Kitabı oku: «La ira del embaucado», sayfa 13

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Salva se sentía un agraciado en precario, de modo que si no quería pasarse la velada en penitente contemplación, saturado de ruido y gaseosa, tenía que arriesgar más. Que ella lo despidiera con un tamborileo de dedos en el aire fue un imprevisto de lo más previsible.

Y de lo más descorazonador: enfilaba a la salida, esta vez sin hesitación.

Cuando la interceptó de nuevo, estaba seguro de que en su intrépida y atolondrada actitud el seso prevalecía sobre el sexo.

Lo guiaba un brío sumo, un fervor espontáneo y arrebatador.

No obstante, no pudo evitar balbucear:

—En vista de que la partida no nos fue demasiado bien, qué tal si nos tomamos algo.

Por fortuna, el entorno estaba de su parte. El fragor del tecno distorsionaba su acento amedrentado y los reflejos corregían o justificaban su rubor.

Ella sonrió displicente, abrumadora. Salva tragó saliva.

—De acuerdo —accedió por segunda vez.

Salva contuvo una apretada de puños y un salto.

Se apoyaron en la barra. Que ella pidiera en primer lugar.

—Una tónica.

Tremendo augurio.

Con los refrescos huyeron a una rinconera iluminada y de una estridencia menos insoportable. Le asaltó la idea de que el novio apareciera en cualquier momento y se la llevara quedándose una vez más descartado y humillado. No creyó que lo tuviera. Así que, después de presentarse mutuamente con un liviano apretón de manos —se llamaba Anabel—, se operó dispuesto a entrar en una charla lo más fluida posible, aun a costa de no ser original.

—¿Estudias o trabajas?

—Las dos cosas. ¿Y tú?

—Trabajo por aquí. —No consideró oportuno decirle que de guardia civil. No tenía necesidad ni era importante. Velasco aseguraba que hacerlo sería como si la perica te bajara la cremallera de la bragueta.

Él emplearía otra táctica.

Y mientras la concretaba, respondió a su pregunta.

—Oh, no; no soy de las colonias, si te refieres a los adosados de la urbanización Maracaibo. Se podría decir que estoy de paso y es la primera vez que bajo a esta discoteca.

—Pues yo soy de aquí y esta es la segunda.

—¿Y eso?

—Paro muy poco por San Juan.

—Bueno, ¿y qué estudias? —insistió él, irresoluto.

Estudiante de químicas, y se sacaba unos duros para gastos trabajando como taquillera en unos multicines. Luego —y para dicha de Salva— Anabel dilató la conversación por derroteros que tenían que ver con las inquietudes y las ambiciones de alguien que ansía la salida del hoyo social, al que el Sistema arrastra a uno a poco que se abstraiga en filantrópicas pretensiones.

Salva la atendía con doble fatiga; porque apuntaba sus opiniones con indecisión y porque no podía dejar de repasar su fisonomía: a su gusto era perfecta.

Dotada de un físico moldeado y compacto, simétrico y estilizado —se había quitado la cazadora y quedado en camiseta de hombreras—, al par que una mente singularmente lúcida, Salva empezó a sentirse arañado por un inexplicable complejo de inferioridad.

Aquel fortuito encuentro excedía lo accesible y hasta lo inteligible.

Le revelaba sus aficiones por la lectura y la vida al aire libre, el deseo utópico de vivir en una casa lejos de la ciudad donde se pudieran ver o adivinar todas las constelaciones del cielo nocturno; y cuando mencionó la práctica regular del deporte, en especial de la natación, Salva se vio con soberanas posibilidades de diálogo.

—¡Natación! Esa es precisamente mi especialidad favorita. También salgo a correr cuando puedo y en el pabellón tengo algunas pesas…

—¿Qué pabellón?

Salva quedó confuso.

No tenía sentido ocultarle una verdad tan particular y anodina.

—Soy guardia civil. Y estoy destinado aquí, en San Juan.

Ella, que trocó a mirarlo con una especie de aprensión inquisitiva, repitió sin aliento:

—¿Que eres guardia civil…?

Salva indagó con temor:

—¿Te disgusta?

—Pues claro que no —repuso ella al punto—. Es sólo que… que no me imaginaba que alguien como tú fuera algo así. Pues sí, además de la natación, que practico durante todo el año en una piscina cubierta de Torrejón, hago aeróbic, patinaje, bicicleta —relataba un tanto nerviosa.

Hizo una pausa.

—¿Por qué te hiciste guardia civil?

Salva la habló de su sueño. De cómo lo había logrado. Y de lo orgulloso que se sentía. Y que ahora aspiraba a remontar como cabo, sargento, oficial…

—Llegar muy arriba. Y todo ello sin dejar de ser un genuino Servidor de los Ciudadanos.

—¿Qué clase de ciudadanos?

—A todos, por supuesto. Y lucharé por ello entero y a base de bien, como dice mi compañero Monti. Un día ayudé a un vejete a cambiar una rueda. Había que aflojar una tuerca que el pobre hombre no podía. Ni siquiera el jefe de pareja pudo conseguirlo. Pero yo, gracias a mi habilidad y a las ganas que puse, yo sí la quité. Fue una gran alegría para mí. Así haré con todos aquellos ciudadanos que nos puedan requerir: con valentía y honestidad.

Salva se percató con inmenso agrado de que ella le escuchaba, si no con verdadera fascinación, sí con un interés profundo y minucioso.

Aunque no tanto como para ser interrogado de aquella manera.

—¿Cómo dices?

—Que si tú no crees en la subordinación de los Ejércitos a las oligarquías dirigentes —repitió ella.

No tenía el cerebro en esa onda —quizás nunca hasta entonces, conjeturó— y por eso tardó en contestar.

—Bueno, tal vez —no quiso contradecirla—. Pero no será en mi caso. A mí, jamás, jamás —remachó ya seguro de sí— me doblegará nadie. No, si la Ley está conmigo.

—La Ley. ¿Qué es la Ley?

Y se trabaron en una charla trascendental, cíclica, baladí: de la existencia en San Juan de la Sierra, de la Vida, de la ambición honesta o costa de uno mismo, de lo duro que es bregar con dignidad en medio de una sociedad tan aviesamente competitiva. Ella sin dejar de asombrarse ante la fogosa decencia con que él se expresaba. No se acariciaron sus carnes sino sus intelectos y fue maravilloso y excitante.

Curioso solaz para una noche de marcha.

Pero esto a Salva se le reveló en el momento en que el reloj marcaba las tres y Anabel sentenció que tenía que marcharse, que no podía quedarse con él ni en la discoteca ni en ningún otro sitio, a pesar de que él insistió en acompañarla a donde fuera.

En el exterior del local, quemó el último cartucho.

—¿Cuándo volveremos a vernos? —suplicó, adivinándose más bien lamentable: lo que fuera con tal de arrancarle una cita—. Mañana por la tarde estoy libre y puede que por la noche. —De pronto se descubrió dispuesto a desertar.

—Imposible esta semana. Pero si el próximo domingo estás en un sitio conocido como el rincón del viento, detrás de la iglesia, a las doce y doce, allí nos veremos.

—Si no hay otro remedio —se resignó—. ¿Y por qué a y doce?

—Simple puntualidad. Ofrezco lo mismo. Así, ninguno esperará en vano.

Eso estaba garantizado. Cambiaría el servicio aunque tuviera que negociar con Satanás.

La vio alejarse bajo el pálido fluorescente con el nombre de la discoteca y no por eso su pelo dejaba de arder. Una pura mata de fuego. Subió a un Ford Fiesta y esta vez sí el aéreo tamborileo de dedos junto a su nariz afilada fue inapelable. La belleza de ese, aparente fútil gesto, le anunciaba el comienzo de la semana más larga de su vida; aun así, era como si se hubiera rozado con toda la suerte del mundo.

Las estrellas fulguraban aplausos a su ventura.

Partió hacia el cuartel. Recordó el mensaje del brigada. El aire allí dentro estaba «muerto». Creyó entenderlo.

Se desvió al centro de la población; quería disfrutar del silente caos de las calles, de la paz universal sobre su espíritu revivificado.

El caso es que el alejamiento había sido un alivio inconmensurable con respecto a las sórdidas vicisitudes del servicio. Sus incipientes reveses profesionales disipados como por encanto. Ella. En cambio, ahora tenía por delante siete días de palpitante ansiedad.

Marisa pasó en un descapotable, sobándose con su muñeco bonito, y él encantado de que se la hubiera llevado. Se llenó los pulmones con el cálido aire de la noche. Olía a ella, a Anabel. Una semana. ¡Oh, eternidad!

A un trallazo de alegría le siguió otro de angustia: el primero por haberla conocido, y el segundo porque en realidad nada les unía, nada fuerte y consistente, aparte de un rato ameno: insuperablemente ameno. Pero efímero. Desembocó en la plaza del ayuntamiento. Se hallaba más solo que la una en el reloj municipal de números romanos, cuyas manecillas marcaban las cuatro. No tenía sueño, sólo ganas de trepar hasta las agujas y girarlas hasta haber transcurrido los siete días…

Atravesaba el lugar mirando sin ver, como flotando, evocando el rostro de Anabel, su porte ágil, el modo en que se aparta el pelo fuego de sus mejillas y descubre sus ojos rayados de hechizo y de intriga hacia su vida y su profesión, luego estremeciéndole por cómo ella siente y anhela la suya propia.

Un destello —otro muy distinto— y luego nada.

Salva parpadeó y aterrizó.

Escudriñó el escaparate de la mercería Palomo, una tienda enclavada en la esquina del callejón del churrero con la Mural a su paso tangente por la plaza. Y la fugaz visión volvió a repetirse. El fogonazo de una luz tapada aleteó en el techo, en las paredes —un maniquí se silueteó apenas—, en la puerta entreabierta.

Se trataba de un robo. ¡Un robo!

Agazapado entre vehículos, espiaba aguantándose la respiración. El corazón sería el que lo delataría si no aminoraba el martilleo torácico. La puerta de la tienda chirrió; alguien acechaba desde la negra rendija. En seguida se agrandó lo justo para vomitar un manojo de ropas con un par de piernas que las volaban en volandas.

No había duda: se estaba cometiendo un delito, y ¡él era guardia civil!

Debía intervenir.

Reparó en que solo, desarmado y que si tenía que enfrentarse a dos delincuentes, si no eran más —contabilizó al de la linterna y al que acababa de salir—, poco podría imponerse.

Dio media vuelta y voló.

2

Le abrió el brigada, en pijama, con la cara hinchada y los pelos de la cabeza tiesos como de susto; de haber sido en otra ocasión habría producido una buena carcajada, pero había que detener a unos amiguetes de lo ajeno. Le fue ordenado que se pusiera el uniforme y fuera abriendo cancelas.

Había empezado por avisar a la patrulla nocturna. Pero las precarias transmisiones del Puesto no lo permitieron y, jadeante de impaciencia y de ardor policial, decidió pasar aviso inmediato al comandante de Puesto.

Y junto a la puerta de la cochera en alto lo esperaba, listo para la misión, como en sus sueños de policía.

El brigada pidió al guardia de Puertas que insistiera en localizar a la patrulla y luego subió al pepito, el coche de dotación que a veces se ponía en marcha con la llave. Pero una de esas veces no era aquel momento imprescindible: tan inerte como cualquiera de los tetrápodos amontonados en una esquina. El comandante de Puesto se bajó, trotó a su oficina y regresó blandiendo unas llaves.

—Nos vamos con el mío —dijo, bajando por las escaleras.

Lo siguió hasta el R-18 aparcado en la calle, a la caída del jardín, y enfilaron hacia el teatro de operaciones.

A dos esquinas de la tienda, el suboficial paró en mitad de la calle.

—Así les cortaremos el paso —pergeñó sobre la marcha—. Tú por esa acera y yo por esta.

Continuaron avanzando a pie, con zancadas sigilosas, raudos en las zonas más iluminadas; lentificándose en las fracciones de sombra; escrutando ambos pistola en mano el escenario de intervención: sombras afanosas recortadas por las luces de la plaza iban y venían hasta una pequeña furgoneta que orientaba morro hacia ellos. El brigada le hizo una seña y Salva comprendió: revelarse en segundo lugar, exhibir el arma, proteger la intervención. Fácil.

El suboficial se plantó bajo una farola.

—¡ALTO A LA GUARDIA CIVIL! ¡No se muevan! ¡Están rodeados!

Salva también surgió para hacerse ver.

Los dos individuos, que en ese instante se cruzaban, se clavaron, se miraron como lelos, sin soltar uno la carga y el otro sosteniendo una cesta vacía de la que colgaba una media deportiva.

El brigada les ordenó que se tiraran al suelo, pero sus últimas palabras las absorbió un estruendo como el de un avión aterrizando sobre sus cabezas, que bajando por la misma calle desde el otro extremo de la plaza venía hacia ellos. Era el Land.

El Land, que, como un toro que sale enloquecido del chiquero, irrumpía distorsionando el escenario de intervención con la luz larga de sus faros.

El manojo de ropas se deshizo en pedazos, la canasta volteó atravesada por mil rayos romboidales y al punto los dos seres catapultados a la furgoneta que arrancan como en las películas: rugiendo y chirriando. Y hacia ellos.

—¡Alto! ¡Alto! —enronquecía el suboficial, tratando de entrever desde detrás de su mano estirada a modo de visera contra el furioso resplandor.

Los faros del Land y los de la furgoneta se superponían. El brigada caería víctima de su ciego arrojo. Salva se abalanzó y ambos fueron a estrellarse contra un zócalo añil y rocoso.

La furgoneta pasó con tal velocidad que Salva creyó sentir el efecto de succión que todo objeto veloz arrastra tras de sí.

Se oyó un derrapar de neumáticos, una estrepitosa colisión y luego un aceleramiento que la pasada del Land —era todo ruido y lentitud— confundió.

—¿Está bien, mi brigada? —Éste se tanteaba la cabeza, los brazos, las rodillas.

—¿Qué? Pero… —Se apoyó en la pared y se levantó con más furor que agilidad—. ¿Por dónde han tirado…? Ah, ya —y se echó a galopar.

La estufeta intentaba doblar la esquina con múltiples e ímprobos giros. El brigada continuó hasta su coche sin atender al arrugado morro.

Casi al mismo tiempo, Salva se ubicó a su lado; el suboficial dio marcha atrás, encaró y aceleró rúa paralela a la de los fugitivos. Un ruido como de latas arrastradas rechinaba por los bajos.

Ajeno a esta anomalía, el conductor vaticinó:

—Los interceptaremos en la calle detrás del cuartel. Por donde han huido sólo pueden girar a la izquierda. Con un poco de suerte, llegaremos antes y les cerraremos el paso.

Y así, al llegar al cruce, torció a la derecha.

De frente, en avalancha, la furgoneta.

La calle, sin aceras, se reveló de una estrechura espeluznante.

El brigada frenó, restregándose contra la tapia de su lado. El turismo rechinaba como si una apisonadora le estuviera pasando por encima. Del mismo modo, la furgoneta se pegaba a la pared de enfrente.

Y de milagro se evitó el impacto frontal: pero no el crujiente y horrísono encaje bilateral.

Ambos vehículos quedaron contiguos, estrujados. Adosados y atrancados.

Y dentro de sus respectivas chatarras humeantes, todos vivos.

—¡Alto a la Guardia Civil! —gritó Salva, encañonándolos a quemarropa con su Star 9 mm parabéllum.

Se sorprendió extraordinariamente templado. Sus ademanes y voz transmitían un dominio macizo y conminatorio. En su regazo, el cristal de la ventanilla descansaba hecho añicos. Apareció el Land Rover. Goyo y Velasco les rodeaban alarmados y asombrados de que los cuatro hubieran salido indemnes.

XVI. COMIDA PARA DOS MÁS

1

El brigada retiró el pequeño candado del teléfono, enganchado a la ruleta del dial.

—El rapapolvo no será pequeño —masculló mientras marcaba el primero de los números, el del Juzgado; a continuación tenía anotados el del Colegio de Abogados, el del médico y el de los familiares de los detenidos.

Por último, participó los telefonemas a las Planas Mayores de los respectivos escalones jerárquicos, tras lo cual agregó, para sí:

—Que se jodan, y si no que los detengan ellos.

Como aprehensión figuraban géneros por valor de 250.000 pesetas, un vehículo robado con graves daños en la carrocería, la incautación de una pistola simulada y dos grandes navajas.

En cuanto al R-18, los desperfectos eran tremendos: el capó levantado en forma de pirámide, sin faros ni rejilla, el radiador a rastras, las ruedas delanteras divergentes y los laterales machacados. El Land lo había remolcado —más bien arrastrado— hasta el cuartel, y allí seguía, comentado por todos: siniestro total.

—Salvador, creo que nos hemos pasado —ponderó su dueño.

Pegado a la ventana de su oficina, el suboficial contemplaba atribulado su descuajaringada posesión, soltada o arrumbada al pie del terraplén de césped en la zona PROHIBIDO APARCAR EXCEPTO GUARDIA CIVIL, donde unas horas antes descansaba incólume y ahora como un gurruño de chapas; excepto por su impoluto color blanco, el resto recordaba a uno de esos coches bomba después de que han hecho explosión.

Salva, afanado en ordenar las diligencias en tanto llegaba el abogado de oficio, buscaba palabras de ánimo. ¿Qué podía decirle?

—Al menos el servicio ha sido un éxito total. Hemos logrado una detención sin disparos y sin heridos. Quizás la medalla que le den pueda compensar, en parte, el desastre. Incluso es muy probable que le concedan una bufanda —remachó, alentador.

El suboficial, sin dejar de darle la espalda, soltó una risita al cristal.

—Conque una bufanda. ¿Te refieres a esos pluses arbitrarios que de cuando en cuando se conceden los oficiales y sus vasallos más abyectos?

Salva dejó de trajinar.

—Naturalmente —respondió, convencido—. Usted tiene derecho. Aquí están los resultados. Nadie podrá negarle su esfuerzo y su riesgo. Es obvio que ha hecho más de lo que debía. Sin duda, merece algo más que una simple felicitación.

El brigada se dio la vuelta.

—Ay, Salvador —se quejó con más ironía que pesadumbre—. Necesitas que te siente junto a un toro de piedra y recibas una gran calabazada. Yo días libres extras ni servicios de escaqueo te puedo dar; más avisos para sobrevivir en esta pizmienta milicia, muchos te daré —caminó hasta la puerta y la cerró—. Siéntate —señaló a la única silla de dotación de la oficina, un sólido armatoste de apariencia medieval, todo de madera, de bordes redondeados por el uso y la vetustez; él lo hizo en la suya, un raído sillón de ruedecillas chillonas el cual ocupó frente al guardia con la mesa de por medio.

Bastet surgió de algún recoveco, cruzó la habitación, ralentizándose junto a Salva con el lomo curvado, y fue a enroscarse a la derecha del comandante de Puesto, entre la esquina y el aparador de puertas de cristal, traslúcido de lomos de libros.

La cara chata del felino y sus orejas puntiagudas encuadraban a Salva.

—Gracias al Todopoderoso que no ha habido disparos —prosiguió el brigada en tono abatido—. De haber ocurrido, siquiera al aire, lo más probable es que hubiéramos continuado el episodio en el juzgado de guardia, declarando como acusados por dudoso cumplimiento del deber y de la defensa propia, pues que sin apoyos morales y sin la asistencia letrada del Cuerpo nadie nos habría librado de caer en prisión, y nuestro caso se habría convertido en uno de tantos para saciar la mala conciencia de instituciones y elementos supervivientes del antiguo Régimen.

Se pasó los dedos por el hirsuto pelo canoso, para continuar con resolución:

—Aunque la sociedad ha cambiado mucho en los últimos años, no ha sido así en este Cuerpo, Salvador, pues a costa de nuestro sacrificio, es decir, del pundonor que nos mueve como Servidores, pervive una cúpula anacrónica, casi perversa. Ya es hora de que empieces a ver detrás del fulgor. No permitas que te arrastren a la manada, una manada que si estuviera unida haría pasar hambre al león, y pues que no es así, ándate con ojo: la realidad subyacente, ya sabes. Mi talento se ha embotado. Pero el tuyo posee el ímpetu de la juventud. ¡Ah, juventud, divino tesoro!

Fijó los ojos —brillantes de revelación— en Salva:

—He perdido mi coche. ¡Qué le vamos a hacer! Ya me ha ocurrido otras veces y siempre acabo arrepintiéndome. ¿Por qué lo hago? Esencia del Deber. Honor. Satisfacción moral. Nada más. Y nada menos. Merezco lo que me pasa. Y tú, pobre muchacho, arriesgaste el pellejo y un prometedor porvenir por un fracasado como yo… —se miró las manos, que abrió y cerró en un estallido de despecho—. ¡Ah, Marta! —Retomó la desconcertada mirada de Salva, y agregó con abstrusa vehemencia—: Sé que no me estoy equivocando contigo. Perdóname —rogó en un giro afligido—. Me has salvado la vida. Te estoy tan agradecido que ni aunque te pusiera libre todos los fines de semana que tienes por delante podría corresponderte… No tengo palabras. Sé que diciéndote gracias, lo entiendes. Porque tú eres especial.

—Otro en mi lugar habría hecho lo mismo —respondió Salva, en un intento por aliviar la creciente carga emocional que parecía abrumar al comandante de Puesto.

—Especial porque te he observado —continuó el brigada a su aire—, y veo en ti una aptitud superior a todos los compañeros que he conocido (y te aseguro que han sido muchos), y pues que respondes con emoción recia, quiero avisarte de que un talante tan claro como el tuyo puede llegar a ser un lastre. Te falta, cómo te lo diría… Una cortina de humo veladora y valedora de tus verdaderos sentimientos, y con ella sobreponerte a la felonía de los compañeros, que más que compañeros son coincidentes laborales. Para las cosas importantes, siempre estarás solo. Lidiamos en medio de una corrupción de necios. Y la peor de todas es la de la contemplación impasible: una clase de corrupción merecedora de un recio escarmiento y que sólo los menguados censurarían. Para mí es tarde. Tú, en cambio, dispones de tiempo. No lo malgastes absolutamente. Hablo de vivir siempre lúcido.

Se retrajo; tomó las diligencias.

—Pero ahora mismo lo que más falta nos hace es conseguir dinero para la manutención de los detenidos, pues el juez de Dosarcos, por cierto, compañero del mus y eterno adversario en el ajedrez (y aquí la palabra compañero está bien empleada) me ha pedido «por favor», que los tenga aquí hasta el lunes, cuando dizque podrá hacerse cargo de ellos. Quizá hoy sea distinto —se puso en pie, y Salva con él—, si es que localizo a alguno de los caudillejos de las planas mayores, que cuando se les necesita ninguno aparece. Por ahora releva a Goyo en la vigilancia de los detenidos.

Al agarrar Salva el pomo de la puerta, el suboficial lo retuvo con una pregunta:

—¿Cuántos de los libros que he puesto a tu disposición has leído?

Salva lanzó una ojeada al aparador; Bastet dormía con la cabeza sobre las patas delanteras. Una visión irradiante de calma.

—Dos. Y tengo empezado otros dos, uno a punto de terminar.

Las pupilas del brigada reflejaron un destello de gozo.

—Bien. No dejes de hacerlo; es la única manera de no acabar demasiado humillado ni ofendido. Siempre lúcido, no lo olvides. Vigila a los detenidos, pero mayormente a ti mismo.

2

Todos los muebles de la Sala de Armas habían sido arrinconados hacia la pared de las estanterías. En la otra mitad del cuarto, la despejada de enseres, los dos muchachos, de pie, recostados contra el tabique, las manos esposadas a la espalda, cuchicheaban jocosos.

Goyo le había advertido de que prestara especial atención a que no se rompieran la crisma contra el futbolín, las estanterías o la pared, y aunque eso sí lo estaba consiguiendo, lo que no podía evitar era que no dejaran de moverse ni que permanecieran callados.

—Que os calléis —repitió; pero no ganó mucho.

Salva, desde el quicio, no les perdía de vista, y de paso repasaba los estantes abarrotados de papeles que cubrían las paredes: legajos polvorientos atados con cintas de color rojo, carpetas de plástico —también de color rojo— que estrujan mamotretos de oficios (de entrada, salida, enterados, recibís…); repetitivos partes consecuencia del agobiante recelo de los diversos escalones de mando, quienes, a pesar de la evidente atrofia que ello generaba en la operatividad del Puesto, exigían de modo irremisible y en los que jamás perdonaban que no constara de manera clara y pulcra: «Dios guarde a V., muchos años». Pilas como troncos de árboles que debieron de ser antes de convertirlos en celulosa para algo tan inane como aquel cúmulo de pejigueras burocráticas. Un gasto de material, tiempo y hombres, insuficientes ya de por sí, que resultaba deprimente a su idea de seguridad pública. Dedujo que el brigada, al que no terminaba de entender del todo, se expresaba con acierto cuando anatematizaba contra tamaña servidumbre que le constreñía a descuidar labores policiales, así tuvieran que investigarse cien delitos en serie contra las personas o la propiedad…

Por ejemplo, los endémicos e infalibles robos de ganado que la superioridad desatendía, apreció tangencial, suspicazmente.

Ciegos de algún estupefaciente, los escandalosos detenidos reclamaron toda su atención.

—Que os estéis en silencio, y separados —se oyó demandando con afectada voz autoritaria.

—Salvador, que te están chuleando —le canturreó Félix, seguido de Velasco, ambos entrantes de servicio.

—Hola, Gordo —le saludó en confianza—. Tranquilo, que como me cabree se van a enterar… —Ni caso: los sujetos escupían y cuchicheaban, con hilaridad insolente, acerca del último tripi en chirona: «Mucho mejor que el pillado en la calle durante la provisional».

A Velasco, que jugueteaba con Rufo en el pasillo, aquel cachondeo le llevaban los demonios; penetró rápido, agarró a uno por la pechera y cuando parecía que iba a abofetearlo, éste, que no se lo esperaba, se vio barrido por una contundente patada. Esposado y con los pies en el aire la culada fue mayúscula. Que el otro supiera lo que iba a ocurrirle no hizo que la sentada fuera menos sonora ni brutal.

Despatarrados como borrachos, se mantuvieron callados… dos minutos; tras los cuales volvieron a soliviantarse con siseos y resoplidos de risa. Velasco hizo un conato de nuevo abalanzamiento, pero Salva le paró, y como los otros cerraron el pico, el guardia prosiguió la rebatiña con Rufo y el trozo de longaniza que, tironeándole, ora de las orejas, ora del rabo, le escamoteaba sin tregua.

Por su parte, el brigada, atareado en contactar con los jefes de cualquiera de los escalones superiores (todos ausentes por «Comisión de servicio»), iba y venía ensimismado, considerando suposiciones que presagiaba desastrosas: las inexistentes dependencias para la permanencia de los detenidos, su manutención; y cuando escuchaba algún comentario acerca de su machacado auto, perdía su habitual serenidad en forma de masculladas maldiciones.

¿Se lo agradecía el Cuerpo? ¿Acaso tenía obligación de enfrentar sus medios particulares a los transgresores de las leyes?

Salva estaba seguro de que alguien le echaría una mano, y aquel taciturno cascarrabias lograría una vez más, como mínimo, una estupenda anotación en su hoja de servicios. Su expediente personal debía de estar saturado de ellas. Si no cómo explicar que al cabo de tantos años de supuesta frustración profesional acometiera la captura de unos delincuentes con tan audaz revuelo.

No le comprendía, pero le estimaba por cierta inexplicable afinidad.

Cuando una llamada de la Jefatura requirió al suboficial, Salva no dudó en confirmarse estos vaticinios. Como las puertas de la oficina y de la Sala de Armas se hallaban una enfrente de la otra, Salva no tenía dificultad en oírle.

—Sí, mi capitán, ya sé que en el siglo pasado eran los mismos guardias los que se hacían cargo del sustento de los detenidos… Sí, y que hasta los indigentes había que cobijar a veces… Pero es que los tiempos han cambiado… Perdón, mi capitán… Sí, sí, ya sé que vuelvo a molestarle, pero es que si no dispongo de presupuesto… Sí, dígame, le escucho… No, no quiero que lo ponga usted, por supuesto… ¿Que haga una colecta en la Unidad?… Y en lo que se refiere a mi coche, no es que quiera que la Comandancia me compre uno… Sólo he planteado la posibilidad de que el Taller me facilitara, siquiera, la mano de obra… Desde luego… Sí, sí que lo he entendido… —dejó de hablar; crujió el auricular y retumbó la campanilla.

Se oyó un chillido: Rufo había acabado por morder al burlador de la longaniza. Saltaron risas, de todos, también de los detenidos, que se desataron en tísicas carcajadas. Velasco asomó con una mirada torva y la expresión de sus rostros se les mudó como si las tuvieran de plástico y las hubieran acercado demasiado al fuego.

—Está bien; está bien. —Félix sujetó a Velasco, quien pretendía entrar a repetir el ataque. Y dirigiéndose a Salva—: Anda, déjame a mí —le reemplazó en ademán cordial.

El guardia primero se aproximó con paso inapetente hacia los detenidos, y de súbito se inclinó para largarles sendos y consecutivos guantazos que los volteó hacia sendas y opuestas esquinas.

—Así es como hay que tratar a estos pájaros —explicó dogmáticamente a Velasco. Éste acató la lección con gravedad socarrona.

—¡Eh, joder! —gritó el comandante de Puesto, saliendo al pasillo—. El que me los marque va para adelante. Buscadles sillas y que se sienten.

Un sentimiento de rabiosa conmiseración por aquel desvalido suboficial hizo que Salva se apresurara a cumplir la orden, en tanto lo veía renquear embargado por una desolación que sin duda superaba a la de aquellos desgraciados a los que ayudaba a incorporarse para que tomaran asiento.

Requirió a sus hombres disponibles en la oficina.

Insinuó la manutención por cuenta de todos y los belfos de Barahona relincharon al punto:

—Mi brigada: yo lo siento mucho, pero no pongo un duro —expuso, mirándose las puntas de los zapatos y meneando con ostentoso pesar la renegrida cabeza—. Las mil pesetas que puse cuando el robo a los extranjeros, para que llamaran a Austria, porque la Comandancia no autorizó el uso del teléfono, todavía las estoy esperando. Y lo mismo pasó con los muchachos a los que les robaron la furgoneta en el parque de la Telefónica —continuó con nerviosa osadía—, que entre todos tuvimos que pagarles la comida. Nos tocó a quinientas; otras que no he visto.

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