno, una de las primeras medidas que se adoptaron fue la Convocatoria a un Congreso Nacional, que tuviese como objetivo precisamente el redactar una Constitución para el país. Así lo veía Camilo Henríquez, uno de los hombres más ilustrados de su tiempo, quien en su célebre Proclama decía: “Estaba, pues, escrito, ¡Oh Pueblos!, en los libros de los eternos destinos, que fueseis libres y venturosos, por la influencia de una Constitución vigorosa…”. El voluntarismo político de los ilustrados se repetía en ese mismo sentido en uno y otro escrito: La Constitución es el instrumento por el cual el Pueblo será feliz, y libre.

Más allá del contenido de esta última afirmación, lo cierto es que todos los tribunos de nuestra Independencia y posterior formación política se hicieron eco de ella, y participaron de alguna manera en la redacción de textos constitucionales. Algunos de dichos textos tuvieron vigencia, mientras que otros simplemente quedaron como meros proyectos políticos. En el período de la Patria Vieja (1810-1814), hubo cuatro: tres Constituciones o Reglamentos Constitucionales, y un proyecto constitucional relevante. Instalado el Gobierno de Bernardo O’Higgins en 1817, y hasta 1833, el país tuvo cuatro Constituciones (1818, 1822, 1823 y 1828), un ensayo federal basado en leyes de rango constitucional, y un par de ensayos constitucionales que no fueron aprobados.

Ninguna de ellas superó los cinco años de vida, lo que es atendible si consideramos que, hasta la Constitución de 1822, ninguna tenía una real vocación de permanencia. No por nada llevaban siempre el calificativo de Constitución “Provisoria”. El motivo de ello era bastante lógico: en primer lugar, no existía la calma suficiente (en razón de la Guerra de Independencia, primero, y de la inestabilidad política interna, después) para poder redactar un texto constitucional que satisficiera las necesidades del país. La segunda explicación radica en la falta de acuerdos en torno a temas de primer orden que debían quedar resueltos en una Constitución: la forma de Gobierno (la Monarquía era el régimen político tradicional y conocido hasta entonces), la organización política interna (unitaria o federal), la calidad de ciudadano, los límites al poder público, la organización judicial, la permanencia o abolición de la esclavitud, etc.

Todos esos motivos explican la situación de “ensayo y error” que se vivió en torno al tema constitucional hasta 1833: la Constitución Ilustrada de Juan Egaña aprobada hacia fines de 1823 resultó rápidamente derogada, acusada de utópica; el fanatismo federalista de José Miguel Infante también fue descartado tras el desorden político que causó su gradual implantación; y el liberalismo político de 1828 no soportó las turbulencias a las que fue sometido tras una guerra civil en la cual esta corriente, al menos en su faz ilustrada, fue derrotada. El país tuvo que esperar hasta 1833 para zanjar definitivamente su régimen político a través de una Constitución respetada y obedecida.

Como señaló Mario Góngora en su Ensayo Histórico (1986), la Constitución de 1833 tuvo la virtud de restaurar la tradición política a la cual los chilenos estaban acostumbrados: el principio de autoridad. Si bien existen diferencias manifiestas entre una Monarquía y una República, no por ello se debe confundir la falta de respeto al orden político y a las leyes. Y es allí donde se encuentra el mérito del modelo político que entonces se implantó: la Constitución de 1833 otorgó estabilidad política al país hasta 1925 porque tuvo la virtud de atender a la realidad, sin pretender la consagración de sueños o utopías en sus líneas: fue una Constitución técnica y avanzada para su época, pero su mayor logro no fueron sus disposiciones particulares, sino el haberse logrado instalar como una Constitución que en su conjunto era respetada. Fue también una Constitución flexible, ya que permitió gradualmente su reforma en tiempos de paz, transformándose así de una Constitución marcadamente presidencialista en otra con gran participación del Congreso. Sus redactores fueron visionarios al respecto, al saber conjugar la necesidad de orden en el momento apropiado con la necesidad por espacios de libertad que fuesen surgiendo en el tiempo. En ese sentido, la Constitución de 1833 —de la cual algunas normas de primer orden han pasado a las Constituciones posteriores— supo interpretar adecuadamente la composición política, jurídica, social y económica del país, y construir, a partir de esas realidades, la forma política adecuada, sin sueños, sin utopías.

LA CONSTITUCIÓN DE 1833

MIGUEL ÁNGEL FERNÁNDEZ G.

Esta Carta Fundamental constaba de un preámbulo, doce capítulos, con 168 artículos, y siete disposiciones transitorias. Fue obra, principalmente, de Manuel José Gandarillas, a partir del Voto Particular de Mariano Egaña, aunque, en realidad, representó la visión política de Diego Portales, quien pensaba que el sistema que había que adoptar debía basarse en un gobierno fuerte, centralizador, cuyos hombres fueran verdaderos modelos de virtud y patriotismo.

Contenido

En materia de derechos, la Constitución de 1833 consagraba la igualdad ante la ley, la admisión a todos los empleos públicos, la igual repartición de los impuestos, la inviolabilidad de las propiedades, el derecho de petición, la libertad de publicar las opiniones sin censura previa, la inviolabilidad de la casa y de la correspondencia epistolar, la libertad de trabajo e industria, el derecho de autor, el derecho de propiedad y el debido proceso.

En relación con la organización del poder, estableció un gobierno popular representativo, la República como una e indivisible y el principio de soberanía nacional. Un Congreso bicameral, donde los miembros de la Cámara de Diputados eran elegidos en votación directa, durando tres años en sus cargos; y los senadores nueve años, resultante de sufragio indirecto, con reelección indefinida.

El Poder Ejecutivo, a su turno, residía en el Presidente de la República, elegido en votación indirecta, por un período de cinco años, reelegible por una sola vez, dotado de amplísimas atribuciones.

Finalmente, la denominada Administración de Justicia, consagrando su independencia, legalidad, inamovilidad y responsabilidad.

Evolución

La Constitución de 1833 estuvo vigente en nuestro país por noventa y dos años, de manera que no es difícil suponer que ella fue objeto de reformas, pero también de mutaciones y adaptaciones a la cambiante realidad social, económica y política de Chile durante los dos tercios finales del siglo XIX y el primer cuarto del siglo XX.

En esta perspectiva, siguiendo al profesor Sergio Carrasco Delgado, cabe distinguir tres etapas. La primera, entre 1833 y 1871, de plena vigencia de la Carta Fundamental conforme a sus prescripciones originales, situando al Presidente de la República en la cúspide del sistema institucional, de lo cual da cuenta que, en ese período, gobernaron cuatro Jefes de Estado en los denominados decenios: José Joaquín Prieto Vial, Manuel Bulnes Prieto, Manuel Montt Torres y José Joaquín Pérez Mascayano.

En este primer período conviene destacar dos acontecimientos normativos. Por una parte, la única reforma constitucional, en 1871, que prohibió la reelección presidencial; y, en 1865, la ley interpretativa del artículo 5° de la Constitución que contemplaba, como religión oficial del Estado, la católica, apostólica y romana, con exclusión del ejercicio público de cualquier otro credo, para señalar que ello no prohibía el culto en recintos de propiedad particular y que se permitía a los disidentes fundar y sostener escuelas privadas para la enseñanza de sus propios hijos en su doctrina religiosa.

La segunda etapa, entre 1871 y 1891, donde comienza a mutar el régimen inicialmente concebido, sobre la base de las reformas orientadas a su liberalización. Así, por ejemplo, el Congreso comenzó a recurrir al expediente de postergar el despacho de las denominadas leyes periódicas, como ocurrió —por primera vez— el 3 de noviembre de 1841, cuando se acordó dilatar el despacho de las leyes de presupuesto y contribuciones, mientras el gobierno no incluyera dos proyectos de ley en la convocatoria a sesiones extraordinarias del Congreso.

En 1846 se incorporó, en el Reglamento de la Cámara de Diputados, el derecho de formular interpelaciones a los ministros. Incluso, aunque sin resultado, el 10 de julio de 1848, el diputado Miguel Gallo anunció un voto de censura en contra del ministro de Hacienda.

Finalmente, a lo largo del último decenio de José Joaquín Pérez, comienzan a predominar los partidos políticos; se acusa constitucionalmente a la Corte Suprema, aunque en realidad lo que se pretendía era acusar a su presidente, Manuel Montt Torres, expresidente de la República, por sus actuaciones como Jefe de Estado, en el decenio anterior; y la elección, en definitiva, de un liberal como Presidente de la República en 1871, don Federico Errázuriz Zañartu.

Esta segunda etapa concluye con la gravísima crisis que deriva en la Guerra Civil de 1891, en un proceso siempre complejo y de causas y consecuencias variadas, la que se prolonga por casi nueve meses, con un saldo de diez mil muertos, cien millones de pesos en pérdidas y el régimen presidencial derrotado.

La tercera etapa, entre 1891 y 1925, suele considerarse un régimen híbrido o pseudoparlamentario, donde sigue rigiendo la Constitución de 1833, pero con una interpretación y aplicación que sustituye el régimen de gobierno que ella contemplaba, al punto que los gabinetes no duraron más de cuatro meses en promedio:

En 1920, fue elegido Presidente de la República don Arturo Alessandri Palma, quien planteó la revitalización del poder presidencial y abordar la denominada cuestión social, que darían origen a la Constitución de 1925.

La Constitución de 1833

estuvo vigente en nuestro

país por noventa y dos

años, de manera que no es

difícil suponer que ella fue

objeto de reformas, pero

también de mutaciones

y adaptaciones”.

MIGUEL ÁNGEL FERNÁNDEZ G. (P. 80)

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9789561428102
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