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SEPARACIÓN DE PODERES

JOSÉ FRANCISCO GARCÍA G.

El principio de separación de poderes o, más estrictamente, el de separación de funciones estatales asignadas a diferentes órganos públicos es una técnica constitucional que busca evitar la concentración del poder estatal, típicamente las funciones ejecutivas, legislativas y judiciales, en las mismas manos, dado que, siguiendo la máxima de Lord Acton, y como lo demostraron los más diversos proyectos autocráticos a lo largo de la historia, “el poder tiende a corromper y el poder absoluto tiende a corromper absolutamente”. Y ello a costa de los derechos y libertades de las personas. Con todo, si bien la Real Academia Española lo define como el “principio organizativo de los Estados modernos según el cual las funciones legislativa, ejecutiva y judicial se ejercen a través de órganos distintos e independientes entre sí”, gracias a la contribución del constitucionalismo norteamericano, este principio es inescindible del principio de pesos y contrapesos (checks and balances).

Desde una perspectiva histórica, se ha buscado su origen en reflexiones de teóricos como Aristóteles y Cicerón. Con todo, solo cobra relevancia ante el absolutismo. Y si bien encontramos como antecedente inmediato la distinción de John Locke en su Segundo Tratado del Gobierno Civil (1690), entre los poderes ejecutivo, legislativo y federativo, debemos a Montesquieu, en su De l’esprit des lois (1748), su formulación más conocida, esto es, la distinción entre poderes ejecutivo, legislativo y judicial, independientes entre sí. En efecto, medio siglo más tarde, la Declaración de Derechos del Hombre (1789), en su artículo 16°, dispondrá que: “Toda sociedad en la cual la garantía de los derechos no esté asegurada, y la separación de poderes determinada, carece de Constitución”.

Ahora bien, El Federalista (Hamilton, Madison y Jay, escribiendo bajo el seudónimo de Publius), en medio de la discusión de la ratificación de los estados de la Constitución norteamericana de 1787, sofisticó este principio, sobre la base de la fórmula de separación de poderes con pesos y contrapesos (checks and balances). En el ensayo N° 47, Publius sostiene: “La acumulación de todos los poderes, legislativos, ejecutivos y judiciales, en las mismas manos, sean estas de uno, de pocos o de muchos, hereditarias, auto-nombradas o electivas, puede decirse con exactitud que constituye la definición misma de tiranía”. Para ello, sostendrá en el N° 51, “la gran seguridad contra una concentración gradual de los diversos poderes en el mismo departamento de gobierno consiste en dar a quienes administran cada rama los medios constitucionales necesarios y los motivos personales para resistir la intromisión de los otros”. Así, “la ambición debe contrarrestar la ambición”.

En consecuencia, el principio de separación de funciones estatales en diferentes órganos es un mecanismo constitucional que tiene por objeto evitar la concentración del poder político; no busca separar o dividir la soberanía o el poder (que es una e indivisible), sino distintas funciones en diferentes órganos, con el objeto de que se contrapesen y fiscalicen mutuamente; y el objetivo final, para el constitucionalismo liberal, es que no se afecten de manera indebida los derechos y libertades individuales.

Nuevos desarrollos complementarán el esquema pensado por el constitucionalismo liberal de Locke, Montesquieu y El Federalista. Por ejemplo, Constant, en su Curso de Política Constitucional (1820) sumará un cuarto poder: el poder neutro. No es un poder en sentido estricto, sino que tiene por objeto velar por el cumplimiento de la separación de poderes, como árbitro. Del aporte de Constant se desprenderán una serie de mecanismos y arreglos institucionales en el futuro.

Diversos factores tensionan la lógica interna del principio de separación de funciones sobre la base de pesos y contrapesos. Pensemos, por ejemplo, en los regímenes de gobierno —presidencialismo, parlamentarismo o semipresidencialismo—, que descansan en aplicaciones diversas del mismo, desde la pretensión de separación estricta de funciones de los poderes políticos, hasta la colaboración entre los mismos. Presidencialismos en los que el Poder Legislativo termina concentrado en el Presidente generan una tensión evidente, al igual que el fenómeno de la ejecutivización de los sistemas parlamentarios, en que, crecientemente, se impone la lógica del régimen presidencial.

El surgimiento, a partir de fines del s. XIX, de las agencias regulatorias independientes, esto es, órganos administrativos, técnicos, con grados altos de autonomía frente a los poderes políticos, habilitados a ejercer funciones regulatorias, sancionatorias, adjudicativas y cuasijurisdiccionales, rompe la lógica interna del principio.

Asimismo, la lógica del principio se busca extender a los más diversos ámbitos. Parece pacífico como técnica de distribución de poder territorial o competencial, sea en esquemas federales, distinguiendo entre la dimensión horizontal (entre estados) o vertical (en sentido clásico) del mismo; o en órganos supraestatales, donde ha sido utilizado el principio de subsidiariedad competencial para materializarlo. Menos pacífico es su uso para distinguir entre ámbitos de actuación del Estado y la sociedad civil (y el mercado), o su uso como técnica para evitar la concentración del poder económico, que, según consideran algunos, es una amenaza más relevante hoy que la de los poderes públicos en la sociedad.

En el debate constitucional, el principio de separación de funciones en diversos órganos, complementado por un esquema de pesos y contrapesos, no estará en disputa en términos generales, pero sí, obviamente, su materialización en reglas y arreglos institucionales específicos. Ejemplos encontramos muchos, y suelen estar asociados a la distribución de poderes y a los contrapesos entre los poderes políticos gobierno-Congreso (por ejemplo, el aumento de las potestades de fiscalización de los actos de gobierno a la Cámara de Diputados); la naturaleza y extensión del control de la Judicatura y el Tribunal Constitucional a los anteriores (y en donde el esquema de nombramiento y remoción de los jueces de los altos tribunales resultará fundamental, especialmente la intervención de los poderes políticos); el traspaso de competencias desde el poder administrativo central a los gobiernos subnacionales (y el grado de autonomía respecto del primero que tendrán estos últimos), entre otros.

Las constituciones entran

en tensión con un modelo

fuerte de democracia

mayoritaria, en el que

ya no solo importa el

gobierno de la mayoría

(principio democrático),

sino el respeto a los

derechos y libertades

de las personas”.

JOSÉ FRANCISCO GARCÍA G. (P. 52)

RÉGIMEN DE GOBIERNO

SEBASTIÁN SOTO V.

Hablar de régimen de gobierno exige referirse a la estructura que organiza el poder en un determinado Estado y, más específicamente, a las relaciones entre el Poder Ejecutivo y el Legislativo. En la tríada tradicional de poderes, son el Ejecutivo y el Legislativo los que mayor participación tienen en las labores de gobierno, esto es, en la definición y ejecución de políticas. Escribir entonces sobre el régimen de gobierno hoy en un determinado país exige examinar la forma en que ambos poderes se vinculan y ejercen el gobierno.

Antes de eso, vale la pena recordar que los debates en torno a la forma de ejercer el gobierno no son una cuestión de estos tiempos. Por el contrario, ha sido una preocupación permanente de la filosofía política. Aristóteles nos ha legado una clasificación clásica de formas de gobierno que distingue entre dos variables: quién ejerce el poder (uno, pocos y muchos) y cómo lo ejerce (bien o mal). Si es uno, la forma de gobierno puede ser una monarquía o una tiranía según cómo lo ejerza. Si son pocos, la forma virtuosa será una aristocracia, y la defectuosa, una oligarquía. Y si son muchos, la forma correcta de ejercer el poder nos llevará a una república o una democracia y la incorrecta a un populismo. Esta clasificación ha calado profundamente en la filosofía política marcando los posteriores debates sobre la materia.

Régimen presidencial, semipresidencial y parlamentario

Con la consolidación de la democracia, la masificación de los tres poderes que propuso Montesquieu y el surgimiento de las primeras constituciones escritas, la discusión de los regímenes de gobierno se ha enfocado en examinar la estructura que caracteriza la división de poderes. Y más específicamente, las relaciones entre los poderes Ejecutivo y Legislativo. En este contexto es que surgen los dos regímenes de gobierno tradicionales: el presidencial y el parlamentario.

Giovanni Sartori, un cientista político italiano de gran prestigio, ha escrito que los regímenes presidenciales se caracterizan porque i) el Jefe de Estado es elegido por votación popular directa o casi directa por un período determinado; ii) porque el Ejecutivo no es designado ni desbancado por el voto parlamentario; y iii) porque el Presidente dirige de alguna forma el gobierno, normalmente en la calidad de Jefe de Estado y Gobierno. Por su parte, los regímenes parlamentarios exigen que el gobierno sea designado, apoyado y destituido por la decisión parlamentaria.

El origen de los presidencialismos lo encontramos en Estados Unidos. Luego se expandió a Latinoamérica, donde las naciones que ganaron su independencia adoptaron tempranamente la figura del Presidente casi como un sucesor del virrey o gobernador de la época indiana. Simón Bolívar advertía que “si no se ponen al alcance del Ejecutivo todos los medios que una justa atribución le señala, cae inevitablemente en la nulidad o en su propio abuso”. Más tarde, tras la Segunda Guerra Mundial, se propaga por África y Asia, para finalmente instalarse, en diversas versiones, por los países de la Europa del Este tras la caída de la Unión Soviética.

Por su parte, el origen de los parlamentarismos se hunde en el sistema británico. A mediados del siglo XIX y a principios del XX encontramos algunas expresiones de parlamentarismo en Europa continental (ej., la tercera República francesa y la Alemania de la Constitución de Weimar). Luego, tras la posguerra, se instala como la forma de gobierno característica en países tales como Italia (1948), Alemania (1949) y España (1978). Finalmente, los procesos de descolonización y la caída de la Unión Soviética siguieron expandiendo el parlamentarismo en algunos países.

Una fórmula intermedia a las descritas es el régimen semipresidencial, que combina elementos de los presidencialismos y de los parlamentarismos. El modelo actual suele ser el régimen francés de la Constitución de 1958, que consagra dos autoridades en el Ejecutivo: el Jefe de Estado, electo popularmente, y el Jefe de Gobierno, que responde a la confianza del Parlamento. En este esquema pueden convivir al interior del Poder

Ejecutivo dos figuras que responden a distintos electores y que pueden incluso ser de coaliciones políticas distintas.

Todo lo anotado no puede hacernos olvidar que, en las últimas décadas, los regímenes de gobierno han tendido a confluir. Mientras en Europa se habla de una “presidencialización de los parlamentarismos”, en Latinoamérica se plantea una “parlamentarización de los presidencialismos”. En esta línea, típicas instituciones parlamentarias han sido incorporadas a nuestros sistemas presidenciales y viceversa.

Chile

El régimen de gobierno chileno ha sido tradicionalmente el presidencial. Pese a algunas dudas iniciales, la Constitución de 1833 estableció un régimen presidencial que se consolidó durante el siglo XIX, desapareció a partir de 1891, bajo una especie de parlamentarismo de facto, y volvió a surgir con fuerza con la Constitución de 1925. Pese a ello, a medida que avanzaba la vigencia de esa Constitución, el Presidente de la República fue perdiendo nuevamente fuerza ante la irrupción de partidos políticos que desde el Congreso dificultaban la cooperación. Finalmente, la polarización ideológica y otra serie de factores condujeron a una nueva ruptura en 1973, de la cual surge la Constitución de 1980 y un presidencialismo aún más fuerte.

El Presidente goza hoy de diversas prerrogativas, todas ellas de antigua data en nuestras constituciones. Así, designa y remueve a su gabinete sin intervención formal del Parlamento, interviene en el proceso legislativo y tiene una cierta preponderancia en él, maneja la billetera fiscal, designa a un buen número de autoridades y funcionarios públicos en la burocracia estatal, conduce las relaciones internacionales, participa en la designación de integrantes del Poder Judicial, ejerce la llamada “potestad reglamentaria”, esto es, la atribución de dictar reglamentos para ejecutar leyes, entre otras tantas. La suma de estas ha llevado a estudios comparados a calificar el presidencialismo chileno como uno de los más poderosos del mundo. Sin embargo, un juicio como este es incompleto si no se complementa con una mirada aplicada del ejercicio del poder presidencial. Como ha estudiado la ciencia política con mucho más rigor, el presidencialismo chileno está cargado de instituciones informales que balancean el poder y han transformado al Congreso chileno en una legislatura experimentada e influyente que logra contrapesar las decisiones del Ejecutivo.

Con todo, un debate recurrente es nuestro régimen de gobierno. Chile pareciera no haber estado nunca cómodo con su presidencialismo. En el siglo XIX y XX diversas prácticas políticas fueron parlamentarizando el régimen de gobierno; en los debates de la Constitución del 25 la cuestión más álgida fue precisamente el presidencialismo que de ella nacía; y desde 1990 ha habido distintos esfuerzos, que con más ilusión que realismo, han intentado promover la opción parlamentaria o semipresidencial.

Hoy el debate vuelve a surgir. La relación entre los presidentes y su coalición se ha trabado y los presidentes tienden a perder adhesión popular relativamente pronto. Si a ello sumamos un Congreso atomizado debido a un sistema electoral que dificulta la gobernabilidad y un Estado con escasa capacidad de satisfacer demandas ciudadanas, tenemos un conjunto de elementos que tensionan el régimen de gobierno. Por eso es que ha crecido con especial fuerza la opción semipresidencial, en la que el Presidente de la República, electo popularmente, entrega el gobierno (y el poder) a una persona elegida por las cámaras que asumiría como Jefe de Gobierno o Primer Ministro. De esta forma, se argumenta, los conflictos entre Ejecutivo y Legislativo debieran tender a reducirse, pues ambos poderes estarían bajo el signo de las mismas coaliciones. Si hay una cosa segura es que el debate en torno al régimen de gobierno seguirá presente. Históricamente, en Chile los congresos han buscado aumentar su poder a costa del poder presidencial; e históricamente también, tras las crisis vuelve a surgir la figura presidencial como símbolo de unidad y de conductor de la República.

Finalmente, no puede olvidarse que la distribución del poder y el régimen de gobierno también involucra otros debates que son asimismo muy relevantes: un buen sistema electoral que promueva gobernabilidad, un sistema de contrapesos y controles eficaces, la existencia de mecanismos institucionales que faciliten la cooperación y, en definitiva, una cultura política democrática y fundada en el respeto mutuo son también elementos esenciales al momento de estudiar nuestro régimen de gobierno.

PODER CONSTITUYENTE

JOSÉ LUIS CEA E.

Poder constituyente es, en el Estado de Derecho, el capaz de hacer, modificar o reemplazar una Constitución. Es el máximo poder en las sociedades políticas, identificable con el soberano o potestad suprema en cada Estado Nación.

El titular del poder constituyente es el pueblo. Necesario es precisar, sin embargo, que no siempre la doctrina ni las constituciones fijan en el pueblo tal titularidad. Efectivamente, es necesario distinguir el poder constituyente originario o primigenio, de un lado, y el poder constituyente derivado, constituido o instituido, de otro.

El primero es el poder constituyente que actúa con carácter fundacional de un nuevo orden jurídico y político del pueblo, sin respetar el procedimiento que la Constitución vigente ha trazado para modificarla o sustituirla. Es, por consiguiente, un poder absoluto, sin límites, actor de procesos revolucionarios cuya marca distintiva es la rebelión contra el orden vigente, casi siempre empleando la violencia, instalando un gobierno de facto. Curiosa y esencial es la observación de G. Burdeau al enseñar que todo lo que hace y deshace esa especie de poder constituyente es, sin embargo, para entronizar un orden jurídico, es decir, consolidar la revolución mediante una Constitución. A través de la asamblea constituyente se discute, redacta y aprueba la nueva Carta Fundamental, castigándose, desde que entra a regir, toda desobediencia a lo dispuesto en ella.

El poder constituyente derivado o instituido representa igualmente al soberano, pero lo hace con sujeción al procedimiento previsto en la Constitución vigente para reformarla o reemplazarla. Tal modalidad de poder constituyente se encuentra limitada por los trámites, los quorum, plazos y otros requisitos previstos en aquel procedimiento. No es, por lo tanto, omnímodo o sin límites en su actuación, lo cual no impide que, cumplidas las exigencias aludidas, pueda llegar incluso a elaborar una Constitución en gran parte distinta de la precedente, pero nunca como quien escribe un libro en blanco. ¿Por qué? Pues porque este poder constituyente obra dentro del marco del Estado de Derecho, con frenos y contrapesos en el ejercicio de sus atribuciones, de lo cual se sigue que sus decisiones son susceptibles de ser anuladas según el procedimiento y por el órgano judicial competente para hacerlo.

El poder constituyente originario es de ejercicio impredecible, discontinuo y deconstituyente, esto último hasta que la asamblea constituyente culmina su labor dictando la nueva Carta Fundamental. A partir de entonces, se convierte en poder reconstituyente, es decir, expresivo del anhelo humano de organizarse para convivir en libertad, igualdad, orden, justicia y paz. Distinta es la obra del poder constituyente derivado, llamado también poder de reforma, precisamente porque, sujetándose a los límites que contempla la Ley Suprema en vigor, la modifica en uno o muchos preceptos, siendo concebible que siga en esa labor hasta el extremo de reemplazarla.

Es posible que tal labor sea amplísima, pero jamás se extenderá al extremo de hacerlo completamente de nuevo, habida consideración del carácter acumulativo que tienen los sucesivos procesos constitucionales y la valoración del éxito que ha tenido la vivencia de determinados valores, principios y normas de la Carta Magna que será derogada.

¿Puede el poder constituyente instituido saltarse los límites que le fija el procedimiento de reforma de la Constitución? Hipotéticamente, es imaginable la respuesta afirmativa, pero cumpliendo tantos supuestos que, en realidad, la vuelve casi por completo imposible o irrealizable. La transformación de una especie de poder constituyente en otra de las especies mencionadas implicaría, desde luego, la victoria de una revolución con los rasgos ya comentados. De poder deconstituyente devenir en poder reconstituyente, sucesor de una tradición republicana, no es imaginable sin reacciones violentas que impidan traicionar al régimen de jure para pasar a ser otro de facto.

Invariablemente, el poder constituyente de las dos modalidades explicadas tiene que respetar el núcleo esencial configurativo del constitucionalismo. Esto significa comenzar proclamando el valor de la dignidad humana, de los derechos inherentes a ella, de los deberes correlativos y las garantías o recursos que infundan concreción práctica a tal presupuesto de la convivencia civilizada. De allí en adelante aparecerán la división de funciones con frenos y contrapesos recíprocos, el respeto de los tratados internacionales sobre derechos humanos, la independencia de los órganos constitucionales en el servicio de sus funciones y una cierta rigidez para la reforma de la Carta Fundamental, sin llegar a que sea pétrea o difícilmente modificable.

Salvado lo anterior, aparece la duda acuciante que nunca falta al tratar de este asunto. Ella es la siguiente: ¿Quién es el pueblo soberano? ¿Lo es acaso la Nación? La primera alternativa la defendió Rousseau, radicando en cada individuo del pueblo una cuota de la soberanía, la manifestación de la cual, sin límites o con potestad omnímoda e infalible, correspondía a la voluntad general, o sea, a la de la mayoría de los ciudadanos. Por supuesto, esta síntesis de la soberanía popular permite captar que el pueblo de que se trata no existe ni ha existido en ninguna parte, puesto que corresponde a una abstracción simplificadora de la coexistencia de múltiples agrupaciones populares de muy distintos orígenes, medios y aspiraciones. Enfrentados a tal dificultad, los revolucionarios franceses de 1795 aplaudieron la teoría del abate Sieyès, según la cual la soberanía radica en la Nación, es decir, en la unidad histórica y espiritual de los pueblos con rasgo permanente y superior, cuya voluntad se manifiesta a través de representantes elegidos, periódica y libremente, por los ciudadanos.

Cierro estas líneas preguntando ¿cuál de las teorías reseñadas es la acogida en nuestro constitucionalismo? Respondo, limitándome a los siglos XX y XXI, que invariable y expresamente adhieren a la teoría de la soberanía nacional, al tenor de lo dispuesto en el artículo 5° inciso 1° de la Constitución vigente. Ella es la titular del poder constituyente.

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9789561428102
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