Kitabı oku: «Lo que dicen las palabras», sayfa 2

Yazı tipi:

Introducción


Lo que dicen las palabras es un intento, insuficiente, por cierto, de dar cuenta de aquello que hacemos con las palabras, pero, también, de aquello que las palabras hacen con nosotros, y lo que resulta de ello en uno y otro caso.

Palabra proviene de parábola, que es un término polisémico tomado del griego parabolé, y que se vincula con “comparación” pero, también, con “alegoría”, y su uso adquiere significaciones singulares según nos remitamos a la Lingüística, la Geometría, la Balística o al discurso religioso, como en el caso de las enseñanzas de Cristo a sus discípulos.

Las palabras articulan cuerpo, cultura y sociedad, dan una cierta dirección a las acciones llevadas a cabo por los sujetos y son la base sobre la cual se asentó el descubrimiento del inconsciente y la propia experiencia del análisis.

Nacemos en un mundo poblado por palabras. Ellas nos preceden, nos nombran, nos constituyen en tanto sujetos, pero también nos posibilitan ir más allá de lo que nuestra biografía trae como marca o nos arrojan a la más cruel de las intemperies.

Hay palabras que cuidan a uno mismo y a los otros, palabras que alojan, enamoran, seducen o convencen, y hay otras que des-cuidan, des-alojan y que dejan al sujeto inmerso en el abandono y el sin-sentido. Palabras de-subjetivantes y que generan, en aquel que las recibe, una suerte de identidad deteriorada (soy depresivo, soy hiperkinético…).

Ya los pueblos semíticos (asirios y babilonios, sobre todo) les otorgaban una importancia extrema y actuaban convencidos de que servían para curar enfermedades y que, además, dotaban de una fuerza casi mágica a aquel que sabía el verdadero nombre de las cosas.

Sobre su uso terapéutico hallamos también fuertes testimonios en la cultura greco-latina, tanto en las tragedias como en los relatos épicos (la Ilíada, la Odisea, la Eneida), así como en la Filosofía (Cármides, o de la templanza, de Platón).

El texto de Pedro Laín Entralgo da cuenta justamente de su poder curativo, y por eso lo llama La curación por la palabra en la antigüedad clásica (1958). De esto trata este libro1. De palabras que hablan de las palabras, que curan al ser pronunciadas o que acompañan al pharmakon (término que presenta dos acepciones, como remedio o como veneno).

El primer capítulo, “Poner en palabras: de la tragedia al descubrimiento del Inconsciente”, se dedica a indagar la Función Mensajero en el teatro griego.

Las obras trágicas, las 33 que aún se conservan de Esquilo, Sófocles y Eurípides, presentan –tanto en el ciclo tebano como en el que remite a la guerra contra Troya– los crímenes más horrorosos: parricidio, matricidio, filicidio, uxoricidio, infanticidio, suicidio u homicidio, al tiempo que advierten sobre los riesgos que implica, para la vida de los hombres, el dejarse arrebatar por la hybris, pero nunca muestran la escena violenta a su público, sino que es un Mensajero, testigo privilegiado, el que cuenta lo sucedido. Pone en palabras el acto homicida, lo baña de lenguaje.

El recorrido argumentativo permite encontrar pistas que muestran la fuerte influencia que tuvo el teatro griego en el surgimiento del Psicoanálisis, dando cuenta de que éste le debe mucho a la tragedia, y así lo reconoció el propio Freud en muchos de sus artículos.

En el segundo capítulo, en cambio, “La sociedad terapéutica y los procesos de Medicalización de la vida en la era del Realismo Capitalista”, se analiza el uso que los manuales de Psiquiatría hacen de la palabra, tratando de imponer un lenguaje especializado para dar cuenta de acciones propiamente humanas: así, la inquietud infantil en épocas de aceleración del tiempo y achicamiento del espacio pasa a denominarse hiperkinesia, el duelo normal depresión, y las fallas en la memoria que aparecen después de los 50 años, trastorno cognitivo menor.

Los procesos de medicalización, patologización y estigmatización de la cotidianeidad, gerenciados desde la torre de Virginia en EE.UU., han transformado al sujeto de la tragedia clásica en un enfermo, una excrecencia de los manuales de Psiquiatría que construyen intrincados sistemas clasificatorios supuestamente objetivos, y que buscan en la privacidad del sujeto, la causa del mal que lo aqueja. Dejan de lado toda otra consideración que vaya más allá del plano molecular.

Su capítulo más cruel es aquel que trata sobre los supuestos trastornos que afectarían a millones de niños, pre-adolescentes y adolescentes.

Estos son manuales financiados por los grandes laboratorios que fabrican enfermedades y estados de ánimo, a tono con las nuevas condiciones de época, y que incluyen a todo el universo de sujetos exceptuando, por supuesto, a los propios autores.

Manuales que deben más a M. Friedman que a S. Freud, E. Bleuler o H. Ey.

El capítulo se cierra con algunas recomendaciones generales, algunas dirigidas al Estado, y otras a ser tomadas en cuenta por la escuela.

Vivimos en una sociedad que medicaliza aquello que ella misma produce, y es justamente en ese punto en el que hay que intervenir decididamente porque, como decía J. P. Sartre,

Habremos de ser lo que hagamos, con aquello que hicieron de nosotros. (Citado en Romero, 2005).


Capítulo I
Poner en palabras: de la tragedia al descubrimiento del Inconsciente

Clitemnestra: Lo que ha de ser, será.

(Eurípides)

Afrontar una investigación acerca de la tragedia griega (sus comienzos, desarrollo, los autores clásicos y la función social, religiosa, moral y política que tuvo) es un desafío enorme, inalcanzable para quien no tiene una formación especializada al respecto. Poco es lo que podría agregarse a lo que los expertos ya escribieron profusamente durante siglos. Pero tamaña osadía, o mejor aún, para ser consecuente con el tema, tamaña desmesura (hybris) tiene una justificación. En realidad, en este particular caso lo que guía esta indagación es la pregunta por la Función Mensajero, en tanto es aquel personaje que anoticia de los hechos terribles o gratos acaecidos en “otra escena”, otro lugar, otro topos donde, en gran parte, lo que ocurre es el crimen en todas sus variantes, como la antropofagia, el asesinato, la venganza y los hechos más ominosos: filicidio (como en las tragedias Medea, Ifigenia), parricidio (Edipo rey), matricidio (Orestes y Electra), uxoricidio (Electra, Agamenón, Orestes) o suicidio (Edipo Rey, Antígona). La pregunta por esta función interesa por sus fuertes vinculaciones con algunos de los planteos centrales del Psicoanálisis, teoría para la cual también cumple función esencial la palabra –dicha, no dicha, mal dicha, dicha a tiempo o a destiempo, plena o vacía, dicha de más o ausente– y el posicionamiento frente a lo trágico de la existencia.

Sabido es que los griegos no mostraban las escenas violentas al público. Alguien, un testigo, un otro, era quien lo ponía en palabras, y ese es el aspecto central que a este artículo interesa.

Una cuestión significativa a tomar en cuenta es que las tragedias griegas tratan menos de los sentimientos que de las pasiones. Un tema recurrente es mostrar que, si el sujeto se deja aprisionar por éstas, queda obnubilado y actúa irracionalmente. La hybris es el tema, una desmesura que anula la razón, corrompe la virtud y falsea la verdad.

El orgullo extremo y desafiante para con los dioses (Prometeo), la venganza (Clitemnestra, Orestes, Fedra), la ambición de poder (Eteocles y Polinice), la ira (Áyax) o los celos (Medea) dan cuenta de ello, y esa lección moral dirigida a los espectadores les advierte sobre los peligros que acarrea caer en alguna de esas pasiones inmanejables. En este punto, también puede hallarse una articulación con el proceso de constitución del sujeto explicado por el Psicoanálisis, proceso complejo que comienza mucho antes de que éste advenga al mundo y que da cuenta de que no se nace siendo sujeto, sino que esto ocurre en el marco de una trama intersubjetiva, postura muy alejada de las versiones evolutivistas o light del Psicoanálisis, que quieren reducir tan compleja travesía a las fases de evolución libidinal. En ese proceso, la madre es quien cumple la crucial función de hacer de las pasiones –que irrumpen en una subjetividad en ciernes, sobrepasando sus posibilidades de metabolización– sentimientos, al nombrarlas, diferenciarlas y ponerlas en palabra, y así habilita a ese niño o niña como un sujeto de lenguaje que progresivamente podrá dominar aquello que siente, pero no al punto de aprisionarlo.

La mesura aparece, entonces, en la tragedia griega y en la constitución de la subjetividad como bisagra entre, por un lado, la pasión desbocada y ciega que aprisiona la razón y, por el otro, los sentimientos que hacen posible el amor, la amistad, la hospitalidad, el autocontrol y la convivencia con los semejantes.

Los estudios especializados muestran que el esquema tipo de toda tragedia representa a un héroe que acomete acciones impropias de la condición humana, que intenta acceder al mundo de los dioses, y por ello es castigado severamente.

Doble lección: para el héroe, que no debe ser arrogante y no ha de intentar trascender su condición y destino humano, y para el espectador, que asiste a una puesta en escena que procura ser ejemplificadora.

La osadía humana es penalizada de tres maneras: de un modo “retributivo”, que implica que la pena debe ser equivalente al daño causado en la acción desmesurada (Prometeo, Sísifo) y, en este sentido, la pena misma es un fin y no un medio para conseguir un bien. Pero, también, en un segundo sentido, es afirmación del poder de los dioses y de la fuerza del destino, porque la hybris es la negación de uno y otro orden. Aquí la pena se concibe como “reacción”, como un instrumento que restablece el orden sin fines utilitarios posteriores. En un tercer sentido, constituye también un modo de prevenir crímenes futuros, ya como amenaza o como sanción “ejemplificadora” que ejerce una cierta coacción psicológica sobre el sujeto, en este caso, el público que asiste a las representaciones.

A partir de lo anteriormente mencionado, se observa que en la tragedia no se juega solamente una cuestión ritual o religiosa sino, además, profundamente política, en tanto se trata de la puesta en escena de una poderosa herramienta de educación colectiva dirigida a todos y cada uno de sus ciudadanos. No es “teatro popular”. Está dirigido a lo popular, está direccionado hacia lo popular para formar conciencias y enderezar conductas, y también para imponer una tradición y generar cohesión, pertenencia e identidad, reconociéndose como atenienses que viven en el marco de una democracia que ha dejado atrás las tiranías, los gobiernos de un solo hombre.

Según Hauser, A. (2004), el teatro griego no puede ser entendido en términos de teatro popular. Se trata, expresa, de un teatro con fuerte contenido político, y sus personajes se expresan políticamente. Héroes y hombres del pueblo aprenden que no deben cometer el error de la hybris, pues su moira consiste en no intentar acceder a la areté (Virtud), ni a los privilegios de los superiores, social y/o religiosamente hablando, aunque justo es decir que los trágicos ya no tomarán, como Homero, siempre partido por el poder. Así, sus obras serán, en última instancia, una radiografía y crítica del poder, y la tragedia se convertirá en uno de los medios más incisivos, prestigiosos e influyentes para debatir los temas sociales, políticos y religiosos de Atenas.

El teatro en la polis democrática se constituyó como un espacio de discusión sobre la Ética, el Derecho, las conductas sociales y las reacciones frente a los cambios culturales, la posición de la mujer en la sociedad, la relación entre el espacio privado y el espacio público de la polis, y otros no menos trascendentes.

Si McLuhan dijo alguna vez que el medio es el mensaje, en la Atenas democrática, el teatro es no sólo el mensaje sino, también, el Mensajero.


Sobre el nacimiento de la tragedia

Los especialistas tienden a vincular el nacimiento de la tragedia con el culto a Dioniso, hijo de Zeus y Sémele (hija de Cadmo, primer rey de Tebas y origen de la saga edípica)2. Como su madre muere antes del parto, el padre tomó al niño y lo encerró en su cuerpo hasta que terminó su proceso de desarrollo. Los cultos a este singular dios parecen originarse en los siglos VII y VI a.C., y sus rituales derivaban de la embriaguez y la orgía, porque era a través de estos que se llegaba a la integración mística con la divinidad. Las representaciones se realizaban en el teatro de Dioniso y los actores llevaban una túnica bordada con mangas y una máscara con la que cubrían sus rostros3.

Las grandes fiestas dionisíacas duraban aproximadamente cinco días, y en ellas había concursos de coros, ditirambos (composición poética escrita en homenaje al dios), dramas y pantagruélicos banquetes en los que se consumía mucho alcohol.

Para el concurso de dramas, se seleccionaban por eliminación tres autores y tres compañías encargadas de representar cada obra, y cada uno de los dramaturgos seleccionados tenía que estrenar tres tragedias y una comedia.

El surgimiento y desarrollo de la representación trágica fue creciendo durante la tiranía de Pisístrato y, luego, de sus hijos. Posteriormente, con la democratización de la polis, se institucionalizó definitivamente.

De todos modos, hay que decir que sus argumentos, al menos los de aquellas obras que pudieron ser recuperadas, no tenían nada que ver con Dioniso ni con su culto –salvo, quizás, Las Bacantes, de Eurípides– sino, más bien, con el mundo aristocrático, las leyendas, los héroes y los dioses del Olimpo.

La tragedia, aunque tiene un origen independiente del mito, se nutre de éste y de la épica heroica, y da a ambos su forma más expresiva. También es cierto que tales mitos inspiradores van mutando tanto diacrónica como sincrónicamente entre los distintos narradores, y cada uno de ellos se ata en magnitudes diferentes al relato originario.


Estructura de la tragedia griega

La obra trágica clásica está conformada por distintas partes:

1. PRÓLOGO: Parte que precede a la entrada del Coro. Sirve de introducción e intenta comentar al público el argumento de la obra al remitirse a los acontecimientos anteriores a la acción propiamente dicha.

2. EPISODIO: La parte propiamente dramática de la obra. Constituido por los pasajes dramáticos “intercalados entre los cantos corales”, eran partes dialogadas en las que actuaban los actores.

3. ÉXODO: Canto que anuncia la retirada del Coro. Es el canto final del Coro mientras “sale” del teatro al finalizar la tragedia. En Edipo Rey, de Sófocles, el éxodo se reduce a la despedida del Corifeo, quien, como es frecuente en la tragedia, lo hace diciendo una frase significativa con un fin de enseñanza.

Por su parte, las intervenciones del Coro constan de dos momentos intercalados con los anteriores:

4. PÁRODOS: Canto inaugural del Coro con el que se iniciaba realmente el desarrollo de la acción. En este primer canto solía hacerse alusión a circunstancias previas a la acción dramática y que fueran relevantes para ella.

5. ESTÁSIMO: Componente lírico por parte del coro inserto entre los episodios. Eran los cantos del Coro que, “sin moverse” de la orquesta, se ejecutaban acompañados, en ocasiones, por sonidos instrumentales y de danza.

El coro no es un actor o personaje más en la tragedia, sino que se sitúa en el plano dramático, a mitad de camino entre los actores y los espectadores; comenta la acción dramática, adula, aconseja o reprocha las acciones y palabras de los actores.


Sobre algunas oposiciones en la tragedia

Más allá de los aspectos formales presentes en cada obra, es posible encontrar, en toda tragedia, una serie de oposiciones binarias que la atraviesan de principio a fin:

1. La oposición principal es la que separa al mundo de los dioses del mundo de los hombres en el plano religioso y mítico, dos mundos que no pueden vincularse entre sí por fuera de la enorme asimetría que los diferencia. Cuando ambos mundos se cruzan, algo ocurre, algo se “tuerce”, como cuando algunos de los dioses o diosas se apasionan por algún mortal. Ejemplo de ello es la inusitada osadía de Prometeo, titán que roba el fuego sagrado de los dioses para entregárselo a los hombres. Es más, en la saga correspondiente a Edipo, las bodas de Cadmo (un mortal hijo de Agénor y la náyade Telefasa) y Harmonía (hija de dos dioses, Ares y Afrodita) hacen que la estirpe de los labdácidas (los hijos de Lábdaco, nieto de aquellos, padre de Layo y abuelo de Edipo) naciera “torcida”.

En Ion (Eurípides), el Coro expresa:

¡Nunca en las charlas junto a los telares ni en las hablillas oí que pudieran ser felices hijos de dioses y mortales! (p. 319).

En Áyax (Sófocles) se produce un diálogo entre Atenea –protectora de los griegos en su guerra contra Ilión (Troya)– y Odiseo (Ulises), y la diosa expresa lo siguiente:

(…) no emitas nunca palabras arrogantes contra los dioses, ni te infles de orgullo si predominas sobre otro por tu fuerza o por tus riquezas. Un solo día tumba y levanta de nuevo todas las cosas humanas. Los dioses aman a los juiciosos y odian a los pérfidos. (p. 102).

Más adelante, en la misma obra, el Mensajero relata la despectiva respuesta que Áyax da a Atenea, lo que provoca la furia de la diosa y desencadena su castigo. Desafiar a los dioses fue su ruina y terminó opacando su fama de guerrero ejemplar. En Edipo Rey (Sófocles), el protagonista, dirigiéndose al Corifeo, afirma:

(…) ningún hombre puede obligar a los dioses a que hagan lo que no quieren. (pp. 189-190).

En Edipo en Colono (Sófocles), Antígona, dirigiéndose al Corifeo, expresa:

Te lo suplico por lo que tengas de más querido, hijo, mujer, tesoro o dios. Porque, si lo examinas bien, no verás jamás a un mortal, que, si un dios lo persigue, pueda escapar. (p. 239).

En Helena (Eurípides), hacia el final de la tragedia, el Coro explica:

Múltiples son las formas de los divinos: mucho varían los dioses al obrar sus hazañas. Lo que uno creía y lo que no pensaba nunca se realiza. Lo que parecía irrealizable, un dios lo hace llegar a su perfección! (p. 501).

Los linajes familiares que protagonizan la gran mayoría de las tragedias recuperadas son las de los Atridas (hijos de Atreo y Tiestes, padres de Menelao –esposo de Helena– y Agamenón –esposo de Clitemnestra–, y los hijos de estos dos últimos: Ifigenia, Orestes y Electra) y la de los Labdácidas (Layo –esposo de Yocasta–, padre de Edipo, y los descendientes del hijo junto con su madre: Eteocles, Polinice, Ismene y Antígona). Las tragedias entraman el destino humano de sus personajes con el origen mixto, divino y humano, de sus antepasados, lo que acarreaba pésimos presagios, ya por desposarse un descendiente de los dioses con un mortal (Cadmo y Harmonía) o porque una pasión desenfrenada apresaba a un dios con un mortal.

2. Otra demarcación neta es la trazada, en el plano social, entre los hombres de la aristocracia y los que provienen del pueblo. En tal sentido, los héroes pueden ser figuras vinculadas al poder real (Edipo, Menelao, Agamenón), figuras destacadas por su valor (Áyax, Héctor, Aquiles) o por su astucia (Odiseo es el ejemplo más típico y, también, Orestes, quien, para vengar a su padre, hace creer a Clitemnestra y Egisto que ha muerto en una competencia ecuestre para así engañarlos y poder asesinarlos por sorpresa).

En la obra Ifigenia en Aulis (409 a.C.), el Mensajero entra a la tienda de Agamenón para anunciar la llegada de su hija y de Clitemnestra al campamento. Ambas mujeres arriban con la creencia de que la joven virgen viene a celebrar sus bodas con Aquiles cuando, en realidad, va a ser sacrificada por su propio padre. En ese marco, éste eleva sus lamentos:

¡Ay, mísero de mí! ¡Me vence el destino! ¡Me han atrapado en redes los dioses! ¡De nada sirvieron mis ardides: el hado va a cumplirse! ¡Qué grato es para el hombre nacer en baja cuna! Puede llorar al menos, puede desahogar sus penas, sin restricción, cuando el dolor lo agobia. Los de alta alcurnia, no. No puede un rey, no puede un magnate explayar sus sentimientos. Está atado por reglas, lo obligan las conveniencias. (Eurípides, pp. 608-609).

En la misma obra, páginas más adelante, y ante la llegada de la carroza que trae a ambas mujeres, el Corifeo expresa alborozado:

¡Salve, salve; dicha, dicha para los magnates! ¡Llega Ifigenia, gloriosa princesa, hija del rey! ¡Llega Clitemnestra, la hija de Tíndaro, reina y señora! ¡Doble blasón de la raza de reyes a quienes la suerte llenó de ventura! Para nosotros los pobres y humildes, son los magnates émulos de los dioses. (Eurípides, p. 611).

Por otro lado, tener estirpe reconocida parece ser privilegio de la aristocracia, todo un ambiente social en el que el pasado y la tradición ejercen un poder enorme sobre el presente, ligado a la historia de las viejas glorias familiares, en general reyes, héroes o hijos e hijas de algún dios (Heracles o Harmonía, por caso) y al peso de su ejemplaridad para con sus descendientes. No hay estirpe en la gente del pueblo, y la memoria parece limitarse a la generación presente o hasta la de los padres.

Las grandes obras que han sido recuperadas se nutren de mitos, gestas, linajes y leyendas que, en su mayor parte, presentan figuras de origen aristocrático. En efecto, tal como lo expresa Kirk, G. (1992), se refieren a héroes y personajes superiores, alejados por su nacimiento y contexto de la gente ordinaria y que, a menudo, se sitúan en un pasado remoto. Sus protagonistas tienen nombre propio, una historia gloriosa y una genealogía ilustre. Es más, muchas veces se encuentran emparentados con algún dios o diosa, a diferencia de los cuentos populares, que se refieren a la vida y a problemas y aspiraciones de la gente corriente, en los que la familia actual es el tópico más frecuente y no tienen tanto peso los antepasados.

La gente común, sin pasado ilustre, más allá de estas diferencias en el plano social, asistía al teatro para ver la representación de las obras y, al sentirse identificada con algunos de los personajes, expresaba sus sentimientos con gritos, llantos, enojo o manifestaciones de apoyo y, así, al poder expresarlo, encontraba cierta liberación, como si hubiera sacado fuera sus propios dolores y miserias. Se trata, entonces, de una de las primeras manifestaciones de liberación por la palabra, y a este efecto los griegos asignaban la palabra khátharsis, que significa purificación o purgación.

3. Otra diferencia se da en el plano generacional: por un lado, los ancianos, que cumplen importantes funciones en la polis griega, como asesorar al basileus (rey) o impartir justicia; por el otro, los jóvenes4.

En Antígona (Sófocles), Hemón se dirige a su padre Creonte para pedir clemencia por su amada:

A pesar de mi edad, puedo darte un buen consejo; sin embargo, creo que el hombre experimentado tiene supremacía sobre los demás; pero si no es así, bueno es aprender de los consejos juiciosos que nos dan los otros. (p. 28).

A lo que Creonte responde:

¿Acaso, a nuestra edad, hemos de aprender prudencia de un mozalbete? (p. 28).

4. También encontramos diferencias de género entre el mundo de los hombres, que ejercen un poder que proviene de su condición de guerreros, y el mundo de las mujeres, que en las batallas siempre suelen formar parte del botín de guerra. Además, se desconfía de su valor y de su firmeza y son presentadas como volubles en más de una obra. Por supuesto, hay excepciones, y dos de las más sublimes son Antígona (hija de Edipo y Yocasta) y Alcestes (quien decide morir en lugar de su esposo). En Eurípides incluso encontramos varias tragedias que llevan el nombre de personajes femeninos: Ifigenia, Hécuba, Andrómaca, todas ellas personajes inolvidables y profundamente trágicos.

Sobre lo femenino, en la obra Prometeo encadenado (Esquilo), el héroe, en una osada interpelación a Zeus, expresa:

Jamás se te ocurra que yo, por temor a un decreto de Zeus, voy a afeminar mi temperamento y a suplicar al que tanto odio, volviendo hacia arriba mis manos como una mujer, que me libere de estas cadenas. Estoy muy lejos de ello. (p. 201).

Afeminar el temperamento, para Prometeo, tenía que ver con suplicar al dios el fin del castigo y hacerlo de un modo melodramático, “volviendo hacia arriba sus manos”. En su pensamiento, una acción semejante no es digna de un hombre, pero sí es esperable de una mujer.

Puede encontrarse otro ejemplo en la obra Agamenón (Esquilo), en la que el Coro ofrece la siguiente descripción de la mujer:

Demasiado crédulo, el corazón femenino marcha veloz; pero la fama difundida por las mujeres muere rápido y pronto se pierde. (p. 69).

En la Antistrofa 1 de Coéforas (Esquilo), al hacer referencia a las pasiones y a la mujer, el Coro señala:

Pero del pensamiento arrogante del hombre ¿quién podría hablar? y de las pasiones desenfrenadas en los corazones de mujeres audaces, compañeros de las ruinas (…) de los mortales. Una pasión, perversa pasión, que domina a las mujeres, doblega las conyugales uniones de monstruos y mortales. (pp. 173-174).

Es necesario resaltar en este parlamento la distinción de atributos entre hombres y mujeres: cuando se hace referencia a los hombres, se destaca su “pensamiento arrogante”, es decir, se los considera seres pensantes que, en ocasiones, pueden pecar de arrogancia. Por su parte, cuando se describe a las mujeres, el atributo del pensamiento parece estar ausente; por el contrario, para hacer referencia a ellas, se suelen señalar las “pasiones desenfrenadas de sus corazones”.

En estas expresiones, se debe presentar particular atención a los sustantivos: pensamiento en el hombre y pasiones en la mujer. Los adjetivos, en cambio, –arrogante y perversa– darían cuenta de una degeneración de ambos caracteres. En esta misma obra, más adelante, en el Episodio III, el Coro expresa:

No hay más garantía para los mensajes que el que un hombre se informe frente a otro hombre. (p. 188).

En este texto queda en claro que, según lo expresa el coro, la palabra de la mujer no es considerada fiable, idea que es posible rencontrar en varias culturas y hasta en los propios textos sagrados. Quizás por esto es que la Función Mensajero sea ejercida en la mayoría de las tragedias, por hombres.

En Antígona (Sófocles), Creonte, hermano de Clitemnestra, señala:

Mejor es, si es necesario, caer por la mano de un hombre, que no ser llamados inferiores a una mujer. (p. 27).

En la obra de Sófocles, Edipo en Colono, luego de que el protagonista expresa dolor por sus hijos varones (Eteocles y Polinice), que lo traicionaron y sólo manifiestan interés por tomar el poder de Tebas, señala la diferencia con la actitud asumida por sus hijas mujeres (Antígona e Ismene), quienes lo acompañan y cuidan en su destierro, razón por la cual declara lo siguiente:

Y cuando les hubiera bastado decir una palabra en mi favor, me condenaron para siempre al exilio y a la pobreza. En cambio, estas dos hijas, estas dos doncellas, a pesar de la debilidad de su sexo, emplean toda la fuerza que su naturaleza les ha dado en procurarme el sustento (…) Por su parte, ellos han rechazado a su padre, para sentarse en el trono, empuñar el cetro y gobernar el país. (p. 246).

Más adelante en la misma obra, agrega:

Si no hubiese engendrado a mis hijas que me alimentan, no hubiera sobrevivido. Ahora, ellas me salvan y me nutren; actúan como hombres y no como mujeres, para auxiliarme en mis necesidades. (p. 275).

En Hipólito (Eurípides), en un diálogo entre la nodriza e Hipólito, éste exclama:

¡Ah, Zeus, Zeus! (…) ¿Cómo es que diste ser ante la luz del sol a este pérfido, adulterado mal que las mujeres son para los hombres? ¡Querías que la progenie de los hombres se propagara, no era fuerza que para ello existieran mujeres! (…) la mujer es un mal inmenso: la engendra el padre, la nutre y la educa (…) aun da la dote para que se vaya a otra parte (…) gasta y gasta, hasta no ver exhaustos sus tesoros. (p. 145).

Finalmente, en la versión de Eurípides de Orestes, el corifeo declama:

¡Siempre fue la mujer un cepo en que el varón deja preso su pie! ¡Doliente mal que lo empuja a la desdicha! (p. 568).

De este modo, la mujer es presentada como no fiable, débil y manejada por las pasiones desenfrenadas; en otras palabras, como un mal inmenso que se podría haber evitado. Algunas pagan sus dones con una buena cuota de supuesta locura: así, Casandra, la sacerdotisa de Delfos, poseé el don que le permite ver y anunciar el futuro, pero para ello tiene que estar loca en el presente. Sin embargo, más allá de estas consideraciones peyorativas, en muchas obras hay personajes femeninos incomparables y que dan muestras de sacrificio ejemplares: Antígona, Ifigenia, Alcestes, Andrómaca, Hécuba o Polixena.

5. En cuanto a la responsabilidad de las acciones, que constituye el nudo central de muchas tragedias, es frecuente el tema de hasta dónde llega la posibilidad de decisión humana, y hasta dónde llega el deseo de los dioses y la fuerza inexorable del destino, que finalmente se impone.

Así, la tragedia muestra a los hombres realizando acciones de las que no son totalmente responsables, y esto revela que, en gran parte, el destino no está totalmente en sus manos, pero ello de ninguna manera les quita responsabilidad en tanto hay, también, momentos de elección. Claro ejemplo de ello es la decisión tomada por Agamenón de sacrificar a su hija Ifigenia para que las naves griegas puedan partir contra Ilión con vientos favorables y tener éxito en la contienda. Porción de decisión individual que, una vez tomada, desata la porción de un destino que, ahora sí, se vuelve inexorable.

₺164,78