Kitabı oku: «Eros», sayfa 4

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Sin esperar otros comentarios, Enós caminó hacia el interior del hospital, donde llegó al pequeño cubil de la doctora Rizzo. Haciendo una inhalación profunda, seguida por una exhalación muy lánguida, dio tres golpecitos suaves sobre la puerta.

—Adelante. —Se escuchó decir una voz chillona del otro lado de la puerta.

Al entrar, el padre primerizo se percató de que el claustro era la mitad del tamaño que el de Marcus. El diminuto cuarto se formaba con tres paredes pintadas de blanco y la que se suponía que era la cuarta era casi en su totalidad una ventana con protecciones. Extendiéndose a todo lo largo del cuadro como si fueran ramas delgadas. En su interior, solo había espacio para un pequeño escritorio de metal tipo Nazca, dos sillitas desplegables incómodas para las visitas y un librero rectangular construido a base de ángulo troquelado y tablas prensadas.

—Buenas tardes, doctora Rizzo —dijo con cierto tono de resignación en su voz.

—Hola, doctor Draven, buenas tardes. —La doctora hizo un ademán con la mano para que tomara asiento. Llevaba puesta una camisa escocesa de color rojo intenso, acorde a su talla pequeña. Un saco de lana negra y una falda recta de lino negro—. Me da gusto verlo. Marcus me ha comentado muchas cosas buenas de usted. Y lamento mucho su pérdida.

—Gracias, doctora. —«Si no la tuviera enfrente, creería que estoy hablando con una anciana de más de ochenta años»—. El doctor Racchelli me comenta que tiene buenas expectativas con mi hijo.

—Así es, doctor Draven. Verá, su hijo ha mostrado un incremento en su masa corporal, algo que en sus condiciones de sietemesino es muy bueno. También su temperatura ya se encuentra estable, al igual que sus signos vitales.

—Me alegra mucho escuchar eso, doctora.

—Pero no fue por esa razón que lo mandé a llamar, doctor.

—¿Perdón? —preguntó enfocándose en las uñas, pintadas con un esmalte que se asemejaba al color de la camisa de la doctora.

—Existe otra cosa que requiere su hijo aparte de los cuidados que le estamos proporcionando. Y es que usted venga varias veces a la semana y que se quede a hablar con él, mostrándole gestos de amor a través del contacto físico y las palabras.

—No le entiendo, doctora —dijo secando el sudor de las palmas de su mano con su pantalón. Durante su formación académica, Enós aborreció el tiempo que pasó dentro del área de maternidad. Los gritos, los pujidos de las parturientas, los cambiantes estados de ánimo de las madres primerizas, los casos de preclamsia que tuvo que lidiar. Todos aquellos recuerdos prefirió apartarlos de su memoria, al momento que supo que había nacido para cortar la carne en lugar de recibir nuevas vidas—. ¿Qué me está queriendo decir?

—Lo que sucede es que, así como el nonato percibe las cosas cuando se encuentra dentro de la madre, de igual modo lo percibe estando en la incubadora. El sentirse amado lo ayuda en su recuperación. En la mayoría de los casos, suele ser la madre la que se ocupa de este tipo de labor, pero en su circunstancia actual usted deberá tomar ese rol y ayudar a su hijo.

—No sé si pueda hacer lo que me dice, doctora. Tiene poco más de un mes que sepulté a mi esposa. Y voy haciendo mi vida de un paso a la vez. No creo que sea sano para mi hijo que me vea llorar y escucharme todo desquebrajado por el recuerdo de su madre.

—Puede ser que tenga razón. Pero le aseguro que, una vez que esté con él y le diga lo que siente y que le platique sobre su madre, se dará cuenta de lo liberador que será hacerlo. Enós, su hijo necesita saber que es querido por su padre, y cada día que pasa se lo está negando. Tal vez considere que el tiempo para su duelo ha sido muy poco, pero tiene en sus manos la responsabilidad de una nueva vida. Su hijo no puede esperar. Cada día que pasa es un día en el que pierde la oportunidad para conectarse con él.

—No lo había visto de esa manera, doctora.

—Entonces no se diga más. —Echando para atrás su asiento, la doctora Rizzo salió rápidamente—. Acompáñeme. —Levantó a Enós de su asiento antes de que pudiera decirle alguna objeción.

Saliendo del pasillo donde estaba la oficina de la doctora, doblaron a mano derecha, siguieron a delante y volvieron a doblar a la derecha. Por último, dieron vuelta a la izquierda y dos puertas antes del final del pasillo se encontraron en el pabellón de los recién nacidos. Estando dentro, la doctora le indicó a Enós el extremo derecho de la habitación, donde yacían tres cajas de cristal de un poco más de un metro de longitud. La primera se distaba ocupada.

En ella yacía el bebé Eros.

Los pasos de Enós fueron muy lentos, cautos. Dando pisadas como si fuera un soldado que se estaba cuidando de no pisar una mina oculta. En su hombro sintió el apretón suave de la delgada mano de Concetta, con la suficiente fuerza como para hacer desaparecer el trance ocasionado por los nervios e inspirarle confianza en sí mismo.

Estando frente al cubo de cristal pudo ver la diminuta silueta de su hijo. Un bebé de brazos y piernas flacos, con vientre inflamado, donde tenía distintas ventosas pegadas a su cuerpo. Una manguera se acomodaba en su nariz para suministrarle oxígeno y una sonda que tenía introducida en su boca y pegada con cinta en el labio inferior le brindaba el alimento. Al estar por encima de la incubadora, Enós notó que su mirada se encontraba con la mirada de los pequeños ojos verde marrón del bebé, entrecerrados por la luz de las luminarias.

«Debes de ser fuerte».

Aun con sus años de cirujano experimentado, al primer avistamiento de su hijo dentro de la incubadora y con múltiples equipos conectados para mantenerlo con vida Enós no pudo evitar derramar una lágrima por cómo se encontraba su primogénito.

—Si gustas puedes introducir su mano y tocarlo. No le pasará nada al bebé.

Sin dar respuesta Enós introdujo su mano izquierda por el agujero redondo de la incubadora. Entrecerrando sus dedos y dejando solamente el índice más extendido para acariciar la mejilla de su hijo. La textura de la piel era la más suave que había sentido en toda su vida. Apenas con el primer roce, Eros movió su brazo hacia arriba y trató de vocalizar una risita, que fue estropeada por la sonda que tenía introducida.

—Esa es la primera risa del bebé —le dijo la doctora.

—¿Es en serio?

—Sí. En todo este tiempo se ha portado muy dócil. Al grado que únicamente dos o tres veces ha gimoteado. Me pareció un poco extraño, pero al ver cómo esta reaccionado con usted me hace pensar que vamos por buen camino.

Después de eso, Enós se programó para estar un mínimo de ocho horas a la semana con su hijo.

Inició con pequeñas pláticas, siempre temeroso. Como si por un saludo que él diera recibiría como respuesta una reclamación por el tiempo que lo dejó abandonado. Venciendo la barrera del temor irracional, Enós prosiguió a narrarle parte de su vida de infante. Los recuerdos que aún le quedaban de sus tiempos en la scuola elementare hasta la universidad. Donde conoció a la que fuera su esposa, Annalisa.

—Ella vino a la universidad como estudiante de intercambio —relataba el padre a su hijo—. La primera vez que la vi fue en la recepción de la universidad. Tenía puesto un vestido largo, blanco y una mochila de piel café. Buscaba a una profesora. La verdad es que nunca había escuchado el nombre de la mujer que buscaba, pero yo fingí que me sonaba familiar. Así que la llevé a la Facultad de Química para hacer tiempo y platicar con ella. Por suerte me encontré con Marcus, él estaba saliendo de Rectoría y le comenté sobre la profesora que estábamos buscando. Marcus supo al momento mis intenciones, así que, mientras yo conversaba con An, Marcus buscó desesperadamente a la maestra hasta que la halló.

»Ya para ese momento me sabía su nombre completo, que le fascinaba el pastel de zanahoria. Su color preferido era el blanco. Llevaba clases de violín. En su octavo cumpleaños, su prima le embarró toda la cara con el pastel. A los catorce, la suspendieron en la escuela porque la sorprendieron fumando con su mejor amiga y que después de ello odiaría el cigarro, no por los problemas que la ocasionara en la escuela, sino porque le dejaba muy mal sabor de boca y se quedaba impregnado el aroma en el cabello. También supe que venía como estudiante de intercambio y que solamente estaría un semestre.

Enós sentía cómo en su mejilla derecha empezaba a recorrerle una gota salada mientras que el ojo izquierdo lo tenía inundado en lágrimas.

—Ese semestre fue una de mis mejores etapas en la vida. Salía con tu madre cada fin de semana, hasta que ella me reprendió porque comenzaba a salir mal en los exámenes. Después de eso, tuvimos nuestra primera separación. Fue a causa de que ella estuvo a punto de reprobar una materia porque a mí me gustaba salir mucho. Yo le expliqué que lo importante de la escuela no era sacar buenas notas, sino tener bien aprendido lo que nos enseñaban. Nunca compartió esa idea conmigo. En fin. Estuvimos separados por casi un mes. Ella regresó a Roma a seguir estudiando. Y sin entender cómo pasó, un buen día fui hasta Roma a visitarla, claro que Marcus había ido conmigo. De hecho, él fue quien me convenció de ir tras ella. «Tú la amas, ella te ama, lo único que les hace falta es dejar de ser tan tozudos, como para no quererlo comprender». Esas fueron sus palabras. Así que tuvimos una relación a distancia. Cada semana recibía una carta de ella, impregnada de su perfume. Mientras que yo le respondía con otra carta, en la cual llevaba siempre una rosa seca, de esas que dejas que se sequen dentro de los libros. Tu abuelo me reprimió muchas veces por hacer eso con sus manuales de medicina. Pero eran libros anticuados, viejos y lo bastante grandes como para aplastar a la rosa con casi todo el tallo.

»Después de eso, rompimos en los tiempos en los que yo andaba haciendo mis residencias. Vaya que si eran demandantes las malditas. Bajé once kilos por las guardias que me tocaron hacer. Y muchas ocasiones no pude cumplir con mis promesas a tu madre. Esa fue la ruptura más larga. Duramos ocho meses distanciados. Y de nuevo fue Marcus quien me alentó a no perder a tu madre. Todavía lo recuerdo. Me dijo: «Enós, la escuela no lo es todo y el trabajo no lo será todo. Así que no dejes que una etapa te aleje de lo que es realmente importante para ti». Marcus para las relaciones siempre ha tenido buen juicio, pero carece de suerte con las mujeres. Así que le escribí una carta a An de nueva cuenta, solo que esta vez se la llevé yo en persona junto con ramo de rosas blancas y rojas. En serio llegué a pensar que no me aceptaría en su vida de nuevo, pero lo hizo. Así que me aseguré de que mínimo la visitaría una vez al mes. En ocasiones, Marcus me prestaba algo de dinero para completar la cena después del cine. Y cuando terminé con mis residencias, caí en la cuenta de que lo que me había dicho Marcus era verdad. Las residencias solamente fueron una etapa más en mis tiempos de estudiante. Que me dejaron como recuerdo un gran hueco que llenar en mis pantalones.

Sacando un pañuelo de su pantalón, se limpió las lágrimas y se sonó la nariz.

—La última vez que rompimos fue después de que acabara de estudiar. No conseguía trabajo, el papá de An fue considerado y me dio alojamiento en su casa para ver si corría con mejor suerte en Roma que en Nápoles. Pero no fue así. Tuve una fuerte depresión al haber cumplido un año sin trabajo. Me sentía derrotado. Tan avergonzado de mí mismo porque no podía desarrollarme laboralmente. Así que un buen día, sin decirle nada a An o a sus padres, me fui de su casa. Me sentí tan cobarde por irme así de su hogar. Ella marcó al teléfono de la casa muchas veces, pero nunca quise hablar con ella. En ese tiempo no hice otra cosa más que actuar como un completo imbécil. Estaba enojado conmigo mismo y con el resto del mundo y sobre todo con Dios. No comprendía por qué era posible que Dios permitiera tenerme en aquella situación.

»A la tercera semana de haber regresado a casa de mis padres, mi madre tocó la puerta de mi cuarto y me dijo que Marcus me estaba buscando. Para ese entonces, Marcus ya estaba trabajando en este mismo hospital. No tenía muchas ganas de verlo ni la paciencia como para aguantar su reprimenda. Pero aun así bajé para ver qué se le ofrecía. Cuando llegué a la sala, descubrí que Marcus había traído a An consigo. Ella traía el mismo vestido blanco con el que la conocí. Llevaba un ramo de rosas rojas y me lo obsequió. Rompí en llanto enfrente de ella. No supe en qué momento nos habíamos quedado solos para conversar a gusto. «Ya en dos ocasiones viniste por mí, Enós. Ya era justo que me tocara una a mí». Fue lo que me dijo Annalisa en ese momento. Me había perdonado por haber huido de su casa y que sus padres estaban preocupados por mí. Así que volvimos a ser pareja una vez más.

»Pasaron dos meses más para que encontrara trabajo en un hospital cercano al puerto de Nápoles. Y cuando tenía menos de un mes de haber empezado a trabajar le pedí matrimonio a tu madre. A lo cual ella me respondió con un sí. Tuvimos una boda bastante pequeña y sencilla. Entre las familias, amigos y compañeros de trabajo, éramos menos de treinta personas. Los padres de An, tus abuelos, nos regalaron un cómodo departamento aquí en Nápoles, para poder hacer nuestras vidas en la ciudad. Disfrutamos de nuestra vida de casados por cinco años, antes de decidirnos a hacer crecer a la familia. Posteriormente, después de no ver resultados, le pedimos ayuda a Marcus. Ya que él atiende casos como el nuestro. Nos dio bastantes esperanzas de que el tratamiento surtiera efecto. A lo cual, fue cierto. Ya que naciste tú. Y aunque sé que tu madre ya no está con nosotros, ella siempre estará en nuestros corazones y desde el cielo nos estará cuidando.

Antes de cumplir un mes de constantes visitas al cuarto de bebés, Enós recibió un nuevo aviso por porte de la doctora Rizzo para que la viera en su oficina.

Cuando visitó a la doctora la encontró con un semblante de alegría en el rostro. Bastó con una mirada para comprender que le tenía excelentes noticias. Fue entonces cuando le dieron a conocer que, después de vivir sus primeros cincuenta y dos días en el interior de la incubadora, el bebé Eros ya era dado de alta y podía ser llevado a su casa para que viviera con su padre.

El sol ya se había escondido cuando el doctor Draven llegaba a su departamento con su bebé en brazos.

—Bueno, Eros, ya estamos aquí —dijo Enós a su hijo al momento de encender las luces de su hogar.

Sentando a su primogénito en el tapete de la sala, lo delimitó por medio de una reja metálica que impidiera que fuera más allá de esta, mientras preparaba la cena. Enós cenó cereal con leche mientras le daba a Eros una papilla de manzana verde. Después de eso, siguió el baño con agua tibia para el bebé y de agua helada para el padre. Al final, le puso talco en las pompas, continuando con el pañal y un mameluco blanco, con dibujos de transbordadores espaciales azules con alas rojas.

—Muy bien, pequeño —dijo Enós al acomodar a su hijo dentro de la cuna—, es hora de que duermas. —Le dio un beso en la frente, arropándolo con una delgada sábana de color blanco y se retiró con el mayor sigilo posible—. Hasta mañana, hijo —se despidió apagando las luces del cuarto y cerrando la puerta.

Ya con la noche cubriendo toda Nápoles, Enós no tardo en arreglar su vestimenta para el día siguiente. Junto con una maleta pequeña, con cosas del bebé para dárselas a su madre, quien lo cuidaría mientras él trabajaba. Después de los preparativos se acomodó en su cama, poniendo su cuerpo de lado y tapándose con una sábana.

—Mañana será un buen día —dijo Enós antes de quedarse dormido con una sonrisa dibujada en los labios.

V

Desde la azotea del primer edificio del complejo residencial Rione Cavalleggeri D´aosta, podía ver nítidamente aquellos ojos azules llenos de dicha en aquel conductor que parqueaba su vehículo en su respectivo lugar de estacionamiento.

—Bien. Ya están aquí.

Escrudiñando hasta el último recoveco de la zona, observaba cómo aquel padre viudo transportaba a su primogénito en un canasto junto con bolsas de ropa de bebé. Su primera inspección fue mirar la carne y el resto de los objetos, como lo vería cualquier otro ser humano: solamente piel, telas y relieves texturizados de las demás cosas.

Al cambiar su perspectiva, los objetos dejaron de exhibirse en formas definidas para convirtirse en fuentes de luz. Emanando de ellos destellos de varios colores e intensidades. El ambiente consistía en un tenue color gris, que acercándose al suelo adquiría un tono azulado, creando pequeños remolinos con cada paso que daba el adulto. Los automóviles estacionados se tornaban en enormes gotas de agua, liberando pequeñas irradiaciones; rastros de los sentimientos que albergaban sus conductores, previo a dejarlos acomodados en sus lugares de reposo nocturno.

De la silueta del padre observaba brotar una energía con matiz amarillo y franjas naranjas, mismas que se desvanecían conforme se alejaban de su cuerpo. Era la evidencia que demostraba que su estado de ánimo había regresado al de antes, con alegría y optimismo. Al contrario de aquella capa negra llegó a envolverlo, exhibiendo su ira, el desprecio, la frustración y la impotencia de cuando los sucesos no resultaban como lo esperaba. Esas eran las tonalidades que había desbordado Enós Draven desde el fallecimiento de Annalisa y que fueron desapareciendo, gracias al contacto con su hijo.

Mirando a aquel infante, que llevaba una fracción del movimiento de traslación del planeta fuera de la incubadora, tenía un aspecto totalmente normal. Aparte de ser una bolita de materia orgánica, la energía que trasmitía era de color rosa pálido, un tono bastante típico para aquellas existencias que solían iniciar en aquel plano, de manera repentina y anfractuosa.

—Es como cualquier otro niño.

Y la escena prosiguió con los mismos pendones, hasta que padre e hijo se perdieron de su vista al introducirse en el edificio. Desaparecidas las siluetas, el arcángel Miguel dio la vuelta para reunirse con sus compañeros.

No frecuentaban reunirse todos por una causa común. Y desde la última vez que lo habían hecho en la misma oscilación, había pasado una gran cantidad de sucesos.

Pero todos estaban ahí. En un mismo lugar. A la espera de lo que fuera a suceder.

Miguel tenía la misma apariencia arábiga de cuando se vio con Lucifer. Con el cabello negro y la barba cerrada que le cubría el mentón, bigote y mejillas. Su nariz chata y respingada, y su mirada seria en sus ojos azules. Su vestimenta contrastaba con su persona. Traía puesto en tela de manta pantalón y camisa de cuello tipo Mao, que ondeaba con la más suave brisa de esa noche.

Su caminar finalizó delante de Gabriel, disfrazado del hombre quien platicara con Enós Draven la noche que falleció su esposa, pero con la diferencia de haberse quitado la vejez. Como si se tratase de una camisa vieja, se había despojado del porte senil y de la amplia barriga, pero conservaba la cabeza calva. El poco cabello coronándolo a la altura de la sien sobresalía lo suficiente para dar la impresión de que lo tenía dibujado. Portaba una playera blanca y un pantalón de vestir gris, sujetado a su cintura por un cinturón de piel negro y hebilla plateada. Sus ojos con tonalidad zafiro eran libres de cataratas.

A la derecha de Gabriel estaba Rafael. Con la apariencia de un hombre en la plenitud de su madurez. Su cabeza quedaba cubierta por una abundante cabellera de color castaño. Con ojos color violeta y cejas tupidas que le definían la cara. Su constitución era delgada, de brazos largos y piernas aún más largas. Su tez morena oscura resaltaba con el pantalón de mezclilla y la camisa de manga larga color verde que traía puesta, desfajada del pantalón.

Aguardando a la izquierda de Rafael, estaban Kemuel y Zedequiel.

La piel de Kemuel tenía un tono azul oscuro. Con la cara redonda y casi pegada a los hombros, carecía de nariz y de cabello. Su sistema auditivo lo conforman tres orificios de forma ovalada, posicionados a los lados y uno por encima de la nuca. Sus ojos eran semejantes al de los felinos, pero pintados de color plata opaca y con la esclerótica en celeste. Las manos se constituían por cuatro largos y orondos dedos, de los que sobresalían gruesas uñas negras. La kurta que portaba era negra y terminaba por encima de las rodillas, los pantalones holgados en color blanco se ajustaban en sus tobillos. Zedequiel tenía una apariencia similar a la de Kemuel, pero la principal diferenciaba radicaba en su tono de piel anaranjado brilloso y hombros muchos más amplios. Con ojos de color amarillo y esclerótica rojo pálido. Sus prendas eran un chaleco gris, que exponía sus pectorales y su abdomen sin ombligo, fajado de pantalones holgados en color amarillo.

Sus apariencias rendían homenaje a una raza extinta, mucho antes que los primeros individuos del Homo habilis caminaran en el planeta donde se encontraban en esos momentos.

A la derecha de Rafael, aguardaban Uriel y Yofiel. Ambos con forma humana, pero de tez negra. La principal discrepancia era que Uriel era negro brillante y Yofiel negro claro. Uriel solamente se cubría con un pantalón de pliegues color magenta, ceñido a su cintura por una cinta de color rojo intenso. Su torso estaba al descubierto y no poseía ni pezones ni ombligo. Contaba con brazos musculosos y manos grandes, mientras que Yofiel era de constitución estilizada y manos esqueléticas. Su ropaje era como el de un militar, camisa con cuatro bolsas y pantalones que no requerían ser planchados, ambos de color verde hoja.

En lo que habían concordado todos era en que sus pies estaban desnudos.

Los siete arcángeles se encontraban reunidos por una sola razón: proteger la existencia de aquella alma que había surgido de la nada y que se encontraba madurando en el cuerpo del infante de nombre Eros Draven.

El dialecto no era necesario para que se comunicaran entre ellos. El lenguaje a cualquier nivel sobraba. Su intención era aguardar hasta que Lucifer hiciera su siguiente movimiento.

Desde su último combate con Miguel, el regente de todas las almas que llevaban una idea contraria a la del Creador de Todo no había hecho jugada alguna.

Durante los cincuenta y dos días que permaneció el bebé en el interior de la incubadora, los arcángeles Miguel, Gabriel y Rafael permanecieron en perpetua custodia en el Ospedale Santa María degli Incurabili. Miguel siempre inmóvil en el techo, como si se tratase de una cara más tallada en la pared; mientras que Gabriel deambulaba por los pasillos del recinto, sin que nadie le prestara atención. Finalizando con Rafael, inerte como estatua a un costado de las incubadoras. Siendo este ser celestial la última línea de defensa si se presentaba el caso de que Lucifer lograra esquivar a los dos primeros, pero a su vez su energía la enfocaba a nutrir el raquítico cuerpo del sietemesino y a estabilizar la psique del padre. La cual empezó a mostrar señales de mejoría una vez que comenzó a interactuar con su hijo.

En esos días de vigía Gabriel propuso reunir a los siete arcángeles y resguardar el hogar de los Draven una vez que el bebé estuviera fuera del hospital.

—Reunir a los siete en un solo lugar y con las defensas en alto es demasiado comprometedor para todos los seres que estén cerca de nosotros —dijo Miguel en reunión con Gabriel y Rafael, dentro del cuarto de las incubadoras.

—Cierto —dijo Gabriel con voz metódica—. Pero si estamos los siete a la vez propiciaremos un suceso el cual logremos sitiar a Lucifer para que no se acerque más al bebé.

Convocar a los siete arcángeles en una misma zona y preparados para la batalla no era lo mejor para un lugar tan terrenal como los edificios departamentales, donde coexistían varias familias aparte de Enós y Eros. La energía que surgiera de la mezcla de los siete contra Lucifer podría causar reacciones en el ambiente, que incluso sería percibido por los humanos, exponiéndolos ante el mundo de manera no premeditada. Sin embargo, la decisión quedaría a la opinión del arcángel Rafael. De los siete, era él quien menos se evocaba a la confrontación de cualquier tipo, pero de ser necesario era el primero en dar batalla.

—Lo mejor será hacerle caso a Gabriel, Miguel —concluyó Rafael con los brazos cruzados y de frente a la incubadora—. Eros ya tiene la suficiente fuerza para seguir en este mundo por sus propios medios. Además…, Lucifer no se encuentra pensando adecuadamente. Este asunto de El Segundo lo tiene fuera de concentración. Es una buena ocasión para pelear contra él para que no vuelva a acercarse a Eros y que lo deje en paz. Quizás entre los siete se podría dar fin a esta contienda entre Lucifer y los que lo han seguido.

Un viento gélido comenzaba a soplar en el techo. Pequeños torbellinos levantaban el polvo bamboleando las prendas de cada uno de los siete arcángeles.

—Ya sal —rugió Miguel al aire—. Sé que estás aquí.

Terminada la oración, surgió una mano tomando el hombro de Zedequiel. La figura salía con pasos cortos, un pie tocando con el otro para avanzar. Lucifer aún guardaba la misma fisonomía de cuando se había reunió con Miguel en el café, cerca del río Tiber. Sus rubios bucles se sujetaban por un delgado listón blanco. Su torso lo traía descubierto. Mostrando un cuerpo como el de cualquier otro ser humano varón; hombros anchos, brazos fuertes pero no demasiado gruesos. Dedos curtidos, como si tuviera una vida trabajando con ellos. Pectorales ligeramente marcados y un vientre esbelto, con un ligero excedente de grasa acumulada en la parte baja del abdomen. No traía ninguna clase de prenda que le cubriera la silueta. Sus muslos desnudos no se agitaban con los pasos que daba y la entrepierna carecía de genitales.

Todos los arcángeles permanecieron estáticos, observando sin sobresaltos cada paso que daba quien fuera uno de los suyos, en los primeros sucesos de la creación de todo. Lucifer de igual manera, sin miedos, caminó hasta posicionarse lo suficientemente lejos para verlos a todos a la vez.

—Mis apreciados —pronunció el caído—. Desde los eventos de nuestras concepciones, yo jamás he estado en su contra. Ni tampoco ha sido mi sentimiento el de quererlos hacer algún tipo de daño de manera intencionada. Sobre todo a ti, Miguel. —Extendió su mano con la palma abierta señalando a su excompañero—. Así que permítanme desaparecer esta energía que no es perteneciente a la magnificencia de la creación y, a cambio, yo y todos los que me siguieron nos postraremos en señal de sumisión absoluta.

El intercambio de miradas entre los siete fue furtivo; con cada palabra pronunciada, sabían que era verdad lo que decía su excompañero. Los sentimientos de Lucifer eran sinceros. El desconcierto era total, nunca les había ofrecido una propuesta como aquella.

—Tú eres la tentación de nosotros —dijo el arcángel Miguel acercándose a sus compañeros—. Lo único que ofreces es ir en contra de la voluntad del progenitor de todo. ¿De qué le sirve a la existencia de todo lo que hubo, de todo lo que hay y de todo lo que habrá, si tú nos haces reverencia después de haber realizado tu más grande anhelo? No está en nuestro poder ir en contra de la voluntad de la fuerza que le ha dado forma a todo y que la sigue moldeando. Aún en todos tus sucesos sigues siendo moldeado a su grandeza. Y es por ello que nuestra respuesta es no.

—Te advertí que no aceptarían, Luzbel —pronunció una voz que escucharon los arcángeles de todas partes pero que no brotaba de ningún lugar en específico.

—Al menos no quedó en mí —respondió el caído levantando sus manos al cielo.

Cada arcángel buscó en una dirección diferente, queriendo encontrar el foco de aquella voz metálica, mas no tuvieron suerte en hallarla.

El silencio se apoderó de todo.

El tráfico nocturno, las aves, los insectos, las personas en los restaurantes, en las casas y trabajos solo poseían movimiento, pero carecían de todo sonido. Incluso para los siete guerreros celestiales, al enfocarse hacia la costa, los barcos que zarpaban a la infinita oscuridad generaban ninguna clase de asonancia contra el océano.

—Este silencio indica su llegada —pronunció Zedequiel de manera solemne—. Este modo de presentarse, este anecoico escenario, solo lo logra quien en su interior alberga el denso espacio oscuro.

No había respuesta por parte de aquella voz metálica para confirmar las sospechas de Zedequiel, pero, aun así, los demás ángeles superiores pensaban del mismo modo.

—Aparece ya, Belcebú —gritó Zedequiel.

—¿Aparecer? —respondió la voz metálica—. Hablas como si me estuviera escondiendo de algo. Pero te equivocas. Yo estoy aquí. Llegué primero que Luzbel. Incluso antes de que ustedes estuvieran aquí, ya había llegado. Me dices que aparezca, pero soy yo quien te dice que abras esos ojos putrefactos y observes a tu alrededor.

Desde la oscuridad fue escurriéndose de manera rápida. Las partes más densas de la noche se arremolinaron y se concentraron en una de las esquinas del tejado. El torbellino que nació de ellas se acercó a Lucifer inclinándose de un lado al otro. Posicionándose a su izquierda, disminuyó la velocidad de sus giros.

—Esta forma es más que suficiente. —Con cada palabra dicha, el tornado se contraía y expandía—. Yo no requiero de una forma como la que ustedes traen para hacer mi voluntad, ni menos para hacerles frente.

—Aún no, Belcebú —dijo Lucifer—. ¿Qué me puedes decir tú, Astaroth?

—Saben que estamos aquí no para hacerles frente, sino para ponernos a su merced. —Otra voz salía del vacío. Sonaba elocuente y su tono carecía de agresividad—. Ellos han percibido nuestros sentimientos y entienden que no hay falsedad en estos. Es por eso que se encuentran confundidos.

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