Kitabı oku: «Eros», sayfa 8

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—¿Qué más puedes ver?

—Aquí no hay personas. Todos deben de estar adentro. Laura. ¿Estás bien?

—Vale. Hay que seguir. No te detengas.

De repente, Laura comenzó a sentir una seguridad que crecía conforme se alejaba de la salida principal del hospital y se acercaba a las capillas. No sabía de dónde provenía, pero no le importaba. Se sentía tranquila, en paz. Los miedos se disipaban y de un momento a otro los dolores eran menos molestos. Ya podía cerrar la boca y respirar por la nariz. Su intuición le indicaba que el cambio repentino era por estarse alejando del comedor. Última sede donde habían visto aquella criatura, pero existía también la posibilidad de que sintiera de esa manera por estar cerca del infante.

—Eros. ¿Alguien te había dicho lo especial que eres?

—Solo mi papá.

—Pero tú papá no cree en estas cosas, ¿cierto? Me estoy dando cuenta de lo especial que eres y que existe algo en ti que los demás no tenemos —le decía mientras trataba de sonreír con los labios cerrados—. Y creo que esa cosa es lo que quiere de ti. También creo que, así como nos pudiste defender hace un rato, lo puedes volver hacer. Hasta atacarlo de ser preciso.

—¿Tú crees eso?

—Sí. Porque esa cosa no es más fuerte que tú… Hay que seguir. Debemos de estar cerca de las capillas.

Y como si las hubiera podido ver con sus propios ojos, Laura estaba en lo correcto.

La gran y alta dovela que daba hacia el exterior del complejo hospitalario tenía una puerta en cada lado, los accesos hacia las capillas de Santa María del Popolo y de Santa María dei Bianchi.

Sacando las últimas energías que le quedaban, ambos entraron al recinto y, como era de esperarse, no había personas, o al menos eso era lo que hubiera visto Laura.

En ese falso hospital, el día estaba nublado, por lo que todo el claustro se encontraba oscuro. Observándose solamente las formas de las butacas y del pasillo, que finalizaba a pie de la cátedra, donde el padre daba la misa. Al fondo, adornado con un ambiente sombrío, yacía un crucifijo de un poco más de dos metros de alto.

—Dime qué ves.

—Veo a unas cuantas personas. Cuatro señoras hasta el fondo y en medio de la hilera de bancas hay unas cuantas parejas. Dos de ellas están muy tristes. No ha llegado el padre, se están preparando para la misa.

—De acuerdo. Llévame hasta la cruz que está al final.

No era la primera vez que Laura entraba en aquel lugar. Fueron diversas las ocasiones que ella había entrado al verdadero reciento. Ya fuera para escuchar alguna de las misas, buscando y encontrando paz y tranquilidad, cuando el trabajo la había sobrepasado o sencillamente por el gusto de escuchar el canto de las palomas, que la habían tomado como su morada. En esa ocasión, no había ruidos de aleteos o cantar de palomas. No había murmullos de oraciones ni nada que se le pareciera. Todo era silencio sepultural. Era la paz que anunciaba la tormenta que se avecinaba y que les tocaría vivir, sin saber qué pasaría después de ella.

Los dos recorrieron el pasillo hasta subir a la cátedra, donde el padre daba la misa, y de ahí cruzaron para llegar al enorme crucifijo de mármol, resguardado al final del cuarto. Laura alcanzó a distinguir su forma. Por un momento pensó que, al estar frente a la cruz, la vería resplandecer con algún color dorado y emanando luces de ella. Pero no era así. Simplemente era un gran objeto que, al tocarlo, sentía la frialdad que habitaba en el.

—Vale. Ponme atención, Eros —dijo Laura mientras se recargaba en el bastidor de manera tallada, donde reposaba el símbolo bíblico—. Yo me quedaré aquí y atraeré la atención de esa cosa. No, no, no. No me pongas esa carita. Hazme caso. Estaré lo más cerca posible de la cruz. Necesito que te escondas en el mueble del confesionario. Te ocultarás y, cuando veas muy cerca de mí a tu nana, harás lo mismo que hiciste con las mesas y las sillas del comedor. Pero esta vez con la cruz. Se la dejaras caer. ¿Recuerdas que cuando la lastimaste también vi a las personas en el comedor? Pienso que si realmente lo lastimas será más que suficiente para volver a donde pertenecemos.

—No sé si pueda hacerlo.

—Lo harás. Yo confío en ti. —Le acarició el rostro y después le hizo un ademán para que se alejara de ella.

Sin mayor opción, Eros se escondió detrás del confesionario. Manteniendo la vista fija en Laura y quedándose en silencio a la espera del momento en que hiciera su aparición aquella cosa.

Laura seguía sin poder ver y no dejaba de transitarle la idea de que en cualquier momento se desmayaría. Pero no fue así. Había resistido hasta logar sentar dentro de la Capilla de Santa María del Popolo. Ahora le tocaba esperar a que aquel monstruo llegara con ellos. No le agradaba la idea de que ella fuera la carnada, pero no le quedaba de otra.

Pasó un largo rato. Suficiente para que su respiración por fin se tranquilizara, comenzando a ver el interior de la capilla.

«Es una buena señal».

Notó las primeras butacas que tenía enfrente. Al igual que el pedestal, donde se depositaba la Biblia al ser dada la misa. Apreció también algunas de las estatuas de los santos puestas en la pared.

Los segundos se le hacían eternos y comenzaba a impacientarse. La espera fue tal que el cansancio por fin le estaba pasando la factura. Los instantes en que tenía los ojos cerrados eran más de los que los tenía abiertos. Los cabeceos por el sueño fueron más repetitivos hasta que escuchó un ruido que llamó su atención, fue como despertó. No distinguió de qué se trataba, pero la segunda acústica desconocida provino de la puerta de entrada, rompiendo con la armonía silenciosa del lugar.

Laura hubiera jurado haber escuchado a Eros exclamar un sonido gutural de asombro, cuando vio pasar a su exnana por las butacas.

Con la escasa vista que había recuperado, podía vislumbrar aquel ente que se dirigía hacia ella. Su respiración volvió a acelerarse y apretaba los labios, sintiendo una vez más el sabor metálico de la sangre.

—Ven —dijo Laura con la lengua entumecida—. ¿Qué esperas? Aquí estoy.

El ente pasó de largo entre las butacas. Subiendo a la cátedra donde el padre oficiaba la misa y llegando con Laura. La vio a ella y a la gran cruz que tenía detrás. Pero no le dio importancia, no sentía ninguna clase de miedo al ícono bíblico. Al fin y al cabo, era su tapete, eran sus juguetes. Había todo lo que esa criatura cremada quería que hubiera. Y teniendo a sus pútridos pies la joven y debilitada pasante, su atención fue atraída por otra cosa. Algo que yacía oculto en el confesionario.

Aquella abominación del fuego giró a un lado y se dirigió al habitáculo aislado.

«Mierda».

—¡Ey! —gritó Laura lo más claro que pudo—. ¿A dónde crees que vas? Mírame. Porca Madona. ¡Te digo que me mires!

No había recorrido muchos metros cuando aquel ente regresó su atención a Laura. Volviendo sobre sus pasos, estos se hicieron más lentos, sabiendo que tenía segura a su presa y que no podía escapar.

Sin mayor dificultad, llegó con ella.

Se acercó tanto que pudo tocarla con aquello que parecía ser lo que quedaba de su nariz desfigurada.

Laura sentía asco cuando le olfatearon el cuello. Sabía que el aroma de su sangre la atraía. Las lágrimas ya no salían de sus ojos, estaba decidida a llevar a cabo su plan. El autocontrol era un factor clave para asegurar la sorpresa y hacer que cayera en la trampa. Faltaba poco para tenerla donde ellos querían. Sus ojos llegaron a distinguir las cuencas vacías y quemadas de la aberración que se había convertido la exnana de Eros.

«Ahora, Eros».

Podía ver cómo la criatura giraba la cabeza de un lado para el otro, tratando de observarla con más detalle antes de atacarla.

«Hazlo».

Lo siguiente que vio fue la boca carbonizada de aquel ser que se abrió para morderle de nueva cuenta el hombro herido.

El grito que dio fue tan grande que pareció no tener la lengua entumecida, los labios partidos y la nariz rota. Después de que su carne le fuera arrancada, volteó su vista al confesionario para ver qué estaba sucediendo.

Los ojos se le abrieron como platos cuando miró la cara del niño. El llanto incontrolable, el moco escurriéndole por la nariz y las manos temblorosas, como queriendo hacer un truco de magia el cual no lo lograba, por más que lo intentara. Leyendo los labios del infante que le decían: «No puedo».

XI

El primer ruido vino de algún lugar remoto a las dos iglesias. Más allá de la capilla de Santa María del Popolo, aquel sonido sonaba seco. Como un objeto que impactaba muy duro contra una placa de metal, pero sin el resonar que generaba un cuerpo metálico al ser golpeado.

Tal sonoridad hizo que Eros tensara todo su cuerpo.

—¿Dónde está? —se preguntaba a sí mismo mientras buscaba por todas partes, dentro de la pequeña capilla.

Ante los ojos del infante, la vista del recinto era indistinta de la real a la de aquella enorme alfombra, en la que estaba viviendo junto con Laura el juego más macabro de sus vidas. Para ambos casos, el ambiente del lugar era oscuro y sombrío. Un perpetuo anochecer en su interior gracias a las pequeñas ventanas que hacían que la luz del día que llegase a penetrar el lugar fuera escasa. Era la primera vez que estaba dentro de la capilla, aunque no había nada nuevo en ella que no hubiera visto en otras. Adoquines viejos, que los mantenían limpios gracias al trapeador que pasaba sobre de ellos varias veces al día. Largas butacas de madera, debidamente espaciadas. Entrando la mayor cantidad posible y que los visitantes pudieran arrodillarse para orar. Esculturas talladas de personajes angelicales, cuyas miradas habían sido hechas de tal manera que, sin importar en qué lugar dentro del recinto estuviera una persona viéndola, parecía que el santo siempre lo estaba mirando directamente a los ojos.

Sin duda alguna, era una iglesia como todas las demás.

Pero su experiencia y conocimiento sobre el Ospedale Santa María degli Incurabili era una historia completamente diferente.

Decir que lo conocía era una descripción corta de la realidad. Para el infante, el Ospedale era una parte de él y viceversa. El complejo hospitalario era el principal testigo de todos los capítulos importantes en su corta existencia. Desde su nacimiento. Durando varias semanas dentro de una incubadora, por haber venido al mundo de manera prematura. Hasta que pudo salir de ella y gritarles a todos con su llanto que estaba vivo. Las siguientes veces, sus visitas fueron por las vacunas, irritación estomacal, el dentista, mareos y vómito, alergias, revisiones de rutina con su pediatra, padecimiento de los bronquios por su asma detectada hace poco menos de un año, y la más reciente, estar internado por terror nocturno. Eros sabía que esa última era una mentira, pero ¿cómo le podía demostrar a los adultos y sobre todo a su padre que él no padecía de eso? ¿Quién estaba dispuesto a creerle que las voces que escuchaba por las noches y que no lo dejaban dormir no eran producto de su mente? ¿Quién?

La única que estaba dispuesta a creerle era Laura. La que consideraba su nueva amiga o, mejor dicho, su única amiga. Esperaba salir de aquella terrible situación para contarle muchas cosas, cosas que, hasta el momento, no había tenido la oportunidad de relatarle a ella ni a nadie más. Deseaba compartirle lo que él sabía y lo que había visto, con la finalidad de que entre los dos le hicieran por fin creer a su padre que lo que tenía no eran malos sueños ni mucho menos terror nocturno. Pero para hacer cambiar de parecer al doctor Enós Draven, su progenitor, tenían primero que salir de ese terrorífico lugar. Haciendo el suficiente daño a aquella creatura disfrazada de su exnana consumida por las llamas para que ellos pudieran regresar al lugar donde pertenecían.

Pero para que el niño y la pasante pudieran retornar a sus vidas cotidianas Laura tenía que hacerle de carnada mientras que Eros actuaba de vigía. Con la finalidad de sorprender a aquella cosa, dejándole caer la pesada cruz de mármol.

Repasaba con la mirada todo el claustro santo, esperando encontrar a su exnana antes de que esta lo sorprendiera. Observaba a la joven, que también estaba a la expectativa de lo que pudiera pasar. Sentía su miedo y hasta podría jurar que alcanzaba a escuchar los latidos de su corazón. Acelerando cada vez más, pensando que, de un momento a otro, podría detenerse. Se enfocó de nueva cuenta en el crucifijo y extendió sus brazos en dirección a él. Como tratándose de un requisito indispensable para poderlo mover con su mente.

De repente, un segundo ruido se escuchó muy cerca de la entrada.

Eros no podía distinguir de qué se trataba; era una mezcla entre el lamento de un humano y el jadeo de un animal. Momentos después fue cuando hizo aparición la criatura que generaba ese ruido tan inquietante. Era sin duda su exnana, pero tenía diferencias a como la vio en el comedor. En varias partes de su cuerpo, le faltaban pedazos de su carne, como si se las hubiera arrancado para poderse liberar de los barrotes que la tenían aprisionada, y su caminar era distinto. Dejaba notar que le costaba trabajo el poderse mover, arrastrando el pie izquierdo y forzando el derecho. Pero, a pesar de su apariencia desvalida, el infante sabía perfectamente que podía correr e incluso pelear de ser necesario. Teniendo en cuenta eso, hizo de lado la idea de que se encontraba vulnerable. Que todo era un truco para engañar a sus presas.

Al adentrarse a la capilla, se dio cuenta de que lo primero que vio fue a Laura. Reclinada en el bastidor de madera y estando verosímilmente desamparada. Se fijó en cómo la joven apretaba sus labios con cada paso que daba la criatura, para no tener que gritar. El escenario que se le avecinaba era el de un aterrador ser que, de poco a poco, se le acercaba y sus intenciones eran tan espeluznantes que prefería no pensar en ellas.

«Ven. Vamos. Aquí estoy».

Eros volvió a prestar atención a la gran cruz detrás de Laura. Cuando la carbonizada criatura pasaba por entre las butacas, estiró sus brazos y con sus manos dibujó en el aire un ademán que parecía que traía sujeto un palo de madera. El cual se había atorado y que quería con desesperación pegárselo al pecho. Fue en ese intento y estando a poco menos de la mitad del trayecto, entre la entrada de la capilla y la catedra, que aquel monstruo rotó su cabeza en dirección hacia el confesionario. Como si lo estuviera llamando. Descubriendo que, a pesar de no tener ninguna clase de carnosidad ocular, lo podía observar.

«Me ha visto».

Eros se puso las manos en la boca, como si en lugar de haberlo pensado lo hubiera dicho. Sin otra cosa que pudiera hacer, miró cómo el arrastre de los pies de su exnana la estaban llevando al confesionario. Justamente donde estaba resguardado.

—¡Ey! —escuchó el grito de Laura—. ¿A dónde crees que vas? Mírame. Porca Madona. ¡Te digo que me mires!

Como si hubiera sido ofendida, notó cómo aquel ente invirtió su dirección, para acallar a quien la estaba insultando.

Eros era testigo de cómo ese monstruo seguía arrastrando los pies mientras se acercaba a su amiga. Como no trayendo prisa por lo que iba a hacer. Contempló todo temeroso el momento que llegó con Laura y la empezó a oler.

Sabía que esa era su oportunidad.

Levantó las manos una vez más y se concentró en sentir que tenía entre sus dedos el cuerpo alargado, cilíndrico y frío de la cruz. La rigidez en sus dedos lo hacía pensar que de verdad estaba tocando aquel crucifijo. Y por unos instantes desvió su mirada, para ver cómo su exnana olfateaba a Laura, muy cerca de su hombro herido.

—Ahora, Eros. —Escuchó el niño el pensamiento de la joven pasante.

Aumentando el ahínco trató de sentir aquella escultura sacra. Intentó imaginarse cómo era su textura, el grueso de su cuerpo, lo mucho que pesaba. Clavó su mirada en ella. Continuó con su mímica de jalarlo hasta hacerlo caer; pero por más duro que fuera su esfuerzo,la figura no se movía en lo absoluto.

—Hazlo. —Volvió a escuchar el infante el pensamiento de su desventurada compañera.

Las lágrimas comenzaron a brotarle por la rabia y la frustración de no poder cumplir con aquello que le había encomendado su nueva amiga.

«Por favor, muévete».

—¡Aaaaaaaaaah! —Su cuerpo se paralizó de miedo al escuchar el grito de Laura, al momento de que le era arrancado un pedazo de la carne de su hombro.

Eros tenía la cara desencajada. Llorando desconsoladamente y escurriéndole moco por la nariz. Después de presenciar cómo aquella criatura comenzaba a masticar la carne de la joven, observó cómo ella lo veía a él. Con los ojos muy abiertos, llenos de horror, y sin tener que escuchar sus pensamientos, bastaba esa mirada que le preguntaba por qué.

Esa fue la primera y última vez que vería esa mirada en Laura.

—No puedo —pronunció el niño en voz baja y mirándola. Con las manitas temblorosas y extendidas, simulando que tenía agarrado un grueso palo.

Lo siguiente que atestiguó fue cómo su más reciente amiga se retorcía de dolor, con cada mordida que recibía de su exnana. Los gritos de la joven le resultaban ensordecedores.

Se tapaba los oídos para aminorarlos.

—¿Por qué, Eros? ¿Por qué? ¿Por qué? —Escuchaba el infante los pensamientos de ella de manera involuntaria. Escuchando una y otra vez la misma pregunta—. ¿Por qué?

Para placer de aquel monstruo, no había mordido aún la garganta de la joven. Por lo que ella podía gritar con todo lo que le quedaba de fuerza para su deleite. La sangre de la aspirante a neurocirujana empezaba a derramarse por el piso de aquel lugar sacro ficticio. Después de despellejarle parte de su hombro y de su seno derecho, continuó con su costado. Mientras que, con su otra mano, el ser cremado sujetó el hombro izquierdo de ella, para que su retorcimiento por el dolor la dejara comer a gusto.

Laura se golpeaba la cabeza una y otra vez, contra el bastidor de madera que sostenía aquel símbolo venerado, cada vez que le desprendían la carne de su cuerpo. Uno de esos golpes hizo que le emanara sangre de su cráneo, dejándola atontada pero no desmayada. Como acto de misericordia, la exnana de Eros le mordió el cuello para desgarrarlo y hacer que la sangre le saliera más rápido.

Fue así como el fuego de vida Laura fue extinguido.

En los últimos momentos de Laura, Eros tenía los ojos cerrados y oídos tapados. Para así no tener que ver ni escuchar aquel horrendo espectáculo. Sin embargo, no dejaba de percibir los gritos y por más que lo intentaba no podía quitarse de la cabeza la grotesca escena que se estaba desarrollando.

No podía dejar de llorar. No sabía por qué le estaba pasando todo eso. Él era una víctima más. Deseaba con todas sus fuerzas escapar de aquel lugar, fruto de la imaginación retorcida de ese aterrador ser. Pero no era sí. Él seguía atrapado y ahora se encontraba solo. Todo a causa de que no fue capaz de ayudar a su única amiga.

Entre sus sollozos, pudo percatarse del arrastre de los pies de la abominación, que lo había perseguido desde quién sabe cuánto y ahora parecía que por fin iba a cumplir con su objetivo, desconociendo cuál fuera este.

Cuando la criatura llegó con Eros, lo encontró con la cabeza agachada, las manos tapando sus oídos y sin parar de llorar. Sin más remedio, el infante alzó la mirada para verla de frente. Apreciando cómo dentro de las cuencas vacías existía un diminuto punto de luz brillante. Casi insignificante a primera vista, pero teniéndolo de frente, era un brillo como el de una estrella que se ve estática, a mitad del cielo nocturno. Viéndola distante, inalcanzable para los espectadores, pero para Eros tenía un significado totalmente diferente y, aunque no sabiendo cuál era ese significado con exactitud, a su corta edad estaba consciente de que no era nada bueno para él.

—Ven. —Esa fue la primera palabra que exhaló su exnana, con una voz de anciana moribunda.

Escuchando aquella voz atormentada, Eros no supo qué hacer. Creciendo su temor cuando le extendió su mano achicharrada.

—Ven —decía de nueva cuenta aquel ente, a escasos centímetros de tocarlo.

Con más miedo que ganas, el niño extendió su mano para tomar la de su exnana. Tanto por el terror de lo que le pudiera pasar por no hacerle caso, como porque ya no le quedaban más opciones. En lo que temerosamente levanta su infante corpulencia, alcanzó a mirar el cuerpo interfecto de Laura. La sangre ya había bajado la cátedra y se dirigía hacia las primeras butacas.

Eros siempre pudo ver los dos mundos. Uno donde estaba siendo oficiada la misa por el padre, junto con unos cuantos oyentes, aunque seguía sin poder escucharlos. Y el otro era donde se encontraba. Un hábitat oscuro, desolado y sin esperanzas. Alejado de su padre y de los pocos seres queridos que lo conocían y lo amaban.

Tenía miedo, mucho miedo.

«Ya no quiero estar aquí».

De repente, experimentó una sensación que nunca había sentido en su corta y enfermiza existencia…

El miedo de Eros se transformó en ira.

No tenía nada que ver con la frustración que sintió momentos atrás, cuando no pudo hacer nada por Laura. Al fallar en mover el pesado crucifijo de mármol pulido para lastimar al monstruo. La ira era por querer que todo lo que estaba sucediendo se terminara de una vez. Y de la ira pasó al coraje. Coraje de hacer lo necesario para escapar de aquel lugar. Quería hacerle justicia a Laura, por todo lo que tuvo que pasar a su lado.

—¡No te acerques a mí…! —gritó Eros con todas sus fuerzas, apartándose del ente.

Y de nueva cuenta el aire tenía manos, dedos y extremidades invisibles. Mismas que sujetaron y arrojaron por el aire aquella bestia lejos del niño. En lugar de estamparlo contra alguna de las paredes, o que se golpeara contra la cruz, la criatura quedó suspendida en el aire. Casi en el centro de la capillita, flotando y sin poder hacer nada para liberarse de su situación.

Viéndola ingrávida y aturdida, Eros sintió que era su oportunidad para atacarla. Tenía sus manos acomodadas de tal manera que parecía que sujetaba un pajarito, no uno bonito, sino uno horrendo. Con una cara nefasta y que se la pasaba graznando y luchando para escaparse de él. Con cada apretón que el niño hacía en su mímica, el cuerpo de su exnana estaba siendo exprimido.

Percibiendo la fuerza que ella hacía para liberarse, Eros se esforzaba para mantener las manos quietas porque los dedos no dejaban de temblarle. Estaba decidido a darlo todo. Deseaba con todo su ser hacerle justicia a Laura y volver a lado de su padre. Y como si estuviera realmente sujetando un ave, se imaginó que la tomaba de su grotesca cabeza y la hacía girar, tanto que terminó por desprendérsela del resto de su cuerpo.

Y así fue como pasó.

En un abrir y cerrar de ojos, la criatura había quedado decapitada. Saliendo de sus carótidas un líquido denso de color negro. Su cabeza estaba aún en el aire y hacía sonidos raros, un dialecto diferente, aunque Eros no comprendía ninguna palabra ni tampoco le importaba.

—¡Lárgate de aquí! ¡Aaaaaah! —gritó Eros al mismo tiempo que hacía un ademán de abrir sus brazos los más rápido posible, para que el cuerpo y cabeza de aquella carbonizada criatura se fueran de la capilla. El arrojo fue tal que el cuerpo de su exnana rompió la pared de la capilla de Santa María del Popolo, atravesando también la capilla de Santa María dei Bianchi. Rodando sobre la catedra de esta, mientras que la cabeza volvió a quedar dentro de los pasillos del complejo hospitalario.

—¡Aaaaaah! —gritó Eros con todas sus fuerzas sentándose en su cama.

El grito cesó cuando se dio cuenta de que estaba en su cuarto del área pediátrica. No sabía si era de noche o de día. Respiraba de manera agitada y con una mirada nerviosa peinó toda la habitación. Aparte de él, no había nadie más. Su única compañía eran los equipos de medición que se unían a él, mediante las ventosas que traía pegadas en la cabeza y en el pecho.

XII

Desconocía cuánto tiempo llevaba despierto, escapando de su comprensión qué era lo que le había sucedido para despertar de aquella manera tan extraña.

Se recordaba gritando, de una manera en la que nunca antes lo había hecho. Sentando sobre su cama y con las manos extendidas, como mago que las movía para realizar su truco de magia.

Había tenido una pesadilla, eso lo tenía claro.

Eran pocas y confusas las imágenes que aún retenía. Hilaba el haber estado caminando por diversas partes del hospital: el área de pediatría, el pasillo general, el comedor, el lobby, la explanada. Incluso llegó a cruzarse por la cabeza la idea de encontrarse en el interior de alguna de las capillas, los centinelas perpetuos que custodiaban la entrada principal del Ospedale Santa María degli Incurabili.

Ese último pensamiento le causaba incertidumbre. En toda su trayectoria como enfermizo frecuente, nunca tuvo la necesidad de ingresar a ellas. Ya fuera para escuchar misa o por mera curiosidad. Aun así, la visualización suya dentro de alguno de los viejos oratorios persistía. Ignorando en cuál se había metido ni para qué fin.

Yacía acostado y cubierto con una sábana que lo tapaba hasta su ombligo. Su cabeza era soportada por una cómoda almohada, misma que le dejaba ver a medias a su extraño compañero, que reposaba a un costado de la cama. Presenciando cómo sin su permiso este inanimado ser tomaba nota de cada una de sus acciones involuntarias, como lo eran los latidos de su corazón y el respirar.

Sabía que se trataba de un artilugio de la medicina moderna. Tenía forma de ladrillo parado. Con rueditas locas en su base y en la parte superior varios botones de distintos colores. Montado en la parte superior, un rodillo de papel era arañado ininterrumpidamente por una serie de agujas.

En ocasiones, el rasguño era apacible. Como si una suave brisa que revoloteba por todo el cuarto moviera las agujas. Mientras que otras tantas se marcaban abruptos disparos de arriba para abajo y viceversa. Tal cual proyectil, siendo disparado al espacio y en algún punto en el firmamento, la gravedad lo frenara, haciéndolo descender de manera estrepitosa.

Aquel raro ente se conecta con el niño por medio de pequeños y fríos pedazos de metal, fijados con cinta adhesiva a su cuero cabelludo, rostro y pecho. Durante ese lapso de la noche, Eros se preguntaba cómo habrían sido las marcas en el rodillo, cuando se despertó gritando. Tenía la impresión de que aquellos alfileres metálicos que veía subir y bajar, además de medir sus signos vitales, lo que realmente hacían eran leer su mente. No los minúsculos impulsos eléctricos que viajaban de un lado para otro en su cerebro, sino las ideas que se generaban ahí dentro.

Como si un pico alto fuera un bonito recuerdo. Como cuando apagó las velitas de su pastel de cumpleaños y todos los invitados le aplaudían. O los regalos que abrió en la mañana de Navidad. Mientras que un pico bajo era un mal pensamiento. Como el querer desaparecer de la faz de la Tierra a Christian Ferrara. Uno que otro pico sobresalía del resto que se pintaba en la gráfica, pero era algo a lo que no le prestaba mucha importancia.

Sin previo aviso, un rechinido emanado de la manija de la puerta al ser girada interrumpió su concentración. Sobresaltado, movió la cabeza hacia el otro lado, para poder ver lo que cruzaría por la entrada. Sin entender por qué, un miedo irracional lo embargó.

«Vienen por mí».

Su respiración se aceleraba conforme se ampliaba el haz de luz, proveniente del exterior. Poco le faltó para dar un grito tan grande como el que lo hizo despertar, al momento de distinguir una figura languidezca que irrumpía en su cuarto. Imaginó que se trataba de alguno de los extraterrestres que había visto en las películas de los sábados por la tarde. Pero, al ver aquel humanoide careciente de una cabeza gigante en proporción a su minúsculo cuerpo, lo hizo descartar la idea. Al final, respiró tranquilo cuando lo que se descubrió al ser encendida la lámpara de la habitación fuera un enfermero.

Su rostro delataba que era un hombre joven, mucho más joven que su padre. Con una nariz afilada y una mirada bastante seria, que le hacía resaltar sus pequeños ojos azules. De tez blanca y de cabello rubio, tan dorado que daba la impresión de que eran hilos de oro incrustados a su cabeza. Su playera en cuello uve para enfermero le disimulaba su panza, misma que sin ella parecería una pajilla con un chícharo atorado. O al menos eso pensó el infante. Su calzado era de color blanco al igual que su uniforme. Sus brazos delgados y lampiños quedaban al descubierto por la prenda. Mostrando en su muñeca izquierda un reloj digital de color negro, con cara hexagonal y extensible de plástico.

—¿Te asusté? —preguntó el enfermero al niño con una voz ronca.

—No —respondió en seco Eros.

—No te creo. —Levantó su mano para señalar al extraño acompañante de su cuarto—. Alcanzó a ver que las lecturas de tu corazón se aceleraron.

—Que no —respondía el niño aferrado a su respuesta, sin darse cuenta de que otra de las agujas en el rodillo trazó una onda diferente a las demás.

—Como quieras. —Encogió los hombros—. Pero deberías de estar dormido.

—No puedo dormir —dijo para sus adentros—. ¿Qué hora es?

—Son las tres con quince de la mañana.

—¿Y mi papá?

—Eres el hijo del doctor Draven, ¿cierto? Lo más probable es que no esté en el hospital en estos momentos. Me imagino que salió en su horario de siempre. Mañana temprano vendrá a verte. Pero ahora debes de dormir.

—Está bien —respondió sintiéndose regañado—. Dormiré.

Eros observó cómo el enfermero tomaba del barandal de su cama la tabla para notas donde se describía su estado de salud y qué tratamiento médico estaba llevando. Poniéndole especial atención a las facciones que hacía con la cara, conforme su serio visitante iba leyendo, esperaba poder descubrir algo, cualquier cosa que le pudiera resultar útil. Para su desgracia, su visitante no le delató ninguna clase de información. Aun así, siguió observando.

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