Kitabı oku: «Pasiones sin nombre», sayfa 3
1.2.2 Éticas de la lectura
Sin embargo, puesto que nos colocamos en posiciones radicales, tenemos que evocar también, al otro extremo, otra concepción de la significación, casi simétrica de la anterior. Tampoco será la nuestra, por supuesto, aunque, en principio, nos encontremos más próximos de ella en la medida en que se trata –al menos en el origen, en las versiones aún no vulgarizadas– de una problemática radicalmente abierta y dinámica. Por ese lado, en efecto, en el post-estructuralismo y la deconstrucción, la clausura del sentido cede el lugar a la proliferación ilimitada.
“El Texto practica el retroceso infinito del significado”6, escribe Barthes, uno de los representantes mayores de esa tendencia. En ese sentido, no es el sujeto el que va a quedar excluido, sino el objeto, “el texto”, y poco a poco, a partir de ahí, el Otro en general. En razón de su propio juego indefinidamente “dilatorio” (el término es también de Barthes), el texto se desvanece por completo. Correlativamente, frente a ese objeto que ha llegado a ser evanescente, o deliberadamente convertido en tal, el sujeto se encuentra muy pronto con que nada puede fijar límite alguno a su libertad de interpretación. El semiólogo prefería que todos los enunciados se redujesen a mensajes unívocos que habrían de ser “decodificados”. El post-estructuralismo, a la inversa, cuestiona las condiciones mismas de toda interlocución. En su forma más grosera, la que se cultiva en Estados Unidos (a partir, claro, de productos de exportación franceses) convierte el texto en una especie de puzzle a “reconstruir”, que hay que descomponer en piezas en un primer tiempo, a fin de permitir luego que el lector reordene como mejor le parezca las piezas desparramadas y las reajuste a su gusto o de acuerdo con sus intereses (por poca dimensión política que el texto ofrezca). Para ser breves, la deconstrucción, o el proceso de intención, instaurado como disciplina académica.
De acuerdo con esa perspectiva, todo lector está invitado a constituirse en pequeño soberano en materia de construcción de sentido. Lo único que puede poner límite a la deriva interpretativa, una vez enrumbados por esa pendiente, es cierta ética de la lectura. Yo recibo esta mañana una carta. Su sentido no me resulta del todo claro, pero me da la impresión de que si la tomo “al pie de la letra”, pone en riesgo todas mis relaciones con mi corresponsal. ¿Puedo, no obstante, decir de buena fe que la carta que me han enviado autoriza verdaderamente esta lectura que he hecho, a la cual se presta, sin duda, literalmente el texto que he recibido? ¿O no será más bien que estoy creando casi deliberadamente algún malentendido al focalizar sospechosamente mi atención en determinados detalles formales del mensaje que tengo ante los ojos, en algunas de sus figuras o de sus metáforas, por ejemplo, zonas de indeterminación sobre las que fácilmente podría apoyarme para denunciar hipotéticas intenciones ocultas (y tal vez hasta “inconscientes”) de mi interlocutor? Del mismo modo, en la fuente de muchas escenas evocadas más arriba a propósito de la “vida de pareja”, ¿no habría con frecuencia, por parte de al menos uno de los interlocutores, algo así como un prejuicio interpretativo, un querer hacer decir a la palabra del otro algo distinto de lo que, en el fondo, sabe que quiso decir? Prejuicio consistente en jugar con la literalidad de lo dicho –con la estructura superficial y figurativa del enunciado, como producto– en contra de la enunciación misma, como acto. Para detener ese delirio interpretativo, sería necesario que, en un momento dado, aquel que ha comenzado a dejarse llevar por él renuncie a la parcialidad de su lectura o a la paranoia de su audición, y se resuelva, por el contrario, a reconocer la positividad que, justamente, ha decidido ignorar: el discurso del otro en toda totalidad que hace el sentido. Dicho de otro modo, sería necesario que, dejando de privilegiar algunos signos artificialmente aislados del todo del que forman parte, postulase la posibilidad de un efecto de sentido global, ligado a la presencia del otro en cada uno de los niveles de articulación semiótica que sostienen lo que enuncia. Y sin esa apuesta, o sin esa generosidad, ¡no hay diálogo posible!, puesto que en el fondo se trata de dar crédito al otro acerca de un sentido que, si bien pasa por la letra del texto, la sobrepasa con creces, y por tanto no está ni puede estar inscrito allí por entero.
¿Con la ayuda del post-estructuralismo, del post-modernismo y del deconstruccionismo, no hemos entrado, de hecho, en la era del soliloquio y del cada uno para sí? Aparentemente, no se trata ya de participar en la construcción de un sentido compartido, sino de jugar a manipularlo unilateralmente, y de “gozar” al hacerlo. ¿Pero de qué, concretamente? No del texto mismo, claro está, sino de la denegación que se le impone al gozar ese “placer” no con él, tomándolo como una alteridad que se ofrece para ser escuchada, sino contra él, reduciéndolo a su literalidad de objeto textual. Placer literalmente a contrasentido, del cual pueden distinguirse dos formas tipo: una, amparándose en el “libre juego de los significantes” (o de cualquier elemento interpretativo), nos retrotrae más acá de la crítica impresionista de antaño y desemboca por lo general, a falta de talento, en la insignificancia y en el lugar común; otra, menos inofensiva, participa de la denuncia militante (o “deconstruccionista” en sentido estricto): sistematiza el prejuicio de lectura al modo del oscurantismo terrorista7.
Como se ve, el desnivel entre las diferentes prácticas de lectura y de interpretación a las que hemos pasado revista, tienen finalmente menos que ver con la elección entre una actitud objetivante y una posición previa subjetivista que con la idea misma que uno se hace del sentido y de su estatuto. Y desde ese punto de vista, semiólogos y deconstructivistas terminan asombrosamente por encontrarse a pesar de todo lo que los separa. Para los primeros, la transparencia atribuida a los significantes en relación con los significados garantiza la univocidad de los discursos; el estatuto conferido al sentido es, en el fondo, el de una sustancia encerrada en los enunciados (verbales u otros) en forma de marcas precisas y estables que remiten a otros tantos significados repertoriados en el marco de códigos preestablecidos. Y lo más sorprendente es que postulando, exactamente en el polo opuesto, la opacidad de los significantes y su autonomía en relación con las unidades de contenido (opacidad y autonomía relativas pero incontestables, una vez que se sale del dominio restringido de los sistemas de signos tan caros a los semiólogos), los deconstructivistas no se liberan de ninguna manera de la problemática sustancial precedente. La decodificación mecánica es sustituida, ciertamente, por un “trabajo” del texto –“trabajo de las asociaciones, de las contigüidades, de las postergaciones”, que apunta, como dice el mismo Barthes, a “una liberación de la energía simbólica”8–. Pero haciendo eso, desemboca en estrategias de lectura que se reducen igualmente a una serie de manipulaciones del discurso enunciado únicamente, con exclusión de lo que hoy cualquier semiótico, por el contrario, tomaría en cuenta en primer lugar, a saber, la relación dialéctica y procesual que, con vistas a la construcción negociada de un sentido, se instaura necesariamente entre instancias enunciativas.
1.3 LA CONSTRUCCIÓN SEMIÓTICA DEL SENTIDO
Colocándose a distancia de esas dos posiciones, la semiótica estructural (o discursiva, o también, si hubiera que personalizar las tendencias, “greimasiana”) trata de plantear la cuestión de la emergencia del sentido concentrándose, por su parte, en la dinámica de la relación misma entre las instancias (“sujetos” u “objetos”) que toman parte decisiva en su construcción. Y en este punto, también para nosotros, a través de los problemas técnicos de la interpretación, se plantea la cuestión de una ética de la lectura, es decir, más allá del texto, la cuestión de nuestras relaciones con el objeto e incluso con el Otro en general.
Efectivamente, no se nos oculta que no es solamente una pura mira de inteligibilidad la que guía nuestra mirada semiótica, ni en el plano teórico ni en el plano de las prácticas cotidianas de lectura. “Comprender”, hemos dicho, es construir. Es, pues, hacer-ser algo: hacer-ser el mundo en cuanto mundo significante, pero también hacernos ser a nosotros mismos en cuanto sujetos. Sin esta construcción, estaríamos, sin duda, situados en alguna parte de este mundo, pero no estaríamos presentes en este mundo. Hacer-ser el sentido constituye entonces una exigencia primera en relación con nosotros mismos: es la condición fundamental de nuestra propia realización. Mas esta operación de construcción no se reduce en ningún caso –salvo tal vez si rozamos la psicosis– a un acto de creación unilateral donde cada uno sería, por su propia cuenta, el único y todopoderoso demiurgo. Por el contrario, si “construimos el mundo”, lo hacemos siempre en un proceso de interacción con una positividad exterior –una alteridad– que nos hace frente y que no podrá ser pura y simplemente reducida en todos los casos a la posición y al estatuto de “objeto”.
1.3.1 Apropiación o logro
Pero es preciso explicitar en este punto una opción teórica que ha permanecido hasta ahora en el trasfondo, a pesar de que caracteriza por derecho propio y hasta condiciona la problemática general que tratamos de construir.
Para nosotros, poco importa, al menos en un primer estadio, el tipo de positividad frente a la cual tenemos que constituirnos y a la que, para hacerlo, no podemos menos que atribuirle sentido. Desde el punto de vista de la teoría de la significación, es casi lo mismo que aquello cuyo sentido tenemos que construir en la práctica cotidiana, se presente con forma de textos en el sentido literal y usual del término, de objetos de uso corriente, de fragmentos del mundo natural (un paisaje, por ejemplo), de obras de arte, o simplemente de presencias humanas en acción, es decir, comprometidas en prácticas, o también –el caso más frecuente, sin duda– de situaciones globales que integren cualquier combinación imaginable de esos diversos tipos de elementos. En todos los casos, nos encontramos en relación con alguna ocurrencia particular del “mundo”, o lo que es lo mismo, con el Otro.
Pero a partir de ahí, lo que va a constituir un factor de diferenciación esencial es que cualquiera que sea la forma de positividad con la que nos enfrentemos, caso por caso, será siempre posible considerarla y tratarla de dos maneras profundamente distintas: el mismo texto, el mismo paisaje, el mismo interlocutor o, de manera general, la misma configuración que manifiesta la presencia de otro ante nosotros, podrá ser tratada como un objeto o como un sujeto. La diferencia entre esas dos posibilidades de tratamiento consiste en que, en la segunda, el sujeto de referencia, Ego, atribuirá (o reconocerá) al “otro” una autonomía que, por el contrario, le niega en el primer caso.
Podemos, sin duda –y es tal vez lo más sencillo y lo más usual–, “objetivar” al otro, es decir, mirar el mundo de modo instrumental y leer el comportamiento manifiesto de nuestro interlocutor (y también el texto, el paisaje, etc., en fin, la positividad que nos da la cara) reduciéndolo a aquellos de sus elementos susceptibles de corresponder directamente, sea en el plano material (y en última instancia, económico), sea en términos de intencionalidad más difusos, o incluso de pura cognición, a nuestras propias miras o centros de interés. Lo cual quiere decir que nos colocamos entonces en una perspectiva global de apropiación del mundo. El modelo semiótico clásico de la “junción” (en gramática narrativa) rinde cuenta eficazmente de ese régimen: el sujeto se realiza ahí por la adquisición de objetos cuyo sentido se configura y cuyo valor se mide unilateralmente, desde el único punto de vista del sujeto en cuestión y de sus programas propios, cuyos objetos así configurados aparecen como correlatos necesarios9.
Pero podemos también imaginar, en el polo opuesto, al menos en algunos contextos, y lejos de toda instrumentalización, modos de ajuste entre nuestras disposiciones, nuestras curiosidades o nuestros propios proyectos, y aquellos de la instancia que se nos enfrenta, la cual puede también enunciarse de manera autónoma. A partir de tales ajustes, se deja entrever otro estatuto del sentido: un sentido que ya no será, por construcción, entera y unilateralmente fijado de antemano en función de los únicos criterios de pertinencia utilizados por el sujeto de referencia, sino que su emergencia será inseparable de la construcción recíproca de los dos participantes puestos en relación, el que cumple el oficio de “sujeto”, que solo llegará a realizarse como tal condicionalmente, y gracias únicamente a la realización simultánea del otro, o sea, del susodicho “objeto”. Esta segunda estrategia de construcción de sentido no supone, por parte del sujeto de referencia, una actitud radicalmente más altruista ni más desinteresada que la precedente, porque, si según la primera perspectiva, de lo que se trata es de “realizarse” de acuerdo con ciertos programas preestablecidos, por medio de la conjunción con determinados objetos de valor, lo que aquí más le interesa es una forma de afirmación de sí mismo, menos directamente egocéntrica en verdad que la anterior, y sobre todo más dialéctica: se trata ahora de “lograrse” a sí mismo, fuera de toda programación o limitación a priori, dando libre curso a sus propias potencialidades, por medio esta vez del establecimiento de una suerte de relación de carácter interactivo con el otro en cuanto sujeto.
Veamos, a título de ilustración, diversos tipos de prácticas interactivas. Bailar, por ejemplo: si al bailar quiero interactuar con el otro de manera que haga verdaderamente sentido en mi propio cuerpo, no basta con que yo espere del otro que él siga correctamente los “pasos” codificados del baile que bailamos. Si así fuera, lo que conseguiría, en el mejor de los casos, sería acoplarme con una suerte de “objeto danzante” capaz de textualizar –a la perfección tal vez, pero mecánicamente– un programa genérico predefinido, como, por ejemplo, el del “vals”: lo mismo que si bailase en ese caso con un autómata o con una suerte de robot y no con el cuerpo vivo de un “partenaire” sujeto. En cambio, si aspiro a algo más gratificante –a una relación sensible creadora de sentido–, será preciso en primer lugar que yo mismo actúe de tal suerte que mi acompañante pueda, como yo, dar a su propio cuerpo todas las posibilidades de expresarse a su gusto –razón por la cual yo deberé considerarlo como mínimo y tratarlo, en el plano gestual y somático, como un verdadero co-enunciador–.
Asimismo, si se trata de interpretar al piano una pieza de música, puedo, por mi lado, contentarme con un modo de ejecución estrictamente ajustado a la partitura, como si la pieza a ejecutar se redujera a un puro algoritmo concebido para ser reproducido invariablemente de manera idéntica. Excelente ejercicio sin duda para la digitación, pero si me quedo en él, amenaza con encerrarme rápidamente en un estilo de interpretación, en el mejor de los casos, académico y, en el peor, puramente escolar; dicho de otro modo, esencialmente repetitivo y tan aburrido como estéril. Ser músico (aunque sea uno muy modesto, un simple aficionado) consiste, por el contrario, en emanciparse de esa relación unilateral con el texto objetivado de la partitura y en saber comprender la enunciación que reclama el enunciado. Entonces, de la simple ejecución nota por nota, podré llegar poco a poco a una praxis interpretativa más abierta, potencialmente creadora de sentido con cada nueva interpretación.
Pero para eso, en lugar de reducir la obra a su objetividad literal, será necesario, sin dejar, no obstante, de respetar su estructura, que yo logre hacer de tal suerte que el texto de la sonata que estoy ejecutando pueda lograrse lo más plenamente posible; dicho de otro modo, que yo le dé los medios de desplegar todas sus potencialidades de sentido, de tal manera que yo mismo, simultáneamente, me logre también plenamente a través de él como pianista. O, en otra dimensión, esteta en contemplación ante la “naturaleza”, será preciso que dé crédito al paisaje sobre todo aquello que puede “querer decir” para que, paseante solitario, me descubra yo allí a mí mismo plenamente presente y me expansione en él. En todos los casos de este género, el sujeto da crédito de sentido a alguna figura particular del Otro, y no llega a lograrse él mismo sino permitiendo que el otro actualice también sus propias potencialidades, por ajuste recíproco en la interacción.
La primera actitud –la del tipo “juntivo”– objetiviza y hasta reifica al otro, cualquiera que sea su forma manifiesta. El sujeto que solo apunta a relaciones de apropiación o de control sobre aquello que lo rodea, transforma en objetos todo lo que se encuentra a su alrededor, fijando de una vez por todas su estatuto, su sentido y su valor, trátese de cosas propiamente dichas, de personas, de obras de arte o de cualquier otro tipo de magnitudes. De lo que resulta que no logrará tener bajo ese régimen ninguna relación directa de sujeto a sujeto. En ese régimen, solo son concebibles relaciones intersubjetivas económicamente mediatizadas por medio de transferencias de objetos. Y eso es lo que traduce de manera concisa la definición del relato como puesta en circulación de valores entre sujetos10. Podríamos decir incluso que para el sujeto de referencia, Ego, no existe en ese marco otro “sujeto”: a sus ojos, no hay en torno a él –fuera, evidentemente, de los objetos-valores de toda naturaleza– más que otros poseedores, actuales o virtuales, ahora o todavía, en posesión ya de los objetos que él mismo ansía: aquí, usurpadores o rivales que desposeer, porque retienen indebidamente (a sus ojos) los objetos o los valores modales de los que él mismo quisiera disponer; más allá, posibles informadores, cuyos secretos (pues todo conocimiento es para él una forma de tener) tratará de penetrar; por otra parte, clientes eventuales con los que trata de reconciliarse (carecen de lo que él tiene, pero piensa que si los gratifica, podrá obtener de ellos, como intercambio, otros valores de los que desea igualmente apropiarse); están, además, los ambiciosos, los indigentes, los hambrientos –en sentido literal o “figurado”–, dispuestos todos a robarle, según cree, sus riquezas, su posición social, su saber, tal vez incluso el poder que mantiene, en suma, todo su haber, todas sus posesiones, de las que parece surgir su identidad como la suma de una serie de bienes objetivados.
A la inversa, lejos de reificar nada, la otra perspectiva, concebida no ya en términos de junción con los objetos, sino de unión entre sujetos (terminología que tendremos ocasión de retomar en lo que sigue y de precisarla en cada caso), es una perspectiva que “animiza” al otro (incluso cuando, desde un punto de vista realista, ese otro no es más que una cosa), que le atribuye un “alma”, que transforma en otro sujeto todo aquello que puede entrar en relación con el sujeto de referencia. Se pone entonces en movimiento toda una cadena de presuposiciones de carácter recursivo, como dicen los lingüistas, o más filosóficamente, dialéctica: para que Ego se “logre” plenamente, será necesario que el otro se lo permita; para eso, es preciso que ese otro llegue a ser lo que sus potencialidades le permitan ser; pero para lograrlo hace falta que Ego sepa invitarlo a hacerlo. De ese modo, el sentido y el valor del Otro no están nunca fijados de antemano, como no lo están tampoco el sentido y el valor de la existencia de cada uno para sí mismo. Solamente en acto, en la interacción con el otro –con el texto, con la cosa, con el interlocutor–, el valor significante de ese otro y el sentido mismo de la relación con ese otro (sentido y valor no entendidos como algo “en sí”, sino como probados [experimentados] en situación por Ego) se definirán o se descubrirán dinámicamente, sin poder jamás ser definitivamente detenidos.
Ya no hay aquí diferencia entre teoría de la acción (o más exactamente, de la interacción) y teoría de la significación. La (inter)acción, en lugar de presuponer valores ya instituidos, que la motivarían, hace emerger el sentido y el valor por su desarrollo mismo. El sentido y el valor no se constituyen ya como un sistema (semiológico o axiológico) presupuesto, que hace actuar; son, por el contrario, el resultado del proceso, es decir, aquello que la interacción hace ser. La interacción no se reduce a la ejecución de programas cuyo sentido ha sido fijado de antemano, sino que lleva, propiamente hablando, a descubrir el valor y el sentido –no como si se tratase de tesoros hasta ese momento ocultos “bajo la superficie de las apariencias” o detrás de los “significantes” del semiólogo, sino como la actualización condicional de puras potencialidades, dicho de otro modo, como efectos que no “existían” antes más que en potencia–. Desde ese punto de vista, la interacción es verdaderamente creadora de sentido.
Correlativamente, se puede apreciar ahora que la construcción del sentido solo se deja concebir, semióticamente, como un proceso que compromete, que implica al sujeto en su relación con alguna forma del otro. En consecuencia, no puede haber jamás ni interpretación neutra ni construcción de sentido completamente desinteresada. Dicho esto, el abanico de las modalidades de dicha “implicación” o de dicho “interés” está abierto. Un sujeto puede concebir el sentido de su relación con el otro, o más generalmente, con todo aquello que lo rodea, ya en términos de confrontación, mientras se mantenga con una óptica instrumentalista y juntiva, ya en términos de ajustes entre actantes, si la relación se organiza según el régimen de la unión. Conforme con otro modelo bien conocido en semiótica narrativa, el régimen de la “confrontación” puede, como se sabe, revestir o bien un carácter polémico, si Ego debe (o cree que debe) eliminar adversarios o rivales para asegurar la posesión de los objetos de valor que tiene en la mira, o bien una forma contractual, si, para obtener esos valores, puede (o cree poder) contentarse con remunerar al otro que se supone ser el poseedor de dichos bienes11. Distinciones análogas pueden hacerse igualmente acerca de las figuras del ajuste.
En contextos muy diversos, este segundo régimen de sentido y de interacción podrá tomar la forma de un talante implícitamente contractual, en la ocurrencia de la unión propiamente dicha entre partes interactuantes, siempre que cada fase del desarrollo del otro se convierta en una condición del desarrollo del sujeto de referencia. Sin embargo, figura sin duda más paradójica, el ajuste también puede desenvolverse en una forma polémica. Es el caso en que, en lugar de buscar el completo desarrollo recíproco de los participantes, la unión se transforma en proceso de destrucción. Lejos de favorecer el despliegue recíproco de las potencialidades creativas y vitales, la interacción juega entonces a favor de las virtualidades negativas y (auto)destructivas de al menos uno de los participantes, mientras que el otro se aprovecha de esa situación para impulsar su propio desarrollo. En el plano de la estrategia militar, este régimen es bien conocido por los teóricos post-clausewitzianos de la guerra. No se trata ya, como en la confrontación polémica “clásica”, de infligir pérdidas al otro atacándolo desde el exterior (en términos de sintaxis narrativa, conjuntándolo con antivalores), sino de acoger sus fuerzas y sus debilidades, o, en los términos del filósofo François Jullien, de apoyarse en la “circunstancia” y en la “propensión” adversa a fin de volverlas contra él, y eso ajustándose lo más posible a él –casi como sucedía más arriba en la danza, pero en una danza desviada de su finalidad, o invertida12–.