Kitabı oku: «Eros», sayfa 9

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El cuidado que le puso fue tal que terminó sincronizando su respiración con la de él, inhalando y exhalando el aire de la habitación al mismo tiempo.

El trance se vio zanjado cuando miró que el joven metía su mano en el bolsillo de su pantalón. Sin despegar la mirada de los movimientos que aquella mano lampiña ejecutaba por debajo de la tela blanca, notó que los dedos habían sujetado algo alargado y cilíndrico. ¿Quizás era una jeringa? Pero ¿qué medicamento le iban a inyectar a esa hora? Y, sobre todo, ¿por qué la tenía allí? Una vez más, su respiración se aceleró. Sin embargo, ese ritmo no duró mucho cuando divisó que lo que sacó el enfemero de su bolsillo era un bolígrafo retráctil.

Oprimiendo la cabeza para sacar la punta y escribiendo unos cuantos garabatos sobre el papel, dejó de nueva cuenta la tabla en el mismo lugar de donde la tomó.

—Hasta el momento, todo normal. Mañana durante la mañana, vendrá el doctor que revisa tu caso y hablará con tu padre. Él le compartirá sus valoraciones y acciones a seguir. Por el momento, no te tocan medicamentos hasta las ocho de la mañana. Trata de dormir.

—Está bien.

Sin despedirse de él, el rubio enfermero apagó la luz y volvió a cerrar la puerta.

Gracias a que el enfermero le había brindado la hora, pudo diferenciar que en esos momentos era de noche y no de día. Las ventanas tenían las persianas abajo, evitando poder ver hacia el exterior. Tampoco había algún reloj pegado a la pared para poder saber la hora. Los únicos sonidos que actuaban como ruido de fondo para ambientar su cuarto y pasar el rato eran los producidos por su raro compañero.

Permaneciendo enclaustrado, encamado y sin la posibilidad de hacer lo que él quisiera, solo le quedaba tratar de seguir durmiendo y esperar a que la mañana llegara y su padre con esta. Parecía una tarea imposible de cumplir, por lo enérgico que se sentía, mas no supo en qué momento el fastidio se volvió en aburrimiento, después en somnolencia y al final en sueño. Cuando volvió a despertar, miró con la misma tonalidad oscura su habitación.

Ignoraba qué hora era, pero sí estaba consciente de que había dormido. Pasó un rato despierto hasta que, de nueva cuenta, escuchó la manija de la puerta, pero en esta segunda ocasión no se sobresaltó por ello.

Una mujer de mediana edad fue quien cruzara la puerta. Era alta y bastante robusta. En su cabellera castaña se le dibujaban muchas canas, pero las lucía con gracia en su peinado esponjado. Venía empujando un carrito que tenía varias secciones en su interior, y en ellas habitaban charolas de plástico con tapa, mismas que resguardaban los alimentos.

Para Eros, esa era la más clara señal de que ya era de mañana y que era hora de desayunar.

—Hola, buen día, dormilón —decía la mujer mientras encendía la luz del cuarto—. Te traigo tu desayuno.

Antes de darle el desayuno, la recia fémina ayudó al pequeño paciente a sentarse sobre la cama. Después, le entregó una bandeja para alimentos. Al abrirla, Eros miró un plato hondo vacío, una cuchara y una porción de cereal empaquetada en una cajita de cartón. Todo aquello acompañado por un envase de leche que le vino entregando la mujer en sus manos. Dando las gracias, desgarró con una uña la tapa del empaque donde venía el cereal, mezclándolo todo con la leche dentro del tazón, y prosiguió a desayunar en solitario. Al parecer, la enfermera tenía más desayuno que repartir en el área pediátrica.

Eros devoró todo muy rápido. No le interesaba si tenía buen sabor o no, ya no recordaba cuál había sido su último alimento. Y entre masticadas y pensamientos evocados a su pasado, fue como se dio cuenta de que tampoco recordaba por qué lo tenían retenido en contra de su voluntad en esa habitación. Por más esfuerzo que realizaba, solo recordaba su cumpleaños, la golpiza que le infligió el despiadado sobrino del jefe de su padre y la discusión que tuvo con su progenitor una noche después a su cumpleaños.

Aun con sus dudas, continuó con su desayuno hasta que se lo terminó. Dejando sobre la bandeja de plástico una cajita de cartón rota vacía, un envase de plástico para leche destapada y sin producto y un plato hondo vacío. Con unas cuantas hojuelas de cereal pegadas en sus muros por la leche seca. No esperó mucho cuando regresó aquella robusta enfermera para llevarse lo que había dejado.

—En unos minutos más, vendrá otra compañera a valorarte. Todavía no son las ocho y a esa hora te toca el medicamento —le indicaba con un tono de voz que le hacía recordar a las madres de sus compañeros de clase cuando los dejaban en la escuela—. Nos vemos.

En su condición actual, su mundo era delimitado por cuatro paredes, un piso y un techo. Lo acompañaban la cama, la almohada, la mesita alta con rueditas que tenía al pie de su cama y, por último, se encontraba aquel raro aparato que lo estuvo vigilando durante toda la noche. Quien sin tener que decir alguna palabra podía decirle todo a los médicos que sabían cómo hablar con él. La pared que daba al pasillo tenía un cristal grande. Mismo que era la conexión visual entre el mundo del cuarto con el mundo del pasillo. Desafortunadamente, el vínculo visual que podría existir entre ambos mundos lo restringía un par de gruesas persianas.

Todo eso conformaba el universo de Eros, aunque también lo podría definir el infante como un lugar careciente de amigos y familiares. Un territorio insípido, donde solo importaban la captura de datos y los resultados que estos pudieran arrojar.

Su solitario entorno fue perturbado por el ruido que generó la manija de la puerta al ser girada, siendo en esta ocasión de nula importancia para Eros. Como se lo había profetizado la enfermera robusta, lo visitaba otra enfermera. Su juventud era tal que el niño pensó que se trataba de una adolescente. Su cabellera morena la concentraba en un peinado de cebolla y sus ojos café los resguardaban unos anteojos bifocales sostenidos por la punta de su nariz.

—Hola. Buenos días —saludó dibujando una gran sonrisa en sus labios—. ¿Cómo pasaste la noche?

—Bien —dijo Eros sin dejar de responder de manera hosca.

—Qué bueno —dijo emocionada la enfermera, importándole poco la forma de responder del niño—. ¿Tuviste alguna pesadilla?

—No lo recuerdo.

—Está bien. No te preocupes. Mira, te traje esta medicina. —Le extendió dos vasitos, uno de papel y el otro de plástico. Dentro del envase de papel había media tableta de color azul pálido mientras que el de plástico albergaba el agua para podérsela pasar por la garganta—. Tómatela. Hará que te pongas mejor.

Sin otra opción, el infantil paciente cedió al buen trato de la enfermera. Una vez tragada la tableta e ingerido todo el líquido, la auxiliar médica se dirigió con el singular equipo médico y sin permiso del pequeño lo apagó.

—Esto no ayuda de mucho si estás despierto —comentó la enfermera de manera alegre mientras se acercaba al rostro de Eros. De uno por uno, y de manera delicada, retiró cada uno los de los metales que tenía adheridos a su cuero cabelludo, rostro y pecho—. Por el momento, no necesitas traer esto pegado. Hasta que sea de noche.

—¿Estaré aquí otra noche? —preguntó el niño con cierto tono de tristeza y mirando a su visitante con ojos de borrego tierno a medio morir.

—Eso no te sé decir. Necesitamos que venga el doctor acompañado de algún familiar tuyo. Para que hable con él y ya de ahí tomarán las acciones que serán lo mejor para ti. —Acercándose al aparato médico, quitó los seguros y retiró el grueso rodillo de papel de la máquina—. Me llevaré esto para que lo puedan revisar. Mientras tanto, sigue descansando.

—¿Como a qué hora vendrá mi papá y el doctor?

—La verdad, no lo sé. Pero tiene que ser el día de hoy. Bueno, te dejo —decía la enfermera dirigiéndose a la salida.

—Enfermera.

—Sí. ¿Qué pasó?

—Quiero ir al baño —dijo Eros en tono apenado y con la cara sonrojada.

Después del auxilio de la enfermera para llevarlo al baño y regresarlo de vuelta con bien hasta su cuarto, la mañana para el infante pasó de largo y en extremo aburrida. No porque el tiempo mismo hubiera tenido un decremento en la velocidad natural con la que solía trabajar, estando él metido en aquel diminuto universo. Sino porque para un niño de siete años recién cumplidos le resultaba en extremo difícil encontrar la manera de cómo matar el tiempo. Apenas sabía contar lo suficiente como para ponerse a enumerar los cuadros del techo falso o las losetas que alcanza a ver en el piso. Tampoco tenía sus juguetes a la mano, con los que pasaba todas sus tardes jugando después de hacer los deberes o encomiendas que le dejaba su padre. Hasta que escuchara el grito de guerra que anunciaba que la cena ya estaba servida en la mesa.

No había con quién platicar, aunque eso no era nuevo para él. Estaba acostumbrado a estar solo. En la scuola primaria carecía de verdaderos amigos. Sus compañeros de clase le resultaban ser niños desconocidos con los que estaba forzado a convivir y en algunas clases tenía que jugar con ellos por culpa de los maestros, quienes argumentaban que así era el método de enseñanza. Y aunque tuviera amigos, ¿quién lo iría a visitar? No sabía quién más pudiera estar al tanto de que se encontraba en el hospital, ni mucho menos llegar hasta donde se encontraba: en un cuarto aislado y deprimente.

El tiempo que transcurría esa mañana lo hacía de la misma forma en que siempre lo venía haciendo. Pero, para la percepción de Eros, un infante de poco menos de un lustro y medio, esa mañana fue la más larga que pudiera recordar. Sin embargo, encontrándose aburrido, no se sentía ansioso ni estresado. Tampoco estaba feliz o eufórico.

Antes de que se diera cuenta, llegó su hora de comida. Siendo llevada por alguien que no era ni la enfermera robusta ni la enfermera sonriente. Se trataba de un hombre de la misma edad de su padre o un poco mayor. Portaba el mismo uniforme blanco que llevaban todos aquellos invitados anteriores, que se atrevieron a interrumpir su soledad. La diferencia yacía en que era obeso, con tal sobrepeso que Eros llegó a pensar que el hombre no podría ver sus pies cuando se bañaba. A pesar de su prominente abdomen y las tetillas que resaltaban en su playera de cuello uve, lo que más le llamaba su atención eran sus corpulentos brazos. Fácilmente eran el doble de gruesos que los de la enfermera robusta quien le llevara el desayuno.

—Buenas tardes —saludaba el enfermero con voz grave pero con educación, acomodando la mesita alta con rueditas por encima de la cama—. ¿Cómo te has sentido?

—Bien —respondió Eros igual de serio que antes, pero sin el tono hosco que acompañaba sus respuestas mientras tomaba asiento sobre la cama. Tomando como respaldo la almohada para poder comer.

—Qué bueno. Aquí te traigo tu comida.

El grueso enfermero le extendió una charola de plástico de cinco divisiones rectangulares, de las cuales cuatro de ellas contenían alimento. En una división, había una pierna de pollo; en otra, una porción de arroz blanco; en la siguiente, lechuga picada; y en la última, cuadritos de gelatina de color uva.

Todos los alimentos que se encontraban conviviendo de manera independiente en la charola compartían algo en común: la ausencia de todo sabor.

La pierna de pollo se encontraba desabrida. El arroz blanco estaba insípido. La lechuga carecía de algún aderezo para darle sabor y la gelatina, que tendría que saber a uva porque ese era su color; estaba desaborida. Como si solo tuviera el colorante pero no el extracto que le diera el sabor frutal. Lo único que rescató su paladar fue el jugo de manzana que venía en el vaso de plástico. Al menos, ese sabor le era familiar.

Carecía de opciones, además de que tenía hambre y miedo de que el enfermero, con sus monstruosos bíceps y cuádriceps, le metiera por la fuerza la comida en la boca. Una vez que regresara por la charola y que la descubriera con el alimento intacto. Al final, después de unos cuantos minutos y de comer con más miedo que con ganas, terminó por consumir todo lo que había en la charola. Minutos después, regresó el enfermero a recolectar la charola y dándole solamente una mirada de despedida se marchó del cuarto.

Una vez más, Eros se había quedado solo en su mundo.

Por el alimento recibido, dedujo que ya había pasado del mediodía, y la siguiente conclusión que consiguió fue que su padre no debería de tardar en verlo. Eso por algunos minutos le causó alegría, pero no supo distinguir en qué momento esa dicha que le invadió lo convirtió en un alma triste y desdichada.

«Quiero a mi papá».

Si su raro compañero hubiera estado conectado a Eros y trabajando a lo largo del día, hubiera registrado el momento exacto en el que el niño se volvería un mar de llanto. Causado por la ausencia de su padre y la desesperación por quererse ir de ahí.

En algún punto de la tarde, la puerta de su cuarto se volvió a abrir una vez más. Pero Eros no recordaba haber prestado atención a si la manija de la puerta seguía rechinando o no. Desesperanzado, vio entrar a otra enfermera desconocida, como el resto de los visitantes que había tenido el gusto obligado de conocer desde la madrugada de ese día. La joven era de estatura promedio, de piernas cortas y de complexión delgada. Su piel y su cabello se acercaban a la tonalidad del enfermero rubio que conoció en la madrugada. También vestía de blanco, pero su playera con cuello uve tenía ajustes en los costados que hacían resaltar su esbelta figura.

—Hola, hola. Buenas tardes. ¿Cómo te has sentido? —le preguntó la joven de manera amigable.

—Bien —contestó Eros, aunque sin que él lo supiera tenía marcado en el rostro el camino recorrido por sus lágrimas derramadas unas horas atrás.

—¿Estás seguro? —volvió a preguntar la enfermera, sabiendo que el rostro del niño le indicaba todo lo contrario.

Sin esperar la respuesta del infante, ella tomó la tabla para notas para revisarla.

—¿Y mi papá? —preguntó el niño en tono desconsolado.

—No sabría decirte. Hasta donde sé, durante el día, esta habitación no debería ser usada. Solamente sé que la utilizan por las noches.

—¿Lo has visto? Él trabaja aquí, en el hospital.

—Eso tampoco sabría decirte. Tengo unos días que inicié a trabajar aquí y aún me falta por conocer a mucha gente. Lo que te puedo decir es que, por el momento, no te toca medicina todavía. Hasta las nueve de la noche.

—¿Qué hora es?

—Las seis menos diez. —En lo que le respondía, volvió a dejar la tabla para notas en su lugar.

Eso no era buena señal para el infante. Estaba próxima la hora de salida de su padre y hasta ese momento no lo había visitado. En su mente concibió la idea de que quizás su padre estaba esperando a que diera concluida su jornada del día para ir con él.

—Trata de relajarte —continuó la enfermera—. En un rato más, vendrá el doctor a verte. Probablemente, él te pueda decir algo sobre tu papá. Debo irme, te veré pronto.

De nueva cuenta, la puerta se cerró y Eros se sumergió en el llanto. Si se lo hubieran preguntado, él hubiera jurado que estuvo llorando el resto de la tarde por la ausencia de su padre o, en su defecto, de cualquier conocido que pudiera ir a visitarlo y darle razón de lo que le sucedía a su progenitor, para no poder ir a verlo.

«Mi papá ya no me quiere por lo que le dije de mi mamá y que lo odiaba».

Ese era el dictamen al que llegó el infante. Su padre, el doctor Enós Draven, había dejado de sentir amor por su único hijo, debido a que este le había restregado en su cara que lo odiaba y que no pudo salvar a su madre. En el fondo sabía que todo lo que le había dicho unos días atrás, justo cuando comenzó esta solitaria travesía, era mentira. Que todo lo dicho aquella noche fue producto de la rabia que sentía consigo mismo. Por haber permitido todo lo malo que le estaba pasando y no hacer absolutamente nada al respecto para remediarlo.

Al final, no importaba si fueron horas o unos cuantos segundos; su lloriqueo también pasó, como pasaron los anteriores. Aunque no la idea de que su padre lo había dejado de amar. Esa premisa aún persistía. No podía hacer nada al respecto. Se tenía que hacer a la idea de que ahora en adelante viviría en aquella diminuta habitación por siempre. Crecería solo y no tendría amigos con quienes jugar. De que llegaría el día en que saldría huyendo de ese cuarto y viviría por su cuenta como vagabundo: a expensas de la limosna. Ya no le quedaba opción, a partir de ese día, tendría que valerse por sí mismo.

Pero los pensamientos de emancipación forzada le duraron solo lo que le llegó la cena.

—Hola, hola.

Para el último alimento del día, le tocó que se lo entregara la misma enfermera que lo fue a visitar a las seis menos diez. Continuando con su forma amigable de ser, como si se tratara a uno más de su familia. La única diferencia que alcanzó a notar Eros en ella era que, en su cara, ya se le veía el cansancio de la jornada trabajada.

Traía consigo el carrito de comida, con sus niveles llenos de charolas. Guardó sus lágrimas para otra ocasión, era momento de no mostrar sus emociones a desconocidos y de cenar. De la misma forma que en el desayuno, no hubo la necesidad de mover la mesa de patas largas con rueditas. Bastó con que enderezara su torso y recargara su espalda sobre su almohada para poder recibir la charola.

En lo que la enfermera le indicaba que regresaría en unos minutos para recoger las cosas, notó que su cena consistía en un emparedado de ensalada de pollo, con mayonesa y zanahorias hervidas. Acompañado por un vaso de agua natural.

Resignado, prefirió solamente comer y hacer de lado los cuestionamientos de dónde se encontraba su papá. Si ya era la hora de cenar, entonces también era hora de que su progenitor se encontrara lejos del hospital. Aquella ausencia resultaba ser la inequívoca resolución de que su padre no lo quería volver a ver. Dándose por vencido, entendió que nunca más estaría con él. Ese era su castigo por haberse portado mal. Encontrarse solo, tanto en el mundo exterior como en su mundo de cuatro paredes, un piso y un techo.

Mediante pequeñas mordidas en su estado inapetente, Eros ingirió su cena de manera tan lenta que antes de acabárselo ya había regresado la enfermera. Sorprendida de ver que aún no terminaba de cenar, esta se acercó tanto al infante que terminó sentándose a su lado.

—¿Todo bien? —preguntó ella de manera cálida, como si estuviera hablando con su hermano menor.

—Sí… —respondió Eros y prosiguió dando pequeñas mordiditas a su sándwich.

—Pues, en mi experiencia, si un niño come así de lento, es porque está triste. Y mira que tengo bastante experiencia con los niños.

—¡Que no estoy triste! —gritó el niño, casi a punto de romper en llanto.

—Es sobre tu papá. ¿Verdad? El doctor Draven.

Al escuchar su nombre, Eros se sobresaltó.

—Lo sabía —continuó la enfermera—. Después de que te vi, les pregunté a mis compañeros que llevan más tiempo aquí y ellos me contaron un poco de ti y de tu padre.

—¿Hablaste con mi papá?

—No. Lo siento. Sí pregunté por él. Pero me dicen que hoy no se presentó a trabajar. Pidió permiso para ausentarse.

—Mi papá ya no me quiere ver —explicó el niño a la enfermera con vocecita sería, pero con las lágrimas bajando por sus mejillas.

—No. No es así —le respondía mientras que, de su bolsillo, sacó un pañuelo de color blanco ostión y se lo pasó de manera muy tierna por el rosto, para limpiar su llanto—. Tu papá te quiere mucho.

—¿Cómo lo sabes? No lo conoces.

—Eso es cierto. Pero a todos los que les pregunté por el doctor me dijeron lo mismo. Que te amaba mucho y que no sabían por qué razón no se presentó el día de hoy a trabajar en el hospital. Les extrañó mucho eso. Pero hasta el momento nadie sabe más. Dime: ¿no te gustaría que tu papá te viera tan bien que te sacara de esta cama?

El infante respondió subiendo y bajando la cabeza con la boca llena de pollo.

—Bueno. Pues, necesitas primero acabarte tu cena. Eso, así. Sigue comiendo. —Le siguió dando ánimos hasta que el niño terminó con su platillo. Le retiró la charola vacía y la puso dentro de los niveles del carrito. Mientras que, por encima de esta, tomó un vasito de papel y uno de plástico, y se los entregó al niño—. Toma. Esto es lo segundo que tienes que hacer: tomarte tu medicina.

Eros recibió de la enfermera un vasito de papel cuyo contenido era media tableta de color azul pálido. Sin pensarlo mucho, de una bocanada se metió la cuasi pastilla a la boca y después terminó de tomarse toda el agua que le quedaba en el vaso.

—¡Eso! —dijo la enfermera entusiasmada—. Bueno, ahora me llevo los vasitos y los pondré por aquí. Y ya, por último, hay que ponerte de nueva cuenta los electrodos.

—¿Los qué? —preguntó el niño algo nervioso.

—Los sensores que van sobre tu cabecita, carita y corazoncito —le respondió tomando cada uno de los sensores—. Tranquilo —insistió la enfermera en lo que se sentaba en la cama y ponía cada uno de los electrodos sobre las partes del cuerpo que le había dicho. Cortó con los dientes unos cuantos pedacitos de cinta adhesiva, que le fue poniendo uno tras otro mientras que el infante no oponía resistencia—. Sabes. Yo tengo un hijo un poco más chico que tú. Sí, en serio. Y como tú, también se enferma seguido. Y cuando lo veo triste trato de animarlo. Como a ti. Listo —dijo apretándole en la nariz y haciendo un ruido semejante al de un claxon—. Terminé de ponerte los sensores. ¿Estás listo? —le preguntó guiñándole el ojo.

—Sí —respondió con mejores ánimos.

—Bene. Bene.

La enfermera se levantó de la cama y se dirigió de nuevo al aparato médico. Abrió una compuerta que tenía el equipo en su lado frontal y del interior tomó un rollo grande y grueso de papel. Lo acomodó en el panel, a un costado de los botones, y lo aseguró. Apretó una perilla de color verde y encendió la máquina. Eros alcanzaba a ver cómo las agujas comenzaban a arañar el rodillo mientras este giraba para ir desenrollando el papel. Retornando al infante, la enfermera tomó la sábana y lo cubrió, a la altura del pecho.

—¿Ya mejor?

—Sí. Muchas gracias…

—Aura. Me llamo Aura.

—Muchas gracias, Aura.

—Bueno. Ahora tienes que descansar. Para que te repongas pronto y tu papá te encuentre sano.

—Está bien —respondió el niño de manera amable y cordial.

Sin más que decir, la enfermera Aura tomó el carrito de las cenas y después de atravesar la puerta volvió a entrar al cuarto, apagando las luces, y cerró la puerta de manera silenciosa.

Por primera vez en todo el día Eros se sentía tranquilo. No pudo ver a su padre, pero no era porque él no quisiera, sino porque algo se lo impedía. Lo más seguro es que lo vería el día de mañana. También concluyó que era muy apresurado de su parte el pensar que su progenitor no quería verlo nunca más. Solo porque había transcurrido un día dentro de ese mundo de cuatro paredes, un piso y un techo. Tenía que esperar un poco más, pero estaba en mejores condiciones para aguadar.

—Aura. —Suspiraba Eros con los ojos cerrados—. Aura.

Su cuerpo estaba relajado, quizás por el efecto de la medicina o porque, al fin, se había liberado del estrés de ese día.

Trató de imaginársela lo mejor que pudo antes de que cayera en los brazos de Morfeo. La vislumbró como la primera vez que la vio. Amable y amigable con él. Con su rostro pálido y sus ojos cafés. Sentándose con él a un lado de la cama y acompañada de una cálida sonrisa. Volviéndole a tocar la nariz y haciendo el sonido del claxon.

De repente, algo en ella cambió.

Exhibía una piel más blanca, la nariz mucho más afilada. Una larga cabellera negra y unos ojos color café oscuro, que hacían que su mirada fuera bastante seria. No reconocía a la chica que tenía en frente de él. Se asustó de su nueva visitante. La joven permanecía callada y en su rostro se veía mucha serenidad. Lo único que hacía era rotar un poco la cabeza de un lado hacia el otro, sin dejarlo de ver.

—¿Aura?

—¿Por qué, Eros? ¿Por qué? —dijo su extraña visitante—. ¿Por qué, Eros? ¿Por qué? ¿Por qué? —seguía una y otra vez, haciendo que su cuestionamiento al niño se volviera un reclamo—. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué?

—Basta —decía el niño en la cama casi a punto de llorar.

—¿Por qué? —continúa repitiendo sin parar. Tomando de los hombros al pequeño y sacudiéndolo—. ¿Por qué? ¿Por qué? ¿Por qué? —El hombro derecho de ella comenzó a sangrar y de sus ojos le brotaban lágrimas color carmesí—. ¿Por qué? ¿Por qué?

—Basta, Aura —repetía Eros—. Basta. Basta, Aura. Basta. Aura. ¡Aura! ¡LAURA…!

Y en ese instante abrió los ojos, escapando de su pesadilla pero siendo embestido por la estampida de todos sus recuerdos reprimidos.

XIII

En fracciones de segundo, pasaron por su cabeza todos aquellos terribles sucesos de los que fueron víctimas la joven pasante de su padre y él. Recordó cuando le pidió a Laura que se fueran de su cuarto y ella lo aventó al piso del susto. Encontrándola de nuevo en el comedor del hospital y siendo atacados por aquel ente, quien se disfrazaba del cadáver carbonizado de su exnana. De cómo fue que llegaron a las capillas esperando poderle tender una trampa a su enemigo. Del sacrificio que Laura hizo y cómo él no pudo hacer nada por salvarla. Al final, sin entender por qué, mandó a volar por los aires aquel monstruoso ser, haciendo que la cabeza y torso atravesaran por separado las paredes de las dos capillas.

De nueva cuenta yacía sentado, no gritando ni con las manos abiertas para hacer algún truco de magia; en esta ocasión, recordaba a la perfección lo que le había pasado. Sabía que estaba donde tenía que estar, que era la cama del cuarto de observación por terror nocturno, dentro del Ospedale Santa María degli Incurabili. En la de verdad y no aquella salida de una película de terror. Desconocía qué había sucedido con su terrorífica nana y con aquel horroroso tapete de juegos, donde tuvieron que jugar por sus vidas Laura y él.

Había ganado, de eso estaba seguro. Pero, si ganó, ¿qué había perdido para poder ganar? Quería saber sobre Laura. La joven no se había presentado con él a lo largo del día. Se rehusaba a aceptar que aquel final fuera el definitivo. Pensaba que quizás, en esos momentos, estaba en su casa, dormida. Creyendo que, si se acordaba de algo de lo acontecido, no sería más que una terrible pesadilla. O tal vez estaría en sus rondas y carecía del tiempo para visitarlo. En el mejor de los casos, aquella Laura que lo acompañó en su travesía no era la de verdad. Sino un elemento más que conformaba al tapete.

Durante su desvelo, emergió de él un entendimiento que lo hizo sentirse diferente, un descubrimiento que cambiaría su forma de pensar y de ver las cosas.

Se sentía ligero. Tan liviano que si no fuera por el peso de la sabana que lo cubría su cuerpo flotaría sobre la cama. No comprendía qué era aquello que percibía diferente. Se percibía estático y muy distante a la vez. Como si estuviera alejado de su cuarto, a cientos de miles de millones de kilómetros, pero sin la necesidad de despegar su cuerpo de la cama. Careciendo de algo que siempre había llevado consigo y que comúnmente le hacía apreciar que todas las cosas transcurrían a través del tiempo.

Era eso: tiempo.

Para el discernimiento de Eros, el tiempo no existía en el interior de aquel cuarto, ni fuera de este, o más allá del hospital y del mundo entero. Le era incomprensible la conclusión a la que había llegado, pero no tenía miedo de ella. Lo sentía como algo natural. Como si siempre hubieran sido así las cosas. Pero, si el tiempo no existe, ¿cómo sabría que realmente transcurrían las cosas? ¿Qué era aquello que determinaba que una cosa pasara a ser otra? ¿Qué era? ¿Cómo saber que algo estaba sucediendo?

Era eso: el suceso.

No lo tenía del todo claro, pero en algún punto de su razonamiento poco convencional le daba a entender que el constante cambiar de todas las cosas no dependía del tiempo, sino que era todo lo contrario. Para que el tiempo existiera, necesitaba forzosamente que algo pasara, no importaba qué tan pequeño fuera, pero sí era inexcusable que aconteciera. Su respiración, el recorrer de la sangre por sus venas, la aguja de aquel aparato rayando el rollo de papel, sus pensamientos. Todo eso que presenciaba con sus cinco sentidos y todo aquello que estaba más allá de ellos, ocurriendo a expensas de que él los presenciara, eran cosas indispensables para que el tiempo transcurriera.

Pero, aún con esa idea revoloteándole por la cabeza, sus pensamientos por su progenitor lo volvieron a abordar. Con todo lo recordado, tenía muchas cosas de las que quería platicar con él, pero no sabía por dónde empezar y, lo que era peor, le resultaba difícil de pronosticar qué tanto le iba a creer de lo que le dijera.

De manera sorpresiva, el sonido de la perilla de su puerta siendo girada llamó su atención. En lugar de sentirse exaltado como la primera vez, Eros se sintió intrigado por saber de quién se trataba y qué venía a hacer a esas horas. Ya había recibido su cena y su medicamento antes de dormir. No debería por qué entrar otra persona para verlo. Aunque si era mitad de la noche, probablemente, se trataría del mismo enfermero larguirucho, quien lo visitara la madrugada pasada.

Conforme la apertura de la puerta se ampliaba, más era la luz blanca y cegadora que entraba del pasillo, hasta que una mano encendió el interruptor de la luz dentro de el cuarto. Inmediatamente pudo distinguir una silueta baja y delgada, se trataba de una mujer. Por unos instantes, en serio pensó que se trataba de Laura. Pero al verla más de cerca pudo notar que no lo era. La enfermera tenía cabello negro y recogido, en lugar de traerlo suelto. Su nariz era achatada. Los ojos eran grandes y de color azul. Con enormes pómulos en sus mejillas, que resaltaban por el enrojecimiento natural que tenía.

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