Kitabı oku: «Amalia en la lluvia», sayfa 2

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Trepando con rosas

Matteo estaba pletórico de orgullo y felicidad, porque el de hoy era un día muy especial. Llevaba su nuevo traje de lino negro, una ligera camisa azul y sus ultrasuaves mocasines marrones puestos sin calcetines. En su mano derecha sostenía un maravilloso ramillete de rosas de un rojo muy intenso.

Se detuvo delante de una enorme casa de cuatro plantas, construida en el siglo pasado por una familia muy rica. Un aspecto particular de su arquitectura eran las escaleras de incendio que tenía adosadas a la pared del frente, y que al mismo tiempo le servían de decoración. En el siglo anterior fue una propiedad única, pero, ahora, tras algunas renovaciones y transformaciones, los pisos estaban divididos y constituían propiedades individuales. Matteo alzó la vista hacia la parte izquierda del último piso y sonrió, anticipándose mentalmente a lo que iba a hacer. Puso el pie en el primer peldaño de la escalera de incendios, sujetó el ramillete de rosas bajo su barbilla y, muy despacio, comenzó a trepar. Esta idea se le había ocurrido un tiempo atrás y esperaba que una acción así de valiente sirviera no solo para impresionar a su novia, sino también para sorprenderla con su propuesta de matrimonio.

Matteo estudiaba el séptimo semestre de Filosofía y en las noches trabajaba como portero en un pequeño hotel. Vivía con su madre al final del pueblo, en una vieja casa que ella había heredado de sus padres. A menudo, la hermana de su madre venía y pasaba largas temporadas en la casa. Coincidentemente, ambas mujeres habían perdido a sus esposos en un accidente de tráfico. Los planes de Matteo eran llegar un día a convertirse en profesor universitario, pero por ahora esto era tan solo un sueño aún lejano.

Por más de tres años, él y su novia habían mantenido una relación estable y pensaba que ya era tiempo suficiente para dar paso al matrimonio. Podrían vivir entonces en la acogedora buhardilla que una vez se preparara como apartamento para su hermano, agregándole retrete y cuarto de baño. Su hermano era un guía de turismo que se la pasaba viajando y el ochenta por ciento de los días del año estaba fuera, en cualquier parte del mundo. Cuando regresara a hacer sus cortas visitas a la casa, podría quedarse en el cuarto original más pequeño que tenía desde la niñez y que, de seguro, sería lo suficientemente espacioso para él.

La madre de Matteo, que estaba educada a la vieja usanza y era muy estricta en el cumplimiento de los preceptos religiosos, había dejado claro que no aceptaría que él y su novia fueran a vivir a la casa sin estar debidamente casados. Por tanto, se encontraban siempre en el diminuto apartamento ya mencionado que ella tenía en el cuarto piso de esta enorme casona con escalera de incendios en la pared frontal. Vivir allí le resultaba muy costoso y Matteo pensaba que el mudarse a la vieja casa familiar, aparte de ser una agradable opción, la ayudaría también desde el punto de vista económico. Esta idea él aún no la había conversado con su novia, pero estaba convencido de que estaría encantada con su manera de ver y de resolver las cosas.

Entre tanto, ya había alcanzado el nivel del primer piso. Hasta aquí todo parecía fácil, porque desde esta altura aún podía saltar al suelo en caso de problemas. Ascender incluso hasta la segunda planta debía ser algo que manejara sin dificultad, pero de ahí en adelante ya las cosas no serían tan sencillas y la escalada se convertiría en un desafío real. Mirar hacia abajo por encima del hombro desde el tercer nivel requería tener un gran valor y no ser propenso al vértigo. Y, finalmente, llegar hasta el cuarto piso era una verdadera heroicidad y se requería para ello de una absoluta concentración y de habilidades propias de un antiguo mosquetero. Matteo era de carácter amistoso, muy equilibrado y, en general, muy buena persona. Prefería la paz, tenía cierto apego al refinamiento y despreciaba por completo cualquier atisbo de rudeza.

Justo ahora estaba alcanzando la tercera planta e hizo un breve descanso. Respiró profundamente y una enorme sonrisa de felicidad se dibujó en su rostro al pensar en los ojos desorbitados por el asombro que pondría su novia cuando lo viera aparecer así, de una manera tan poco usual y al mismo tiempo tan valerosa. Imaginó también su alegría infinita cuando conociera de su propuesta de matrimonio. Volvió a sonreír de la forma en que solo puede hacer alguien que está a punto de proporcionarle una gran sorpresa a otro, y, despacio, continuó su ascenso. Cuando ya estaba a la mitad del tercer piso y dispuesto a seguir hasta el cuarto, se inclinó para, furtivamente, echar un vistazo a través de la ventana que tenía delante. La habitación estaba en silencio y encima de la cómoda ardían tres velas grandes. Su luz provocaba un aura muy romántica, proyectando largas sombras en las paredes. En ese instante se abrió la puerta y una mujer muy atractiva entró en su campo de visión. Apenas sí estaba vestida. Llevaba un camisón azul de seda, de los usados para dormir en las noches. Solo le cubría media espalda y se veía extremadamente sexy con su cabello oscuro, suelto y llegándole casi a la cintura. Sostenía en su mano una copa de champaña y estaba a punto de tomar un sorbo, cuando un hombre muy bronceado por el sol y también medio desnudo entró a la habitación. Solo vestía un calzón con estampado de piel de leopardo e igualmente sostenía en la mano una copa de champaña. Matteo se sintió avergonzado por haber invadido su privacidad y, en el momento en que quiso moverse, el hombre lo descubrió a través de la ventana. Apuntándolo con el dedo, gritó con enojo:

—¿Qué rayos está usted haciendo ahí?

Sin esperar una respuesta, se volvió hacia la hermosa mujer, que miraba a Matteo con los ojos muy abiertos, asustada por lo que estaba viendo. Matteo continuaba en la escalera de incendios, en una posición muy incómoda, sosteniendo aún bajo la barbilla el ramillete de rosas. El hombre medio desnudo en su calzón con estampado de piel de leopardo dio dos pasos hacia la ventana para ver mejor quién era el que estaba allá afuera. Entonces movió la cabeza incrédulo, los ojos se le inyectaron de sangre y se volvió hacia la atractiva mujer, que había terminado por dejarse caer en la enorme cama llena de cojines de todos los tamaños y colores. En un gesto de sumo enojo, le arrojó a la cara el contenido de la copa y luego la hizo añicos al lanzarla contra el suelo.

—¡Ya ves! ¡Yo lo sabía! ¡Yo siempre lo supe! —le gritó en muy mala forma y la asió por el hombro—. ¡Tú no me respetas! ¡Te acuestas con otros hombres mientras yo estoy en mis viajes de negocios! ¡Siempre supe que esto iba a pasar! ¡No se puede confiar en las mujeres! ¡Esto es el colmo! ¡Ahora tu gigolo trepa por la escalera de incendios para traerte un barato ramillete de rosas!

Estaba totalmente poseído por los celos y hasta alzó la mano para pegarle. Pero la atractiva joven pudo escapar y refugiarse en el otro extremo del cuarto.

Matteo movió con rapidez la cabeza hacia atrás y por un momento no supo qué hacer. Estaba aturdido con todo lo que estaba viendo. Luego reaccionó y pensó: «Bueno, esta relación de ella no puede durar mucho. Al menos, le servirá para que aprenda a medir consecuencias, porque no creo que quiera seguir manteniendo contacto con semejante monstruo». Y entonces, con mucho cuidado, terminó por ascender al cuarto piso.

Cuando alcanzó el nivel de la ventana, se inclinó para mirar al interior de la habitación de su novia. Ella estaba sentada en el sofá, sostenía un teléfono junto al oído y evidentemente hablaba con alguien. Cuando lo vio, dejó caer el teléfono y con una sonrisa en el rostro corrió hasta la ventana para abrirla y dejarlo pasar. Matteo entró a la habitación y se sentó por un momento en el alféizar, sosteniendo ahora las flores con la mano derecha para imprimirle más importancia a la escena que vendría. Se dejó caer entonces, hincó la rodilla en el suelo, la miró con lastimeros ojos de perro —cosa que ya había ensayado en casa delante del espejo— y le hizo la propuesta matrimonial poniendo el ramillete de rosas rojas bajo su rostro.

Estaba contento y se sentía ahora relajado, convencido de poder sorprenderla y de que todo saldría bien. Cerró los ojos por un momento y esperó a que ella tuviese tiempo de armar su discurso. Antes de abrir de nuevo los ojos y escuchar lo que debía ser su tierna respuesta, sintió de pronto un terrible dolor en el rostro, como si mil espinas estuviesen hiriéndolo una y otra vez. Mantuvo los ojos cerrados, pero supo de inmediato que su novia estaba azotándolo con el ramillete de rosas lleno de innumerables espinas puntiagudas. Ella debía haber perdido el juicio. Por un instante, Matteo pensó que esa noche aquella casa estaba habitada por el diablo. Abrió muy despacio los ojos para asegurarse de que el ataque había terminado y descubrió al ramillete de rosas totalmente desguazado junto a sus pies.

—¿Quién piensas que soy? —le gritó ella poniéndose delante de él—. ¿Una muchacha estúpida que no sabe cómo se mueve el mundo? ¿Una propuesta de matrimonio con tan solo un ramillete de rosas rojas por delante? ¡No lo voy a aceptar! ¿Dónde está mi anillo de diamantes, eh? ¿Dónde? ¿Nunca has leído un libro romántico o has visto una moderna película de amor? ¡Una propuesta de matrimonio sin un anillo de diamantes no merece para nada la pena! ¡No quiero para mí un hombre que no conoce ni siquiera lo básico de las reglas que rigen un buen matrimonio! Y, para ser franca, ¡no estoy dispuesta a irme a vivir con tu madre a un piso de esa casa vieja! ¡No es lo mío! ¡Aquí terminamos! ¡Se acabó todo entre nosotros!

Puso una cara tan horrible mientras hablaba que Matteo pensó «¿Qué rayos vi yo en esta mujer?» mientras permanecía allí de pie organizando sus ideas. Sintió que la sangre goteaba y que las heridas le ardían en el rostro.

—¡Tú ni siquiera sabes defenderte! —volvió ella a sus gritos—. ¡Eres un cobarde! ¡Quiero que salgas de aquí ahora mismo!

Se apresuró por el corredor y le abrió la puerta de entrada. Se puso ambas manos en la cintura y, mirándolo con cara compungida, esperó a que se fuera.

Matteo la dejó de pie allí. Se dio la vuelta y salió por la ventana aún abierta. Tenía que tener mucho cuidado al bajar, porque ahora que estaba roto por el dolor no solo físico, sino también emocional, aquel descenso se convertía en una acción muy riesgosa. No sabía qué le dolía ni qué le preocupaba más, si aquellas heridas en el rostro o la otra que llevaba en el corazón. Era como si un cuchillo estuviese horadándolo. Intentó ser valiente, se guardó las lágrimas para después y se concentró en llegar seguro a tierra.

Cuando iba por el tercer piso, se ladeó y echó una ojeada a través de la ventana. Vio a la joven desconocida sentada en el suelo, delante de la cama. Tenía el rostro hundido entre sus rodillas. Su largo cabello le caía sobre las piernas y casi tocaba el piso. Parecía llorar. Matteo golpeó en la ventana para llamar su atención. Nada pasó. Golpeó de nuevo, esta vez con más fuerza. Lentamente, ella levantó el rostro y miró hacia la ventana. Se veía muy triste. El maquillaje se le había corrido por toda la cara y sangraba por la nariz. Cuando lo vio, se asustó y abrió desmesuradamente los ojos. Se puso en pie y corrió hasta la ventana para abrirle y ayudarlo a entrar.

—¿Qué le pasó en el rostro? —le preguntó ella con una voz que expresaba dolor y real compasión—. ¡Lo tiene todo cubierto de sangre! ¿Quién le ha hecho eso?

Lo empujó ligeramente hacia donde estaba situado el espejo en la pared. Cuando él se vio a sí mismo, no podía creerlo. ¡Su rostro parecía el de un muñeco de una película de horror! Estaba lleno de heridas y de rastros de sangre por todas partes. Ahora podía explicarse por qué sentía tanto dolor.

—Ella estuvo azotándome con un ramillete de rosas rojas que le entregué mientras le hacía una propuesta de matrimonio. Al parecer, los tallos tenían unas espinas muy afiladas —explicó Matteo con voz tranquila, mientras la hermosa joven le palpaba y le curaba con sumo cuidado cada una de las heridas producidas por las espinas de las rosas.

Entonces él quiso saber lo que había sucedido un momento antes entre ella y su pareja, allí en aquella habitación.

—Bueno, él se puso fuera de sí —dijo ella al cabo de algunos segundos sin dejar de inspeccionarle las heridas—. Supuso que usted había subido las escaleras por mí. Insinuó que estaba teniendo una relación con usted y que siempre supo que no era yo la mujer adecuada para él. Golpeó y tiró algunas cosas al piso y también me golpeó a mí varias veces. Lo hizo en la cara, por eso me sangra la nariz. Luego me gritó que él ya tenía a alguien más y que seguramente nunca le haría lo que yo le había hecho. Me dijo que era una mujer que lo obedecía en todo y que, además, era muy bella. Después de desearme lo peor, tiró la llave en el corredor y se marchó. Ahora entiendo que en realidad esto era algo que quería hacer desde hace tiempo. Era él quien me engañaba a mí y con este malentendido encontró el pretexto perfecto para terminar y encima echarme la culpa.

Ella calló por un momento, lo miró y continuó con voz firme:

—Al final me alegro de que todo esto haya pasado y por fin se haya ido. ¡No quiero para mí a un bruto mujeriego!

Entonces extendió hacia él su mano derecha y, mientras sonreía ligeramente, dijo:

—¡Hola! ¡Me llamo Lara! ¡Es lo primero que debía haber hecho, presentarme!

Matteo también se presentó y le agradeció por haber atendido sus heridas. Luego, Lara le brindó una taza de té y le propuso conversar un rato sobre sus respectivas vidas.

Matteo se sentó a la mesa ovalada situada en el salón que llevaba directamente a la cocina. Desde allí podía observar sus movimientos diligentes preparando el té y algún bocadillo para acompañarlo. Era de una belleza extrema y él pensó que un hombre que se comportara de una forma tan poco elegante como lo había hecho aquel salvaje debía ser un total idiota. No pudo aguantar ni controlar su asombro y se escuchó pronunciar en alta voz lo que estaba pensando.

—Bueno, ¡él llegó a decir que soy una bruja sanguinaria! ¡A lo mejor es verdad! ¡Así que tiene que cuidarse! —dijo Lara mirándolo sonriente.

Matteo se envalentonó y la contradijo:

—¡Pues puede ser que el idiota sea yo, pero no creo en absoluto que seas una bruja sanguinaria! Creo que ambos manteníamos relaciones equivocadas y esta noche los dioses han conspirado para que pudiésemos encontrarnos. Quizás de una forma algo cruel, pero tal vez fue la única que hallaron.

Lara y Matteo disfrutaron tomando varias tazas de té y conversando por un largo tiempo. Luego, para animar la noche cambiaron para vino rojo e hicieron planes para estar juntos al día siguiente. A las tres de la madrugada, Matteo bajó las escaleras, no sin antes despedirse de ella varias veces. Todo el camino de vuelta a casa lo hizo silbando lleno de alegría.

Al otro día, dieron un extenso paseo a lo largo del río.

No había aún concluido sus estudios de Filosofía, cuando un sábado de verano él trepó por las escaleras de incendio hasta el tercer piso. Llevaba entre sus dientes una diminuta bolsa de papel glaseado que había comprado en una exquisita joyería. Cuando ella vio el anillo que él le estaba ofreciendo, no lo dejó ni terminar su ensayada frase para proponerle matrimonio. Se abrazó a su cuello al tiempo que repetía:

—¡Sí, sí, claro que quiero!

Violeta

La hora del desayuno ya había llegado a su fin en el Palazzo Dalla Rosa Prati. Sin embargo, una mujer con el cabello completamente desordenado y el rostro cubierto de lágrimas se mantenía aún allí, sentada a la mesa y comiendo. Traía puesto un mono deportivo para hacer jogging de color rosado. Se notaba por sus gestos que disponía de todo el tiempo del mundo. Su mirada era como perdida, sin fijarla en ningún sitio en especial. Parecía aburrirse, llevándose lentamente a la boca un pedazo de pan o tomándose un sorbo de capuchino que, de seguro, ya debía estar frío. Un artista muy guapo, que rondaría los cuarenta años, se movía con agilidad a su alrededor, cargando grandes pinturas ya enmarcadas. Trataba de colgarlas aquí o allá de los finos alambres que pendían del cielo raso del techo y que habían sido dispuestos allí para eso. Las obras de arte mostraban composiciones modernas, a base de trazos ondulados en diferentes colores —tal vez simulando cascadas o ríos— que parecían generar olas al mezclarse entre ellos a través de toda la pintura y volver luego a separarse unos de otros. Todas ellas estaban muy bien concebidas, dando testimonio de la buena mano del artista, quien, con su trabajo, hacía que el espectador se quedase un buen tiempo contemplándolas y se sumergiese en la singularidad de su arte. Aunque algo sí parecía faltar, tal vez un clímax cautivador. Y precisamente ese clímax era el que estaba preparando el artista a través de seis obras que debían estar listas para la venidera inauguración de la exposición, que tendría lugar en horas de la noche.

—¿Qué demonios está haciendo? ¿Se ha vuelto loca? —sonaron sus gritos de enfado a través de todo el salón de desayuno—. ¡Acaba de destruirlos! ¡No estaban secos aún!

El artista estaba a punto de sufrir un soponcio, corriendo de una esquina a la otra y echando a volar a su paso un montón de maldiciones en tonos dramáticos. La mujer de rosado había estado intentando abrir un paquete de celofán que contenía muesli y, como le resultaba muy difícil la operación, puso en ello todas sus fuerzas. Hasta tuvo incluso que auxiliarse de los dientes. El paquete de cereales se abrió entonces de repente y su contenido se dispersó frenéticamente sobre la mesa. Como un acto de reflejo, ella intentó impedir que los copos de cereales se le escaparan, gesticulando y moviendo ambas manos. Su esfuerzo fue en vano y, lejos de resolver el problema, lo empeoró, pues la taza con el capuchino, el vaso con el jugo de frutas recién hecho, el yogurt y el tarro de mermelada de cerezas oscuras volaron también por encima de la mesa para esparcir su contenido sobre dos de los grandes cuadros hechos con pintura de aceite que el artista había apoyado momentáneamente de forma vertical sobre la mesa más próxima. La confusión fue total. El jugo de frutas y el café corrían con rapidez a través de aquellas delicadas piezas de arte, y el yogurt y la pegajosa mermelada de cerezas demoraban un poco más en deslizarse sobre los lienzos. Uno de ellos estaba totalmente empapado en la leche que tan solo unos minutos antes la mujer de rosa había pedido en el buffet para echarle por encima y mezclarla con su muesli.

El artista parecía haber perdido el control de sí y con ambas manos se sujetaba la cabeza. El hombre de la recepción llegó corriendo para ver qué estaba sucediendo y dos invitados que en aquel justo momento solicitaban una reservación estaban también pendientes de la escena. Igualmente lo hacían algunos transeúntes, que, ante el barullo, se detuvieron para curiosear a través de un gran ventanal. Y llegó también el dueño del hotel, descendiente de una de las familias más conocidas del pueblo. Miró en una actitud de súplica hacia las dos obras desfiguradas y trató de buscar las palabras correctas para expresar su pesar. La mujer de rosa se mantenía allí, muy calmada, reclinada hacia atrás y con los brazos colgando, mirando fijamente las dos obras de arte destruidas con rostro inexpresivo, tal vez hasta indiferente, a pesar de haber sido ella la causante de todo aquel alboroto.

El artista estaba desesperado, presintiendo que su reputación corría el riesgo de verse seriamente dañada. Las dos obras que ahora estaban arruinadas eran el trabajo principal de su exhibición; por ende, las más valiosas y las que debían ser expuestas en la gran pared de este vestíbulo, donde serían pronunciados, además, los discursos de apertura del evento. Comenzó una discusión acerca de la posible cancelación de la muestra. Pero aun con las posibilidades de mensajería instantánea que ofrece esta era digital, donde la información acerca de la suspensión del evento podría ser transmitida en cuestión de segundos, los problemas que algo así generaría serían considerables. A un buen número de importantes personalidades de la sociedad local se le había cursado invitación, así como a la prensa. Al final todo resultaría en pérdidas tanto para el Palazzo Dalla Rosa Prati como para el artista, que estaba a punto de estallar en lágrimas. ¡Reinaba la impotencia! De hecho, el artista sacó un pañuelo de su bolsillo y se limpió los ojos, uno después del otro, con una expresión de desespero en el rostro. Para él, esto era el fin del mundo.

—¡Queréis parar ya con esta tontería! ¡Lo que pasó, pasó! ¡No eché a perder a propósito vuestros cuadros sagrados! ¡Y no va a ayudar si estáis aquí ahora con esas caras tristes y desvalidas sin ánimo para hacer nada! ¡Lo que necesitamos es hallar una solución! —sonó la voz seca de la mujer de rosa.

El artista emitió un fuerte sollozo y le lanzó una hiriente mirada, como de odio.

—¡Ninguna pieza que tenga la calidad de estas obras puede ser reemplazada en unas horas! —dijo, subrayando su manera de pensar con ademanes de desdén hacia ella y como menospreciándola; volvió su rostro hacia el otro lado mientras recalcaba en un tono de enojo:

—¡Usted no tiene ni idea!

La mujer de rosa se incorporó y con una mirada que parecía haberse incendiado de repente, le gritó:

—¡Deje ya de comportarse como un demente! ¡Tranquilícese! ¡Esto no es el fin de nada!

Se plantó luego delante del artista y, como si fuera la cosa más natural del mundo, le pidió con una voz muy segura:

—¡Por favor, consiga una variedad de colores de pintura acrílica que puedan secarse rápidamente!

Se volvió entonces hacia el dueño del Palazzo y le dijo:

—¡Me encantaría si usted me mostrara ahora, por favor, la colección de muebles viejos que guarda en el sótano del hotel!

Y antes de seguir al dueño, quien, frunciendo el entrecejo se puso en marcha de inmediato a través del vestíbulo, se volvió hacia el artista —que continuaba allí con la incredulidad prendida a su mirada— y con una sonrisa en los labios le dijo:

—¡Dese prisa! ¡Nos encontraremos en media hora en el último piso, en la Violeta!

Desapareció luego a través de la puerta.

Ella no se equivocó. El enorme sótano de aquella edificación con una historia muy antigua era el sitio perfecto para, en cuestión de minutos, poder encontrar lo que estaba buscando. El elegante dueño se había quedado apostado junto a la entrada y la vio aparecer de vuelta, trayendo dos puertas de madera que en el pasado debieron de pertenecer a alguna especie de armario, pero ahora estaban tiradas y aparentemente olvidadas bien al fondo, en la oscuridad de aquel recinto.

—¿Qué hay de estas? ¿Podría quedármelas? ¡Encajarían perfectamente en el propósito que tengo y estoy segura de que se convertirán en un éxito total! —preguntó la mujer de rosa, casi convencida de que la respuesta sería de su agrado. Sin detener el paso, abandonó el local cargando con las dos puertas a su costado.

—Bueno, son parte de algunos armarios que solemos colocar ahora sin puertas en los corredores para exhibir en ellos objetos decorativos. ¡Jamás hemos usado esas puertas! ¡Así que sí, puede quedarse con ellas! —le respondió el hombre elegante, siguiéndola por el corredor tras haber cerrado con llave la puerta del sótano. Se quedó algo intrigado pensando qué podría hacer ella con aquellos dos pedazos de madera.

Al llegar a la recepción, la mujer de rosa se detuvo por un momento, soltó las puertas y explicó:

—¡La vernissage se va a llevar a cabo tal y como estaba planeada! ¡Eso os lo aseguro! ¡No tenéis motivo alguno para el pánico! ¡Por favor, es necesario que consigáis dos sábanas viejas y una gran lámina de plástico! ¡Llevádmelo todo ahora mismo a la Violeta!

Dicho esto, asió de vuelta las dos puertas de madera y desapareció.

Media hora después, el artista apareció en la recepción cargando algunas bolsas de plástico. Le echó una mirada llena de dudas al recepcionista y, mientras agitaba varias veces la cabeza a un lado y otro, preguntó cuál era el camino para llegar a la Violeta —nombre que obviamente él sabía bien que debía corresponder a una habitación del hotel—. Luego de obtener respuesta, desapareció también en dirección al ascensor.

Mientras tanto, la mujer de rosa había transformado una esquina de la habitación, convirtiéndola en una especie de taller con la ayuda de dos sillas de baño sobre las cuales había apoyado las dos puertas de madera, no sin antes desempolvarlas. Abajo, el suelo estaba cubierto casi en su totalidad con sábanas de cama, así como con una gruesa lámina de plástico. Cuando escuchó que tocaban a la puerta, se incorporó con rapidez y avanzó presurosa para abrir. Era el artista quien estaba allí, cargando bolsas de plástico y mirándola con una expresión llena de dudas, de descontento y de profunda repulsión. Entró molesto, pasó con rapidez por su lado y colocó abruptamente las bolsas de plástico casi en el medio de la habitación. En tono enojado, le espetó:

—A fin de cuentas, ¿qué demonios pretende hacer usted con toda esta payasada? ¡Usted destruyó mis obras con su comportamiento tan idiota en la mesa! ¡Obras que son irremplazables! Y esa perspectiva de que salga algo más o menos decente, o al menos medianamente exitoso para el evento de esta noche, es absolutamente nula. ¡Es usted una vaca tonta!

—¡Eh! ¡Eh! ¡Mi nombre es Luna, no Vaca! —le dio ella un ligero golpe en el hombro—. Y el suyo es Sandro, de acuerdo a lo que pude leer en sus pinturas. ¡Siéntese ahí y pare ya con su furor!

Ella le señaló una silla situada frente a donde estaban apoyadas las dos puertas de madera y él se sentó gruñendo y con cierta vacilación.

Luna desempacó los tubos de pintura y los colocó con mucha gracia cerca de sus piernas, junto a algunos pinceles y una toalla.

—¡Ahora va a demostrarme que es realmente un artista! ¡Va a pintar sobre esas puertas, y en diferentes colores, sus típicas figuras onduladas! Eso sí, como tenemos tanta presión con el tiempo, usted lo ejecutará de prisa, ¡pero sin perder ni el placer de hacerlo ni su poderosa energía de siempre! Después yo haré mi parte. ¡Le daré el acabado final a ambos trabajos, pero solo cuando usted haya concluido!

Lo primero que Sandro pensó fue que aquella mujer estaba completamente loca, pero, en la misma medida en que fue asimilando el modo en que ella había preparado las cosas, comenzó a tener dudas acerca de su primera impresión. En realidad, comenzó a creer que ella podría tener algo bajo la manga y él no tenía pista alguna de qué podía ser. La manera tan decidida en que explicó su plan era sumamente rara y hasta parecía interesante. Como un autómata, empezó a abrir los tubos de pintura acrílica y, mientras se inclinaba sobre ellos, no dejó de observarla de reojo. Llevaba ahora el pelo recogido atrás en una cola de caballo. La luz de la habitación, al caer sobre su rostro, la favorecía notablemente, dándole una expresión dramática. Mirándola bien, se podría decir que era una mujer muy atractiva y que tenía un cuerpo muy bien tonificado. Sonriendo, ella le echó un vistazo y él fingió dedicarse —aún irritado— a colocar los diferentes tubos de pintura en cierto orden, pero en realidad hacía esto para ganar tiempo. Luna tomó entonces una revista y se tendió a leer en el sofá de estilo antiguo.

Después de pasar algunos minutos contemplando las puertas de madera, Sandro agitó por fin la cabeza, dejó escapar un par de comentarios inciertos y comenzó a pintar. Decidió darle a este misterioso proyecto de arte —propuesto por aquella mujer llegada de cualquier parte— una oportunidad, y con movimientos muy seguros les dio vida a grandes manchas onduladas de pintura acrílica sobre toda el área de la madera, no dejando libres ni siquiera los bordes.

«¿Por qué no haces algo loco alguna vez?», llegó hasta él su voz interna, mientras se llenaba de orgullo artístico y se disparaba su creatividad. Hasta ahora nunca imaginó poder pintar sobre puertas de madera. Pero, haciéndolo, se sintió incluso liberado, inspirado y hasta satisfecho de cierta manera. Al concluir, después de aproximadamente cuarenta y cinco minutos, se sintió relajado y en tono medio alegre declaró:

—¡Arriba, que aquí vamos! ¡Ahora le toca a usted hacer su parte!

Luna se levantó de su asiento, soltó la revista y vino a ver la labor que había hecho.

—¡Sí, perfecto! ¡Eso es exactamente lo que quería! ¡Ahora ya puede usted continuar con el segundo trabajo! —comentó ella moviendo la cabeza en señal de aprobación y como si su orden fuera lo más natural del mundo.

Se sentó entonces en el piso, justo frente a la obra a medio hacer, extendió la mano hasta los tubos de pintura y acercó hacia ella tres colores diferentes. Con un pincel en la mano estuvo un momento sin apenas moverse, como concentrándose con intensidad en las manchas coloreadas de la madera. Sandro comenzó a trabajar en la segunda puerta, pero sin dejar de observarla meticulosamente con el rabillo del ojo, muy pendiente de lo que hacía. Ella lo sabía muy bien. De repente empezó a trabajar y en un santiamén tuvo listo una especie de árbol ambulante, muy erguido y a todo lo largo y ancho de la puerta. Parecía moverse a grandes pasos a través de las ondas multicolores. Se veía enorme y le daba, sin dudas, un gran aporte a todo el trabajo. Sandro quedó tan sorprendido ante esta acción creativa que, por un momento, solo pudo quedarse sentado allí con la boca abierta, sosteniendo el pincel hacia abajo, sin darse cuenta de que la pintura acrílica comenzaba a chorrearse y a manchar sus pantalones. Estaba aturdido, absolutamente aturdido, y no era consciente de que le estaba sonriendo con felicidad a ella y que sus ojos habían adquirido un extraño brillo.

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321 s. 2 illüstrasyon
ISBN:
9783742769817
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