Kitabı oku: «Ética Profesional», sayfa 4
Hay “valores subjetivos” –propios del sujeto– que pueden ser éticos o pueden no serlo. Uno puede valorar ganar dinero u obtener placer por encima de todo, aunque sea pisoteando o “cosificando” a los demás. Es evidente que tal valoración no responde a bienes morales (valores éticos, si se prefiere); son simplemente valores del sujeto. Cuando alguien habla de “mis valores” está hablando de sus preferencias; de algo que uno toma por valioso, pero un valor subjetivo puede corresponder a un bien aparente, es decir, algo no conveniente para el desarrollo personal. Por ejemplo, el que se mueve por puro egoísmo, toma por valor la supremacía absoluta del “yo” por encima de cualquier otra cosa.
Otras veces se habla de “valores culturales” o “valores sociales” en relación a un determinado entorno cultural o social. Surgen como consenso, al menos tácito, de que algo es valioso o, por el contrario, que es reprobable. Así, se habla de valores democráticos y se citan, entre otros, la elección de gobernantes por votación universal, la tolerancia de opiniones diversas y el ejercicio de libertades sin más límites que los determinados por la ley. Los valores culturales o sociales pueden ser éticos, pueden no serlo o pueden ser incluso éticamente indiferentes. El respeto a la dignidad y a los derechos de la persona son valores sociales éticamente plausibles, pero no puede decirse lo mismo de una sociedad racista o tolerante con la corrupción.
SENTIMIENTOS Y DESEOS
La presencia de bienes puede despertar sentimientos y deseos. Surge entonces la pregunta acerca del papel de los sentimientos en la conducta moral. Cuando hablamos de tener “buenos sentimientos”, “buen corazón” o de “sentir compasión” estamos calificando moralmente determinados sentimientos. También encierra una connotación moral afirmar que alguien tiene sentimientos de odio o de venganza. Por otra parte, es humano sentir impulsos de agresividad y deseos de hacer aquello que nos apetece.
Hay también sentimientos que facilitan o dificultan actuar bien. Tal es el caso de sentir una actividad como un reto, querer hacer algo por sentimientos favorables hacia una persona o también sentir miedo para hacer algo que es bueno, pensando que algunos no lo entenderán y hasta lo criticarán.
En el origen de nuestros sentimientos existe la presencia de algún tipo de bien, de entre los señalados más arriba. En efecto, en los sentimientos percibimos y nos sentimos atraídos por algo que consideramos útil o agradable, o que nos atrae por considerar que es bueno.
Los sentimientos nos proporcionan información de bienes que nos atraen y que pueden transformarse en deseo de poseerlos. A partir de esos deseos se puede tomar la decisión de conseguirlos. Pero en los deseos, y sobre todo en la decisión, interviene la voluntad del sujeto. Puedo sentirme atraído por un automóvil de alta gama con un precio desorbitado. Puedo desear tenerlo, pero tal vez no fomente este deseo para no quedar frustrado si el precio es tan elevado que me resulta imposible de afrontar, o sencillamente porque prefiero dedicar este dinero a otras cosas que considero más importantes. No fomentar este deseo y, lo que es más relevante, tomar la decisión de no comprarlo es un acto en el que interviene la razón y la voluntad.
La información que proporcionan los sentimientos no es desechable, ya que nos llaman la atención sobre bienes, incluso sobre bienes morales, cuando por ejemplo sentimos compasión por la necesidad ajena o cuando nos escuece interiormente presenciar una injusticia. Sin embargo, los sentimientos han de ser valorados por la razón práctica acerca de su conveniencia moral. Es, por tanto, necesario distinguir si aquello que nos atrae, o que incluso provoca el deseo de conseguirlo, es un bien real –un bien de la persona– o es solo un bien aparente. La valoración requiere voluntariedad: no emana del sentir (sentimientos espontáneos) sino del consentir (aceptación de la voluntad).
Existe el riesgo de obrar sin más guía que los sentimientos y en contra de lo que dicta la recta razón, buscando el bien real. En este sentido, el sujeto se enfrenta con una doble motivación para la acción: la motivación espontánea (derivada de sentimientos y tendencias espontáneas) y la motivación racional (derivada del reconocimiento racional del bien real). Cuando hay “conflicto motivacional” entre ambas motivaciones, la ética exige la primacía de la motivación racional sobre la motivación espontánea.
La propensión a obrar por impulsos afectivos (motivación espontánea) es lo que denominamos sentimentalismo. Frente al sentimentalismo, la razón valora la calidad de los sentimientos y deseos e impulsa a actuar racionalmente (motivación racional).
En ocasiones, pueden aparecer con fuerza sentimientos éticamente torcidos, incluso con pasión. Para actuar bien no basta darse cuenta de que la actuación que guía tales sentimientos es mala. Se requiere también virtudes, las cuales ayudan a moderar las tendencias espontáneas y los consiguientes deseos.
Las virtudes, los sentimientos y los deseos pueden educarse y potenciarse hasta lograr que los sentimientos proporcionen lo que les es propio: fuerza emocional para hacer el bien. Los sentimientos encauzados por la virtudes –en las que profundizaremos a continuación– ayudan a hacer el bien con entusiasmo e incluso con pasión.
LAS VIRTUDES COMO EXCELENCIA Y COMO FUERZA INTERIOR PARA OBRAR BIEN
Como ya se ha dicho en capítulos anteriores, las virtudes configuran el carácter. Pero ¿qué es virtud? ¿qué caracteriza a las virtudes? En griego, virtud se denomina aretè, que significa excelencia. Y, efectivamente, virtud denota excelencia humana. Ello está relacionado con el dominio que las virtudes proporcionan para no dejarse llevar por la atracción que ofrecen bienes aparentes. Por esta razón, cuando hablamos de virtudes nos referimos a virtudes humanas, esto es, virtudes del hombre (varón y mujer) en cuanto hombre, aunque también se denominan virtudes morales o simplemente virtudes. Las virtudes son centrales en la vida moral, ya que una persona buena es la que posee virtudes y las acciones son buenas en la medida que son virtuosas, esto es, conformes con las virtudes24.
El nombre actual de virtud viene del latín vis, que significa fuerza. Ambos significados –excelencia y fuerza– concurren en la noción de virtud, que puede ser entendida como fuerza interior para buscar y hacer el bien, esto es, para obrar bien. Esta fuerza interior no solo ayuda a obrar bien, sino también a hacerlo con naturalidad, prontitud y agrado.
A cada virtud se le contrapone un vicio, que en realidad no es otra cosa que ausencia de virtud. Así, por ejemplo, la diligencia es una virtud, mientras que la pereza es el vicio contrario.
Con palabras más precisas, virtud puede definirse como hábito electivo bueno25. Analicemos los tres elementos incluidos en esta definición:
• Hábito. Es una costumbre o práctica adquirida por el ejercicio repetido de actos iguales o semejantes. No todo hábito es una virtud, a veces es una simple rutina. Así ocurre con el hábito de tomar café en el desayuno o de ducharse cada día por la mañana. Las virtudes son, en efecto, costumbres adquiridas a modo de disposiciones estables y duraderas para la acción, pero son algo más que un hábito.
• Electivo. Hay hábitos, como los recién citados de tomar café en el desayuno o ducharse cada día por la mañana, que se originan como consecuencia de una elección, mientras que otros son instintivos, como el hábito de beber al terminar un deporte. Las virtudes son hábitos electivos, se originan por repetición de actos que hemos elegido realizar: actos de justicia, de generosidad, etc.
• Bueno. Para que haya virtud, la elección tiene que referirse a algo bueno, si no sería una simple rutina y, si se refiere a algo malo, sería un vicio en lugar de una virtud. Dicho de otro modo, los bienes de la persona son los fines a los que están orientados las virtudes.
En otras palabras, las virtudes se adquieren por repetición de actos relativos a cada virtud, de modo parecido a como se adquieren habilidades por repetición de prácticas de tipo técnico, como la velocidad de tecleado de un computador o la facilidad con la que se maneja un programa o una aplicación informática. Pero adquirir virtudes, además de la repetición, exige una elección de algo bueno.
Adquirir virtudes requiere un continuo esfuerzo. Así como la excelencia en el deporte precisa entrenamiento y repetir ejercicios, la virtud exige también repetidos actos virtuosos. A medida que una persona va adquiriendo virtud, desaparece el vicio opuesto. Así, al realizar actos de vencimiento personal para hacer lo que se debe con prontitud y esmero, se va adquiriendo la virtud de la diligencia, al tiempo que va desapareciendo la pereza.
LA SABIDURÍA PRÁCTICA COMO “CONDUCTORA DE VIRTUDES”
Tradicionalmente, en la civilización occidental todas las virtudes humanas se han agrupado en cuatro virtudes que se denominan cardinales26, un nombre derivado de la palabra latina cardo, que significa ‘principal o fundamental’. Son estas: sabiduría práctica (prudencia), justicia, fortaleza y templanza27. Empecemos por considerar la sabiduría práctica.
La sabiduría práctica refuerza la razón práctica para determinar qué es bueno en cada situación. Tomás de Aquino, siguiendo a Aristóteles, le llama la “recta razón en el obrar”28. La sabiduría práctica facilita el reconocimiento de bienes de la persona y en particular el bien de respetar a las personas y contribuir a su bien. Esta virtud ayuda también a determinar cómo se concreta cada virtud en cada situación.
Aristóteles se dio cuenta de que cada virtud distaba de dos vicios opuestos, uno por defecto y el otro por exceso29; es lo que se denomina “teoría del justo medio”. Así, la virtud de la diligencia (hacer lo que se debe con prontitud y esmero) dista de un vicio por defecto, que es la pereza (descuido o tardanza en lo que se debe hacer), y de un vicio por exceso, el atolondramiento (proceder con tal rapidez que impida deliberar acerca de cómo hacerlo bien). Otros ejemplos serían la virtud de la valentía, que dista de la cobardía (vicio por defecto) y de la temeridad (vicio por exceso), o la generosidad (en los donativos), que está entre la tacañería (vicio por defecto) y la prodigalidad, que es dar dinero indiscriminadamente (vicio por exceso). De la consideración del justo medio en la virtud procede el adagio “en el medio está la virtud”.
Conviene hacer notar que la virtud, estando en el justo medio entre dos vicios, no lleva a la mediocridad de actuar sin excederse (ni mucho, ni poco). La virtud no es mediocridad, sino intensidad en el bien, esto es, excelencia. Virtud es como un monte entre dos valles; la altura del monte sería la intensidad.
La pregunta que surge es cómo determinar el “justo medio” en cada situación. Por ejemplo, ¿qué es dar un donativo generoso? Una misma cantidad puede ser generosa para un pobre y tacaña para un rico. ¿Qué es beber con moderación? Seguramente no será difícil determinar conductas claramente desenfrenadas, sin moderación alguna, pero no es tan fácil fijar el justo medio; dependerá de muchas circunstancias: edad, salud, si se ha de conducir, si se compagina con comida, etc. Para la determinación del justo medio es necesaria una virtud que rige las demás: la sabiduría práctica, también llamada prudencia por los clásicos (con un sentido más amplio que el de “precaución”). Una persona con sabiduría práctica sabrá determinar qué es “lo justo” para poder actuar con justicia, cuál será la cuantía de un donativo generoso en cada situación y qué es beber con moderación en cada circunstancia. Así pues, la virtud se sitúa en el justo medio entre dos vicios determinado con sabiduría práctica.
La sabiduría práctica se adquiere, como las demás virtudes, por repetición de actos virtuosos. Ahora bien, ¿cómo llegar a tener sabiduría siendo joven o cuando aún se han realizado muchos actos virtuosos precisamente por falta de sabiduría? ¿No es eso un círculo cerrado o, como suele decirse, “un pescado que se muerde la cola”? Aristóteles se dio cuenta de este problema y lo solucionó atribuyendo a la ciudad (la polis, en griego) la educación de los jóvenes en la virtud. En términos actuales diríamos que inicialmente se adquiere sabiduría siguiendo normas éticas bien fundamentadas que recogen la sabiduría práctica acumulada a lo largo del tiempo, además de la propia sabiduría práctica que se va adquiriendo al obrar rectamente. Tienen este sentido educativo los mandamientos o preceptos morales presentes en todas las religiones y tradiciones sapienciales. Su función ética es ayudar a adquirir buenas costumbres y modos de actuar y, en definitiva, virtudes. En otras palabras, seguir principios éticos normativos, aceptando su significado ético, ayuda a adquirir virtudes.
En el actual Estado liberal, la concepción de las leyes es distinta de la polis griega: los preceptos civiles no se conciben para fomentar la virtud, sino simplemente para ordenar la convivencia. En cierto modo pueden compararse a un “semáforo de tráfico” que resuelve conflictos o minimiza choques entre intereses opuestos. Sin embrago, muchas leyes siguen teniendo un claro contenido ético.
De modo parecido, los códigos deontológicos (Capítulo 1) pueden verse como simples medios para conseguir o mantener la reputación profesional, pero si se descubre que tienen valor ético, es decir, que contribuyen al bien de la persona y por tanto a una vida lograda, entonces contribuyen a generar virtudes.
JUSTICIA, FORTALEZA Y TEMPLANZA
Como ya señalaran los antiguos30, tenemos inclinaciones o tendencias naturales que aparecen en nosotros de modo espontáneo:
• La inclinación hedonista o tendencia al placer. Es la inclinación a evitar el dolor y todo aquello que nos resulta desagradable y, por el contrario, a buscar o conservar aquello que nos resulta agradable o placentero.
• La inclinación irascible o tendencia a luchar. Se manifiesta por la inclinación a pelear para conseguir algo percibido como valioso y que exige esfuerzo para conseguirlo. Este “algo” se presenta como un “bien arduo” –difícil de conseguir– que exige superar obstáculos más o menos considerables.
Hay también otra inclinación humana relacionada con la posesión:
• La inclinación a poseer. Aparece ya desde la infancia, con expresiones como “esto es mío”, y de adultos con el afán manifiesto de conseguir dinero, propiedades o poder. De un modo generalmente menos evidente, los humanos tenemos también cierta inclinación a compartir al experimentar simpatía por las necesidades de los demás. Este sentimiento se hace más evidente cuando algún acontecimiento golpea nuestra sensibilidad, como cuando nos llegan imágenes u otras noticias de una catástrofe natural o cuando sabemos de personas allegadas que están tristes, cansadas o lo están pasando mal.
Hay tres virtudes fundamentales que moderan las tres tendencias espontáneas señaladas anteriormente (Tabla 3.1.):
• La justicia, que empuja a dar a cada uno lo que le corresponde, modera la tendencia a poseer que puede llevar al egoísmo (buscar poseer con desdeño o perjuicio de los demás), y la tendencia a compartir para hacerlo con atino, sin sentimentalismo. La justicia tiene aquí un sentido muy amplio y no se limita a cumplir leyes y contratos como a veces suele entenderse. Dar a cada uno lo que le corresponde es también comportarse con las personas como corresponde a su dignidad y condición y saber compartir de un modo razonable. Virtudes relacionadas con la justicia son la veracidad, la lealtad, la amabilidad y la gratitud, entre otras.
• La fortaleza regula la tendencia a luchar por adquirir cosas que son realmente valiosas. Sin la fortaleza, esta tendencia podría convertirse en una agresividad desmesurada o en apatía o cobardía para superar obstáculos o dificultades. La paciencia y el coraje están incluidas en la fortaleza.
• La templanza modera la tendencia a lo agradable y placentero cuando es necesario prescindir de ello para conseguir el bien de la persona. Templanza denota libertad de espíritu para hacer lo que se debe sin quedar atrapado por placeres, ya sean de tipo corporal –como el alcohol y la droga– o psicológicos –apego al yo, manifestado en vanidad y soberbia, al dinero o al poder–. La atracción de lo que resulta placentero, si no se modera, puede convertirse en desenfreno o incluso en una perniciosa adicción. La humildad, la sobriedad y la austeridad son virtudes relacionadas con la templanza.
Mientras que la justicia está orientada a lograr una buena relación con los demás, la fortaleza y la templanza se refieren al autocontrol personal.
TABLA 3.1. TENDENCIAS HUMANAS ESPONTÁNEAS Y VIRTUDES FUNDAMENTALES
TENDENCIA HUMANA | VIRTUD MODERADORA | DESCRIPCIÓN DE LA VIRTUD |
Inclinación hedonista (tendencia a buscar lo placentero) | Templanza | Modera la tendencia a lo agradable y placentero en favor del bien de la persona. |
Inclinación irascible (tendencia a luchar por conseguir algo que aparece como valioso) | Fortaleza | Regula la tendencia a luchar por adquirir cosas realmente valiosas. |
Inclinación a poseer y compartir (tendencia a acumular y a compartir) | Justicia | Empuja a dar a cada uno lo que le corresponde por algún derecho adquirido o por ser persona. |
Las cuatro virtudes cardinales no son independientes, sino que están relacionadas. La sabiduría práctica, como ya se ha dicho, ayuda a descubrir el justo medio de las demás virtudes y, a su vez, la práctica de las virtudes desarrolla la sabiduría práctica. La voluntad de actuar con justicia exige superar los obstáculos que aparecen y no apegarse a placeres que retraen de la acción. Esto significa que la justicia estimula el crecimiento en fortaleza y templanza. Por otra parte, fortaleza y templanza facilitan actuar con justicia. Fortaleza y templanza también están relacionadas. La fortaleza ayuda a ser templado y la templanza a ser fuerte. A partir de aquí, Aristóteles habla de la “unidad de las virtudes” que se da cuando las virtudes están suficientemente desarrolladas. Al principio se puede tener una virtud en mayor grado que otra, pero cuando las virtudes van creciendo se genera una auténtica “unidad de las virtudes”, de modo que una persona virtuosa tiene, no algunas, sino todas las virtudes. En este sentido, puede hablarse de integridad personal, significando integración o suma de todas las virtudes.
EL PRIMER PRINCIPIO DE LA RAZÓN PRÁCTICA
Bienes y virtudes se relacionan con los principios éticos para la acción que establecen deberes morales captados por la razón práctica. Las normas morales establecen los actos de las virtudes31. Así, obrar con justicia es el deber propio de la virtud de la justicia.
Hay una norma ética fundamental de la cual derivan todas las demás, el llamado “primer principio de la razón práctica”, que se enuncia así: “hay que buscar y hacer el bien y evitar el mal”32. Este principio es el primer principio de la ética. Este principio es tan fundamental que hasta puede parecer trivial. Pero no lo es. Implica, en primer lugar, la existencia de bienes y la posibilidad de conocerlos, y en segundo lugar, el precepto o deber de obrar de acuerdo con tales bienes.
Las personas virtuosas tienen más aptitud para captar esos bienes que las que no lo son tanto. Tal es el caso de una persona justa que fácilmente descubre la importancia de actuar con justicia y, análogamente, una persona generosa respecto a la generosidad. Sin embargo, personas no tan virtuosas pueden también descubrir, sin demasiada dificultad, los bienes más fundamentales; entre ellos, el bien de la vida humana, bienes que dan lugar a relaciones humanas justas, pacíficas y armoniosas, y el bien de la verdad, incluyendo la verdad sobre el sentido de la vida que permite vivir en coherencia con él.
El primer principio de la ética prescribe, en definitiva, la necesidad de buscar aquello que es bueno para la persona; esto es, el bien de la persona y los bienes que comprende este bien, llamados bienes para la persona. Se descubren a través de la razón práctica observando las inclinaciones naturales del ser humano, sus dinamismos y sus finalidades33. Así, por ejemplo, se descubren como bienes la vida humana, la justicia y la verdad a partir de las tendencias a vivir, a tener relaciones sociales y a conocer, no el error, sino la verdad.
Una vez encontrado el bien, es preciso hacerlo, es decir, comportarse de acuerdo con este bien. A eso se refiere “buscar el bien y hacerlo”. El primer principio añade “y evitar el mal”. Sin duda, evitar el mal es una exigencia ética básica, pero la ética en modo alguno concluye aquí. En cierto sentido el primer principio podría limitarse a afirmar que hay que buscar y hacer el bien. Evitar el mal se daría por supuesto.
El primer principio de la ética recuerda el aforismo atribuido al médico griego Hipócrates primum non nocere (lo primero es no hacer daño) que se aplica a las ciencias de la salud. El añadido explícito de Hipócrates es “después, tratar de curar”, que es mejorar la salud. En ética, prescribir “evitar el mal” es también “no hacer daño”, ya que actuar mal hace daño a personas y, en primer lugar, al sujeto de la acción, que se corrompe en su humanidad. Pero evitar el mal no basta, hay que hacer el bien, que es mejorar la calidad humana.
Ver la ética como un conjunto de prohibiciones sería, pues, quedarse a mitad de camino. Es cierto que la ética contiene prescripciones de lo que no se debe hacer (evitar el mal) y, con frecuencia, se le dedica mucho espacio por tratarse de cuestiones muy concretas, pero sobre todo impulsa a hacer el bien, que es algo amplio y cuya realización dependerá de las circunstancias. La ética es, pues, ante todo, hacer el mayor bien posible en cada situación.
PRINCIPIOS Y NORMAS ÉTICAS
Los principios éticos son normas universales por las cuales las personas deben regirse, como dar a cada uno lo que le corresponde, cumplir los legítimos compromisos y no ejercer violencia contra los demás. Los principios éticos se relacionan con el principio fundamental de la razón práctica y los bienes implícitos en este principio. Buscar y hacer el bien implica buscar y hacer un conjunto de bienes, como buscar y hacer la justicia, que es como decir “comportarse de acuerdo con la justicia”, un principio que lleva a dar a cada uno lo que le corresponde. Surge de aquí el “principio de justicia” o “deber de justicia”. Así, sucesivamente, ocurriría con otros bienes para la persona que dan lugar a principios para la acción, manando un conjunto de principios éticos derivados. A partir de ellos, la ética presenta deberes y normas enfocados a cuestiones más concretas, como por ejemplo normas de justicia en los contratos.
Estos principios éticos configuran preceptos morales que la razón descubre y que conforman la llamada ley moral natural, la cual contiene “el conjunto ordenado de los bienes para la persona que se ponen al servicio del bien de la persona, del bien que es ella misma y su perfección. Estos son los bienes tutelados por los Mandamientos, los cuales, según Santo Tomás34, contienen toda la ley natural”35.
Hay también principios que presentan proposiciones lógicas para una correcta aplicación de los principios éticos, como, por ejemplo, el principio de que un fin bueno no justifica utilizar medios inaceptables (vulgarmente, “el fin no justifica los medios”) (Capítulo 5). Por último, la ética puede presentar criterios a aplicar por la razón práctica que han de tener en cuenta las circunstancias concurrentes. Tal es el caso de la determinación de un salario justo, que depende de diversos factores.
Los códigos deontológicos explicitan normas concretas que generalmente pueden relacionarse con los bienes de la justicia y la veracidad, que también aparecerán en esta obra. Entre ellos, obrar con honestidad e integridad, mantener independencia en los juicios e imparcialidad, obligación de guardar el secreto profesional y de evitar la competencia desleal y el intrusismo profesional, normas de relación y respeto a la naturaleza y al medio ambiente…
DIGNIDAD Y DERECHOS INNATOS DE LA PERSONA
En el ámbito de relaciones interpersonales y sociales, buscar el bien exige descubrir la identidad del otro y tratarle como corresponde a esa identidad. Las personas son seres conscientes y libres, con un espíritu capaz de captar el bien, la belleza y la transcendencia36. En pocas palabras, las personas son alguien, no algo37. Así, en las relaciones humanas es un bien descubrir al otro como un semejante y tratarle como si fuera uno mismo. A ello se refiere la llamada “regla de oro” citada en el Capítulo 1. Esto exige reconocer a las personas como un valor intrínseco y tratarlas con respeto, evitando utilizarlas como un mero recurso o instrumento para los propios intereses. Eso sería “cosificarlas”. Pero respetar es solo un mínimo. Reconocer al otro como un semejante –como un hermano en cierto sentido– comporta conducirse con sentido de fraternidad38 y otorgarle un trato adecuado a su condición humana. En este sentido, las personas merecen ser tratadas queriendo su bien, esto es, con amor de benevolencia39.
Se ha dicho, con acierto, que las cosas tienen precio, mientras que las personas tienen dignidad40. Esto significa valorar a cada persona por ser persona, con independencia de edad, raza, religión, estado de salud, riqueza poseída y posición ocupada en el estatus social. A este valor intrínseco de cada persona es lo que llamamos dignidad humana.
Obrar de acuerdo con la dignidad humana de toda persona y aquello que conduce a unas relaciones armoniosas y pacíficas entre personas (justicia, veracidad, cooperación…) es bueno porque entraña bienes para la persona. Es también un bien respetar y cuidar el medio natural, y mantener una relación adecuada con la divinidad (religiosidad).
La ética cristiana asume la dignidad humana reforzándola con argumentos teológicos que incluyen ver al ser humano como imagen de Dios. En este sentido, el papa san Juan Pablo II afirma: “toda la doctrina social de la Iglesia es la correcta concepción de la persona y de su valor único […] En él [Dios] ha impreso su imagen y semejanza (cf. Gn 1, 26), confiriéndole una dignidad incomparable”41. En relación con el valor intrínseco de la persona se sitúa el amor de benevolencia, o amor al próximo, que no es sentimentalismo sino un amor informado por la verdad. El papa Benedicto XVI afirma que el amor en la verdad (Caritas in veritate) “es el principio sobre el que gira la doctrina social de la Iglesia, un principio que adquiere forma operativa en criterios orientadores de la acción moral”42.
Sobre la dignidad de la persona se apoyan un conjunto de derechos innatos, es decir, títulos o facultades poseídos por la persona, por el mero hecho de ser humano, que deben ser respetados. Así, por ejemplo, el derecho a la vida, a la educación, a la buena fama, a un juicio justo. Estos derechos tienen como soporte la dignidad humana y las necesidades humanas para vivir y desarrollarse. Se distinguen de otros derechos adquiridos; por ejemplo, el derecho a recibir una mercancía una vez se ha pagado o, por lo menos, se ha comprometido su pago.
La dignidad de todo ser humano, al igual que los derechos innatos de la persona, está reconocida por la Declaración Universal de Derechos Humanos de la ONU. Esta declaración establece en su Preámbulo que “la libertad, la justicia y la paz en el mundo tienen por base el reconocimiento de la dignidad intrínseca y de los derechos iguales e inalienables de todos los miembros de la familia humana”43. Amplía esta idea el artículo 1º al afirmar que: “Todos los seres humanos nacen libres e iguales en dignidad y derechos y, dotados como están de razón y conciencia, deben comportarse fraternalmente los unos con los otros”, y continúa en el inicio del artículo 2º: “Toda persona tiene todos los derechos y libertades proclamados en esta Declaración, sin distinción alguna de raza, color, sexo, idioma, religión, opinión política o de cualquier otra índole, origen nacional o social, posición económica, nacimiento o cualquier otra condición”.
Entre las características de los derechos de la persona, también llamados derechos humanos44, sobresalen los siguientes: son universales e innatos, inviolables e inalienables.
• Son universales porque derivan de aquello que es común a todos los hombres, que es precisamente la condición de ser humano. Por esta misma razón son innatos, porque no son una concesión de la autoridad, como es el derecho de ser ciudadano de un Estado o conducir un automóvil, sino que derivan de la persona. Otra cosa es que los Estados reconozcan los derechos de la persona y los incluyan en sus constituciones, como afortunadamente así ocurre en gran medida. Pero una cosa es tener un derecho innato y otra cosa que tal derecho sea reconocido legalmente.
• Son inviolables por cuanto permanecen aunque alguien impida su ejercicio. Así, por ejemplo, todas las personas tienen derecho a un juicio justo, aunque en un determinado lugar los tribunales de justicia estén politizados y no hagan juicios justos.
• Son inalienables, esto es, irrenunciables. Así, una persona no puede renunciar al derecho a la libertad y hacerse esclavo de otro hombre, ni tampoco al derecho a recibir una educación adecuada y decidir renunciar a recibirla. Es evidente que hay capacidad para hacerlo, pero éticamente no se debe hacer.
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