Kitabı oku: «La ira del embaucado», sayfa 9
—Por supuesto que no —rechazó el guardia, amablemente.
El hombre se lo ofreció a Salva, pero en vista del poco éxito los colmó de alabanzas y finalmente consiguieron que prosiguiera el viaje, tan encantado como Salva se quedaba.
Lleno de orgullo, se dio a recitar en voz alta:
—«En ninguna ocasión ni bajo pretexto alguno, recibirá el guardia civil, regalos, bien sean en dinero, alhajas, ropas o manjares, pues estas demostraciones son siempre el precio a que se compra la infidelidad. —Goyo lo repasaba entre conmiserativo y atribulado—. El Guardia civil no hace más que cumplir con su deber, y si algo le es permitido esperar de aquellos a quienes favorezca, es sólo un recuerdo de gratitud.»
—Fabuloso —resumió Goyo—. Ahora déjate de leches, que se nos ha echado la hora. Volvamos a la estufeta.
Pero el jefe de pareja no completó su intención. Con un pie dentro y otro fuera del Land, quedó agarrotado en ese movimiento, escudriñando la vacía carretera… No: se aproximaba un coche.
Uno pequeño… verde.
—¡Mierda! —Goyo se palpó la cabeza, se abalanzó a por el quepis y tiró del cetme.
—¿Qué pasa? —preguntó Salva.
El coche portaba distintivos del Cuerpo.
—Es el teniente de la Línea —farfulló Goyo—. Tranquilo, Salvador —añadió en un acongojado susurro, mientras del vehículo recién parado descendía un oficial joven, de mirada adusta e inquisitiva.
Salva se sentía del todo tranquilo, de hecho, casi eufórico; tan sólo le preocupaba que en la precipitación la visera del quepis le había quedado demasiado baja, como más bien le gustaba y no se atrevía a contravenir por respeto a las órdenes o las indicaciones de sus mandos.
Estaba tranquilo, sí, y también confuso; no alcanzaba a descifrar el espanto de Goyo. El teniente venía enfundado en una gabardina reglamentaria… de invierno, en cuyas hombreras dos estrellas despedían rayos de sol por sus seis puntas. El tricornio lo portaba un tanto inclinado sobre la frente y eso le gustó.
—A sus órdenes, mi teniente. Sin novedad en el servicio —participó Goyo, golpeándose el pecho con el canto de la mano extendida.
Salva le duplicó el gesto con vigor y expectación.
—«¿Sin novedad en el servicio?» —retrucó el oficial, frente al mostacho del guardia; de soslayo, marcando al guardia joven.
Del coche salió un guardia segundo con gafas de culo de vaso, detrás de las cuales sus pequeños y achinados ojos miraban al desgaire. Sacó un trapo y se puso a limpiar los cristales con exquisita solemnidad.
—Nos hemos retrasado por culpa de un señor al que tuvimos que ayudar a cambiar una rueda pinchada…
—¿Me cree idiota, guardia? —le cortó el teniente—. Desde hace diez minutos ustedes deberían estar prestando servicio en otra parte. —El oficial encerrado en la gabardina se estiró, le apuntó con el mentón y resolvió—: La papeleta es sagrada. Démela.
Goyo suspendió momentáneamente el saludo para entregarle el documento.
Inclinado sobre el parabrisas, el conductor les espiaba con una especie de mueca corrosiva. Tenía los labios contraídos y dejaba ver unos dientes tan desatinados que a Salva se le antojó una cara singularmente molesta.
Aunque para molesto, la absurda permanencia con el cetme en el primer tiempo del saludo.
Una ranchera que se acercaba redujo velocidad, quizás temiendo un radar. Salva captó a los pasajeros enredarse con el cinturón de seguridad. La niña, con la frente pegada al cristal trasero, les miraba sonriente y embobada.
Y es que unos uniformados, rígidos como estatuas, la mano en el pecho, tenía que resultar harto llamativo. Ridículo.
—Usted: no se mueva, y súbase la gorra de las cejas.
Tal admonición fue proferida sin que el oficial despegara la vista de la papeleta. Pero Salva supo que se refería a él.
—Y sus botas no están limpias —agregó con idéntica desatención.
—Es por el trajín del auxilio prestado —repuso Salva con espontánea naturalidad.
El oficial despegó los ojos del papel con lentitud teatral, hasta cuadrar al guardia.
—¿Có-mo ha di-cho? —silabeó.
Salva fue a comenzar su explicación, pero se lo impidió la irrefutable réplica del superior:
—Cállese —y tornó a escrutar la papeleta tal que un criptograma interceptado el enemigo.
Salva, menos apocado que aturdido, enmudeció.
¿De qué iba aquel oficial con un gabán de invierno a treinta y tantos grados de temperatura? ¿Acaso no era antirreglamentario semejante prenda en semejante estación del año, por no decir que era una sandez?
¿Por qué no les permitía bajar la mano?
El sol rebotaba en el sombrero del oficial, cuya acendrada piel fosca daba la impresión de hallarse a punto de derretirse.
—¿Por qué estaba usted sin el quepis? —alzó la cara, ahora marcando a Goyo: el efecto visual se disolvió con el cambio de perspectiva—. ¿O también me lo va a negar?
Las caladas puntas del mostacho de Goyo oscilaron con laxitud.
—Sólo fue un segundo, para secarme el sudor.
—No me mienta. Le vi con los prismáticos, y sé que en ningún momento mientras estuvo fuera del vehículo llevó puesta la prenda de cabeza. Eso es una falta recogida en el Régimen Disciplinario. Voy a tomar medidas por su evidente incumplimiento del servicio.
Las estrellas de la gabardina relumbraban como inmersas en una jovial escaramuza de sables. En cambio, el cuello de la prenda, rezumado de sudor, cresteaba oscuro y repulsivo.
—Entienda la situación, mi teniente —se expresó Goyo en tono desesperado—. El paisano nos lo agradeció un millón de veces…
La patética hipérbole del guardia hizo sonreír al oficial.
—Cuando uno asevera tanto es que miente —dijo—. Lo que han hecho es Abandono de Servicio. La papeleta lo dice muy claro: «Vigilancia exterior de Las Torcaces». Y allí es donde tenían que estar, no en el arcén de una carretera. Para eso se les dan las órdenes: para que las cumplan; no para que tomen iniciativas.
El chófer terminó de limpiar y se los quedó mirando con descaro de idiota: sacaba la punta sanguínea de su lengua y la escondía, la sacaba… como un juguete lascivo. ¿Se burlaba de ellos?
—¿Cuántas denuncias han puesto?
—Todavía ninguna, mi teniente —respondió Goyo.
—Y usted qué hace moviéndose —pronunció el oficial, encarándose a Salva—. Está usted en el primer tiempo del saludo.
—Yo sólo…
—¡Cállese!
—A la orden.
—A la orden, ¿qué?
—A la orden, mi teniente.
—Ah, bueno. Estudiaré corregir tantas negligencias. Goyo volvió a la carga.
—Si me permite, mi teniente, creo que no tiene razones para…
—¿Cómo dice? —acercó el superior su rostro prepotente hacia el del contrito guardia, que, consciente de haber ofendido a aquel dios rocambolesco que tenía absoluto poder sobre el cuidado de sus melones, casi temblaba—. Has de saber que tengo dos muy claras —dijo, e inclinando el hombro izquierdo llevó los dedos índice y corazón de la mano contraria a golpearse sendas estrellas; acto seguido se enderezó agarrándose las muñecas a la espalda, para concluir con gravedad—: Estudiaré la providencia.
El conductor, atento como un can fiel y grotesco, rodeó el utilitario, abrió la puerta con ademán sibilino al superior y, tras cerrarla con exquisito cuidado, trotó a su asiento. Dio media —e ilegal— vuelta en plena calzada y se alejó como boyando en el asfalto rielante.
—Espero que no sea más de una semana —rogó Goyo con un temor ajeno—. Porque si no… Jodo, no podré bajar a regar. —Y aquí sí que se le descompuso el bigote sin que reparara en ello—. ¡Ay, Dios mío, mis melones!
Salva se creyó por un instante sumido en un delirante sopor.
Murmuraba y lo seguía creyendo porque nadie le respondía.
—Me van a corregir, me van a corregir…
Pero el manotazo de Goyo vino a corroborarle el golpazo de realidad. ¿Subyacente?
—Baja la mano ya, chacho. Lo que tenga que ser ya se verá. Mira que me estaba temiendo alguna jodienda con Las Torcaces. Pues justamente ha aparecido el tontopollas este y nos acaba de dar la tarde. Un correctivo esta semana me va a joder, pero bien jodido. ¡Cómo que tengo una fanega a punto!
Salva bajó la mano, pero no se subió la visera de los ojos. Sólo pensaba en que les habían dejado sin la papeleta de servicio. «Todo servicio será ordenado bajo papeleta…» Algo que recogía de forma taxativa el Reglamento, y sin embargo aquel oficial se permitía atropellar sin respeto ni pudor.
Barahona tenía razón.
En cuestión de segundos, su estado de ánimo había girado ciento ochenta grados, pasando bruscamente de la exaltación al estupor.
Con pasos tambaleantes, entró en el Land. Forcejeando contra el cristal y un acceso de náusea, logró cerrar la puerta y que el vidrio siguiera por entero en su sitio.
—Veo que ya sabes lo de la puerta. Con eso y lo de hoy y poco más, no tardarás en aprenderlo todo.
—¡Pero qué hemos hecho mal, joder! —estalló Salva, entre dientes. Experimentaba su ánima escocida como la sentiría un cañón tras el disparo, si fuera un ser vivo—. ¿Cómo es posible algo así si cumplíamos con nuestro deber?
¿Y cómo es que no recuerda que en la Academia le mencionaran contingencias de ese calibre?
Inmersos en un aliento de fuego, reanudaron la marcha.
—Tranquilo, figura: un guardia civil sin un correctivo es como un jardín sin flores —refirió Goyo con simplicidad irritante.
—¡Y una leche!… —se desesperó el guardia cuyo jardín iba a florecer—. No quiero que me arresten por una injusticia. Qué quería que le hubiéramos dicho a ese hombre: ¿que se las apañara solo o que nos teníamos que marchar a vigilar rutinariamente una granja?
Y su mente siguió por su cuenta: ¿Cómo es que es tan importante ese lugar? ¿Qué tiene de especial? ¿Cómo es que no admite un retraso de minutos? ¿Qué pasa con el orden de preferencias de los servicios?
Las Torcaces… Las Torcaces.
—Salvador, voy a decirte lo que haré en cuanto llegue a casa: me quitaré la camisa, la pondré en la percha y le diré: anda la que te ha caído hoy, querida. Cenaré y después meditaré tirado en el sofá, frente a la tele, y mañana, si es que no estamos arrestados, iré a mi huerto a cortar melones. Eso es lo que cuenta.
Torció por un camino entre cañaverales, y cuando llegó junto a una especie de obelisco o monolito de hormigón incrustado frente a un portalón, se apartó y se detuvo. Estaban en Las Torcaces.
Ante la vista del oficial, que charlaba con el propietario Moisés Torcaces, Goyo renovó su cabreo:
—¡Jodo, cómo no los pueda cortar!
¡NO! Yo no quiero ser así. Otra vez el eco en la calavera.
El guarda les saludó de pasada; no tenía tiempo para atenderles: hacía señales a un camión cargado de reses, que partía con prisas. Salva se percató de la vehemente conversación entre el señor Moisés y el oficial.
Aquél gesticulaba y éste asentía, quieto, mudo. ¿Cohibido?
La patrulla continuó por el sendero perimetral.
—Mierda de caciques —refunfuñó el guardia jefe de pareja.
—Creí que ya no quedaban.
—¿También crees que los niños vienen de París?… Bah, ya te acostumbrarás.
Salva bufó desalentado. Goyo igual que el guardia primero Barahona. Le ardía la cabeza. Si sufría un correctivo, qué pasaría con su carrera de guardia civil, de cabo, sargento… Quizá no llegara ni a guardia segundo. Hasta cumplir el primer año sería un eventual, y en situación crítica. Conjeturas aciagas como trallazos al corazón de la ilusión. Sentía nublados los sentidos, revuelta las tripas. Se bajó en marcha.
El coche del oficial abandonaba la finca. La desmesurada polvareda que levantaba era porque se llevaba una colosal carga de leales ambiciones. Las suyas.
La furiosa estridencia del motor, el bochorno enervante, la sístole remanente de los canutos con Velasco, la sensación de estar de bruces en la dimensión del absurdo, le hicieron llevar las manos al circundante muro coronado de cristales rotos y vomitar.
—¿Estás bien, figura?
Salva afirmó con la cabeza.
—Y es que primero son los amigotes de los jefes. Una costumbre sin papeles, ya ves.
¿Una costumbre caciquil inmune al fin del milenio y las transmisiones vía satélite?, discurrió Salva con un puntazo de vértigo, físico y moral.
—Y ya que este mamón se ha despachado a gusto con nosotros, nosotros nos vamos de tripeo —marcó Goyo con acento de revancha—. Al Caballo Blanco, casualmente del Moisés hijo.
Y así es como pasaron el resto de la tarde, para acabar en El Holandés, una cafetería de infinita mejor categoría que el garito del tal Moisés júnior, tal como el imberbe veinteañero se presentó ante Salva. En este segundo local, Goyo se apalancó en una mesa de mus, de la que no remontó los bigotes hasta cinco minutos antes de la hora en que finalizaban el servicio.
—Total, nos ha dejado sin papeleta. Según el Reglamento, sin ella podríamos habernos marchado a casa si hubiéramos querido —exponía con supremacía moral, de regreso a la base—. Con mis compadres el Tripas y Juan el médico hemos ganado casi todas las partidas. Diez rondas por la cara, Salvador. Ves, es lo que yo digo: que no hay mal que por bien no venga.
Salva consideró que semejante dicha tenía algo de innoble… Claro que, comparado con lo del oficial, lo de su compañero no pasaba de ser un mero y banal resarcimiento.
El vozarrón de Velasco saliéndoles al rellano, colmó de escarnio la indeleble tarde.
—Os acompaño en el sentimiento. Ha estado aquí vuestro teniente y os ha metido un cuerno de cuatro días a uno, y al otro ocho. Bigotes: adivina a quién le han metido los ocho —sonrió como si se le hubiera desgajado la boca.
En el interior de las dependencias retumbaba el futbolín y los gritos de júbilo del Polilla. Había algo inconcebible en aquella realidad. Realidad fragmentada. Subyacente, sí.
Goyo se mesaba el mostacho, se retorció las puntas hacia las mejillas. ¿Sonreía? Salva reparó en su futuro y se agarró la cabeza, y los dos guardias veteranos rieron ruidosamente.
—Que no, Salva, que ha sido una verónica de acojone —terminó por aclarar Velasco.
Goyo se echó mano a la entrepierna y prorrumpió:
—Esto, pa’tu teniente.
—Una leche —respondió el otro—. Si fuera mío ya lo habría tirado.
Salva les miraba sin comprender. Goyo tomó la papeleta que le tendía Velasco; se apoyó en la barandilla y, con fruición y lenta caligrafía, escribió:
Sin Novedad
Para curarle del susto, Goyo le trajo un melón.
—¡Eh, mariquitas! —gritó Velasco para los del futbolín—. Susaneger y yo contra vosotros dos. Los que pierdan se pagan unas latas de cerveza.
—¡Os vamos a arruinar! —exclamó Jorge.
Perplejidades, pasmos y rutina demencial. A jugar.
XII. EN EL FULGOR
1
Sobrepuesto a la conmoción moral de los primeros días, Salva se esforzaba por asimilar con rapidez acerca del insospechado y peculiar entorno en que tenía que desenvolverse. Poco a poco iba conociendo a sus compañeros. Analizaba sus comportamientos y sus variopintos consejos de los que a toda costa procuraba extraer lecciones para su anhelante superación.
Como una joven gaviota que prueba sus alas (poseída por «un devastador deseo de aprender a volar»), hacía salidas en busca de conocimientos, de pericia. De explicaciones. Y las imperfectas respuestas con las que topaba excedían con mucho las satisfacciones previstas.
Era 18 de julio.
Y su primer servicio con el comandante de Puesto: relaciones públicas.
A esas alturas del rodaje ya tenía claras unas cuantas cosas, entre otras que de algunos compañeros tenía muy poco que emular. En cambio, del brigada, un hombre de carácter introvertido al que le quedaban pocos años para el retiro, cauto, sobrio, de mirada cansada y distante, al mismo tiempo que inteligente y comprensivo, uno de los que más.
Desde hacía una hora, Salva tenía todo listo para la salida: uniformado con camisa sin guerrera, y tricornio y zapatos y cetme bruñidos como espejos; también el pepito, el cual había limpiado con entusiasmo y refocilo. Como solía expresarse Monti «entero y a base de bien».
El R-4 o pepito era el coche de protocolo y de servicios nocturnos en los que no arrancaba el Land Rover.
Pero entre uno y otro existía menos diferencia de la que pudiera suponerse a simple vista, a pesar de que uno arrancara haciendo uso de la llave y el otro no.
En el Land el cierre de la portezuela trasera consistía en un cordel que se amarraba a los asientos posteriores. Cuando no quedaba más remedio que abrirla, había dos opciones: o se aflojaba desde dentro o se daba un tirón y más tarde se reponía otro cordel. El cristal de la ventanilla del acompañante requería de continuo atenciones malabares, sólo para quedar intacto a la hora de finalizar el servicio y no verse uno atosigado por un sinfín de papeles con los que defenderse de la acusación de «Negligencia en la prestación del servicio». Tenía vetas de herrumbre que horadaban los bajos con sazonada lentitud en memoria de su peregrino pasado costero en las provincias del Levante. Por el calor que metía en el interior le llamaban la estufeta —calificativo de verano, porque en invierno lo rebautizaban con el de locomotora o cafetera, una época del año en que, por lo que comentaban, atronaba como si las bajas temperaturas lo hicieran tiritar terriblemente—; carecía de luz en uno de los pilotos traseros y de noche a la placa de matrícula la iluminaba la luna, incluso la nueva.
El pepito era otra cosa. Limpio pasaba por ser un coche seminuevo y a cierta distancia nadie podría sospechar qué pegas eran las que lo hacían impresentable.
Sí: por fuera parecía otra cosa.
El vehículo no habría pasado nunca una ITV ni por equivocación. Para empezar, los coches oficiales no estaban obligados a pasarla.
Salva advertía en ello una paradoja más dentro del insospechado desbarajuste en que se movía la Institución.
Con cerca de cuatrocientos mil kilómetros recorridos, hechos a base de trayectos cortos y constantes paradas y arranques, manejados por manos innúmeras, el enclenque motor aguantaba de milagro; el dibujo de los neumáticos —en coincidencia con los de la estufeta— apenas si se reconocía; el palier derecho chasqueaba en las curvas como un pato chiflado; la luz larga no funcionaba, tampoco las de frenado; gastaba 19 litros de media a los cien… Y el freno de pie no servía.
Todos en la Unidad le aseguraban que semejantes anomalías carecían de auténtica importancia si lo comparaban con patrullar en el Land en invierno: ubicados sobre un base ingrávida y roída, exento de calefacción, ensordecedor, azaroso y temible si el motor se paraba en campo abierto, manejarse con él en épocas de bajas temperaturas suponía un riesgo tremebundo, no menos que embarcarse a merced del albur.
El pepito, por lo tanto, era un lujo.
Y es que a excepción de la luz larga, le funcionaban todas las demás, la batería solía responder a la llave de contacto y como la carrocería se conservaba decorosa, entonces pasaba por ser un coche policialmente decente. Algunas personas recelaban de su frágil apariencia y osaban insinuar que, siendo ellas muy agudas o suspicaces, en realidad conocían que se trataba de una soberbia artimaña a fin de confiar y confundir a los delincuentes, ya que debajo del capó seguro que se escondía un motor bestial al estilo de Mad Max. El panzudo y guasón Félix les contaba que, lamentablemente, se les había visto el plumero y que, en efecto, en las entrañas del vehículo podía, en un momento dado, rugir un biturbo con veintitantas válvulas capaz de lanzar aquella débil y falaz estructura como si fuera un cohete supersónico. Por supuesto, no lo mostraba porque era secreto de Estado, y los enterados asentían y otros se quedaban boquiabiertos, aunque algunos enarcaban las cejas, no del todo convencidos.
Porque daba el pego y arrancaba con llave se le reservaba para actos de relevancia social. Como el de aquel día.
El brigada correspondía a una invitación oficial cursada por un grupo de influyentes locales, en celebración privada, donde asistirían importantes autoridades, entre las cuales figuraban la Guardia Civil de San Juan de la Sierra y en cuya representación iba el comandante de Puesto, y Salva de acompañante: una especie de respetable y apuesto edecán sin otro objeto que ensalzar el uniforme. Y él se deshacía de ganas.
Bajó el brigada y, sentándose al volante, le pidió que prestara atención: conducirlo era algo más que poseer un pertinente permiso de conducción.
—Requiere oficio —dijo. Y lo alentó a no dejarse intimidar por tan nimio detalle, el de los frenos.
Salva no terminaba de creerse que fueran a salir con un vehículo sin frenos.
—Hombre, tampoco es eso; tiene el de mano.
—¿Volveremos vivos?
—Eso espero —dijo el suboficial muy serio, girando la llave—. A la vuelta lo conducirás tú.
A Salva se le demudó el rostro.
El coche bajó a la calle cuando el guardia de Puertas, el recio de Carrasco —que a Salva le recordaba al cabo de su pueblo: amplio pecho, musculosos brazos, ancha cintura sin barriga— les hizo una seña sobria y contundente con la mano en alto. Con la excepción de los más jóvenes —Velasco, Jorge y Monti—, era el único con el que aún no había salido de servicio. Nadie se lo recomendaba. Se conducía enigmático y taciturno, y salvo un par de frases de puro trámite cruzadas en el pabellón, no habían conversado.
Dio paso al pepito con resuelta indiferencia y tornó a subir las escaleras sin dedicarles el habitual gesto de despedida que se intercambiaban el resto de compañeros.
El pepito rodaba, en comparación con el Land, suave y silencioso. Que ambos vehículos tuvieran que partir del cuartel de la misma guisa era debido en el caso del pepito a que si éste tenía que frenar al invadir la Mural, la maniobra sería impracticable por causa de la pendiente y la ausencia de frenos. Funcionaba el de mano, pero se corría el riesgo de no detenerlo a tiempo o de hacerlo culebrear, para acabar restregándose contra la cancela.
—Cuando quieras parar, pisas a fondo el freno de pie (que algo hace) y, a la par, el de mano —explicaba el brigada—. Suele funcionar.
Salva tragó saliva.
—Sin práctica, me temo que podríamos tener problemas… —dejó caer, intentando hacer ver al superior que debía reconsiderar su postura de ser él quien lo condujera al regreso.
—Tú mira y aprende —fue la respuesta del comandante de Puesto, mientras se acercaban a la señal de STOP. Al llegar, redujo a segunda, aplastó el pedal del freno tres veces consecutivas, tiró del de mano y lo soltó al instante, como si quemara; a continuación metió la primera, repitió el trajín con los distintos frenos, y el pepito se detuvo dócil y preciso.
—Lo ves: fácil —se ratificó—; peor están en Villarjo, que van a pie.
Salva se maldijo por haber deseado conducirlo. Lo mejor que se le ocurría era no darle vueltas. Si los demás consideraban normal circular en aquellas pavorosas condiciones, no sería él quien diera la nota. De las deficiencias se habían cursado varias órdenes de trabajo en las que se daba cuenta de las averías y se solicitaban repuestos indispensables. Todas postergadas.
—¡No las consideran urgentes! ¿Qué te parece, Salvador? Todas las órdenes, tan pronto les llegan, son indizadas en Pendiente. Y ahí se pasan las semanas, los meses y hasta los años. Y en lo del consumo me responden que acabada la partida presupuestaria, la fuerza saldrá a pie.
—Pero a pie sería un servicio casi inútil —se atrevió a enjuiciar Salva.
—Sí; pero a ver quién le pone el cascabel al gato.
En lo del cascabel se perdió. El brigada no dilucidó al respecto. Había retrotraído la conversación a ciertas mañas en el manejo que rayaban en lo inverosímil y él no quería pasar por impertinente o necio. Dejando atrás el pueblo y la gran curva que lo ocultaba, el brigada torció a un camino perpendicular, de gravilla, flanqueado por dos hitos, en ambos de los cuales estaba escrito: CAMINO PARTICULAR. PROHIBIDO EL PASO. Penetraron en un túnel de arbustos, rosales y arcos de hierro recubiertos de hiedra y madreselvas, y medio centenar de metros después se hallaron frente a un chalé octagonal, cuya fachada aparecía protegida por una marquesina, talmente que la de un cine. Grandes eucaliptos lo envolvían en sombra. Media docena de casas independientes, con amplias parcelas valladas, componían aquella urbanización que el brigada mencionó como la colonia Machaquito.
Y señalando al monte agrietado de zanjas y mondo como una calva que se alzaba por detrás, explicó:
—Porque esa es la serrezuela de Machaquito. La misma que manda otra de sus estribaciones hasta la trasera del cuartel. Y esta es la casa de don Alfonso De Lasheras, dizque un veterinario de mucho prestigio, o eso dice él.
El brigada paró el motor, y por un instante Salva experimentó la inquietud de que pudiera tratarse del Land. Pero era el pepito, que arrancaba con llave y por eso lo llevaban ese día de actos públicos.
El brigada pulsó el timbre.
En el borde de la marquesina descollaba una caja de alarma con un bulbo naranja. Un Nissan Terrano, personalizado con anchas ruedas y laterales decorados por un rayo irisado, relucía flamante a la sombra.
Dicho veterinario, un cincuentón bronceado y tonsurado, les recibió con atentos saludos. Enseguida trabó animada charla con el brigada acerca del calor veraniego y los preparativos de la ceremonia. Tras las puertas de vidrio del salón, las aguas de una piscina con forma de riñón ondulaban salpicadas de resol por el paseo submarino de un robot acuático de limpieza. Recostado en una hamaca, tomaba el sol un muchacho al que el veterinario refirió como su sobrino «Nachito», aunque sin duda era bastante mayor que Salva.
Cuando a los pocos minutos el brigada dio por concluida la visita, el veterinario le pidió un favor que tenía que ver con llevar a un tal Urbano un cachorro de perro que, al parecer, le tenía prometido. Aceptó el brigada sin afecto y sin reparos y ya en el pepito convinieron en que la misteriosa ceremonia sería, un año más, «una gran conmemoración de leales».
Con el animalillo acurrucado en el asiento posterior, reanudaron el circuito protocolario.
—A juzgar por la casa y el coche, no le deben de ir nada mal las cosas —comentó Salva, con los ojos en el espectacular todoterreno que se empequeñecía en los retrovisores del pepito.
—No marcha mal, no. Este chalé lo utiliza en verano y fines de semana —entró en la C-215 y le siguió informando—: Pero los hay con más dinero. Por ejemplo, el que vamos a visitar ahora. Otro que ha tenido muchos negocios. Hasta hace poco fue constructor y antes tuvo ganado. Fracasó en ambos y ahora desconozco a qué se dedica. También está Moisés Torcaces, y Parra, el de las grúas. Gente de dinero en San Juan. Y mucho poder —resumió con críptica dicción.
Poder, conmemoración de leales. Ah, gente importante.
Y yo voy a lucirme, dedujo Salva, impaciente.
Llegaron a la plaza por la Mural, cruzaron bajo un panel publicitario —tal que el reloj del pabellón de solteros: CÁRNICAS MOISÉS— y tomaron una calle empinada. En seguida se hallaron en las afueras, entre eras antiguas, desdentadas de cantos y erizada de yerbajos.
El brigada fue a detenerse al único edificio extramuros en aquella parte del pueblo, un caserón rodeado por un zócalo de piedra agregado de setos y arizónicas. Frente a una verja ciega, hizo sonar el claxon. Respondieron ladridos, el cachorro humilló la cabeza.
Engastada en una de las rocosas jambas, coronadas por artísticos faroles, una cámara de TV se puso en movimiento, silenciosa, secreta y ostensible a la vez. En la otra jamba y con letras doradas por sobre un buzón gárgola, se leía: LA PEQUEÑA ARTEAGA.
La verja se desplazó lateralmente. Apareció un sendero enlosado en forma de Y. El ramal izquierdo conducía hasta un porche sostenido por tres arcos; el otro hacia un lateral de la vivienda donde se derramaba en una especie de elegante terraza de bar, tomada por sillas y mesas de hierro forjado pintadas de blanco.
El tamaño de la casa, de una sencillez imponente y excelente estado de conservación, doblaba a la del veterinario. Entre árboles frutales, protegido por una caseta de madera, un BMW rojo de afilado morro asomaba como un hurón en la boca de su madriguera.
En batín y babuchas surgió un individuo de cabello ralo —largos y escasos pelos le partían de una oreja, le cruzaban la calva esplendorosa y se confundían en la contraria con pelusa retorcida—, se apoyó sonriente en un busto que presidía el centro de la arcada y les blandió la mano con aspavientos un punto amanerados.
—Urbano Arteaga —dijo el brigada, clavando el pepito con un suave tirón del freno de mano.
El anfitrión se despegó del pulimentado busto —era del general Franco y tenía una inscripción en la que Salva, por una sensación de pudor, no quiso distraerse en descifrar—, pasando a enredar sus blancuzcas manos con el cinto del batín, cuyos faldones ondeaban tras él.
—¡Mi casa para la Guardia Civil! —exclamó. A las espaldas de los recién llegados, el zumbido electrónico retabicando.
El brigada le mostró el porte gratis, sin llegar a bajarse por temor a lo imprevisto de la manada de perros que, babeantes y frenéticos, se apiñaban en torno del pepito.
—¡Ohi, ohi, muchísimas gracias! —celebró el anfitrión con dos palmadas, y se inclinó a la altura de la ventanilla de Salva; su rostro ovoide y abotargado brillaba de grasa. Salva contuvo un visaje de repulsión física—. El muy sinvergüenza prometió traérmelo hace tiempo y gracias a ti, brigada y… al pipiolo —precisó al percatarse del joven guardia—, al fin lo tengo. Porque es nuevo, ¿verdad?
—Sí: Salvador, nuestro nuevo fichaje.
—¿Y crees que habremos acertado?
—Me da que sí —contestó el brigada en un tono de firmeza exento de retórica.
El suboficial trasladó el animal a su dueño.
—Cualquiera sabe —repuso Urbano—. Esta juventud no quiere más que música y cachondeo —depositó dos amorosos besos sobre la cabeza del animalillo—. ¡Ohi, ohi, qué lindo! —chilló y levantó una oleada de ladridos celosos en los otros perros—. Yo lo veo por mi hija Yénifer. Se pasa la vida de fiestas y las semanas enteras sin saber de ella. ¡Contentos nos tienen!