Kitabı oku: «Eros», sayfa 3

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—No se preocupe. Hablaré con Marcus para que atienda a su hija mañana a primera hora.

—Se lo agradecería enormemente.

Con un simple ademán de manos, Enós se despidió para volver a entrar al hospital.

III

La noche comenzaba a extenderse por toda Nápoles.

Inició cubriendo primero con sombras claras los castillos, edificios, parques y calles de la ciudad. Luego le prosiguieron otras más oscuras, que envolvían todo el entorno. Los árboles daban forma a seres retorcidos de gran altura y suma esbeltez, mecidos de un lado para el otro por la fuerza del viento. Hablando a través del graznido de los pájaros, que salían volando de ellos. El golfo de Nápoles reinaba hasta donde alcanzaba la vista del hombre, como si se tratara de una inmensa frazada, que cubría de negro el resto de la tierra. Mágicamente, como un acto de autoconservación, todo recuperaba su forma gracias a las luces artificiales que se encendían por las calles, en el interior de los edificios y por los vehículos que seguían transitando.

El Ospedale Santa María degli Incurabili no era la excepción. Devorada por las sombras, la institución parecía un enorme ladrillo de obsidiana. Del cual, unas cuantas ventanas emanaba luz eléctrica, dando el aspecto de un rostro con muchos ojos y una sonrisa de pocos dientes.

Reptando por las proyecciones oscuras ubicadas por doquier, trataba de pasar desapercibido.

No era algo nuevo lo que hacía. Había perdido la cuenta de cuántas veces lo había hecho. Recordaba las guerras que presenció de esa manera, los ataques furtivos, las conspiraciones, los asesinatos. El copular de las parejas, ya fuera acobijados por las estrellas o en el interior de habitaciones de diferentes tipos, tamaños, olores y texturas. Los nacimientos a los que ocasionalmente asistía. El desvelo de los mortales a causa del trabajo y de las labores domésticas. Pero lo que solía observar más a menudo eran los rezos. Le prestaba suma atención a cómo estos seres rellenos de vacío invocaban por medio de susurros a sus deidades. Los nombres eran diversos e incontables los métodos de súplica. Siendo el objetivo siempre el mismo: pedir algo que sentían que ellos mismos no podrían lograr con sus propias fuerzas.

Eso era la oración. Un murmullo de peticiones que llegaban a ser tan sencillas como extravagantes. Incluso inverosímiles a las circunstancias previas o a las acciones venideras que se necesitaban para llegar a ellas.

En ciertos sucesos, él mismo tomaba acciones pertinentes para hacer que los ruegos se hicieran una realidad. Ya que dentro de sus facultades más conocidas estaba el poder dañar cuanta existencia quisiera, del modo en que se le antojara. Pero eso no opacaba el hecho de que podía ser generoso y brindar apoyo de la manera menos esperada. En su naturaleza no residía el engendrar siempre acontecimientos que todos vieran como malos, terribles, nefastos o profanos. También podía ser piadoso y magnánimo. Comprendía que el poder no se demostraba negando las cosas, sino que, al contrario, el poder era el instrumento con el cual se facilitaba el ocurrir de las acciones. Por lo que de vez en cuando realizaba alguna obra que pudiera ser calificada como buena.

Para su desdicha, siempre se le emparentaba con todo acto de maldad que pudiera existir, incluso cuando él no tenía nada que ver. Esa era la suerte y maldición de Lucifer: le tocaba ser el malo en la historia de la historia misma. Pero el fin justificaba los medios, y también los miedos. Y ahora tenía que asumir una vez más su representación de un ente malvado y deleznable, esperando que esta acción fuera la definitiva. La última actuación que pondría fin a todo su sufrimiento y desesperación.

De entre la gran variedad de formas que podía tomar, las sombras eran su predilecta. Podía escudriñarse a cualquier lugar sin ser notado. Y las jugarretas que, orquestadas dentro de ellas, le dibujaban una sonrisa. Siempre y cuando tuviera una forma con labios para sonreír.

Traspasar las fronteras del hospital sería un asunto complicado.

Penetrar en el interior sin ser notado le resultaría imposible. En sus pasillos y recovecos antiguos reposaba de manera inerte una energía con forma de densa niebla en colores celeste, verde y amarillo. Una nube concebida de los sentimientos de paz, alegría, amor, reconciliación y de otros cientos más que sobrepasaban al miedo y a la desesperación. Porque incluso después de la muerte viene la paz para los humanos que siguen en este mundo terrenal. Dicha energía poseía un comportamiento igual que el aura de la Ciudad del Vaticano. Una vez que entrara, lo atacaría para protegerse de él. ¿Podría resistir al ataque? Sí. Pero llamaría la atención de otros. Además, lo más probable era que Miguel siguiera aún sentado en la silla donde lo apresó. Pero ello no lo limitaría a dar aviso a terceros de lo que se traía entre manos. Su única vía para atacar y darle opción de salir desapercibido era amedrentar por el exterior.

De ese modo, con su traje de sombra nocturna puesto, llegó a la explanada de la Incurable. Se percató de dos seres dialogando. De uno de ellos brotaba la tristeza producida por la pérdida y el miedo muy latente por repetir la sensación. Mientras que el segundo no lograba descifrarlo del todo bien. Se mostraba en paz, ecuánime. Una envoltura relajada ante las circunstancias de la vida. Tan calmada que lo hacía dudar de ella; pero la situación lo apremiaba, no tenía la oportunidad de indagar más. Arrastrándose tan rápido como podía, llegó al lado suroeste del complejo hospitalario. Parando frente a los transformadores que suministraban la energía eléctrica para generar la luz que emanaba de las lámparas, la fresca brisa del aire acondicionado, el funcionamiento de las máquinas especializadas y el frío de la morgue. Todo el lugar se sustentaba y operaba gracias a aquellos tres trasformadores herméticos. Resguardados de otras de una reja de malla color gris.

Sacó de entre las sombras su pie desnudo, el calzado ya no era necesario. Era más rápido teniendo los pies descubiertos. El saco tampoco lo portaba, tenía las muñecas libres, gracias a los puños desabotonados de su camisa. Al desprenderse de las sombras, su aspecto era desalineado. Sin zapatos ni calcetines que le cubrieran los pies y la camisa de manga larga, desfajada y con los puños abiertos. Con tres veloces zancadas daría por cumplido su objetivo: inhabilitar aquellos rudimentarios equipos para generar electricidad. Desencadenando el paro de todo equipo eléctrico y electrónico del complejo.

Entre sus pasos, Lucifer razonaba…

Primera zancada… La restauración de la electricidad les tomaría a los hombres muchas de sus apreciadas horas, invención de ellos para medir los sucesos que acontecen en la naturaleza o por causa de su propia mano. Suficientes horas para que diversas personas fallecieran, incluidos aquellos diminutos seres incapaces de defenderse por ellos mismos. Refugiados en el interior de pequeñas cajas de vidrio, las cuales tenían como finalidad brindarles soporte vital, pero si las condiciones se prestaban de manera adecuada esas mismas cápsulas podrían convertirse de manera muy fácil en ataúdes de cristal.

Segunda zancada… Levantó su mano derecha con la palma de la mano extendida a todo lo que podía dar su carne los huesos. Un golpe de gran intensidad al transformador y sería todo. Los hombres se culparán los unos a los otros por el fallo que se presentó. Las muertes serían bastantes, pero necesarias para dar encubrimiento a su acción. Era mejor prescindir de varios para no levantar sospechas.

Tercera zancada… El trabajo era ya un hecho. La palma llegaría de lleno. La victoria era contundente. Después del deceso, cazaría aquella pequeña alma para asimilarla y una vez absorbida iría por el padre del niño para terminar con el trabajo. Sentía cómo el aire entre el transformador y la palma de su mano era desplazado por la velocidad de esta. Un toque sería todo. El final llegaría y un nuevo inicio daba lugar. Su mano apunto de to…

El jalón que tuvo desde sus hombros fue extremadamente fuerte, si fuera un ser de carne y hueso normal, el tirón le hubiera roto los hombros y parte de la columna. Se sentía flotando, pero no alcanzaba a distinguir las cosas con sus ojos mortales. Sintió cómo su costado pegó contra algo duro, pero carecía de rasgos o texturas que lo pudieran identificar. Logró incorporarse aprovechando la fuerza de los giros que daba. Cuando colocó sus pies en el extraño suelo, trató de enfocar su vista, pero no tuvo éxito. Lo único que percibía era la nada a su alrededor.

Un fuerte golpe que le llegó de lado izquierdo lo orilló a dar unos pasos mal dados para evitar el caerse de nueva cuenta. Unos porrazos más le llegaron a la nariz y un instante después a la barbilla. No pudo evitar el caer sentado. Las patadas las recibía por ambos lados. Se cubría torpemente de ellas, pero no cesaban los ataques. Sintió como un puntapié en la espalda y lo tiró boca abajo. Más y más golpes le impactaban y los intentos por levantarse eran en vano. Con tantos pisotones le resultaba imposible distinguir al arcángel caído, si era solo uno el que se movía con rapidez o eran un millar los que lo golpeaban a la vez.

—¡BASTAAAAAAAAAAAA! —De su rugido se desprendía fuego. El pantalón y la camisa estaban siendo cubiertos por las llamas que emanaba de su piel.

Los pisotones cesaron. Logró incorporarse y sus llamas iluminaban parte del sitio. Pero ni siquiera el brillo de su rabia le permitía descubrir en qué lugar estaba. Dio la vuelta a un lado, para ver algún detalle que le indicara dónde se encontraba, no había nada en lo absoluto. Miro hacia el otro lado, para escudriñar lo que pudiera, pero el resultado fue el mismo. La falta de detalles y de percepción le dieron una única deducción: el limbo.

—No eres el único que puede iluminar este lugar con su luz propia, Lucifer. —La voz del arcángel Miguel estremeció el vacío del lugar.

Los ojos de Lucifer se resguardaban ante la majestuosa luz que emanaba su igual y de bando opuesto. Siendo una aurora de color perla, oscilaba en sus bordes, difracciones en brillos blancos, azules, magenta y amarillo. Con una mano al frente alcanzó a distinguir una silueta al centro de todo el resplandor. Pero su observación fue tardada. Antes de poder enfocar ya había recibido el impacto de un puño debajo de su sien, seguido de uno de mayor potencia en la barbilla. No importaban las llamas que lo cubrían; cada impacto que recibía era certero. Bloqueó uno que le llegó desde arriba, pero no alcanzaba a cubrirse de la patada a la altura de las costillas. Era un segundo impacto dado con la toda la planta del pie de Miguel, haciendo retroceder a Lucifer varios pasos atrás. Aprovechó esa distancia para ponerse en una mejor postura para pelear.

—Muy buena esa, Miguel. —Caían pedazos de la carne chamuscada de Lucifer cuando levanto los puños para colocarlos en pose de pelea—. Ahora comienza la segunda ronda.

En esta ocasión la agilidad del arcángel no le brindó mucha ayuda contra su oponente en brasas. La luz y el fuego se entremezclaban como un vals que carecía de un final. Los golpes pasaron de puño contra la carne, a puño contra puño. Manos, brazos, pies y piernas soltaban golpes en dirección al contrario. Aun con la ventaja de la sorpresa y de todos sus esfuerzos, la luz daba paso al fuego. Miguel no supo en qué momento pasó de la ofensiva a la defensiva. Sus movimientos no eran para dar golpes, sino para esquivarlos. Si fuera un ser humano común y corriente, se encontraría sin aliento tras todos los movimientos que tenía que hacer para evitar los golpes del que fuera su hermano del mismo instante.

—No sé cómo te las arreglaste para escaparte, Miguel —decía Lucifer dando cuatro golpes consecutivos y seguidos por patadas de ambos pies—, pero no te escaparás ahora.

Al esquivar las patadas, Miguel no se percató de que su costado izquierdo lo tenía desprotegido. El lugar donde acertó Lucifer hizo que su cuerpo se torciera hacia un lado. Un impacto, dado con la frente de Lucifer, vasto para romperle el tabique y la luz que desprendía el aura del arcángel se desvaneció hasta quedar en una escueta luz blancuzca que brilla en su piel. Su ojo derecho, entrecerrado por la hilera de sangre que le salía de la ceja, le permitió apreciar cómo el siguiente golpe del serafín sería contundente.

El puño de Lucifer no tocó a Miguel. En su lugar, una mano cuya piel era blanca como la leche tomó la muñeca del caído y lo apretó fuertemente. Tal era el forcejeo que Lucifer por quererse liberar tensó los dedos de la otra mano y dio un corte preciso que cortó su mano, dejando su muñón goteando de manchas de fuego, que caían en el piso del limbo.

—¿Qué haces tú aquí, Gabriel? —jadeaba Lucifer para escupir su pregunta a la cara veterana del arcángel.

—Vine por un recuerdo de Nápoles y he conseguido uno muy bueno. —Levantaba la mano chamuscada de su enemigo, como si se tratara de un pedazo de madera.

—¿Es que acaso no lo ven? —Colocó su otra mano en el muñón para cauterizarlo mientras que las llamas se desvanecían de su cuerpo. Toda su carne era de color carbón, la ropa había sido consumida por las llamas, al igual que su cabello y bello. Sus ojos con sangre estaban a punto de romperse de la hinchazón—. Siendo un nonato, terminó con la vida de su madre. No lo podemos dejar vivir. Entiendan de una vez. El sentimiento que deberían de tener hacia él es el del miedo, no el del amor. —Con cada manotazo que daba se desprendían estelas de humo provenientes de la carne charrasqueada.

—Si nuestro engendrador no se ha opuesto a su nacimiento —dijo el arcángel Gabriel arrojando hacia el vacío del limbo la mano calcinada—, ¿por qué deberíamos hacerlo nosotros? Sé muy bien la visión que has tenido, pero su futuro no está forjado. El estar en este mundo le permitirá crecer, aprender y evolucionar para trascender. No aceptaremos que tu miedo se lo impida.

—Dime, Lucifer: ¿estás listo para una tercera ronda? —preguntó el arcángel Miguel, incorporándose de nueva cuenta—. La luz cubría su cuerpo había vuelto y crecía a cada instante.

—Ya llegará el suceso en el que sí, Miguel. —Sin esperar respuesta, su carne se hizo cenizas. Desvaneciéndose en el vacío del limbo.

La luz del arcángel Miguel perdió su brillo al instante. Antes de que se desplomara por completo, el arcángel Gabriel lo tomó por un brazo.

—¿Cómo te sientes, Miguel?

—A pesar de todo, me siento muy bien. ¿Dónde está Rafael?

—Arriba, con los bebés. Está protegiendo la incubadora. Lo bueno es que alcanzaste a detenerlo. Los humanos no hubieran dado crédito a que todo el hospital se encontrara sin energía salvo por las incubadoras.

—Me da gusto escuchar eso —pronunció jadeante el arcángel. Siendo sus últimas palabras se desvaneció dejando solo al arcángel Gabriel.

La gracia del poder de la ubicuidad se le había pasado. Después de estar en diversos lugares a la vez, atrapado en su asiento del restaurante, pidiendo apoyo a los arcángeles Gabriel y Rafael, cada uno por separado, y por último, peleando contra Lucifer en el limbo, las fuerzas que le quedaban le permitieron yacer solamente en la silla de madera de la cafetería.

Podía escuchar el delicado fluir de las aguas en el cauce del río Tiber a pocos metros de distancia. Su vista la enfocaba a través de los muros, hacia el cielo oscuro y las estrellas que resplandecían. Con su otra visión, se permitía ver de manera diferente los astros. Alcanzaba apreciar los acabados de otros mundos, el relieve de los planetas y las estelas de las rocas y los cristales que recorrían el espacio de manera errante. Al mirar al piso, notó cómo la energía color naranja, que había utilizado Lucifer para apresarlo, se estaba desvaneciendo.

Una mano blanca con manchas de edad se colocó en su brazo, para romper el trance en el que se encontraba.

—¿Ya mejor? —Ló observo con cuidado el arcángel Gabriel.

—Mucho mejor —respondió Miguel levantándose de la silla de madera.

El pequeño restaurante tenía las luces apagadas, la televisión se mostraba estática, antes de que la apagara Gabriel. A su alrededor se contemplaba el rastro de la desesperación de Lucifer: cuatro hombres muertos a simple vista, tres jóvenes y un hombre de edad avanzada junto con otros dos cocineros yacían en el fregadero y en la estufa. Las mujeres eran cuatro. Una anciana al lado del hombre de edad avanzada, dos meseras que cayeron a la entrada de la cocina y a un costado de la barra, acompañada de charolas y platos rotos, y a la recepcionista la muerte la había encontrado en la taza del excusado.

Afuera del restaurante la vida nocturna de Roma transcurría normal. Como si el resto del mundo no conociera la existencia del minúsculo local. Al cruzar la puerta de madera trabajada, Miguel dirigió su vista a la Ciudad amurrada del Vaticano. Observando cómo el aura de color magenta volvía a estar apacible.

—Tengo que avisarle a Rafael que esté al pendiente —dijo Miguel preocupado.

—No te preocupes —le respondió Gabriel, rascándose la parte calva de su cabeza—. Yo aún sigo con Rafael en el hospital. Le estoy platicando cómo es que mientras yo le estaba brindando consuelo y guía al recién padre tú, con las fuerzas que te quedaban, le diste una paliza digna de ser recordada a Lucifer.

—No se estén con la guardia baja. Lucifer aún puede seguir cerca del lugar. Aguardando el momento oportuno para volver a salir de entre las sombras.

—Tranquilo. Sé que Lucifer se vuelve prácticamente imperceptible cuando se guarda en la oscuridad. Pero carece de inteligencia. Debería de haberse dado cuenta de que en toda Nápoles esa madre era la única que se encontraba en plan de parto. Me comenta Rafael que el padre le ha puesto el nombre de Eros al niño.

—¿Eros? Escasas letras para un ser tan complejo.

—Es difícil creer que esa pequeña alma sea El Segundo. Habrá que estar al pendiente de él. Lucifer no es de los flaquean al primer fallo. Esperará y buscará la oportunidad adecuada para tratar de finalizar lo que empezó.

—Y no será el único que vaya tras de él. Han sido tantos los sucesos que han transcurrido desde que Lucifer tuvo su visión. Todo esto se pondrá más difícil.

—Lo sé. Todos estamos igual de inquietos que tú. Será mejor movernos de este plano y organizar bien las cosas.

—No puedo. Si no es Lucifer será uno de los suyos. Debo continuar.

—Como gustes. —Siendo sus palabras de despedida, el arcángel Gabriel partió.

IV

La tarde de octubre era clara.

El tránsito vehicular se encontraba acompañado de fuertes rayos de sol que exclamaban «Volveré» en tono de reproche, marcando así la despedida de la influencia del astro rey sobre ese lado del planeta al inicio del otoño. Conduciendo de regreso a su apartamento, Enós miraba de vez en vez sus ojos azules llenos de emoción reflejados en el retrovisor. Tras él se asomaban unos cuantos automóviles en color negro, blanco, verde y carmesí, que poco a poco desaparecían doblando en alguna esquina mientras que otros aparecían de la nada para rebasarlo. Pero su mirada no se enfocaba en los personajes al volante de los demás autos, sino en el pasajero reguardado en el asiento trasero de su propio auto.

Con un tamaño menor al del promedio, al bebé Eros Draven le era presentado el mundo que se encontraba más allá de la incubadora. Sujeto a su asiento ajustable para bebé, llevaba puesto un mameluco verde claro, contrastando con su gorrito de algodón de color morado. Ambos regalos de su abuela paterna. Sus minúsculos ojos verdes marrones se dilataban cada vez que miraba la claridad del cielo a través de la ventana, como si hubiera algo más que nubes. Después le seguían risitas abruptas y finalizaba con repentinos ataques de seriedad.

—An, por fin estamos en casa —dijo para sí Enós al ver delante los edificios departamentales en los que vivía.

Durante los días en que permaneció el infante Eros dentro de la incubadora, para terminar su gestación, el doctor Enós Draven se vio obligado a dividirse en tres partes.

La primera parte la separó al cumplir quince días de viudo. Después del funeral de su esposa Annalisa y del cierre de la burocracia gubernamental del fallecimiento, Enós se encontraba alojado en la casa de sus padres. Debido a la melancolía que le brotaba cada vez que se adentraba en el apartamento donde viviera como esposo.

El inmueble había sido el regalo de bodas por parte de los padres de An. Un cómodo apartamento que formaba parte de un complejo de tres edificios en el interior del Rione Cavalleggeri D´aosta, donde festejarían su séptimo aniversario después del nacimiento del bebé. El piso lo conformaba la sala, cocina junto con comedor, un baño y dos recamras. Las paredes pintadas de blanco y melón eran adornadas por varias fotos familiares y figurillas cerámicas. La sala consistía en tres muebles verdes con cuadros grises. Con una pequeña mesa de centro, y en una de las esquinas, el enorme cubo café, que era la televisión de veintiún pulgadas posicionada encima del tocadiscos de segunda mano. Una propiedad que tenía Enós desde los tiempos de sus residencias profesionales y que cuidaba con mucho cariño.

En el comedor yacía una mesa de madera para cuatro personas y frente a ella se postraba su cocina integral. Con una licuadora de vaso de vidrio vieja y la tostadora en color rubí. El cuarto más amplio era para la pareja, con una cama matrimonial sin cabecera, escoltada de cada lado con buros de madera. Mientras que la segunda habitación se encontraba en trabajos de remodelación por la llegada del bebé.

Y aún con la sencillez y calidez que arrojaba a simple vista el lugar, Enós no era capaz de dar un paso hacia su interior.

Cada detalle le recordaba a su difunta An: los colores de las paredes, el mantel de la mesa que estaba resguardado por una plancha de vidrio, el aroma de los jabones en el baño, todos los acabados que ella había escogido y se dispersaban en cada rincón del hogar.

Siendo alguna vez estos mismos detalles los que le daban vida a la estancia, ahora cada artículo se había convertido en un catalizador que le propiciaba agudos dolores en el pecho y ojos saturados de lágrimas.

«Debes de ser fuerte», le proclamaba una voz en su interior. La que tenía como conciencia en los momentos de flaqueza, que en los últimos días eran muchos.

«Ya no puedes pensar solo en ti», decía la voz del hombre de piel blanca como la leche y ojos azul intenso, resonando en su cabeza.

«Debes de ser fuerte. Ya no puedes pensar solo en ti. Debes de ser fuerte. Ya no puedes pensar en ti. Debes de ser…». De alguna manera, tenía que tomar acciones.

A la segunda semana de su pérdida, tomó la guía telefónica para comunicarse con varios contratistas, buscando aquel que podría hacer los trabajos que requería a un costo accesible. Su búsqueda concluyó cuando encontró a un constructor de nombre Marcus Colombetti. «Buen nombre, buen trabajador».

El trabajador era de mayor edad que él, pero de menor estatura. Sus fuertes brazos estaban requemados por el sol. Con las palmas de las manos amplias y los dedos cortos y gruesos, eran tan duras que en el primer apretón de manos que le dio al doctor este no pudo disimular sorpresa por la fuerza del saludo. Pero, a pesar de su porte robusto, Marcus tenía una personalidad bastante apacible y buenos modales. Siempre amable y explicándole detalladamente a su contratante lo que requería el cuarto y por qué lo necesitaba. Entre sus explicaciones y esfuerzos en el trabajo, pasaron diez días para que le entregara el cuarto del niño terminado.

Una estancia de cinco metros de largo por tres metros y medio de ancho, en las que sus paredes fueron pintadas con mezclas de diferentes tonos de azul. El techo de color perla y en el centro un abanico de cinco aspas con tres ramificaciones que sobresalían para colocar las bombillas de las luces. La estancia fue preparada para instalar una cuna con barrotes, una mecedora de madera, una cajonera y un pequeño clóset de puertas de bisagras en la oquedad de la pared. Todo ello para ser comprado una semana antes de dar de alta al bebé.

—Hice cambios en la instalación eléctrica —decía Marcus, el albañil—, retiré la madera podrida que había en el interior de la pared y compuse las fugas de la plomería.

—Es perfecto. —Enós miraba con asombro el recinto que sería para su hijo.

Y con el último pago fue finiquitado el trabajo del constructor, para despedirse con un último apretón de manos para no volver a verse jamás.

La segunda parte la evocó a cumplir con sus deberes como cirujano dentro de las instalaciones del Ospedale San Paolo, donde después de dieciocho días del deceso de An su jefe, el doctor Jean Conti, lo llamó para hacer acto de presencia en la institución.

El doctor Conti era un hombre de figura esbelta y alargada. Que, a pesar de cargar con más de setenta años sobres sus hombros, permanecía erguido como un joven en pleno servicio militar. Siempre aseado y acicalado. Sobrio con sus ideas y nunca prestándose al juego con sus superiores, homólogos e inferiores.

—Enós —dijo su jefe detrás de su pequeño escritorio. Con la espalda derecha, entrelazando sus manos—. Sé que la pérdida de tu esposa fue demasiado repentina y que en estos momentos tu hijo está librando su propia batalla para sobrevivir, pero necesito al doctor Draven aquí en el hospital. —Su mirada, como de costumbre, era inexpresiva. Resguardada por sus lentes redondos de armazón dorada—. Tus pacientes te necesitan concentrado. Enfocado. No eres una máquina. Yo lo sé. Eres un humano como cualquiera de nosotros, pero eres doctor y sabes perfectamente que estas cosas, por terribles que sean, pueden llegar a pasar. Y el deber de un buen doctor es y será siempre el de brindar ayuda a aquel que la necesita. Y aquí se te necesita.

Las palabras de su jefe fueron más que suficiente para regresarlo a su ser personalidad médica. Al día siguiente, con zapatos negros recién lustrados, un pantalón de vestir gris Oxford y una camisa celeste de manga corta, perfectamente planchadas ambas, el doctor Enós Draven volvió a sus funciones en el área de cirugía general y cirugía laparoscópica.

Dentro de sus fracciones internas, la de ser doctor le resultaba la más reconfortante. La concentración que requería para cortar la carne, el mover sus manos en el interior de los órganos, las suturas y todas sus acciones de rutina le proporcionaban una sensación de paz que ninguna otra cosa en el mundo la podía igualar. Las consultas de medicina general lo apartaban del caos que era su vida personal. Siendo una distracción que lo sanaba lentamente, regresándolo a la cordura y sentar los pies sobre la tierra.

Con los diversos pacientes que atendía, cayó en la cuenta de que su infortunio podía pasarle a cualquier otro. Bastó con una intervención de emergencia para atender a una jovencita de escasos dieciséis años de edad, inmigrante indocumentada de origen tailandés, quien llegó acompañada de la policía de la ciudad a la sala de urgencias por ser víctima de prostitución y apuñalada cerca del riñón. Al tratarla, Enós trató de imaginar las diversas razones que la orillaron a esa terrible situación. «Maltrato o querer llamar la atención de sus padres. Huir de casa. Secuestro. El sueño de una vida mejor…». El motivo había quedado en el pasado, y su final quedó en un deceso por hemorragias internas a causa de las puñaladas y del tiempo que transcurrió para que fuera intervenida.

Con aquella niña de cabello largo y de color negro, tan flaca que sobresaltaban los huesos de las costillas, comprendió que al menos él albergaba la esperanza de un mejor futuro para su persona y para su hijo.

La tercera parte fue la más difícil. Una vez que el pequeño Eros Draven quedara en etapa de gestación por medio de la incubadora, su cuidado pasaría a manos de la doctora Concetta Rizzo. Una mujer menuda, de piel pálida, casi sin cuello e indicios de arrugas en los extremos de sus ojos. Dándole a Enós una impresión de fragilidad, que le hacía pensar que era una inútil.

—Aún no entiendo por qué no puedes atender personalmente la gestación de mi hijo, Marcus —preguntaba Enós al futuro padrino de su hijo.

—Porque a mí me competen los tratamientos durante el embarazo, así como también las asistencias para dar a luz. Siempre y cuando estas sean por cesárea. —La voz de Marcus sonaba como si tuviera la boca llena, a causa del cigarro que estaba fumando a las afueras del hospital de la Incurable—. El cuidado de los niños durante su estancia en la incubadora es responsabilidad de la doctora Rizzo. Tranquilo, Enós. La conozco desde hace cinco años y puedo decirte que es bastante profesional. Siempre está al cuidado de los bebés y, por si fuera poco, hablé con ella para pedir que tenga especial atención con tu hijo. Ella está tomando todas las medidas necesarias para que termine su desarrollo.

—Aun así, eso no me deja del todo tranquilo. —Le quitó el cigarrillo a su compañero para tomar una bocanada de humo.

—Ten la certeza de que lo hará... Mira la hora, Enós. —Mostraba su reloj de cara blanca con extensión de piel a su amigo—. Ya va siendo hora de que te acerques con Concette, para que ella te dé más detalles de la evolución de Eros.

—Si no me queda más remedio. Confiaré en lo que dices, Marcus. Pero que quede claro que no me siento a gusto con esta situación. —Le devolvió el cigarro para que lo sacudiera quitándole el excedente de ceniza—. ¿Qué pasó siempre con el señor que te comenté? ¿Sí lo pudiste atender?

—Si te refieres al viejo con la cabeza calva y sus supuestos ojos azul zafiro, debo decirte que nunca se presentó a consulta. Ya te lo había dicho, nunca hago una cita de rutina para mujer embarazada tan de tarde. Sigo sin comprender cómo fue que te topaste con un hombre como ese. Sin duda recordaría a una mujer embarazada que fuera viuda antes de dar a luz a su hijo.

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