Kitabı oku: «La ira del embaucado», sayfa 12

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Pero eso a Salva no le importaba y por lo pronto había sido requerido. Fue a cogerlo por el brazo, pero se adelantaron el coronel Benito —con una cogorza gemela a la de su colega de promoción— y el teniente Miñón —parecía por entero sereno.

Salva desistió. El general se liberó con un brusco tirón de brazos.

—Que me dé novedades —rugió el acuclillado borracho—. Y… ¡salúdame!

Quería levantarse por sí solo y rechazaba los hilarantes auxilios que se le ofrecían. Manoteaba como un jayán que se ahogara. Sus ayudantes no sabían por dónde cogerlo. Sujeto el tricornio por el barbuquejo, le botaba aquél en la nuca al modo de esos forajidos de las películas que huyen a galope tendido con el sombrero brincándoles en el cogote.

Logró incorporarse, se sacudió los pantalones, se estiró el jayán benemérito los faldones de la camisa, y se puso firme; oscilando, esperando.

Salva descansó militarmente el arma. No sabía si aplicarse para que lo dejaran en paz o pegarle una patada al fusil y salir corriendo zumbado de quijotesca sedición. Nada de estupideces. Hasta ahí llegaba su perspicacia. Pero si lo hacía con brío quizá le exigieran otros movimientos. Y si se operaba con anorexia marcial se lo harían repetir como una veta de descojone integral.

Pegó la cantonera al pie derecho y ejecutó el primer tiempo del saludo.

Energía y rapidez, la cabeza bien alta, la mirada severa. Se alzó un murmullo de admiración: de carnavalesca admiración. La sangre se le agolpaba en la cara sintiendo el irisado cambio de la gama hasta el rojo azafrán y luego al blanco-ira.

—Vete —espetó la autoridad militar, y se desplomó sobre una silla como una marioneta a la que hubieran soltado los hilos.

Salva ejecutó un segundo tiempo enérgico y contundente, con el que ansió elevarse y distanciarse.

Pero tan pronto hubo concluido, comprendió que en medio de aquel oprobio de locura porfiaba con escrúpulos superfluos y que a nadie importaba ni su pundonor ni su gallardía.

Les sostuvo la mirada con intrépido desafío: ni le miraban. Tanto si lo requerían de bufón como si le daban la espalda, Salva sentía desmoronarse en un acerbo ridículo del que no acertaba cómo reaccionar honrosamente. La eufórica indiferencia de aquella manada de miserables y su incapacidad para rebelarse, embotaba su espíritu y la noción entera que de sí mismo tenía.

No estás hecho de la madera que pensabas, ¿eh?, pardillo.

Circulaban siluetas por la parda cota del talud. Seguro que alguno le habrá reconocido y cuando cruce conversaciones tendrá que esforzarse en parecer lo que es; unos lo insinuarán con complicidad (nunca se sabe lo que puede pasar el día de mañana), otros fingirán no saber nada, pero no podrán velar su recelo cuando él refiera sus rectos sentimientos; y otros —los que no alternan con los guardias— le denotarán su mudo asco con miradas perdidas o bruscos giros hacia la socorrida meteorología. No engañará a nadie. ¡Todos le sabrán un hipócrita! OTRO IGUAL.

El susurro melifluo de Marisa vino a cambiarle de agitación.

—¡Vaya, quede!

—No me he quedado con nadie: se han reído de mí… Son unos fachas.

—¿Fachas? —ella se le acercó; apestaba a perfume—. Pues claro. Es justo lo que celebramos. Dime: ¿qué tal si te enseño otra habitación? — ronroneó lasciva.

—Vayamos —concedió con menos fogosidad que deseo de evasión.

Acrecía el trastero mental.

XIV. EN EL PRINCIPIO ES LA ILUSIÓN QUE TODO LO CIEGA

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—Creo que a quien mejor le ha ido la fiesta ha sido a ti —le felicitaba el comandante de Puesto, saliendo de madrugada de Las Torcaces con el imprevisible pepito. Por fortuna, no cumplió o había olvidado el anuncio de que a la vuelta lo conduciría él.

—¿Por qué dice eso, mi brigada?

—Me alegro de que siguieras las órdenes desde… un buen punto de vigilancia. Ya sabes… —remarcó de soslayo—, lejos del bullicio. Pasear con una chica es más divertido que arreglar el país o rajar del Cuerpo. ¡Quién pudiera volver a tu edad para corregir errores de por vida! Vosotros los jóvenes no debéis dejar pasar ninguna buena ocasión, y si te va bien con esa muchacha, no la desaproveches —lo alentó sin ambages—. Moisés tiene mucho dinero y si su yerno le cae bien, ese yerno no tendría de qué preocuparse en el futuro.

—No es algo serio lo que tengo con Marisa —respondió Salva, procurando dejar claro que era poco probable que surgiera algo formal; en realidad, estaba seguro.

—Lo sé, lo sé —se expresó el brigada, exhalando ron—. Pero me has recordado mi juventud, cuando yo estaba destinado en la costa de Gerona. Era muy joven, y amaba la Guardia Civil. Por encima de todo… —añadió con un puntazo de amargura—. Allí conocí a Marta. Nunca querré a una mujer como la quise a ella. Nunca. ¡Como si fuera posible que a mis años uno pudiera volverse a enamorar! —Un bote del pepito coincidió con el retorno a la nostalgia—. ¿Te imaginas?

¿Eran figuraciones suyas o los ojos de aquel hombre destilaban lágrimas? A Salva se le antojaron más allá de los efectos del alcohol.

El brigada conducía muy despacio, y no sólo por aquel inseguro mecanismo con ruedas que era el coche oficial: daba la impresión de hallarse abstraído en penosos recuerdos.

Tras un minuto de silencio, se pasó los dedos por el cuadrado corte de cabello y prosiguió:

—Ella era maravillosa; ella fue lo más hermoso que me ha sucedido. Me quería. Nos queríamos. Y yo la abandoné. La abandoné por un fulgor. Creo que nos enamoramos el primer día de conocernos; a la semana de vernos, por descontado. Fueron sus preciosos ojos marrones, marrones como las hojas de otoño que recién caídas doran el suelo, los que me atraparon. Siempre que estaba triste se le oscurecían. Su pelo largo y su tez tenían el mismo color. El color de mi felicidad, que yo desprecié como un sandio —masculló y enmudeció, retractado o quizás avergonzado de desahogarse delante de un subordinado extraño.

—A los dos años de novios hablamos de casarnos —reanudó con melancólica viveza—. Sus padres, dueños de un pequeño club náutico, lo aprobaron sin objeciones. Dado que era hija única, me ofrecieron participar en la dirección del negocio. A cambio tendría que dejar el Cuerpo. ¿Qué te parece, Salvador? —le volvió la cara. La exigua luz del cuadro de mandos infería a su apenado semblante un tintazo luctuoso—. ¿Fui o no un sandio, eh?

Salva simplemente le escuchaba. El suboficial llevó los ojos a los dos metros de luz corta que los faros restregaban contra el camino. No se veía ni se auguraba elemento alguno. Si se aproximaran a un pozo, caerían.

De pronto, dio un sereno volantazo. Entraban en el asfalto.

—Yo no tengo pensamiento de dejar el Cuerpo por Marisa —afirmó Salva.

—¡Válame Dios! —saltó el conductor—. Dejar el Cuerpo. ¡Qué falta de entendederas! Maldita sea mi suerte. Yo creía en la Guardia Civil. No veía otra cosa… Y me quedé sin ella. ¿Que cómo? —Embargado de curiosidad, Salva ni respiraba—. Por el curso de Unidades Fiscales me mandaron a Cádiz. Para mí era como cruzar el umbral de mis sueños. De mis sueños verdes, podríamos decir. Yo sí que estaba «verde». Y allá que me fui, tan recio, tan contento, tan gallardo, tan alborozado por verme ya armado guardia civil Especialista, que el gozo me reventaba por las trinchas del uniforme, cual moderno Quijote que saliera de la venta ya armado caballero.

Suspiró con pesar.

—El fulgor, Salvador, el fulgor no me dejó ver entonces la realidad subyacente. Ella me insistió, sus padres me insistieron. Todos me querían, y yo, un pipiolo iluso, no supe apreciar el valor de tener a la mujer que amaba, con nuestro futuro resuelto con el pequeño club náutico que daba tanto dinero que el padre no se atrevía a invertirlo porque le daría muchísimo más y no sabría qué hacer porque se sabía viejo. No viviré lo bastante para arrepentirme. Y no hablo sólo de dinero —declaró abandonando el tono afligido—; éste está bien, bien por lo que te da de independencia y libertad. Imagínate poseer el suficiente para no depender de nadie: a tus actos los llamarían extravagancia y a la espontaneidad de tus pensamientos, insolencia. Como dice Sancho Panza: «Sobre un buen cimiento se puede levantar un buen edificio, y el mejor cimiento y zanja del mundo es el dinero». No es cuestión de codicia, no, sino de subirte al tren (en mi caso al barco), cuando se te para en las narices. Era un barco de dicha… —retomó la hebra mustia—. Sentimos la vida si amamos, y si no, vamos a la deriva. Como yo.

De sus pupilas de vidrio brotaron lágrimas que se deslizaron por las mejillas cuarteadas. Salva no quería mirarle. No le preguntaría por aquella etapa de su vida, qué hizo después, cuándo comprendió el error.

Cómo pudo dejarla y olvidarla.

—¿Y…? —se le escapó en un silbido.

El brigada compuso una sonrisa, lúgubre.

—Pues que vivo de su recuerdo. Los hay que beben para olvidar. Pero yo a la segunda o tercera copa es cuando la extraigo de mi memoria y del mar. Resplandeciente y renacida. Jamás la olvidaré y jamás me lo perdonaré. Quiero mucho a Dolores, pero primero quise a Marta y su perdición fue, es y será la mía. Los años, los infinitos lustros que ya han pasado, no han conseguido borrármela. Ahora mismo la estoy viendo —pronunció con morbosa delectación—, con esos gestos tan exclusivos y seductores que tienen las personas que han imantado nuestros cinco sentidos. La gracia con que me toma por el codo… En Cádiz iniciaría mi carrera —viró con repentina excitación—, para comerme el mundo. Porque al principio es la ilusión que todo lo ciega. Porque yo quería ser cabo y luego sargento y oficial. ¡Y he llegado a ser una puñetera mierda! —Su voz adquirió un matiz de furia impensable. Salva nunca le había visto ni imaginado así—. Soy un mierda con galones de brigada. A cambio de esto la perdí y me perdí de por vida. Cuando comprendí que mis ilusiones eran vanas, ya era tarde. Supe que lo lamentaría el resto de mi existir. Así ha sido.

—En mi caso no hay ninguna propuesta de matrimonio —reiteró Salva, impresionado por la vívida narración.

—Ya sé que los chicos de hoy no decís esas cosas así como así —respondió el brigada con afecto—. Pero es que tu experiencia me ha recordado la mía, y siempre que estoy en una celebración, aunque sea tan atípica como esta, no puedo evitar entristecerme un poco. No quisiera que te sucediera lo que a mí; sólo hacerte ver que las posibilidades de felicidad son perecederas y ninguna se repite. Debes jugar limpio con los sentimientos.

—¿Se lo dirá al señor Moisés?

El comandante de Puesto aleteó una mueca burlona. Salva se inquietó.

—¡Por quién me tomas! —exclamó, mirándolo como si fueran amigos de la misma edad—. Cuando digo sentimientos me refiero a los de uno mismo. En lo que atañe a Moisés, él sabrá la clase de hija que tiene, y ese no es mi problema. Sólo espero que hayas dejado bien alto el pabellón.

Ambos sonrieron como viejos camaradas.

Aquel hombre que era su superior no tenía doblez. Hablaba de sueños rotos. Eso le interesaba.

—¿Qué ocurrió con Marta? —tuvo el atrevimiento de inmiscuirse en lo personal.

El brigada recuperó la sombría expresión. Escoró la cabeza hacia la ventanilla, como si buscara sentir la brisa que emanaba del río.

—Este olor me recuerda los amaneceres mediterráneos, cuando se encendía el mar y el perfil de Marta. Que empiece el día. ¡Que empiece ya! —suplicó en un susurro atormentado—. Que venga la luz para yo saber que no sigo varado en aquel embarcadero donde quedaba con ella, viéndola marcharse, ella rogándome con sus ojos marrones oscurecidos, y yo que no hago nada, y me quedo solo, con mis dudas y mis tonterías, en medio de necias celebraciones en las que se grita Viva España y que la Guardia Civil muere pero no se rinde, cumpliendo correctivos amordazantes, viendo imágenes de guerra a dos mil y pico kilómetros de mi casa mientras mi mujer se enfada porque la cena se está enfriando —relataba con énfasis delirante.

Salva apenas podía seguirle.

—Me llama de vez en cuando… Me llamaba —se corrigió—. Pero yo nunca me ponía al teléfono, porque yo quería volar y no iba a permitir que me encerraran en un próspero y cómodo negocio familiar, porque yo quería realizarme en una Guardia Civil cuyo fulgor me cegaba: los árboles que tapan el bosque, dice el refrán, pero un día me di cuenta de mi equivocación y fue cuando me arrestaron por segunda vez, por no permitir que se pasara tabaco de contrabando para usía, y denuncié la trama y hubo juicio y no me callé ni cuando me amenazaron con expulsarme: no me importaba, ya no quería ser guardia civil, pues que sólo la quería a ella, y como toda persona arrastra singulares tribulaciones y salir de ellas representa la felicidad, pues para conocer ésta en toda su enjundia es imprescindible un mínimo sufrimiento, y así, cuanto mayor haya sido éste mayor será aquélla, yo imaginaba nuestro reencuentro con la mayor felicidad del mundo, y a San Feliú que regresé, para darme cuenta de que era demasiado tarde, y es que acababa de casarse, y el mayor mazazo fue que al verla paseando del brazo de su marido supe por el marrón oscuro de sus ojos, como hojas podridas, que no era feliz, y entonces en el juicio no pude demostrarlo, nunca se puede demostrar nada, pero fueron benévolos conmigo y no me expulsaron, me dieron a elegir Ceuta o Bilbao y me dio igual pues que me enteré de que el marido la maltrataba y le seguí la pista como un espía rastrero, esperanzado por los rumores de separación, deseando volver para alejarla de la tristeza y llevarla (llevarnos) a la felicidad, a la recia felicidad que da el reencuentro imprevisible, pero el orgullo juvenil me pesaba más de lo que yo estaba dispuesto a confesar, y cuando por fin me decidí resultó ser un día después de su funeral, pues que el hijo de la gran puta con el que se había casado había cumplido la promesa de que sólo la muerte los separaría: la ahogó tirándola al mar, atada a un motor fuera borda, es por eso que nunca he dejado de oír su chapoteo pidiéndome ayuda y es por eso que estuve por seguirla, pero una vez más me faltó valor, y la rabia y el dolor me oprimen desde entonces como un amago de infarto, un infarto que su padre apenas pudo superar una semana después, pero no al mes siguiente, y yo, treinta años después, sigo al borde. «¡Oh memoria, enemiga mortal de mi descanso!» —concluyó recitando (más bien farfullando) sin lirismo y sin quietud.

En el puente del molino, el sempiterno clack-clack de las transmisiones del pepito se acrecentó hasta producir dentera, y por motivos diferentes, de lo viejo y de lo nuevo, de lo que fue y de lo que será, aflicciones voraces abatiendo a dos compañeros, infirió Salva.

Y, olvidado de todo, se sintió a gusto.

XV. DESTELLOS EN LA OSCURIDAD

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No pensaba salir.

Y de hacerlo, lo haría solo, por mucho que el Reglamento fomentara lo contrario. Después de todo, éste decía demasiadas cosas que nadie más que él pretendía querer cumplir. La conducta gregaria incitada por los Reglamentos se le antojaba anticuada y borreguil. No repetiría con Velasco. Rajar del Cuerpo y beber cerveza terminaba por ser aburrido, aunque se conocieran «pendones».

Antes de cenarse el bocata de atún que tenía preparado, doblaría unas cuantas veces la barra de torsión, sudaría 400 abdominales y recorrería el diáfano salón del pabellón haciendo el pino, entreteniendo a sus impasibles espectadores: el diván y el reloj de CÁRNICAS MOISÉS, con su banderola añadida por Monti, para quien el Cuerpo debía impregnarlo todo.

Rotaba articulaciones con pequeños saltos, cuando la puerta de Carrasco se abrió por sorpresa; en ningún momento había supuesto que su compañero pudiera encontrarse dentro.

Pasó al baño en ascético silencio, se oyó el grifo, retornó ancho y sigiloso a su habitación, para reaparecer al poco, dedicado esta vez a echar el descomunal candado que atrancaba la puerta. Cerró con vueltas ruidosas y petulantes y luego cruzó el salón sin ni siquiera dirigirle un movimiento de cabeza.

Un tipo raro el Carrasco. Raro de verdad. Caía mal a todo el Puesto, y a él ya empezaba a ocurrirle. ¿De qué se las daba? Sin duda, el que mejor le caía era Montilla. Lástima que no coincidieran en los salientes de servicio. Además, la chica con la que salía absorbía todo su tiempo libre, y según la áspera rumorología de la Unidad, más de lo que ella deseaba.

Con el Polilla congeniaba no sólo por edad. Ambos coincidían en delectación profesional y amor sustancial al Cuerpo. Le superaba en antigüedad por pocos meses y hablaba y sentía la Guardia Civil con un entusiasmo acendrado y tenaz. Su cuarto por doquier era una muestra de variados emblemas institucionales: pegatinas —«SI ME NECESITAS, LLÁMAME» reza la más repetida, en la que un lechuguino vestido de guardia civil aparece en jarras con expresión jovial—; pisapapeles —una rechoncha figurilla con un desmesurado tricornio— y un montón de bagatelas como bolígrafos, camisetas, llaveros…, y en todos ellos el rombo con hacha y espada.

Un banderín nacional —y constitucional— y otro de la Patrona del Cuerpo presidían su mesa.

Montilla todo lo justificaba —las decepciones, el avasallamiento disciplinario, la increíble desfachatez de la superioridad— en pro de un futuro mejor, como si el hecho de ser guardia civil estuviera muy por encima de no ejercer como tal.

En cambio, él, atento y desvelado por lo substancial del deber, sabedor de hallarse rodeado de actitudes en las que predomina un resignado conformismo, la astuta desidia o la pura apatía, se veía desfilar con el paso cambiado por los blocaos de la frustración. Una clase de frustración exasperante rayana a veces en una especie de ira imprecisa.

Se veía como un estandarte —como un guiñapo— a merced de vientos —doctrinas— implacables.

Sus ambiciones truncadas por la fanática rutina que todo lo rige en aras de un folclore rancio, banal, retrógrado…

Le oyó subir las escaleras, saliente de servicio, urgido por la cita con su chica que le ponía cuernos.

—¡Hola, musculitos! —exclamó, vadeando mancuernas como en un ejercicio de pista americana—. Tengo que cambiarme de ropa y me largo. Y tú qué, ¿es que no piensas salir un sábado por la noche?

—Si acaso después de cenar —jadeó Salva, haciendo fondos entre dos sillas—. Por cierto, si quieres ahí tengo atún y pimientos morrones.

—Gracias, pero hoy… «cenaré» otra cosa —y soltando una risita de sátiro, que más bien le quedó como un chirrido infantil, voceó desde su cuarto—: Tú ya me entiendes. Vente conmigo y te presento a una amiga de mi novia. Te advierto que está muy buena. Y están al caer.

—Te lo agradezco —dijo Salva, ahora afanado en extensiones de tríceps con mancuerna tras nuca—. Pero antes quiero acabarme el entrenamiento, y luego ya veré.

De la calle subieron dos toques de claxon.

—Hasta luego, musculitos —Monti pasó raudo, sorprendentemente cambiado de ropa, el rubio cabello erizado por la gomina.

A las órdenes del segundero de su reloj de campanas, alternaba ejercicios isométricos con la nueva barra de torsión. Extendió los brazos frente al pecho y la postura le evocó su presentación militar con el cetme el día de la patriotera conmemoración. Él en el centro de la infamia. El ritmo cardíaco se le disparó al margen del ejercicio físico. Doblaba frenético el muelle; hasta que el ácido láctico le bloqueó los músculos en brazos y pectorales y una de las empuñaduras se le escapó y a punto estuvo de partirle la cara.

La barra se le escurrió y el muelle rodó por el terrazo con la visión de un sinfín insoportable.

Cerró los ojos.

Respiró abdominalmente.

Se tendió en el diván para trabajar oblicuos.

Llamaron a la puerta. Era el brigada, que quería anotar el número del calentador y otras anomalías: la undécima petición de arreglo dirigida a la Comandancia.

Al marcharse le dejó una de sus poéticas recomendaciones:

—Deberías salir, Salvador. El aire en esta esfera está viciado, más muerto que el de la Divina comedia.

—Quizás lo haga.

Trató de proseguir con la serie interrumpida.

Pero el vuelo de su estampa haciendo el Presenten Armas al compás de una bacante sonrosada con un tenedor como batuta o dando novedades a un borracho con divisas de general y un uniforme igual al suyo, le aturdía, le impedía concentrarse. Lo asfixiaba.

Lo violentaba.

Tenía que salir.

Este aire está muerto.

Se daría una ducha. Fisgó por la ventana. Monti mantenía animosa charla con dos estupendas féminas. Una era su novia; la amiga valía la pena corporalmente. Vestía minifalda y le captó dorados y prietos muslos, como el resto de lo que se insinuaba por arriba. Cambió de opinión: bajaría. Pero ya se marchaban y él estaba en albornoz. No debió rehusar tan a la ligera la invitación de su amigo. Se acordó de Marisa. Tal vez la viera en la discoteca y pudiera repetir las furtivas y fogosas escapadas de Las Torcaces.

Bajaría al Bordaluna.

A pesar de la ducha con agua fría, se complació en imaginar que repetía la aventura esa misma noche en cualquier lugar. O a lo mejor no fuera con Marisa, sino con Paloma, que conduce coche propio y siempre va sin cinturón y a la que había parado en dos ocasiones. La reconvenía, se reían, ja, ja, y hasta otra. Sería alucinante poder subirse con ella y morrear sus labios carnosos, ambos restregándose en desenfrenada concupiscencia al amanecer, en las eras del pueblo o en el merendero de Los Varales o al lejano páramo de Matallana, y en cualquiera de ellos arrojados al vulturno del deseo, unidos por Príapo, bocas y sexos, fuego en la piel brillante, enajenados de lujuria y fricción, y de corrida acaso ella le bruñera el bálano como Marisa en la segunda tacada, rematando encajados, yéndose en espasmos extáticos, en medio de una coral de gritos, jadeos, convulsiones…

Se recostó contra la pared, exhausto como un corredor de maratón.

He de reponer fuerzas, se dijo, acordándose del bocadillo de atún.

Se reduchó, cenó y a eso de la medianoche partió ansioso por ver cuánto de la calenturienta presunción se cumpliría.

Camino de la discoteca se cruzó con el Land Rover. Dentro iban Goyo y Velasco. Les dijo a donde se dirigía y en el acto le previnieron de que podían cazarlo como a un pardillo. Goyo le recomendó que un buen braguetazo y adelante y Velasco dijo que sin su compañía se comería «el centro de una rosca». Y avisó:

—Ten cuidado no te hagan una verónica. Que hay mucha cazapicoletos por ahí.

Salva les deseó buen servicio y continuó su ruta al Bordaluna.

No dejaba de obsesionarle lo visto y sufrido un 18-J salido de las páginas truculentas de la Historia. Era un número de la Guardia Civil; uno bien novato, y como recordaba del capitán Parterra, no se les pagaba por pensar, «sólo por obedecer», y Félix también pensaba así y añadía que cayendo la nómina todo lo demás era prescindible. Y con rumias tales, bajo un cielo tachonado de neón y una luna cuajada de brillantina, penetró en el garito. ¿Triunfaré?

Ya veremos, suspiró, embestido por un retumbe tenebroso.

Dio una vuelta exploratoria, y como no vio a nadie conocido fue a encaramarse a uno de los altos taburetes de la barra; allí saludó al dueño del local, que en cuanto lo reconoció como guardia civil le invitó a lo que quisiera. Pidió una tónica, conversaron a gritos un rato y luego se entretuvo con la máquina de videojuegos, una aventura de tiros llamada Thunderkiller.

Se trataba de conducir un musculoso y armado héroe a través de un periplo mortal en el que una nube de guerrilleros surgía por doquier, disparando con ilimitada variedad de armas.

Con milagrosa habilidad, superó la primera fase; en la segunda —un campamento enemigo que debía arrasar—, la puntuación se lentificó peligrosamente; y además, su nivel de reserva vital —una barra amarilla que de repente enrojeció— menguaba sin reposo. Francotiradores clónicos asomaban, disparaban y se escondían con descarada inmunidad. No daba abasto. Se extinguió la barra roja. Sobre la imagen congelada en la que había sido abatido centelleaba un aviso y una invitación: THE GAME IS OVER. INSERT COIN. Puso otra moneda y el resultado no pudo ser peor.

Apenas hubo iniciado la partida, perdió los puntos y la energía del tirón, como si el insert coin nunca se hubiera borrado.

O he tenido mala suerte o antes la tuve muy buena, se dijo sin más preocupación que toparse con Marisa y sobarse entero y a base de bien.

Deambuló sin consistencia por la planta de arriba y bajó en seguida. Sin novedad. Se pegó a la barra con otra tónica y esperó… Apenas un minuto cuando la vio entrar con una falda tan corta y tan ajustada como la había imaginado. El escrutinio visual de los pechos sin sujetador bamboleándose sin recato le encendió. No sería tan mala la noche como empezaba a temerse. Salió a su encuentro y ella le ofreció su mejilla, al tiempo que formateaba un tenue beso al aire.

—Hola, Salvi, ¿cómo te va? —le dijo con cierto alarde de timidez.

—Bien, ¿y tú?

—Ya ves, he quedado con un amigo y el muy cabrón sin venir —espetó toda ella muy fina, y muy reteñida: venía de platino.

—Ah. ¿Y qué te parece si te olvidas de tu amigo y nos tomamos un cubata?

—Bueno —concedió Marisa, sin dejar de mirar a la roja cortina de la entrada.

Salva apartó con gesto de triunfo el refresco burbujeante y pidió un par de balumbas —que fue lo que ella sugirió; por lo visto, coñac con chocolate.

A los cinco minutos de aburrida y escasa conversación, Marisa dio un bote de alegría, levantó la mano, la sacudió en el aire, y un tipo currutaco y relamido se le acercó. Se abrazaron y se mordieron la boca con un ahínco que desmentía un simple beso de bienvenida.

Un descalabro humillante, advirtió con tirria y desesperación Salva, en tanto que aquellos dos estúpidos no se despegaban.

—Es mi novio —acabó por informarle Marisa en un respiro.

Farfulló las presentaciones, apuró el balumba con el meñique exageradamente estirado y, tirando del lechuguino, dejó a Salva compuesto y sin perspectivas: alelado como si le hubieran arrojado un cántaro de agua helada. Incluido el cántaro.

Renegó del coñac; se le habían quitado las ganas de coger ese puntillo que le pudiera ayudar a desinhibirse. Lamentó la inversión del cubata y el polvo que no echaría, y cierto: se comería el centro de una rosca.

Sin saber qué hacer —si irse a dormir o apalancarse en la barra con cara de idiota—, optó por entretenerse con otra partida al ThunderKiller.

Alguien jugaba.

Tornó al taburete y mitigó el plantón con la esperanza de que Marisa regresara y le dijera «Era una broma, ¿follamos?».

Bueno, soñar es barato. Sabía que no sucedería.

Vagamente seguía la música con el pie. Las almas que pasaban no requerían su interés. Tenía prisa por jugar, pero el que se lo impedía debía de hacerlo bastante bien porque ya duraba el triple del tiempo que él había empleado en las dos partidas.

Atisbó la pantalla de vídeo.

El soldado de la resistencia volaba a través de una nube de enemigos, que tan pronto asomaban, caían. Surcaba la tercera fase. Y Marisa que no volvía.

De súbito, un foco purpúreo relampagueó en el contorno de la pista de baile, incidiendo de lleno sobre la cabeza del jugador… o la jugadora. El pelo pareció prendérsele, destellando en la penumbra como una salpicadura de fuego que se extinguió con el rayo inopinado.

La instantánea electrificó su atención con la intensidad y pasmo de una supernova que explosionara en una noche de somnolienta patrulla.

En efecto: una fémina. Una a cuya media melena el intermitente foco inflamaba a intervalos veleidosos.

Olvidado de cualquier nimio o voraz desasosiego, Salva se deslizó del taburete y se aproximó, despaciosamente, alucinado, no por el desarrollo del juego —sin duda, espectacular—, sino por aquella silueta, esbelta, casi de su altura, deflagrada en gestos categóricos y precisos que la inferían un estilo autárquico capaz de intimidar a un perdedor como él esa noche.

Alrededor del vertiginoso talle se le mecían los flecos de la liviana cazadora. Las manos sobresalían finas, largas, audaces. La caída de los vaqueros delataba unos glúteos respingones y proporcionados. Pero era su turbulenta desenvoltura —plasmada en el contundente zarandeo de los mandos—, a un metro de su absorto espionaje, lo que producía en él la irresistible fascinación.

Debe de tener cara de bicha, conjeturó, retrocediendo, como avergonzado de su furtivo escrutinio.

De pronto, ella se le volvió.

—¿Tienes cambio?

Se había retorcido como una serpiente, inquiriéndole algo con ¡cara de serpiente! Unas facciones angulosas y unos ojos un tanto rasgados que le interpelaban con apabullante indiferencia.

—¿Qué…?

—Cambio para la máquina. Necesito monedas —la oyó sisear, al lado de un bafle atronador.

Y sin embargo, la había entendido: porque de repente tenía ante sí al ser más sugestivo del mundo.

—Sólo tengo dos —acertó a responder.

—Lástima —casi le gritó, y tornó a darle la espalda sin más.

Salva adivinó que intentaba largarse y se movilizó.

—No importa, tómalas —la rodeó, estorbándole la retirada—. A mí también me encanta este videojuego.

Ella le dedicó una mirada impestañeante y Salva corrigió la apreciación de aquellos ojos hipnóticos: talmente que balas de cetme, calibre 7,62 nato. Por color y forma. Deseó ser su blanco.

—La jugamos a medias, ¿vale? —añadió, y escorándose hacia la máquina deslizó sendas monedas.

Seleccionó dos jugadores y la invitó a tomar los mandos.

Ella vacilaba.

Reculó un paso y la pantalla comenzó a rugir y a relampaguear.

Como Salva preveía, la partida se desarrolló con desigual puntuación, siendo la suya la más desastrosa y patética, pues no bien arrancó la segunda fase fue aniquilado. Pero aun siendo un experto quién podría sustraerse de aquella mirada simultánea de enigma, conocimiento y alerta, consagrada a las partidas y que a él lo omitía con despiadada serenidad.

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