Kitabı oku: «Sugar, daddy», sayfa 2

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3. [su despacho borgoña]

Areum

—No tengo fuerzas para ir a trabajar –escupí el hueso de la cereza lloriqueando, apoyada contra el árbol de siempre del instituto–. No quiero ver su cara...

—No suenas muy convencida –observó Kohaku, tirando también el hueso de la cereza a la tierra–. ¿Cuánto durará la colaboración?

—Seis largos meses.

—Todavía no me has contado por qué no te cae bien el heredero de la Hyundai –miró al cielo reflexionando, pero no lo compartió conmigo y yo me quedé callada. Se metió otra cereza a la boca–. A mí no me da nada de confianza, sobre todo después de lo de la discoteca –oí el crujido seco cuando sus dientes reventaron el hueso, su expresión fastidiada–, ¿y si llegas a estar sola de verdad?

—No saldría de fiesta sin ti –dije tensa, evitando el tema.

—Ya –hizo una pausa–, pero si llego a tardar más en el baño... El tal Takashi tenía la mirada muy oscura, Areum. Eso no es buena señal, ¿sabes?

“También me ha acosado y cogido del cuello” pensé.

—La discoteca estaba oscura –me hice la tonta, cogiendo otra cereza y evitando sus ojos.

—No me refiero a eso. A la gente mala se le ensombrece la mirada cuando quieren hacer el mal, y es justo lo que le pasó a ese.

Me saltó la alarma al oír el tono defensivo y seco de Kohaku, ya que no quería que supiera lo del Señor Takashi. Prefería lidiar con ello en silencio en vez de pedir ayuda, cosa que no volvería a hacer jamás.

—Es muy egocéntrico, me saca de quicio –apoyé la mejilla en su hombro, con cuidado de no manchar su camisa de Yves Saint Laurent de maquillaje.

—Yo también soy egocéntrico... –Kohaku apoyó su cabeza contra la mía, un ambiguo gesto entre amigos. A ninguno de los dos le pareció mal la cercanía, así que la disfrutamos miserablemente en silencio.

No me pasó por alto su voz necesitada de aprobación, y pensé que Kohaku tal vez se sintió amenazado por el Señor Takashi. No me extrañaría, ese hombre tenía algo extraño...

Lo cierto era que Kohaku era un bombón que se empeñaba en hacer de chico malo, pero él había sido el primer alumno japonés en dirigirme la mirada, cuando muchos otros me miraron con burla. Se había convertido en mi único y mejor amigo, y quería mantenerlo así.

—Pero a ti te lo perdono. Me regalas cerezas para comprar mi amistad –sonreí un poquito, apartándome para llevarme otra cereza a la boca. Bajo sus cejas rectas y negras, se le dilataron los ojos por la sombra del árbol. Tuvo la misma mirada oscura que Takeshi, pero no dije nada.

—Las que quieras –desvió la mirada solo para ubicar las cerezas, y cuando cogió una pensativo, sus ojos estaban más negros, y ya no sabía si era por la sombra o porque estaba viendo algo que le gustaba. Tal vez yo.

No quise hablar para no romper la intimidad que se había formado, así que miré curiosa a Kohaku, cuyos dedos me ofrecían la cereza directamente en la boca. Sentí una chispa de algo, al mirarle directamente a los ojos, y ahí comencé a sentir las primeras mariposas en el estómago, que tendría que haber matado.

—¿No abres la boca?

Sentí mi cara arder y no supe exactamente de qué, pero no tuve que ponerme más nerviosa ya que mi chófer hizo sonar el claxon e interrumpió el momento.

Kohaku abultó fastidiado la mejilla con la lengua, pero no dijo nada.

—Bueno...intenta no morir en el trabajo –carraspeó incómodo, tirando la cereza fríamente al suelo y cogiendo su mochila del césped. Y no sé por qué pero aquel gesto me afectó.

—Nos vemos mañana –le despedí con la mano e hice el amago de irme, pero un urgido tirón en mi muñeca me devolvió a atrás–. ¿Kohaku...?

—Espera –buscó en el bolsillo del pantalón con dificultad, sacando un pañuelo de papel. Me miró confiado y se inclinó hacia mi cara–. Estás manchada de cereza –me quedé quieta y pretendí calma–. Si vas a ir a ver al gilipollas ese, tienes que ir presentable, ¿no crees?

—Claro –dije automática.

Cogió mi barbilla con una mano y limpió con extrema delicadeza las comisuras de mis labios. Y aunque era imposible que se fuesen a romper, los trató como si fuesen de cristal, aquello me dio paz.

El claxon volvió a sonar y me subí al coche privado, destino la sede de la Hyundai.

Vi la sonrisa triste de Kohaku por el espejo retrovisor, la primera de muchas.

...

Ya subiendo en el ascensor gigante, alisé las arrugas invisibles de mi pantalón de traje, sintiéndome mucho más cómoda que con el uniforme de clase. Hoy sí me había dado tiempo a cambiarme, y esperaba que eso resolviese el conflicto erróneamente sexual con el heredero de la Hyundai.

Y hablando del mismo diablo, las puertas del ascensor se abrieron y ahí apareció él, apoyado tranquilamente contra una pared. ¡Uh! ¡¿Pero cómo podía dormir por las noches?!

Aproveché que estaba distraído con su teléfono, y caminé sigilosa para entrar al despacho que rezaba “Sr. Takashi”. Pero cuando mis dedos casi rodearon el pomo de la puerta, una voz gruesa demasiado cerca me hizo saltar del susto.

—Te estaba esperando –levantó mi mano del picaporte, y me giré con pánico para encararle. No me soltó la mano, sino que tiró sutilmente de mí–. ¿A dónde ibas con tanta prisa? Ese es el despacho de mi padre –algo en su voz me hizo sentir pequeña, tal vez el reproche–. Ya sé que estás ansiosa, pero mi despacho está en la planta superior.

Comenzó a caminar hacia la disimulada y pulida escalera que había a un lado del ascensor, donde había que subir a pie.

—No me toques –espeté, y subí primero las escaleras, enfadada. Oí sus pasos calmados detrás de mí, casi como si no tuviera prisa en subir. Curiosa, giré la cabeza hacia atrás, y vi claramente cómo subió la mirada de una zona baja de mi cuerpo, y encima sonrió y fui yo la que se avergonzó. ¡Me acababa de mirar el culo, el muy sinvergüenza!

—¿Llegaste bien a casa anoche, nena?

—No me llames así.

El último piso tenía una sola puerta, la que supuse que era su despacho, y añadiendo que no había ascensor sino escaleras, no me agradó para nada la idea de estar tan aislada con él.

Fue jodidamente incómodo entrar a su despacho, y me sentí todavía más pequeña al enfrentar las dos paredes acristaladas. La única pared de yeso estaba pintada de rojo borgoña, ese mismo color de su copa de vino de la discoteca, y ahí había un escritorio grande y con dos documentos rectos y alineados. Frente a las paredes/ventanas, residía un sofá con una mesita de centro, y me imaginé cómo sería ver las luces de neón de Tokio desde aquí.

El despacho le complementaba bastante, y pensé que sería una buena guarida de villano.

—¿Quieres vino? –sacó dos copas de un armario tras el escritorio, y no pude evitar fijarme en cómo el traje marcaba su complexión atlética–. Hay que celebrar que has entrado al despacho –añadió, enigmático.

—No es muy políticamente correcto ofrecerle vino a una menor –revelé sutilmente mi edad al acercarme al escritorio, con una mueca.

—Soy de todo menos políticamente correcto, Señorita So –vertió el vino en ambas copas, dando por hecho mi respuesta–, pero eso lo descubrirá más adelante –señaló el asiento frente a él–. Siéntate, tienes algo que leer.

Me hizo gracia cómo alternaba los honoríficos con un tono casual, tomándose la confianza de jugar conmigo verbalmente. Pero acabé sentándome y él se quedó de pie, bebiendo de vez en cuando.

Cogí el papel y lo leí. Me tuve que obligar a no gritar de rabia cuando leí el título. Era la aprobación de su idea estúpida, la de instalar cámaras inteligentes en el interior del coche. ¿Pero cómo se había atrevido a hacerlo cuando claramente le dije que no?

—¿Pero qué es esto? –espeté indignada, agitando los papeles en mi mano–. Te dije que no me gustaba tu idea –se relamió los labios tintados de vino, sonriendo con ánimos de triunfo.

Menudo hijo de puta

—Pero tu madre y mi padre sí han dado el visto bueno, y ya sabes que ellos son los jefes –se levantó, posicionándose detrás de mi asiento. Me puso nerviosa no verle y su presencia tan invasiva, y se me pusieron los pelos de punta. Apoyó las manos en la mesa, y su respiración cosquilleó contra mi oído a propósito. Tuve un espasmo involuntario–. Yo ya he firmado, tú también lo tienes que hacer...

Señaló el recuadro destinado a las firmas, la suya ya trazada con una tinta igual de negra que su alma. Cero presión, claro.

—Pero yo no aprobé esta idea, ¿cómo ha podido enviarla sin mi consentimiento? –mis palabras cayeron al vacío poco a poco–. Ni siquiera ha escuchado mi opinión.

—Hay mayoría absoluta y tiene que firmar, Señorita So –habló, de nuevo, demasiado cerca de mí, y cogió mi muñeca para que firmara–. Tampoco es una idea tan loca la de las cámaras –me consoló, y rayé mi nombre con la pluma con el único propósito de que se alejase de mí.

No solo el modelo Hyundai x Samsung saldría a la venta dentro de seis meses, sino que también tendría inútiles cámaras inteligentes para aquellos conductores más pervertidos.

Takashi caminó de vuelta a su butaca con aires vencedores, mirándome con una sonrisa descarada mientras volvía a beber de la copa, manteniendo el contacto visual de una forma provocativa.

¡Por Dios! ¡Que dejase de mirarme así!

—Espero que estés contento –me levanté violentamente de la silla, humillada, irritada y enfadada–. Si no vas a escuchar mi opinión, será mejor que trabajes con algún asistente. Buenas tardes –di un golpe nervioso contra la mesa y me di la vuelta dispuesta a irme, pero algo tiró de mi muñeca y volví a caer sentada, pero en sus piernas.

Me quedé totalmente atónita de que hubiera cruzado la línea.

—¿Puedo saber a dónde ibas? –preguntó casual, rodeando la cinturilla de mi pantalón con su ancho brazo. Yo solo podía pensar en que estaba sobre sus piernas, en el maldito descaro que tenía con las mujeres. Giró la butaca hasta que el borde de la mesa chocó contra mis costillas, encerrándome un poquito más–. Qué mona estás calladita.

No me salían las palabras, ni tampoco podía mover el cuerpo debido a la parálisis momentánea. ¿Cómo salía de esta?, ¿por qué su cuerpo se sentía tan reconfortante?, ¿ por qué mis mejillas estaban tan calientes?

—Señor Takashi –aquello no fue más que un susurro desorientado, y permití que me absorbiera cuando rodeó mi cuerpo con algo de posesividad, como si fuera una simple muñeca manejada por y para él–, esto no está bien.

—¿Quién dice que no esté bien? –me retiró el pelo a un lado, presionando una sonrisilla malvada contra la sensible zona–. No te voy a hacer nada malo todavía, no hace falta que estés tan tensa cada vez que me acerco.

¿”Todavía”? ¡Qué gran consuelo!

Mi móvil comenzó a sonar en el bolso, y sabía que era Kohaku, quien llamaba justo a tiempo.

—Suéltame –me removí para tratar de levantarme, pero apretó más mi cintura, como un candado.

—Harás la llamada después –comenzó–, ahora estás en mi despacho y aquí hay unas normas que seguir –habló contra mi pelo, y agradecí que mi traje cubriera la piel de gallina que se me puso. ¿Por qué se empeñaba en ponerme nerviosa?–. ¿Lo has entendido, nena?

¿”Bajo su autoridad”? ¿Acaso tenía complejo de Takashi Jong-un?

—Te he dicho que no me llames nena... –susurré, cerrando los ojos para evitar pensar demasiado, pero me lo puso muy difícil.

—¿Sabes? Creo que no hemos empezado con buen pie y por eso me guardas rencor –subió los dedos por mi nuca, acariciando complaciente con las yemas de sus dedos.

¿”Creía”? ¡Se me había tirado encima prácticamente en la primera reunión!

—Nos vamos a estar viendo todos los días, no me gustaría que las cejas tan bonitas que tienes se arrugaran cada vez que me ves –bajó el tacto por mi brazo, trazando patrones imaginarios más suaves que una pluma. Me sentí avergonzada de mí misma al no querer levantarme, al creerme sus palabras aduladoras.

—Llegas bastante tarde para una disculpa... –arrastré las palabras, columpiando la pierna adelante y atrás, sabiendo que me miraba satisfecho por estar dócil.

—Vaya, ¿te debo una disculpa? –su pecho reverberó con una risa egocéntrica, y mi respiración escaseó cuando abrazó mis costillas opresivamente–. La verdad es que no te veo muy incómoda sentada encima de mí –apoyó su recta nariz en mi pómulo, y sentí unas tremendas ganas de llorar porque lo que dijo tenía algo de cierto–. ¿Acaso no me da la razón, Señorita So?

—¡Pues no! –le arañé el dorso de la mano con fuerza, hasta que se quejó y me soltó–. No sé qué pretende con esto, Señor Takashi, ¡pero no me puede tocar así!

Corrí hacia la puerta, pero cuando fui a abrirla, me di cuenta de que nos había encerrado. El muy cabrón nos había encerrado en su despacho, aislándome del mundo. Podía hacer lo que quisiese conmigo y nadie se enteraría. Y esa idea me aterró.

El Señor Takashi no lucía feliz mientras analizaba los pequeños cortes en su piel, y cuando cruzó la mirada por toda la habitación, se sintió como una sentencia.

Mierda, ¿dónde me había metido?

No dijo nada cuando me vio luchar inútilmente contra el pomo de la puerta, y en su lugar avanzó hasta mí sin prisa, un poquito de silencio sepulcral entre cada pesado paso que daba.

—Señor Takashi...abra la puerta –estiré las manos frente a mí para evitar que se acercase más, y por algún motivo, me tomó en cuenta y frenó justo cuando su trabajado pecho quedó en contacto con las yemas de mis dedos–. No se acerque más, por favor.

—¿Esto no cuenta como agresión? –me enseñó petulante el dorso con varios cortes–. Tskkk...en mi propio despacho y por una maldita coreana –arrugó la nariz en desagrado y estampó la mano solo unos centímetros arriba de mi cabeza. Me quedé quieta por precaución, mirándole a los ojos con pánico–. Me gustaría haberte conocido en 1910 –dijo, como si me estuviera contando un envenenado secreto–, seguro que se te quitaba la tontería con los trabajos forzados en el Imperio Japonés –me estremecí extremamente, pero no del frío–. Putos coreanos, siempre os creéis mejor que los demás.

—¡Déjame! –le grité, con los ojos vidriosos–. Voy a llamar a mi mad...–

—Cállate, me estás poniendo de los nervios –me sujetó las mejillas con una sola mano, hundiendo los dedos y logrando a la fuerza que guardara silencio. No había ninguna situación en la que eso pudiera ser un toque cariñoso, y mi cuerpo se tensó al no saber qué haría–. Señaló su escritorio con el mentón–. Siéntate. Tengo que mostrarte algo antes de que te vayas.

4. [castigo de novata]

Areum

Sin opción, caminé detrás del Señor Takashi con miedo, cogiéndome las manos nerviosa, en silencio para no molestarle.

—Levanta esos papeles de ahí –su venosa mano señaló una ligera pila de folios, y los aparté, revelando una carpeta azul acartonada–. Ábrela, estoy ansioso de verte la cara.

Me quedé a su lado, él prácticamente riéndose de mis trémulos dedos.

Abrí la carpeta de mala gana, y los ojos casi se me salen de las cuencas cuando vi aquellas imágenes comprometedoras. Fotos de la noche de graffitis con Kohaku, los dos en escena y con las mascarillas bajadas en un oportuno momento de carcajadas histéricas.

Había otra imagen de mí, pintando la pared del callejón y vestida con la chaqueta de Kohaku. Otra foto, le captaba más en detalle a él, sonriendo y también vandalizando el callejón.

Y cada vez que pasaba las fotos, surgían otras peores. La más comprometedora, sin duda, era una en la que los dos estábamos abrazados. No se nos veían las caras por completo, pero había que ser tonto como para no conectar los hilos.

La enemistad empresarial no nos permitía la amistad, y sobra decir que si esto salía a la luz,la prensa nos molestaría por semanas, por no hablar de nuestros padres.

—¿Has hecho esto tú? –pregunté apática, segundos antes de romper las fotos por la mitad, rompiendo el silencio de aquel despacho rojo infernal–. Fuiste tú quien avisó a mi madre de que estaba con Kohaku, ¿verdad?

Podría pegarle un bofetón como mínimo, pero una rabia más profunda se instaló dentro de mí. ¿Por qué había violado así mi privacidad?

—No te preocupes, tengo varias copias de seguridad –se pegó a mí por detrás, las manos apoyadas en el escritorio y hablando sereno–, una para tu madre, otra para la prensa, otra para ti de recuerdo, para tu amiguito...las que quieras, cielo.

Apreté las manos a los lados, prácticamente al borde de un ataque de ansiedad.

—¿Qué quieres de mí...? –fingí debilidad anímica, mientras enfocaba la vista en las tijeras del portalápices–. Esto ya no es gracioso, Señor Takashi –cogí el objeto como arma, girándome y apuntándole violenta al cuello. No se movió ni un centímetro y cubrió una extraña mueca/sonrisa enternecida, pero después de recomponer la postura, retrocedió un paso. Qué mal rollo no saber qué significaban sus expresiones.

—¿Que qué quiero de ti? Hmmn... –pensó en voz alta, haciéndose el interesante y también dándome tiempo para alejarme–. De momento que te estés quietecita de una puta vez, ¿qué te parece eso? –el tono tan seco de su voz me perturbó, como si se hubiera cansado de ser “simpático”.

—No avances más –me temblaron las manos y las piernas, llegando a un punto de descontrol que nunca había experimentado. Que me sintiera tan vulnerable y amenazada delante de este hombre solo me hundía más, ¿cómo serían los siguientes seis meses de la colaboración?

Se le veía, que disfrutaba destrozándome los esquemas y haciéndome dudar, que no era un hombre bueno.

—Nena...¿tijeras de punta redonda? –miró enternecido las tijeras y luego a mí, como si fuera inferior–. Creía que ibas a tener algo mejor preparado para mí –su gélida risa sonó seca, diciéndome en silencio lo patética que veía en sus ojos, que no era rival para él.

Noté mi máscara quebrarse, pero por motivos de orgullo no dejé caer las lágrimas cuando su cuerpo me acorraló contra una esquina.

—Dame eso antes de que te hagas daño, anda –sujetó mi muñeca y yo no me resistí, y el tono paternal de su voz se me clavó en el subconsciente.

Sin mucho esfuerzo, arrojó las tijeras a una esquina perdida y me inmovilizó ambas muñecas.

—Señor Takashi, me quiero ir a casa.... –me sorprendí de lo apagada que sonó mi voz, pero a él pareció gustarle que ya no tuviera fuerzas–, mañana tengo instituto.

—Ni siquiera hemos empezado a negociar –me alzó el mentón para que le mirara, y me tembló el labio de humillación. No quería mirarle, quería irme de aquí–. ¿Vas a llorar, nena?

Esa falsa dulzura de sus ojos vacíos era solo era para provocar, y apreté los ojos para no llorar ahí mismo.

Pensé en cosas agradables como las meriendas con Kohaku, o en un profundo y agradable sueño en mi mullida cama.

—¿Qué pasa si le enseño las fotos a tu madre y le cuento que haces graffitis por las calles de Tokio? O mejor, ¿a la prensa?

Realmente no podía pensar en las consecuencias de aquellas imágenes, mi cerebro no podía procesar la información debido al nulo espacio personal que tenía. Era como si me quisiera anular con su presencia.

—No solo te causaría problemas a ti –apartó un mechón de mi cara–, a tu amiguito del alma también. Estás jodidísima Areum, tengo el poder para acabar contigo en mis manos, literalmente... –remarcó lo último rodeando mi garganta, dando un apretón que finalmente me hizo sollozar como un niño.

—¿Q-Qué quieres de mí? –le hablé con lágrimas precipitándose por mi cara–. Te puedo dar todo el dinero que quieras, solo tengo que...–

—Nena, creo que no lo estás entendiendo –apoyó la frente en la pared acristalada, respirando en mi cuello profundamente–. ¿Tú crees que de verdad quiero dinero? –se rio contra mi oído–. Más bien, yo diría que me he encaprichado contigo. Tú sí que me haces falta, Areum –suspiró nostálgico–. Todo hubiese sido más fácil si no hubieses llegado el primer día con ese uniforme arrancable...

—¿No puedes marear a cualquier otra chica? –inquirí, ya que verdaderamente Takashi era atractivo, tendría más de una a la cola, seguro–. ¿O es que eres tan gilipollas que ninguna quiere estar a tu lado?

—Hmmn...¿te intimido y me sigues vacilando? –algo antinatural en su voz me alarmó–. ¿Te voy a tener que castigar, Areum? No puedo permitir que una coreanita me sea tan insolente... –me empujó con menosprecio contra la pared, como si no fuera más que un simple trapo.

—¿”Castigar”? –repetí, con una idea ambigua en mi cabeza. ¿Acaso no era suficiente castigo haber invadido mi privacidad con fotos infraganti?–. Dime qué quieres. Pero promete dejarme tranquila si te lo doy.

—Quiero que firmes algo más –me dejó de tocar, como si se hubiera dado cuenta de que no quería su contacto–. Tu sumisión.

—¿Pero qué estás diciendo?, ¿mi sumisión? –hice una mueca confundida y asqueada, pero ni siquiera le afectó, se quedó recto y observador, calculando fríamente desde la distancia de medio metro–. No sabía que era de ese tipo de hombres, Señor Takashi –expresé con desdén–. Aunque lo tendría que haber sabido desde que comenzó a mirarme así. Desde luego, se lo diré a m...–

Cerré la boca de forma natural, no había nadie a quien pudiese contactar para sacarme de esta. ¿Mi madre? Probablemente no me creería, el heredero era más mayor y la clave de la colaboración. ¿Los medios de comunicación? Escandalizarían cualquier cosa con tal de causar polémica y atención. Y a Kohaku...realmente no veía el momento ni el porqué de contarle esto.

—Dime, ¿a quién se lo dirás? –repitió cruel, sonriendo satisfecho con mi repentina mudez–. Olvidaba que estás totalmente sola en esto, es una verdadera casualidad que solo me tengas a mí, ¿no crees?

Ya harta, me despegué del cristal para rehuir, pero no le costó nada clavarme a la pared por los hombros. Me sentí mentalmente exhausta, y esto solo era la segunda reunión con él.

—¿Te rindes ya o voy a tener que usar la fuerza? –se inclinó autoritario contra mí, y bajó las manos a mi blusa cuando no me moví. Sus dedos irrumpieron contra uno de los botones, y reaccioné.

—No, ¡por ahí sí que no! –levanté la mano, y sin pensarlo demasiado, le crucé la cara de un bofetón. Hubo un silencio sepulcral, ese que hay antes de una tormenta. Y...¡mierda! No tendría que haberle pegado–. He tenido suficiente con usted, no voy a permitir que un degenerado me acose.

Yo no era una persona violenta, por lo que ya me había quedado suficientemente conmocionada por mi propia acción; situación que él no desaprovechó para nada.

Regresó la mirada a mí con una lentitud demasiado cruel, acondicionando el ambiente tenso para una película de terror, un lado de su comisura elevándose falsamente antes de que el caos se desatara.

—No digas que no te lo advertí, te has metido tú solita en esto y tú misma lo vas a arreglar –su invasiva boca rozó el cartílago de mi oreja, su voz demasiado tranquila para el bofetón que le había dado–. Te voy a castigar como te lo mereces, no me volverás a faltar al respeto mientras yo viva.

Tiró mis muñecas a los lados de mi cuerpo, y ahí las dejó aprisionadas durante todo el tiempo que pasé entre la pared acristalada y su cuerpo. También clavó una de sus fuertes piernas entre las mías temblorosas, e hice una mueca sin mirarle a los ojos, con miedo.

—Apárt... –cubrió mi boca, silenciándome sin darme más opciones.

—Te juro –prometió, apretando la mano en mi cara, mis ojos abiertos como dos platos–, que como hables sin permiso te voy a coser la boca con hilo de metal.

Nunca me habían dicho algo así, y aunque no creía que realmente me fuese a coser la boca, tampoco quise averiguarlo de verdad; porque hasta cierto punto, sí le veía capaz de hacerlo.

Su recta nariz trazó un sendero por mi mandíbula y se hundió sin previo aviso en mi hombro, abrió los primeros botones de la blusa a la fuerza. Intenté por todos los medios no llorar, estar callada y cerrar los ojos, y no sé cómo permanecí así cuando mordía con tanta fuerza mi cuello.

Reconocía ese movimiento de labios y succión fuerte que no necesitaba el uso de dientes, me estaba haciendo chupetón. Y había mordido simplemente por la diversión de hacerme daño.

El agarre en mis muñecas desapareció cuando estuve quieta durante un rato, y lo trasladó a mi cintura, cogiendo de una forma que no era cariñosa, sino más bien como si fuese una marioneta.

Succionó muy fuerte y en diferentes lugares, llegando a un punto en el que me hizo daño. Se notaba a leguas que era para darme una lección, y apenas moví la cadera en protesta y agobio, presionó más su muslo en mi entrepierna con rudeza.

—Me duele –gruñí cuando volvió a clavar los dientes, sus labios curvados hacia arriba.

—Esto ni siquiera son los preliminares –frenó para recobrar el aliento, escrutando mi mirada sombría con una sonrisa satisfecha–. ¿Vas a llorar, Areum? ¿No te gusta que te castigue?

¿Qué había hecho yo para merecer algo así? No había sido tan mala con los herederos, ni con nadie. Apoyé la mejilla en la pared cuando sentí que mi cuerpo se rendía, lo había hecho hace tiempo, pero solo notaba lo muerto que estaba ahora.

No llores, no llores, no llores

—¿No te he dicho que no me gusta repetir las cosas dos veces? –espetó dictatorial–. Y me gusta que me mires cuando te hablo –me cogió bruscamente de la mandíbula y me obligó a mirarle, sus dedos apretando con la misma fuerza con la que su boca succionó.

Mis pestañas estaban húmedas, y una vez hice contacto visual con él, las lágrimas cayeron una detrás de otra, mojando sus nudillos. No hubo freno para las cascadas ni tampoco para su mirada sádica y satisfecha, para el sentimiento de vacío en mi interior, para lo humillada que me sentí bajo él.

—¿Interpreto que eso es tu rendición? –miró el recorrido de las lágrimas, sonriendo satisfecho al notar sus dedos humedecidos. Era un sádico.

Mi teléfono volvió a vibrar en mi bolsa antes de que le diese tiempo a hundirse en mi cuello.

—Continuamos esto mañana, ¿te parece? Todavía no he acabado mi obra de arte y detesto las prisas –pellizcó la enrojecida piel, y apreté los labios para no sollozar más cuando se autoconcedió el permiso de acariciarme la mejilla con mimo–. No puedes estar así de destrozada en media hora, así no durarás nada.

En solo media hora había sufrido lo que no había sufrido en muchos años.

—Por favor apártese –eché la cabeza hacia atrás para apartarme de su bífido toque, y esa vez lo dejó pasar. Mientras esperaba a que Takashi se alejase de mí aunque fuese un centímetro, vi de reojo cómo se quitaba el pañuelo de seda que llevaba al cuello.

Necesitaba mi espacio personal de vuelta cuanto antes, por mi seguridad mental.

Me tensé al sentir de nuevo sus manos en mi cuello, y cuando pensé que me iba a ahogar, envolvió la base con su suave pañuelo, para tapar la escena del crimen. Iba a quemarlo cuando llegase a casa.

No pude mover el cuerpo incluso cuando caminó hacia su escritorio antípodo, mi cuerpo seguía temblando y frío, tal vez así se sentía una degradación.

—Nos vemos mañana para establecer una serie de normas de convivencia –oí el tintineo de llaves cuando abrió la puerta, él impasible como siempre–. ¿Areum?

—¿Sí?

—Si vienes con tu uniforme escolar... –me dedicó una mirada que a sus ojos fue jovial, pero a los míos solo era mofa–, te prometo que estaré de buen humor la próxima vez.

Apagó las luces para darme privacidad, y me dejé caer al suelo cuando por fin escuché la puerta cerrarse, y sollocé miserable en un despacho oscuro entre los miles de rascacielos de Tokio.

En vez de ayudarme a prosperar, ya deduje que esta colaboración acabaría conmigo.

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