Kitabı oku: «La ira del embaucado», sayfa 10

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Acunó al cachorro en los brazos y ordenó a los demás que se alejaran: ni caso. Se repitió con voces afectadamente severas, y como tampoco le obedecieron, se recalcó con un puntapié a un cocker. Los animales cogieron la idea y los guardias bajaron del pepito.

—Joven, te daré un buen consejo —Salva supuso que le hablaba a él y apremió la zancada—: «Donde fueres, haz lo que vieres». Regla de oro para no meterse en problemas. ¿Verdad, Ramón? —consultó ladeando un tanto la cabeza, como poniendo el oído hacia el brigada, que les seguía.

Éste no le contradijo.

—Así es.

—Bueno, ya verás como te va bien por aquí, joven —besuqueó al cachorrillo, que entornó los ojos, rendido a las caricias de su nuevo amo—. Ohi, ohi, mi chiquitín, que de no haber sido por la Guardia Civil todavía lo estaría esperando. Y es que la Benemérita es la gran tradición de este país —profirió pasando bajo el arco que coincidía con la puerta de entrada a la vivienda; de reojo, Salva leyó a su derecha la inscripción del busto: YO HICE UNA, GRANDE Y LIBRE—. Ahora que estos rojos de pacotilla se lo cargan todo. En fin: nos tomaremos un piscolabis; aunque con el fiestorro que hemos preparado en Las Torcaces nos vamos a hartar.

Nada más poner el pie en el interior, Salva se vio bajo una grandiosa araña de cristal y ante un salón enorme, espléndido, estrambótico: un reparto de muebles rococós, graneado de ingenios electrónicos.

Una barra de bar forrada de cuero, fosca y globulosa, se alargaba hacia una alta y gigante pantalla de televisión, la cual colgaba o partía la barandilla de una escalera; por debajo, un apaisado cuadro de caza salvaje —una jauría ensañada con un ciervo herido— se enmarcaba en una moldura ancha, profusa y dorada, y todo ello untado de luz por una lámpara ex professo. Y del suelo al cuadro se alzaba una cadena musical cuyo ecualizador gráfico danzaba al compás de unas sevillanas escandalosas.

Pantalla, cuadro y cadena eran flanqueados por columnas de fuste retorcido rematadas en plantas de anchas hojas. El conjunto se le antojó a Salva un retablo de iglesia ultravanguardista.

Por encima de las ventanas, que coincidían con los arcos del porche, se alineaban cuatro monitores en blanco y negro, encastrados en cajones tallados con motivos vegetales. La claridad de las ventanas se derramaba sobre un largo sofá y dos sillones de orejas, los tres alrededor de una sirenita, la cual, mineralizada en verde, aguantaba un grueso cristal ovoide.

Un reloj de cuco dio la hora con horrísona cadencia junto a la escalera. A su lado, una bandera nacional enrollada resplandecía; por entre un pliegue asomaba, en un fino y oscuro bordado, la cabeza de un águila. Por detrás arrancaba una mampara plegable, especie de biombo chino con cristales en relieve, que aislaba o delimitaba parte del inmenso salón.

El anfitrión flameó su bata y se colocó tras la barra. Espejos iluminados duplicaban copas y botellas. El suelo de oscura y brillante madera hacía lo propio con la fila de taburetes dorados y los allí presentes. Urbano enarboló un mando y el jaleo de sevillanas descendió drásticamente.

—¿Un botellín, Ramón? —ofreció para el brigada, a quien volvió a llamar por su nombre.

Éste aceptó, pero al ver que plantaba tres, le paró los pies:

—Para nuestro nuevo fichaje, un zumo; es un deportista.

Urbano, impresionado, exclamó:

—¡Vaya! Qué bien. Le veo embobado con mis maquinitas. ¿Le gustan, joven?

Salva confirmó reparando en los monitores: el primero de los cuales enfocaba la verja electrónica; el segundo, una panorámica general del pueblo —por efecto del desastroso contraste todo emblanquecido—; el tercero, como un testimonio de irreprochable inutilidad, su correspondiente soporte, ya que nadie se había preocupado de restituirla a la posición idónea. Y el cuarto subía y bajaba rayas.

Con amanerada diligencia y sin desprenderse del cachorro, Urbano manipulaba una consola entre licores.

—Nada. Que no funcionan bien. Si los conservo es más por simple placer que por propia seguridad. Y por el efecto disuasorio, claro. Están caducos, los pobres cacharros. Los años Ramón, los años, ¿verdad? —el brigada le respaldó con un gruñido—. Pero si tanto le gustan las nuevas tecnologías al joven, venid —los invitó a seguirle por las escaleras, chucho en brazos.

A llegar al descansillo de la primera planta se metió en una habitación copada de cachivaches y de unos cuantos aparatos de radio.

—Pasad. Esta es mi Sala de Transmisiones. ¿Qué os parece? —y se inclinó a girar un conmutador que puso a soplar un altavoz.

—La leche —opinó el brigada con indiferencia.

Salva no pudo evitar un suspiro de fascinación.

—Esta fue la última emisora que compré —reveló Urbano Arteaga, manejándose con una mano mientras que con la otra sostenía y acariciaba al perrito. Dio un capirotazo al micrófono y probó a establecer comunicación.

Pero algo le fallaba. En tanto que el señor Arteaga insistía, Salva se distrajo con la modesta colección de radios antiguas repartidas por las estanterías; una colocación tan caprichosa y abigarrada que resultaba imposible seguir un orden cronológico. Como la futilidad del operario se dilataba, reparó en un grabado de húsares y luego en una pata de ciervo de la que colgaban media docena de llaves con sus respectivas etiquetas, las cuales leyó con una concentración absurda sin otro beneficio que culminar algo enteramente trivial.

De repente, el operario tumbó el micrófono con un manotazo.

—Mala suerte —se hartó—. Pero el no va más es lo que tengo en la buhardilla. Seguidme, que eso, tú Ramón, tampoco lo conoces.

Salva se sentía importante por conocer a un personaje tan original (hasta lo grotesco, pensó impíamente) y tan amigo del Cuerpo: no se le pasaron por alto un par de cuadros o metopas en relieve con escenas de guardias civiles.

En esa otra planta lo primero que atrajo su atención fueron las innúmeras cabezas y cuernos clavados a las paredes. A continuación, el magnífico telescopio que el propietario arrastraba al centro de la pieza.

—¡Vualá!

—La leche —confesó el brigada, con tan aburrida dicción que un expositor inteligente habría interrumpido su despliegue de vanidad y olvidado el asunto con inmediata repulsa.

Pero aquel tipo poseía una severa sandez que el brigada parecía conocer hasta el punto de saber que no corría peligro, y Salva atisbó en su superior una actitud de mero compromiso.

No quiso penetrar más y se dedicó a acariciar el artilugio.

—¿Qué le parece, joven?

—Fascinante —respondió Salva, de corazón.

—Lástima que no sea de noche. ¿No lo conocías, verdad, Ramón? — extendió la palma de la mano como si pidiera algo, para en el acto seguir manoseando al animal, el cual, dichoso y ajeno, adormecía en su pecho.

—No —contestó el suboficial—. ¿Para qué sirve?

Urbano Arteaga sonrió con suma pulidez.

—Ay, Ramón, Ramón. Así no va el Cuerpo a ninguna parte. Es para ver las estrellas.

—Oh —dijo o bostezó el brigada.

—Una noche os pasáis, salimos al solárium —señaló a la azotea, luminosa tras la puerta abierta— y disfrutamos mirando el cielo.

Salva se acercó a una vitrina donde destacaba un curioso artefacto con correas y forma de catalejo capado. Urbano se apresuró a ilustrarlos.

—Tampoco tú has visto esto, Ramón: es un visor de infrarrojos.

—La leche —contestó muy serio el brigada, confirmando que se la traía laxa.

El propietario rio entre dientes, y refirió el invento.

—Lo uso cuando voy de caza. Es un aparato para poder ver de noche, sin luz, pero con el que se puede ver como si fuera de día.

El brigada murmuró, casi imperceptiblemente:

—Lástima que no sea de noche.

Urbano dijo:

—Lástima que no sea de noche.

Salva no dejaba de contemplar el fabuloso ingenio. Le parecía un invento dotado de una eficacia y un gozo casi sobrenatural. En letras góticas resaltaban las iniciales U.A.

Sonó un timbre. Y el brigada, desde la terraza, adonde había salido a pasearse al sol, avisó al propietario de que se trataba de su esposa. Salva escoltó a Urbano, divertido por el trote con que éste se llegaba a la balaustrada de formas exuberantes y prorrumpía en un chillido bufo, al tiempo que alzaba el animal por encima de la cabeza, como si fuera a ofrecerlo en sacrificio.

Abajo, al otro lado de la verja, dos mujeres levantaron las manos.

—La esposa y la señora Carmela, la mujer encargada del cuidado de la casa cuando ellos se ausentan, que, al igual que Alfonso De Lasheras, es la mayor parte del año —le puso al corriente el brigada cuando bajaban.

Salva no dejaba de admirar la sobrecargada decoración por toda la vivienda. Hasta el busto del Generalísimo presentaba un profuso acabado en la zona de la pechera.

—Mirad lo que nos ha traído la Benemérita de parte de Alfonso —corrió Urbano hasta la bifurcación del sendero.

La esposa agarró la animalada adquisición con una extraña ausencia de muecas, si bien con la cabeza aprobando complacida.

—Es que acaba de hacerse la cirugía estética —le sopló el brigada.

Se acercaron las mujeres y se saludaron. El suboficial presentó al guardia joven y acto seguido el perrillo recuperó el centro de atención. A la andanada de arrumacos, el cachorro respondió agitando una lengua pequeña y roja.

—Puede que esté sediento —se alarmó la esposa, y ambas mujeres corrieron a buscar leche.

Urbano las siguió; regresando con dos botellines y un refresco de naranja, uno tan malo como otro cualquiera, saturado de conservantes, azúcar y potenciadores de sabor, cuya diferencia sustancial radicaba en el color.

—Pero este joven es muy raro —estimó Urbano, recogiéndose los picos de la bata con minuciosa delicadeza, para tomar asiento en la terraza, junto a sus invitados—. Quiero decir, que nunca he conocido un guardia que no tuviera buen «saque».

—Cosa rara, sí —admitió el brigada—. Y además, le gusta leer. Los días de Puertas acostumbra a hacerlo. Y yo le tengo preparado una estupenda biblioteca —añadió con una especie de orgullo paternal.

—¡Ohi! ¡Ohi! ¡No me digas! No me digas que no es de esos que oyen música todo el día.

Salva recordó que unos días atrás había comprado una cinta recopilatoria con los éxitos de una banda de rock, que pensaba escuchar a volumen brutal, tan pronto acabara el servicio… después de haber asombrado a todos los asistentes al evento con su bien llevado uniforme, su porte atlético, su incansable gentileza…

Mientras los dos viejos conocidos intercambiaban insulsa conversación acerca de amistades comunes, Salva se abandonó al promisorio lucimiento en el que dejaría bien alto el pabellón. Nadie como él para enaltecer física y espiritualmente las fasces pasantes en aspa con espada. El comandante de Puesto sería felicitado, murmurarían elogios…

Un cocker vino a olfatearle. Salva lo acarició por deferencia a su dueño; los perros no le inspiraban gran simpatía.

Una pelota que había cerca la usó para quitárselo de encima.

La pelota fue a incrustarse entre un cúmulo de macetas exuberantes de flores rojas y blancas, y el animal, que había saltado lleno de contento, se quedó mirando a Salva con tristeza casi insoportable.

Salva se levantó. La pelota se hallaba tras las macetas, pegada a una puerta de malla de hierro que, abrigada por los vigorosos setos, apenas si se distinguía. Corrió el cocker ahora en dirección al porche y el suboficial, en vista del anodino incidente, aprovechó para cambiar de tema.

—¿Y esa puerta? —preguntó con la misma falta de interés que hasta entonces.

Urbano explicó que fue construida en su día para facilitar el acceso a la trasera de la casa al objeto de recuperar las pelotas en la época en que la terraza era una pista de tenis. Llevaba años sin usarse. Regresó el can; Salva prosiguió con el juego. La pelota —un balón de goma desinflado— tres veces más lejos. Apuradas las bebidas, Urbano propuso traer más, pero el brigada alegó que le requerían otros asuntos. Se verían más tarde. Arteaga les acompañó hasta el pepito, musitando a la vera del suboficial una letanía en tono de quejumbrosa añoranza.

—Qué malos tiempos estos, qué malos tiempos.

Con un chillido alejó al perrerío; con otro asomó Carmela y al poco la verja ciega comenzó a deslizarse. Alargó las manos con ceremonioso ademán clerical en señal de despedida; gesto que repitió para con el novato y a Salva le pareció de un ascenso social inimaginable y elitista.

Antes de emigrar para el fasto, el brigada se dio a callejear, poniéndole al tanto de lugares y personas: el Balilla, un delincuente habitual, enclenque y desarraigado, que vaga de día y de noche, en verano y en invierno, ataviado siempre con una cazadora tipo piloto. Varios robos de poca monta eran obra suya, con el «único motivo de costearse la droga». Eufemio, el churrero; el holandés, que se casó con una española y puso un bar con el nombre poco original de El Holandés; Julia, la farmacéutica, por la que Velasco se devanaba los sesos con tal de ligársela: «en vano»; Gómara, un borrachín vejete y simpático que siempre que se topa con los guardias se empeña en invitarles a vino peleón; Salustiano, el panadero, que vino de guardia civil al pueblo, se casó con la hija de la tahonera y cambió el tricornio por la masa…

El brigada se detenía con todos y a todos presentaba a Salva.

Cuando se cruzaron con un ruidoso minitractor, el brigada anunció a Matías el Sordo, con quien intercambió un efusivo saludo sobre la marcha.

—Aunque bastante menos sordo de lo que aparenta —siguió detallándole—. Depende de lo que si escucha le interesa o no. Dado que más de la mitad de lo que se dice en la vida es producto de la tontería supina, es decir, no le sirve al hombre más que para preocuparse estúpidamente, Matías, que lo sabe, se conduce a su aire. Es el lugareño más feliz de todo San Juan. A poco que te descuides, te recita una poseía. Lo verás casi todas las mañanas yendo y viniendo a su huerta, lindante con la de la viuda del Sosa, Desideria.

Al mencionar a esta viuda, Salva quiso saber más de la historia de esa triste y huraña mujer que cuando se va a cruzar con ellos cambia de acera y, si puede, de calle.

—Es lógico —reconoció el brigada—. Perdió a su marido al saltarse un control del Cuerpo. Los confundieron con terroristas, o sabe Dios con quién; el caso es que saliendo una noche de Dosarcos les tirotearon el coche en el que iba toda la familia. Hará unos dieciocho años de eso. Viuda y con dos hijos, una chica y un chico, la pobre mujer los ha sacado adelante trabajando ella misma la huerta y algunos cerdos, que cría como puede.

Hizo una pausa, como traspasado por empático dolor, y concluyó con un reproche impreciso:

—Esperemos que sea verdad eso de un cielo justiciero y alguien llegue a resarcir a esa mujer por tanto penar, ya que en la Tierra nadie lo ha hecho.

Y de ese caso tan luctuoso, el brigada pasó a relatarle otros de diversa índole, algunos rocambolescos, como los referidos a temas de cuernos, peleas entre vecinos irreconciliables, casas donde vivían personas con antecedentes penales recientes y no tan recientes y con los que, sin embargo, solía congeniar. Después de casi tres lustros destinado en aquella población, presumía de amistades en todos los estratos sociales.

Hicieron parada en la plaza, en el Manola, un bar regentado por una simpaticona viuda, de curvas abultadas, la cual ponía cachondos a todos los guardias. Tras un par de cañas —invitación de la casa—, prosiguieron de paso por otros locales, como el restaurante y discoteca Bordaluna. O El Caballo Blanco, propiedad de Moisés júnior, el hijo del dueño de Las Torcaces, un garito brumosamente legal que Salva conocía, al igual que el bar El Holandés, por el desquite de Goyo.

—Hay que andarse con vista con algunos de esos negocios: son de los caciques del pueblo.

—Creí que ya no existían caciques —repuso Salva, inquisitivo en su eterna pregunta.

—¡Cómo que no! —exclamó el brigada, conmovido—. Existirán siempre mientras unos tengan más que otros y la ley sea hecha y aplicada por los que más tienen. No es lo mismo cerrar el local de un hombre como Moisés Torcaces o su hijo, que el de un pobre diablillo sin influencias. Con el segundo te apuntas un tanto y con el primero te metes en líos. Si no al principio, a medio y largo plazo, a no dudar. Esta tarde verás algunos de ellos con nuestros jefes. Muy recios «patriotas» todos ellos —apostilló con ácida ironía.

—Eso es bueno —dijo Salva.

—Ten cuidado: un patriota es siempre un aburrido siniestro.

—¡Ah, ya…!

El brigada lo miró un instante, escéptico.

—Es en serio, Salvador. Esta gente siempre acaba trayendo problemas. Mantente alerta, hijo, antes de que caigas en sus redes o te conviertas en su galeote. Se trata de la realidad subyacente. Y ya que te va a sobrar tiempo y oportunidades para comprobarlo no quiero dejar de recordártelo. En otros pueblos apenas si ven un teniente coronel al año; en cambio, aquí los tenemos muy a menudo. Demasiado a menudo. Y el que más nos frecuenta es el general jefe de la Zona. El Gran Jefe Monipodio, lo llamo yo. De Lasheras, Arteaga y otros que ya te iré diciendo, son sus íntimos. Caballeros de mohatra, truhanes modernos y majaderos antiguos, que bien podría hoy volver a referir nuestro don Quijote de la Mancha. Ya te acostumbrarás.

Acostumbrarás, acostumbrarás…

A Salva oír aquellas afirmaciones le trastornaban por lo que tenían de peregrino y de tópico. Pero él era un novato restringido a ver, oír y callar, donde fueres, haz lo que vieres, ya te acostumbrarás, todo está inventado…

—Y ahí tienes la discoteca Bordaluna —le polarizó el brigada, invadiendo la 215—. ¿Has estado ya? —Salva contestó que no—. Pues baja y verás qué chicas más bonitas tiene este pueblo.

Tomaron la carretera a Villarjo, pasaron el puente del molino: malos recuerdos le traía aquella ruta. Buen susto le había metido el histriónico del teniente. Tal vez para hacerle saber que no debía imitar al consuetudinario y remolón guardia Goyo. Dentro de unas horas le demostraría que su talante era bien distinto, irreprochable.

Lo había relegado al trastero mental, y ya casi lo tenía olvidado. Torcieron al camino de Las Torcaces.

—Pobre manolito —se lamentó el brigada, rodeando el monolito de hormigón, arropado por una bandera nacional y una corona de flores.

Por el portalón de hojas abiertas de par en par entraron al corazón de la finca, un complejo con diversas instalaciones compartimentadas. La zona habitable y de recreo al principio, y al fondo la parte pecuaria: vacas, ovejas, caballos, cerdos… Estos últimos hozaban en gran número en un redil donde el capataz les arrojaba brazadas de dulces y pastelitos caducados, según le informó el brigada.

—Tienen buena pinta, ¿eh?

—Ya lo creo que sí.

—Pues no son más que carnuza. Las apariencias engañan, Salvador.

Gracias a que el viento soplaba de levante, el olor de los animales enfilaba el pueblo, aliviando sensiblemente la estancia del medio centenar de personas allí congregadas.

Bordearon dos grandes depósitos de combustible y frente a las cuadras de caballos estacionaron entre el coche oficial del general, un Renault-21 de color gris sin distintivos, y un original camión Ebro, modelo 2000. Tan pronto se bajaron, el comandante de Puesto buscó al teniente para darle novedades. Entretanto, Salva debía aguardarlo con su respectivo armamento, cerca del pepito, por si se le requería, pero «reconociendo el panorama por tu cuenta».

Salva reparó en la continua atención que el brigada le dedicaba. Él le correspondería con su empaque desenvuelto y buenos modales. No le defraudaría. Tampoco a sí mismo. Estaba en el centro del fulgor y no dejaría pasar su oportunidad.

Después de admirar el camión —especie de vehículo ligero con grandes ruedas todoterreno y caja cerrada con lona—, dirigió su interés hacia los corros de gente, hombres y mujeres reunidos en animosa charla alrededor de las mesas mejor servidas.

Tablones sustentados por caballetes, colmados de fiambres y bebidas, se empalmaban hasta componer un cuadrado, en cuyo centro, sobre un pódium recubierto de lustroso terciopelo rojo, se alzaba una lustrosa y enorme bandera nacional. Una ráfaga de viento la hizo ondear, y fue entonces cuando se percató del detalle: el escudo era el del antiguo Régimen.

—… ondulando igual que el agua serena de un estanque agitada por el vuelo de una golondrina —captó que recitaba una voz remilgada, conocida.

Envuelto en aplausos, Urbano Arteaga cabeceaba con ufana y dilatada sonrisa. Su numen era especialmente elogiado por mujeres peripuestas como de boda.

—Es tan larga como la piscina lo es de ancha: seis metros —detalló una fémina que, sin advertirlo, se había situado a su lado.

Salva se giró con un leve sobresalto.

—Perdón, no la había visto —se disculpó; y no tardó en reconocerla.

Tras ella, el busto del caudillo, que unas horas antes había visto en La Pequeña Arteaga, le cuadraba con severidad.

—No te preocupes —le tranquilizó la rubia, con pronunciación melosa—. ¿Eres nuevo? —Salva afirmó con la cabeza—. Yo soy la que iba con el chico que tu compañero paró cuando bajábamos de Maracaibo, porque decía no sé qué de un STOP. ¿Lo recuerdas?

—Sí, un descapotable que no respetó…

—Ese mismo —confirmó ella con una risa breve—. Qué gracioso, el guardia viejo: nos quería denunciar; pero en cuanto nos conoció, nos dejó marchar. ¡Uy, si no me he presentado! Mi nombre es Marisa y soy la hija de Moisés Torcaces —se arrojó a las mejillas de Salva, estampándole sendos gomosos besos.

Salva sintió que se ruborizaba formidablemente.

—Bueno, y tú, ¿cómo te llamas? —continuó ella.

El interpelado balbuceó:

—Salva. Salvador.

—Pero te gusta que te llamen Salva. ¿A que sí?

—Me da igual.

—Qué bien te sienta el tricornio.

Salva no sabía qué responder.

—Ven, Salva, vamos a tomarnos algo. —Le agarró con apabullante descaro de la mano libre (la otra la tenía agarrotada a la correa del cetme) y lo remolcó hasta la mesa más próxima.

—¡Coge! —le alargó un vaso de sangría.

Salva lo tomó con rapidez para disimular así su aturdimiento; y ella, que sin duda se daba cuenta, parecía gozar. ¿Criticarían su conducta? Si acaso el que pasaba cerca le dedicaba una fugaz mirada de simpática aprobación.

Tenía que reponerse. Con donaire y creyendo que sería mínimamente original, dijo:

—Después de haber conocido a la hija de Moisés Torcaces, no creo que me suceda nada mejor en todo el servicio.

Ella risoteó el halago.

—Tengo que atender a unos amigos y arreglarme estos pelos —pegó un sorbo al vaso y lo dejó—. Nos vemos luego, ¿vale? —y se alejó airosa, intrépida. Descocada.

Marisa contoneaba las caderas ceñidas por una mini tan corta que Salva creyó ver que le asomaban las bragas entre los espesos muslos, y bajó los ojos con cierto sofoco que le sobrevino tontamente…

Sí: sus zapatos brillaban como espejos, que reflejaban una inopinada e incontrolable fatiga.

Se sujetó el sombrero con una mano y con la otra volcó el vaso de sangría en su boca hacia el cielo.

Al punto, su estómago —su soma entero— se sublevó.

Se había pimplado algo que en otras circunstancias jamás habría hecho. Ag.

Era un uniformado de la Ley y el Orden. Un guardia civil cabal. Soltó el vaso como el asesino que de pronto se descubre el arma homicida en la mano, y con el pulgar trabado a la correa portafusa, se dedicó a observar los diversos corros: Urbano Arteaga, el brigada y el jefe de Línea y otros desconocidos charlaban animados en un mismo grupo; muy cerca, el odioso chófer del teniente bebía risueño y repulsivo con otros dos guardias a los que identificó como conductores oficiales. Supuso que dejaría de caerle tan mal si a lo largo de la tarde entablaba conversación. Los mandos que pululaban eran un general de caqui, y del Cuerpo un general y un coronel. Los veía beber y gesticular con gran desparpajo y, al recordar el Reglamento, con ademanes, a su modesto entender, más que descompuestos. Sólo era un novato.

El brigada venía hacia él.

—¿Cómo te va, Salvador? —Y sin dejarle responder—. Ya veo que has hecho amistad con la hija de Moisés, nada menos. Eso está bien —le incitó con un guiño—. Me recuerdas a mí. Te deseo lo mejor, qué puñetas. Bien, a lo que venía: el general de la Zona quiere que un guardia se encargue del control de los coches que entran al recinto, según este listado —le entregó un folio—. Quédate en la entrada y los mandas a estacionar por detrás de las cuadras de caballos.

Creí que era un guardia civil, no un aparcacoches privado.

—A la orden, mi brigada.

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