Kitabı oku: «Conceptos fundamentales para el debate constitucional», sayfa 6
LA CONSTITUCIÓN DE 1925
CRISTIÁN VILLALONGA T.
La Constitución de 1925 representa —junto a la de México (1917)— una de las cartas precursoras de un nuevo tipo de régimen político que prevalecerá en Latinoamérica a partir de 1930. Ella significó el fin del predominio parlamentario vigente en Chile desde 1891, el que fue reemplazado por un diseño institucional que privilegió la autoridad presidencial. Asimismo, sentó las bases de un Estado interventor en materias económicas y árbitro de los conflictos sociales propios de la modernización de mediados del siglo XX. Pese a contar con un alto grado de legitimidad durante los años del Estado de compromiso (1938-1952), la adhesión a ella decaerá como parte de la agudización de la Guerra Fría.
Los orígenes de este texto constitucional están estrechamente vinculados a la profunda crisis política ocasionada por la falta de respuesta del régimen parlamentario a la cuestión social, caracterizada por las deficientes condiciones de vida de la población durante las décadas anteriores. Frente a las crecientes exigencias de las Fuerzas Armadas por acelerar las reformas sociales y clausurar el Congreso, el Presidente Arturo Alessandri intentó renunciar. Una junta militar asumió el poder, pero no aceptó su renuncia, concediéndole únicamente un permiso de 6 meses para viajar a Europa. Unos meses más tarde, sectores jóvenes del Ejército, encabezados por Carlos Ibáñez, derrocaron a aquella junta militar solicitando el regreso de Alessandri para concluir su mandato, quien exigió la elaboración de una nueva Constitución como condición para su retorno. Inicialmente, Alessandri nombró una comisión consultiva de 122 personas para redactar el nuevo texto. Sin embargo, esta fue dividida en dos subcomisiones, una destinada a discutir su método de aprobación, y otra más selecta a cargo de Alessandri y su ministro José
Maza Fernández, la que redactó el proyecto. El texto fue sometido a un plebiscito que registró un alto grado de abstención debido a los llamados a no participar realizados por la mayor parte de los partidos políticos. El proyecto fue aprobado por un 95% de los votos emitidos, equivalentes al 43% del total del padrón electoral.
Aunque es un texto que en gran medida recoge la tradición republicana previa, la Constitución de 1925 efectuó una serie de innovaciones institucionales con el objeto de enfrentar los grandes debates políticos que le antecedieron: a) la tensión entre el Poder Ejecutivo y el Congreso: b) la cuestión social, y c) las relaciones entre Iglesia y Estado. En primer lugar, fortaleció la autoridad del Poder Ejecutivo, poniendo fin a distintas prerrogativas que anteriormente poseía el Congreso. Los ministros de Estado pasaron a ser funcionarios de la exclusiva confianza del Presidente de la República, terminando con las continuas censuras a los miembros del gabinete por parte del Parlamento. El Presidente se consolidó como jefe de Estado y jefe de gobierno, y asumió el control de la agenda legislativa a través de distintos medios, como las urgencias en la tramitación y un período de legislatura extraordinaria. Asimismo, se eliminaron distintas leyes que periódicamente debía aprobar el Congreso, a excepción de la ley de presupuestos, disponiéndose que en caso de que esta última no fuera aprobada dentro de plazo regiría el proyecto enviado por el Presidente. Dichas facultades se reforzaron mediante una reforma constitucional en 1943, la que entregó al Presidente la iniciativa exclusiva respecto de todos los proyectos de ley que involucraran gasto fiscal.
En segundo lugar, la Constitución incorporó algunos derechos sociales, los que fueron consagrados a través de un nuevo rol del Estado en materias socioeconómicas. Por ejemplo, el artículo 10 N° 14 dispuso la “protección al trabajo, a la industria y a las obras de previsión social, especialmente en cuanto se refieren a la habitación sana y a las condiciones económicas de la vida, en forma de proporcionar a cada habitante un mínimo de bienestar, adecuado a la satisfacción de sus necesidades personales y a las de su familia”. Como complemento de esta garantía, la Constitución estableció el deber del Estado de propender a la conveniente división de la propiedad, la constitución de la propiedad familiar, y velar por la salud pública. En una dirección similar, el texto garantizó el acceso a la educación pública (art. 10 N° 7), y reguló el derecho de propiedad considerando su función social, la que permitiría al Estado imponerle limitaciones necesarias para el mantenimiento del orden y progreso material (art. 10 N° 10).
Finalmente, la Constitución consagró la separación definitiva entre la Iglesia y el Estado, plasmando un acuerdo sobre esta materia que el Presidente Alessandri había alcanzado previamente con el papado. Ello implicó que la religión católica dejó de ser la religión oficial del Estado, y que este último renunció a tener prerrogativas sobre la administración eclesiástica. A fin de compensar esta separación, se reconoció a la Iglesia Católica como una persona jurídica de derecho público —por la cual su existencia no dependía de la mera autorización administrativa— y se le eximió del pago de algunos tributos.
Ciertamente, el texto original o sus reformas posteriores de las décadas de 1940 y 1950 incorporaron otras innovaciones, como el recurso de inaplicabilidad por inconstitucionalidad en manos de la Corte Suprema, el establecimiento de tribunales electorales, y el reconocimiento constitucional de la Contraloría General de la Republica. No obstante, estas correspondieron a aspectos más bien secundarios dentro del proceso político.
Luego del retorno a la democracia en 1932, la Constitución sirvió de andamiaje para un nuevo ciclo político. Ella permitió la intervención estatal en la economía mediante la creación de empresas públicas, el control de precios y el fomento a la industrialización. También orientó la intervención social en materias como el acceso a la salud pública y la regulación del trabajo. Pese a contar con un importante apoyo ciudadano durante las décadas de 1940 y 1950, el nuevo régimen constitucional también adoleció de dificultades. Por ejemplo, el rol del Estado erigido como árbitro de los asuntos socioeconómicos incentivó el surgimiento de relaciones corporativas que politizaron los cuerpos intermedios (sindicatos y asociaciones gremiales), así como la desprotección de sectores que no constituían grupos de presión influyentes (desempleados y trabajadores agrícolas). Del mismo modo, tanto los tribunales como la Contraloría mantuvieron una conducta deferente frente a las actuaciones del Poder Ejecutivo.
Debido a la agudización de la Guerra Fría en la década de 1960, todos los sectores políticos empezaron a discutir seriamente la posibilidad de un cambio constitucional profundo. Distintas reformas al derecho de propiedad en los años 1963, 1967 y 1971 permitieron la reforma agraria y la nacionalización del cobre. Mientras tanto, una reforma a su parte orgánica fortaleció el poder del Presidente, reordenó el proceso legislativo y estableció el Tribunal Constitucional en 1970. Aquel mismo año, una nueva enmienda buscó resguardar el régimen democrático frente al eventual gobierno de la Unidad Popular, reforzando la libertad de enseñanza y diversos derechos políticos. Tras el 11 de septiembre de 1973, la junta militar encabezada por el general Augusto Pinochet gradualmente suspendió su vigencia, reemplazó distintas secciones de ella a través de actas constitucionales y, finalmente, promulgó una nueva Carta Fundamental en 1980.
LA CONSTITUCIÓN DE 1980
CARLOS FRONTAURA R.
La Constitución de 1980, aprobada durante el Gobierno Militar, intenta dar respuesta al derrumbamiento de las instituciones en el Chile de los años ’70 del siglo pasado y hacerse cargo de las transformaciones operadas en el mundo durante ese convulsionado siglo XX. Mucho antes de 1973, los presidentes Alessandri Rodríguez, Frei Montalva y Allende Gossens, cada uno a su manera, habían expresado la necesidad de una profunda modificación constitucional. Ello les parecía indispensable, tanto para hacerse cargo de las anomalías y deficiencias del anacrónico sistema establecido en 1925, como para enfrentar una realidad diferente. Jorge Alessandri, incluso, llegó a señalar que, de no llevarse a cabo estos cambios, se corría el riesgo de una “delicada crisis” y se ponía “en grave peligro la permanencia del sistema institucional” (1962), o se podía llegar a “una catástrofe definitiva” (1964). Si el Acuerdo de la Cámara de Diputados del 22 de agosto de 1973 —que denunciaba “un grave quebrantamiento del orden constitucional y legal de la República”— parecía confirmar las aprensiones del Presidente Alessandri, la intervención militar del 11 de septiembre —que puso fin abrupto al gobierno de la Unidad Popular—las ratificó en los hechos. A partir de ese momento, pocas dudas podían caber sobre la necesidad de una nueva Constitución, aunque hubiera discrepancias sobre su contenido.
De este modo, el texto de 1980, como ha ocurrido invariablemente con toda Carta Fundamental desde la revolución de la independencia, está estrechamente vinculado a un severo trastorno político y social previo que surge de un diseño institucional sobrepasado por la lucha ideológica implacable y por promesas de bienestar material insatisfechas. Por otra parte, esta norma fundamental se gestó también bajo la idea de consolidar experiencias gubernamentales de la Junta Militar, fijarle límites y establecer un cronograma que permitiera el traspaso del poder a los civiles. Así, en septiembre de 1973 comenzó a sesionar un grupo de expertos designados por el Gobierno —denominado Comisión Ortúzar por quien la presidía (Enrique Ortúzar)—, destinado a proponer un anteproyecto de nueva Constitución. Antes de que finalizara su misión, la Junta Militar recogió parte de su trabajo (lo referido a bases y valores de la institucionalidad, derechos y deberes constitucionales, y regímenes de excepción) en las llamadas Actas Constitucionales Nos. 2, 3 y 4. El objeto de ellas era generar una “institucionalidad provisoria” que permitiera someter a prueba lo que se elaboraba, antes de aprobarlo definitivamente, aunque posteriormente no se siguió este procedimiento. La Comisión Ortúzar culminó su tarea en octubre de 1978 y el anteproyecto se remitió, para su revisión, a un organismo asesor del Presidente de la República, denominado Consejo de Estado. Este hizo un llamado público para la presentación de indicaciones (recibió cerca de 150) y, en julio de 1980, emitió su informe. La última etapa de elaboración estuvo en manos de la propia Junta que, con un grupo de colaboradores, realizó los ajustes definitivos del proyecto y redactó las normas transitorias. Estas resultaban esenciales, pues regulaban los plazos y modalidades del gobierno de transición, así como la entrega del poder a las autoridades electas por la ciudadanía posteriormente. En agosto de 1980 se convocó a un plebiscito que se realizaría en septiembre para aprobar o rechazar el texto constitucional.
A mediados de 1978, en paralelo al trabajo de elaboración reseñado, algunos expertos, opositores al Gobierno Militar y al camino que se estaba siguiendo, conformaron el denominado Grupo de Estudios Constitucionales, conocido como “Grupo de los 24”. Su objeto era aunar esfuerzos y consensos en torno a una salida institucional y una nueva Carta Fundamental, aunque diferentes de las que proponía la Junta. Este Grupo, así como algunos reconocidos líderes, como Eduardo Frei Montalva, expresaron su rechazo al proyecto de Constitución, pero, sobre todo, enfatizaron la invalidez del acto plebiscitario que se realizaría, por la ausencia de garantías para su legitimidad. La Conferencia Episcopal también indicó que había condiciones que debían cumplirse y que existían circunstancias incompatibles con aquellas que, de no enmendarse, generarían una interpretación “ambigua” del resultado del plebiscito, no siendo posible extraer “conclusiones claras, ni construir sobre él un orden institucional estable”. A pesar de estas críticas, el acto tuvo lugar en las condiciones previstas originalmente, siendo su resultado ampliamente favorable al proyecto (la opción “Sí” obtuvo el 65,71%), aunque la autenticidad de ese resultado ha sido cuestionada precisamente por la ausencia de esas garantías.
Junto con estas críticas al proceso de aprobación, se le objetaban al texto algunas de sus normas permanentes y transitorias. Entre las primeras, destacaba el rechazo a su artículo octavo, ya que se sostenía que, más que proscribir actos, prohibía ideas. También se reprochaba su excesivo presidencialismo y lo que se calificaba de indebidos límites a la soberanía popular: en particular, el sistema mayoritario binominal; el rol y composición del Consejo de Seguridad Nacional; y la existencia de los senadores institucionales o designados (idea que ha rondado toda nuestra historia, pues la contempló Egaña en su proyecto de 1833, Arturo Alessandri la planteó en 1925 y Jorge Alessandri en su propuesta de reforma de 1964). En el ámbito de las normas transitorias, se discutía tanto el plazo para retornar a la democracia como la modalidad del gobierno de transición y, especialmente, las atribuciones que tenía el Presidente en situaciones de excepcionalidad constitucional (art. 24 transitorio). Pese a estas críticas, las etapas y formas contempladas originalmente se mantuvieron y fueron cumplidas cabalmente por la Junta Militar, que reconoció la derrota de su candidato en el plebiscito de 1988, accedió a negociar e incorporar reformas al articulado permanente en 1989 y entregó el poder a las autoridades elegidas, tal como estaba previsto inicialmente, el 11 de marzo de 1990.
Por otra parte, cabe destacar que la Constitución de 1980, en varios aspectos, continuó con lo establecido por los textos de 1833 y 1925 y, al mismo tiempo, incorporó conceptos del constitucionalismo post Segunda Guerra Mundial, como la necesidad de defenderse no solo de la arbitrariedad del Ejecutivo, sino también de la del Legislativo. En esta línea, haciéndose cargo de los defectos de la institucionalidad anterior —especialmente en materia de protección eficaz de los derechos individuales, creciente estatismo y demagogia en la gestión pública—, esta Constitución presentó importantes novedades que buscaban: (a) fortalecer los derechos fundamentales y los límites al poder; (b) favorecer la conducción del Estado por el Presidente de la República, y (c) fomentar una administración pública técnica y eficiente. En primer término, se reforzó la centralidad de la persona humana, la protección de sus derechos y el deber de servicialidad del Estado. Así, se estipuló expresamente que los derechos esenciales que emanan de la naturaleza humana constituyen un límite al poder (soberanía) y que el fin del Estado es el bien común, debiendo estar al servicio de la persona y no al revés. En el mismo sentido, estableció principios y valores para favorecer y proteger las iniciativas de los individuos y de sus asociaciones, en todos los ámbitos. Consagró, por primera vez en nuestra historia independiente, una acción constitucional rápida y directa ante los tribunales para exigir el respeto de los derechos fundamentales —el denominado recurso de protección—. Asimismo, contempló mayores exigencias para modificar y regular esos derechos, proscribiendo el que ellos pudieran ser afectados en su esencia. En segundo término, se reforzaron las atribuciones del Presidente de la República en materia económico-social, ya que es él quien posee la información completa y el único responsable por la conducción del Estado. Así, se buscó restringir los mecanismos que favorecen la irresponsabilidad y el populismo parlamentario, muchas veces vinculado a grupos de presión. En tercer término, se quiso promover la existencia de un Estado eficaz, para lo cual se disminuyeron los espacios de interferencia partidista y de intervención parlamentaria, tanto en la Administración como en los conflictos sociales y gremiales. Para ello, entre otras cosas, se crearon órganos técnicos autónomos, como el Banco Central; o se confirieron nuevas atribuciones a poderes ya existentes, como la facultad que se dio a los Tribunales para directamente hacer cumplir las sentencias. Durante la vigencia de este texto y sus perfeccionamientos, se produjo uno de los ciclos continuos de mayor paz y prosperidad en Chile.
REFORMAS A LA CONSTITUCIÓN VIGENTE
CLAUDIO ALVARADO R.
El texto constitucional que hoy rige en nuestro país no es el mismo que otorgó la Junta Militar en 1980. Si bien en marzo de 1981 entraron en vigencia sus disposiciones transitorias, su articulado central nunca rigió en el Chile posdictadura. Todos sus capítulos han sido modificados, y de sus preceptos originales apenas una veintena no ha sufrido alteraciones. Esta evolución ha originado un debate público e intelectual acerca del significado político de la Constitución vigente.
El otro plebiscito: 1989
Después del triunfo del “No” en el plebiscito de 1988, la oposición democrática y el régimen de Augusto Pinochet comenzaron a dialogar con el propósito de modificar la Carta Magna. Luego de arduas negociaciones, ellos presentaron al país un conjunto de 54 reformas constitucionales, que posteriormente serían ratificadas en un plebiscito —un referéndum, en rigor— celebrado el 30 de julio de 1989. En aquel día concurrieron a las urnas más de siete millones de personas (de siete millones y medio de ciudadanos con derecho a sufragio), y los cambios a la Constitución fueron aprobados con el 91,25% de los votos emitidos.
Entre las modificaciones aprobadas en ese momento destacan las siguientes: la supresión del requisito de dos parlamentos sucesivos para reformar el texto constitucional; el reconocimiento de los tratados internaciones sobre derechos humanos ratificados y vigentes en Chile; las reformas relativas al Consejo de Seguridad Nacional; el término del exilio; la eliminación del polémico Art. 8°, relativo a la propagación de doctrinas totalitarias o vinculadas a la “lucha de clases”; el aumento del número de senadores elegidos; y la reducción de ciertas facultades del Presidente de la República, como la de disolver la Cámara de Diputados.
La firma de Lagos: 2005
La evolución constitucional iniciada ad portas del retorno a la democracia continuó desarrollándose durante los años posteriores. De este modo, hasta 2004, la Constitución experimentó alrededor de cien cambios en su articulado. Pero, sin lugar a dudas, fue en 2005, bajo el gobierno de Ricardo Lagos, que se aprobó el conjunto de reformas (Ley N° 20.050) más relevante desde el proceso pactado y plebiscitado en 1989.
El acuerdo del año 2005 entre el gobierno y la oposición de la época se tradujo en alteraciones muy relevantes a la arquitectura constitucional, incluyendo un nuevo texto refundido firmado por el expresidente Lagos. El elemento más destacado de esta reforma fue la eliminación de los llamados “enclaves autoritarios”. En los términos del exministro de Justicia de Patricio Aylwin, Francisco Cumplido, este proceso terminó con “la existencia de senadores designados y vitalicios; el poder de seguridad de las fuerzas armadas; la integración, las atribuciones y el sistema de nombramiento de los ministros del Tribunal Constitucional y, parcialmente, la integración del Senado y el sistema electoral binominal. Asimismo, ha perfeccionado materias muy importantes para el régimen político chileno”1. Como puede verse, la configuración actual de diversas instituciones cruciales para el orden institucional chileno solo puede comprenderse a partir de estas modificaciones a la Constitución.
La reforma a la reforma: 2019
La evolución constitucional chilena ha seguido desplegándose luego del año 2005. Al escribir estas líneas, el hito más importante del último tiempo ha sido el cambio al capítulo XV de la Constitución, que trata precisamente sobre su reforma, y que derivó del acuerdo político firmado el pasado 15 de noviembre por prácticamente la unanimidad de las fuerzas políticas con representación parlamentaria. El proceso constituyente en curso y la posibilidad de redactar una nueva Carta Fundamental son consecuencia inmediata de esa modificación.
Significado de la evolución constitucional: debate abierto
Sin perjuicio de las discusiones políticas y académicas de los últimos años, es pertinente recordar que el año 2005 —producto de las reformas ya referidas—, Ricardo Lagos dio por finalizada la democratización plena de nuestra Constitución. En ese minuto el expresidente habló de un “piso institucional compartido” que ya no nos dividiría más. Ciertamente, las reformas de ese momento respondían a planteamientos demandados hacía décadas por las élites políticas y constitucionales del país (basta revisar, por ejemplo, los documentos del Grupo de Estudios Constitucionales, más conocido como “Grupo de los 24”). El debate constitucional ha seguido su curso desde entonces.
Con todo, ya desde los cambios aprobados en 1989 surgieron distintas voces, provenientes de la intelectualidad pública crítica del origen de la Constitución que, no obstante, plantearon su temprana legitimación, derivada del ejercicio democrático de nuestras instituciones. Por ejemplo, el destacado constitucionalista Alejandro Silva Bascuñán subrayó tres “indiscutidas intervenciones del pueblo chileno”, aludiendo con esto al plebiscito del 5 octubre de 1988, a las reformas ratificadas en 1989 y a la posterior elección presidencial y parlamentaria. Todo esto habría transformado “la imposición de un texto en una nueva estructura constitucional firmemente ratificada por la ciudadanía”2. Silva Bascuñán, a su vez, cita en estas reflexiones al filósofo Renato Cristi, quien ya a inicios de los 90 sugirió la legitimación democrática de la Carta Magna, bien con las reformas constitucionales de 1989, bien en 1990, una vez que entró en funciones el Congreso Nacional. En un sentido similar se pronunciaron
Edgardo Boeninger, Pablo Ruiz Tagle y varios otros políticos, juristas e intelectuales.
Naturalmente, el debate respecto del significado e interpretación política de esta evolución constitucional continuará abierto, pero a la hora del análisis conviene tener presente estas reflexiones. A fin de cuentas, ellas ayudan a comprender por qué se ha sostenido que —si hemos de adjudicarle un calificativo, y con independencia de la opinión que nos merezca este hecho— todavía rige en Chile la Constitución de la transición.
“La Constitución
de 1980, en varios
aspectos, continuó con
lo establecido por los
textos de 1833 y 1925
y, al mismo tiempo,
incorporó conceptos del
constitucionalismo post
Segunda Guerra Mundial”.
CARLOS FRONTAURA R. (P. 89)
1 Cumplido, Francisco. 2006. Reforma constitucional en Chile, en VV. AA., Anuario de Derecho Constitucional Latinoamericano. Konrad-Adenauer, p. 106.
2 Silva Bascuñán, Alejandro. 1997. Tratado de Derecho Constitucional. Tomo III. Editorial Andrés Bello, p. 242.
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