Kitabı oku: «La ira del embaucado», sayfa 2
—Es verdad —se giró el Malagueño—. No hay modo de que quede hecha como a estos cabrones les gusta. Lo importante es que, con un poco de suerte, mañana nos largamos.
—Yo no pienso salir —manifestó Salva, en voz baja.
—No jodas, tío —se cabreó Marino—. Si ya han pasado los exámenes.
—Vosotros no habéis visto el tablón de anuncios, claro.
—¿Qué pasa con el tablón? —preguntó Marino, con fastidio, como si esperara oír un argumento absurdo.
—Que el lunes hay examen de las Reales Ordenanzas.
—¡Otra vez! —Se alarmó el Malagueño sin moderación—. Pero qué manía con los artículos.
—Lo siento, pero no puedo confiarme —adujo Salva en susurros, percatado de las severas miradas del jefe de Clase al trío cuchicheante—. Yo necesito sacar un buen número de promoción y así poder elegir el destino que quiero.
—Lo dicho: eres un asfixiado —se ratificó el Malagueño, escurriéndose en la silla, a fin de eclipsarse del jefe de Clase y de la siempre imprevisible entrada de los Instructores que desde el pasillo vigilaban el silencio de las horas de estudio.
Marino estuvo de acuerdo y pasó a largar:
—Mi tío dice que sin padrino no tienes nada que hacer aquí. Te advierto que yo tengo enchufe. La mujer de otro pariente es sirvienta de un general del Cuerpo y me ha prometido un destino chollo. Seguro que será mejor que el tuyo con tanto estudiar.
—Si es que sales —replicó Salva, corrosivo—. Además, eso sí que no me lo creo —añadió, herido de lleno en su devoción—. Me parece que te has buscado un consuelo bastante pobre. ¿Qué dice al artículo 47 del Reglamento para el Servicio?
—Ni idea. Pero como sé que estás deseando, suéltalo.
Musitando, Salva le recordó:
—«Se prohíbe a todo individuo del Cuerpo el uso de recomendaciones —Marino comenzó a oscilar la cabeza con burla—, para lograr la resolución favorable de sus peticiones oficiales…
—Vamos a contar mentiras, tralarí —canturreaba Marino.
—»… lo contrario implica una provocación a la Justicia.
—Vamos a contar mentiras, tralará…
Salva, no obstante, terminó de recitar:
—»… El que tal intente, será severamente castigado».
—Este tío se lo estudia todo —masculló el Malagueño, asombrado, descaradamente vuelto a ellos. El jefe de Clase no les quitaba ojo.
Salva era el primero en no tolerar semejante falta, pero en discusiones de ese tipo no podía evitar entrar al trapo y tratar de rebatirlas.
Tampoco Marino, quien desplegaba la misma férrea certidumbre en sentido contrario:
—Reliquia propagandística. Soy hijo del Cuerpo y he vivido muchos años en cuarteles. Tú no puedes saberlo. Mira a tu alrededor y piensa: alumnos incapaces de hacer la «O» con un canuto y gordos que es evidente que no han pasado las mismas pruebas físicas que tú y que yo. Un cuadro de médicos y psicólogos imparciales no los habría dejado pasar nunca: a unos por tarados y a otros por sociópatas. Algunos hasta son yonquis —Salva frunció el entrecejo. Marino se enardeció—: Pero no seas gilipollas, hombre. Tú no fumas y no tienes ni idea de cómo se lo montan esos mendas: yo los he visto esnifar mientras los demás les hacíamos corro echando un cigarro en la explanada del comedor. Y todos ellos, a poco que indagues, resulta que son hijos o sobrinos de jerarcas. De auténtica oposición, estamos tú y yo y cuatro más. Y sobre los artículos, no te líes: son un laberinto de distracción, la coartada de la vieja guardia. Si fueras capaz de leerlos con serenidad, verías dos cosas clarísimas: tiranía y feudalismo. No lo olvides: por muy malas que sean mis notas, tendré mejor destino que tú.
Pero Salva no estaba dispuesto a dejarle encima y, contra su voluntad de hablar en clase, le arremetió en plan filosófico.
—Confucio decía que en la vida hay que fijarse una meta lejana, y aunque nunca la alcancemos, al menos nos servirá de faro.
—Ese Confucio no tiene ni idea de lo que es la Guardia Civil —refutó el Malagueño sonoramente.
Aquello irritó a Salva, pero sobre todo al jefe de Clase.
—¡SILENCIO! —voceó, poniéndose en pie detrás de la mesa encaramada a la tarima, la destinada a los profesores que él ocupaba en ausencia de aquéllos—. La próxima vez van al Parte los que están hablando al fondo. ¡Malagueño: date la vuelta ahora mismo o te apunto! —amenazó, o suplicó.
El Malagueño se revolvió afectando sorpresa.
—¿Yoooo?
—Sí, tú —espetó el jefe de Clase—. Y si no te callas, en cuanto pase el primer Instructor le doy tu número.
—Jefe, eres un cabrón —replicó el Malagueño en voz alta y guasona. Saltaron risas generales y el jefe de Clase simuló que le tomaba el número.
Por voluntad de Salva, la charla cesó del todo y el Malagueño dejó de girarse y Marino de vilipendiar tan alegremente.
Un cabo-instructor hizo una rápida y sigilosa incursión. Los alumnos respondieron con un silencio funeral, acentuado por toses y roces de páginas. El jefe de Clase no abrió la boca. Sin nadie que llevarse al Parte, regresó a su paseo vigilante por el corredor.
En un cuarto de hora, la fatiga la impondría la clase de Gimnasia en el cuadrangular vasto patio de Armas. Salva lo estaba deseando; posiblemente era el segundo con tal disposición (se permitía conceder el beneficio de la duda a algún otro). Se distrajo con los cristales de las ventanas, empañados por la calefacción: allende, la alborada delineaba el flexuoso horizonte de todos los amaneceres. Al contraluz, las suaves cumbres de los cerros en lontananza se perfilaban como ondulantes masas carbonizadas… No disponía de tiempo para la lírica: clavó los codos en la mesa, se llevó las manos a las orejas y se dio a empollar las Reales Ordenanzas de las Fuerzas Armadas. Marino, por su parte, rematadamente ajeno a toda erudición militar, había sacado un cuaderno de crucigramas y rellenaba casillas, unas veces en horizontal, otras en vertical.
El Malagueño coloreaba un cómic porno.
Al cabo de unos minutos, Salva reparó en la impresionante quietud de su compañero de mesa. Con la cabeza apoyada sobre el brazo extendido, que arrojaba por delante del pupitre, Marino dormía con inverecunda placidez. Qué imaginación tenía el tío. Siguió memorizando.
Con el rugido de la corneta en el corredor, se alzó un ajetreo de estampida. Marino, que había sido despertado por Salva un segundo antes, le siguió con farfulladas imprecaciones contra el instrumento supuestamente musical.
De nuevo en infernal carrera. A las camaretas, cambiarse, meterse en el chándal, correr a formación… Salva más deprisa que ninguno, con ilusión salvaje remontando el agobio vertiginoso. Si en las horas de estudio apenas se permitía entregarse a la distracción —excepto que Marino le diera por contarle batallitas—, tampoco lo haría en las de gimnasia, una de sus grandes aficiones.
Se enfundó el chándal azul, reorganizó la taquilla, revisó su cama y su parte de suelo; de hecho, el de la camareta entera: Marino nunca doblaba el espinazo y lo más que hacía con respecto a su lado era darle una patada, así viera un fajo de billetes. Agarró el cetme y desfiló con prisa y sin pausa; sólo se ralentizó para reconvenir al Malagueño.
—Eh, tú, cachazas. Aún tienes que cambiarte y te queda un minuto para formar, y ya sabes que a los últimos les suelen tomar el número.
El Malagueño exageró una mirada de reojo.
—Hoy no. Tengo un plan.
—Sí, ya sé: ir al Botiquín —dijo Salva, caminando de espaldas—. Pero recuerda que no te has apuntado en la lista del jefe de Clase, y hoy está el subteniente, el que te quitó 0,40 por simular tos.
El Malagueño se clavó, pensativo: asomar sin genuina tos por el Botiquín y toparse con el ladino del subteniente médico, sería tanto como afiliarse al listín de arrestos diarios. Adiós fin de semana. Se llevó las manos a la cabeza y se arrancó a contracorriente. Salva lo vio chocarse contra todo y todos.
—¡Y que no se te olvide el cetme! —le recordó a gritos. Encaró su ruta y echó a correr.
Arañado por el viento helado de la madrugada, que despejaba caras modorras y apenas el cielo tiznado, Salva ocupó su sitio en la formación, rodeado de bostezos, toses y tiritonas. En pleno recuento, llegaron Marino y el Malagueño, alocados, a medio vestir, el rostro rojo como chivatos de temperatura.
—Qué, calentando —tiró Salva.
—Muy gracioso —jadeó Marino, sin aliento, poniéndose la chaquetilla del chándal, que había traído en la mano.
El Malagueño ni respirar podía. Se arrastró hasta su sitio, en la cola de la Sección, con los cordones de las zapatillas a medio atar mientras estallaba una orden de firmes seco, lejano e inexcusable.
Comoquiera que el zapateo del entero Batallón sonara con un estrépito apocado y asíncrono, algo así como un redoble de tambor hecho por un principiante extenuado, el profesor de Educación Física, el teniente Garrido, un oficial bisoño y puntilloso para el que Marino tenía un abstruso y despectivo alias, ordenó que se repitiera.
—Ya empieza a dar la nota el Millanito Astray de los cojones —rezongó Marino.
Salva no opinó, pero otros alumnos sí añadieron comentarios de apoyo y de irritación.
—¡¡Muy mal, muy mal!! —voceaba el oficial detrás de un megáfono—. En descanso otra vez.
—Verás la que nos da, verás —gruñía Marino. Y Salva exasperado con aquel infatigable contumaz y el grupito que le hacía de comparsa.
Curiosamente, al que no escuchaba rajar era al Malagueño. Lo captó de soslayo. Indistinto por mor del alba todavía tímida, se debatía a la pata coja por atarse con disimulo —rodilla al pecho— las deportivas. De pronto se le cayó el cetme al suelo y las risas precedieron a la aparición de varios Instructores, llegados como moscas.
—¿Quién ha sido? ¡Número, número!
El Malagueño trató de decir algo, pero el cabo le mandó callar.
—¡¿ESTÁIS DORMIDOS?!… —se encrespaba el profesor. Las circundantes luces de vatios tasados del patio de Armas incitaban a ello y no a taconear precisamente.
Fue a la undécima cuando le debió de parecer militarmente correcto, porque cambió el firmes por marcha.
El Malagueño se deslizó entre Salva y Marino.
—¿Es que quieres que te tomen el número otra vez o qué? —le recriminó en voz baja, pese al in crescendo zumbido general.
—¡Puta mala suerte! —maldijo el otro—. Le comeré el tarro y le haré que me lo quite. —Y para librarse de dar otras explicaciones más explícitas, recurrió a Marino—: Hay qué ver cómo le gusta dar la nota al lechuguino este, ¿eh?
—Está claro que bastante mejor que la clase de gimnasia —apoyó Marino.
—Pues, hombre, no estábamos muy finos que digamos —contradijo Salva, si bien estaba de acuerdo con su amigo en lo de las escasas cualidades como profesor de educación física del oficial; pero se negaba a reconocérselo por que no se le envaneciera.
—¡Tú eres tonto! —replicó Marino con menos miramientos—. No ves que lleva tres días con pasado mañana fuera de su academia y que recrea sus ilusiones de caudillo con nosotros.
—Si tú lo dices… —concedió Salva, sin ánimo de controversia.
—Hay ganas de marcha, ¡¿eh, muchachos?! —rugió la voz hueca y carrasposa del megáfono—. Pues nada: cetme en prevengan, y ¡paso ligero!
El bullicio subió de nivel una décima de segundo y luego se disipó, absorbido por un clac-clac simultáneo y trepidante.
—¡Eh, pishas! —siseó el Malagueño, reclamando de nuevo la atención—. Mirad qué truco para llevar el chopo —y retiró las manos del fusil terciado a la altura de la cadera, el cual, milagrosamente, no se cayó con la prontitud que la ley de la gravedad depara a un peso de cuatro kilos y pico a un metro del suelo. Lo retomó y dijo—: ¿A que es la hostia?
—¿Y cómo lo haces? —preguntó Marino con vivo interés.
Salva, en cambio, sólo le movía la mera curiosidad.
El Malagueño se subió con ademán triunfante la chaquetilla del chándal. En la penumbra amarillenta, Salva acertó a distinguir el ceñidor de lona sobre el cual descansaba, incrustada, la empuñadura del cetme.
—Qué cerdo, el tío —le reprochó Marino—. Y lo dice ahora.
—Como te lo descubran, te follan cero treinta —repuso Salva.
—No; si eres un poco listo —aseguró el Malagueño, boqueando por el esfuerzo de la carrera y a pesar del ardid.
—No me parece bien; las cosas hay que hacerlas como nos dicen —insistió Salva—. A eso hemos venido aquí.
—¡Y una leche! Vengo por la paga, como todos. Menos tú, por lo que veo… ¡Joder! El puto lechuguino me va a matar. ¡Ya no puedo más! —y se calló, falto de aliento.
—¡Un, os, un, os…! —se desgañitaba el oficial por encima de los acerbos recordatorios de unos cuantos a su más directa familia.
Salva sostenía el cetme con tesón y pulso, como si alardeara de no engañar a sus Instructores. Aquel chopo representaba un sueño ganado. Además, él no necesitaba ninguna ayuda extra: lo empujaba un viento de entusiasmo que lo llevaba en volandas.
Sin hielo en el pavimento, debido a una noche de moderado rigor invernal, la galopada se prolongó hasta el final de la clase de Gimnasia y al grito de ROMPAN FILAS las Compañías, estiradas en Secciones, se desbandaron como pájaros escopeteados.
El orto extendía sobre los cerros trazas de un reavivado incendio descomunal. Y como de una quema, huían todos. Los últimos se ducharían con agua fría. No sería el caso de Salva. Y en esta clase de vicisitud, tampoco el de sus amigos; aunque es posible que esa mañana sí lo fuera con el Malagueño, que volaba hacia el cabo que le había cogido el número.
Un día menos que comenzaba.
III. DISCIPLINA Y FAJINA
1
A la mayoría de los alumnos el acatamiento de las pautas académicas les sonaba a mera tradición, un celo que fuera del cuadrilongo recinto militar no tendría repercusiones posteriores, ni tampoco que el incumplimiento de las normas de régimen interior pudiera conllevar consecuencias negativas en sus futuros como guardias civiles.
Excepto Salva, seguro de todo lo contrario. Eran sus creencias y nadie le engañaba.
En espera de la llegada del profesor, algunos alumnos apuraban el estudio. Otros, como el Malagueño, tenían sus propias inquietudes.
—He conseguido «material» de calidad para la tarde —anunció, retorciéndose en su silla.
—¿A qué te refieres? —preguntó Salva, con indiferencia.
El Malagueño se volvió un instante a su pupitre y tornó con un fajo de cómics, que desplegó como una baraja sobre las mesas de Marino y Salva. En todas las portadas se apreciaban mujeres despampanantes y lascivas.
—¿Qué os parece, pishas? Esta es buenísima —dijo, empujando la primera del montón. Leyó—: «Vampiresas virginales». —Y explicó—: Tienen que follar sin perder el virgo, si es que quieren vivir eternamente. Los tíos alucinan. Yo sí que voy a alucinar en las tres horas de estudio.
—¡Y yo! —se apuntó Marino—. Tienes que pasármelas.
—Por supuesto. Entre colegas, lo que haga falta.
—Si os pillan, iréis al Parte, os quitarán puntos, y, sobre todo tú, Marino, os veréis en la cuerda floja —les recordó Salva, sin fuerzas, cansado de repetirse.
—Gracias por darme ánimos, hombre.
—¡En pie! —prorrumpió el jefe de Clase.
El capitán Roeda entró bajo un gran tricornio, acompañado de su inseparable bastón negro coronado por una estatuilla del duque de Ahumada. «Hecha a mano y chapada en oro de seis micras», solía alardear como muestra de lo que consideraba su bienaventurada pertenencia al Cuerpo.
—A sus órdenes, mi capitán. Sin novedad en la clase —participó el excabo de las COE, en férrea posición de firmes.
El oficial se cambió con parsimonia el cetro de mano y, llevándose la punta de los dedos a las sienes, compuso un saludo no menos ortodoxo.
—Gracias, jefe de Clase —dijo con el usual y benigno acento con el que atendía a superiores e inferiores.
Acto seguido, se quitó el tricornio, que, junto con el maletín, depositó con esmero y simetría en la mesa, y recuperando su bastón, con un elegante vaivén, indicó al alumno más próximo a la puerta que la cerrara y a los demás que tomaran asiento.
Subió a la tarima y se fue para la pizarra.
—A ver por dónde nos sale hoy el santurrón este —le cuchicheó Marino.
—Pues a mí me parece un gran oficial.
—Tu problema es que sólo sabes ver con los ojos. Estuvo implicado en el 23-F de teniente, y ahí lo tienes: de capitán perdonavidas. Y tan apreciado por sus compadres que es casi un héroe.
—Y tu problema es que se te dispara la imaginación —replicó Salva en susurros, atento a los números que escribía el profesor.
Sin embargo, en esa cuestión Marino no andaba desencaminado. Por semejante aventura aquel oficial levantaba admiración incluso en sus superiores. El teniente coronel Jefe de Estudios hablaba de él no sin cierta fascinación por lo que llamaba «Una vida de compromiso dedicada al Cuerpo, más envidiable por cuanto ha pasado por circunstancias difíciles, incomprensibles para quienes no aman la Institución».
Había algo improcedente en el paladino elogio. Pero Salva consideraba que sentar opiniones demasiado serias, a las que tan dado era su amigo, suponía una temeridad extravagante y posiblemente antirreglamentaria, pues no eran guardias profesionales y sí novatos de nula experiencia.
—Mi tío Esteban me tiene al tanto: a estos o les sigues la corriente o te joden vivo —añadió Marino, con una naturalidad audible que irritó mudamente a Salva.
El profesor no se dio por enterado. Por si acaso, Salva había girado la cabeza hacia las ventanas. La mañana era de una claridad turbia. En su fondo, la serranía que rodea el promontorio de la Academia se dejaba entrever velada de la misma pigmentación neblinosa que el cielo, donde el sol apenas se adivinaba.
Nada que ver con sus sentimientos, por mucho que Marino insistiera.
El capitán se volvió.
—Estos son los artículos que deben estudiarse para mañana. Son artículos que hablan del sacrificio por la Patria.
Permaneció un rato en silencio; luego adelantó el bastón y, apoyándose en él mientras descendía de la tarima, arrancó la lección, llevando en la otra mano un largo cabo de tiza que sostenía a modo de cigarrillo.
—De la Patria y del Ejército. Hoy hablaremos de nuestra Patria y de nosotros: el Ejército. Aunque la mayoría de ustedes son unos desertores del arado, ya va siendo hora de que se impregnen de la gloriosa tradición que nos ampara. Pronto serán militares profesionales y, por lo tanto, deben darse cuenta de por qué somos necesarios, absolutamente necesarios —recalcó internándose por uno de los dos pasillos que resultaban del reparto de pupitres—: Pues porque tenemos que defender la Patria, ¿verdad? —derramó con dulzura eclesiástica sus palabras, y en el mismo tono—: ¿Y por qué tenemos que defender a España, nuestra Patria?
Llegado al final del aula, se giró en redondo.
—Ya solamente esta pregunta debe ofendernos. Es como si te preguntaran por qué tienes que defender a tu madre. Pues porque no eres un mal nacido, porque los insultos a ella dirigidos te queman las entrañas y tú y todo lo tuyo sois la misma cosa. Por eso la Patria, ¡la Patria! —alzó la voz con un temblor de cuerdas vocales—. La Patria tiene el derecho de exigirnos a todos sacrificios, desvelos y hasta la propia vida —blandió el bastón con el puño tembleque, lo asestó encima de una baldosa, que cloqueó, y plantando la otra manaza encima, trituró el cabo de tiza, uno de cuyos trozos salió expelido como una vaina por el cetme—. Hasta la propia vida —repitió, bajando los ojos al par que levantando la mano.
Se contempló estupefacto la palma espolvoreada, y al advertir que la empuñadura del cetro también lo estaba, trastocó en un visaje de infinita repugnancia.
Se dilató en limpiar y soplar con exquisito tesón la preciada estatuilla.
Acabada la tarea, remontó a la tarima y, barriendo con una mirada afable a los alumnos, el bastón delicadamente asido con ambas manos clavado delante de sí, continuó con sosegado fervor:
—Si siempre ha de existir el peligro contra la Patria, ¿será menester organizarse? Pues en todas las encrucijadas de la Historia las miradas de salvación convergen hacia encuadramientos militares. Dos ejemplos: El dos de mayo es uno. Los ejércitos de Napoleón entran traidoramente en España. Unos oficiales del Ejército Español, Ruiz, Daoíz y Velarde, haciéndose eco del sentir del pueblo, y ¡ojo!, que esto es muy importante —exigió máxima atención con un par de golpecitos del bastón a la tarima—, ya que el Ejército ha de ser quien represente las ansias del pueblo cuando éste no tiene otra forma de hacerlo; pues bien, como os decía: haciéndose eco del sentir del pueblo, lanzan su rebeldía por las calles madrileñas y escriben con su sangre sublimes gestas. ¡Mas nunca fue la valentía cualidad que faltara al soldado español! Llega la noticia a Don Andrés Torrejón, alcalde de Móstoles, quien inflado de ardor patriótico arenga a España con su proclama: «¡La Patria está en peligro! Españoles, ¡acudid a salvarla!». Y acudieron. ¡Vaya que sí! Y es que España había necesitado de su Ejército para devolver el trabajo, la paz y el honor robado a sus hogares que unos extranjeros habían profanado.
Hizo una pausa, estimativa de cómo calaban sus palabras.
Prosiguió con expresión conforme:
—El otro ejemplo llegaría el 18 de julio del glorioso año 1936. Son los últimos años de la República: reina un cuadro desolador en todas las familias españolas: hoy cae un hermano, mañana es asesinado el padre o el esposo. La ruindad moral se apodera de los resortes del poder. La situación anárquica desborda todo límite y el pueblo sano y bueno llora lágrimas de sangre. ¡Pero aún hay un reducto que no cede! —percutió de nuevo el bastón contra la madera: un único golpe que sonó como un disparo. Los cuellos se alargaron—. ¡Es el Ejército!, reserva y relicario de las virtudes de la Patria. Y un 18 de julio… ¡Ah!, un glorioso 18 de julio, el Ejército español encuadra en su castrense disciplina a todo un pueblo que se niega a ser esclavo de mandatos extranjeros. Y riñendo duras batallas toda la juventud española, derrochando heroísmo, se desangra. Nuevamente, el Ejército salvaba a la Patria. ¡La Patria!
Recuperó el aliento, y dejó en el aire una pregunta en tono reposado, no exento de emoción —o conmoción:
—¿Quiénes son, en consecuencia, los enemigos del Ejército?
Silencio total; por lo cual pasó a explicar:
—Pues bien, sólo los que se oponen al robustecimiento de la Patria; sólo las aves de rapiña que desean que sus futuras presas sean débiles para mejor devorarlas sin temor alguno; sólo lo más bajo y despreciable de la sociedad teme la acción represiva de los tribunales de justicia. Sólo a quien piense ofender a España puede preocupar nuestra fortaleza como Ejército. No escuchéis cuando os hablen de desmilitarización y otras majaderías. Quienes lo hacen buscan desprestigiar y destruir. En las inmaculadas creencias que os enseñamos y en el nervio que se espera de vosotros están puestas nuestras esperanzas, los viejos guardias civiles que sabemos del pasado, del presente y sospechamos el futuro. Ciertamente, vivimos tiempos desdichados…
El oficial jadeaba como si descansara de un inspirado discurso ante una multitud enardecida.
—Sé que estoy despabilando —agregó casi sin voz— esa llamita que duerme en las honduras de vuestros espíritus apocados, donde anida la furia del soldado heroico que todos los españoles llevamos dentro y que, incluso vosotros, desertores del arado, estoy seguro, también abrigáis.
En la clase flotaban caras netamente obtusas.
Consultó la hora; resollaba poderosamente.
—¿Qué te había dicho? —refunfuñó Marino.
Salva no respondió: tenía los pelos de punta.
—Bien, esta fue la clase de hoy. Ahora preguntaré los artículos de las Reales Ordenanzas para las Fuerzas Armadas. Los de la Obediencia ¿no? Veamos —caminó hasta su mesa, donde tomó un librito.
—No tengo ni idea, tíos —murmuró el Malagueño, ladeando la cabeza.
—Ni yo —dijo Marino, empero mirando al profesor—. Pero me sé un truco que aprendí allá por Cantabria, en la escuela.
Salva levantó las cejas en señal de compasión.
—¡Usted!
El bastón apuntaba con precisión inmisericorde a Salva. Éste se puso en pie.
—Dígame el artículo que habla de la institución militar.
Salva recitó:
—«El orden jerárquico castrense define en todo momento la situación relativa entre militares, en cuanto concierne a mando, obediencia y responsabilidad.»
—Muy bien. ¡Muy bien recitado! —exclamó el profesor, golpeando la tarima con el bastón, ahora para celebrar la consecución de aquel alumno ideal.
El capitán preguntó a varios más, y unos lo sabían mejor o peor y en general se oían sentencias de papagayos, consecuencia de frágiles memorizaciones. Cuando la corneta tocó alto, el profesor puso a Salva como ejemplo de aplicación castrense y éste enrojeció un poco de vergüenza. Pero en su fuero interno se llenó de orgullo y vanidad: otro ladrillo al castillo de sus sueños.
En el breve descanso hasta la siguiente clase, Marino no dejaba de zaherirlo. Pero Salva creía saber cómo defenderse.
—Ya veremos cuando yo pueda elegir destino y tú tengas que conformarte con ir a un poblacho medio abandonado.
—¿Acaso no te he hablado de que tengo una tía que trabaja para un general y que…?
—Como cien mil veces —le cortó—. Cállate. Me aburres con tus fantasías infantiles.
—¿Infantiles? Está bien, sigue en las nubes. Bueno, y de mi truco qué me dices.
—¿Qué truco?
—¡Cómo que qué truco! Ya lo has visto: a ti te han sacado y a mí no.
—¿Y…?
—Pues que cuando no me sé los artículos…
—Que es casi siempre.
—Bueno, sí —concedió Marino—, quiero decir ni pajolera idea, entonces miro directamente a los ojos de este profesor, como retándole a que me pregunte. Como ya le conozco, no me saca porque quiere pillar a alguno que cree que no se lo sabe. Bueno, ¿eh? —concluyó, jactancioso.
—Lo que yo digo: infantil. Tremendamente infantil. ¿Y con Parterra también piensas repetir táctica? —le arrojó a modo de pulla.
El capitán Parterra. Un oficial cortado por el mismo patrón que el profesor de gimnasia: lechuguinos espigados, ensoberbecidos. Arrogantes.
—Otro Millanito de mierda —lo motejó sin ambages Marino, para añadir con lúgubre exasperación—: Bah, que le den.
Y es que no era para menos. De los cuatro puntos que le habían volado ya del coeficiente, tres eran obra del capitán Parterra. Las notas con ese profesor eran casi el cien por cien de los suspensos que hasta la fecha arrastraba Marino. Su actitud de muda reluctancia durante sus clases tampoco contribuía a granjearle una posible clemencia.
Cumpliendo sus órdenes, los alumnos aguardaban en posición de descanso. Lo que quería decir que no debían abandonar el círculo físico que a cada uno le correspondía en la posición de firmes, al lado de las respectivas sillas.
El círculo del Malagueño era del tamaño exacto del aula: iba y venía como una pelota de frontón, correteando y repartiendo collejas. En un momento en que Salva no se lo esperaba, recibió una. El Malagueño lo festejó con una carcajada y el jefe de Clase dictó sentencia:
—Malagueño, al Parte.
—Jefe, eres un cabrón —replicó el Malagueño y, recuperando su sitio, dejó de armar jaleo.
Cinco minutos después de la hora, engominado y con el tricornio en la axila, llegó el capitán Parterra. Pasaron al firmes y el jefe de Clase se cuadró para darle novedades…
—¿Esa es la forma que tiene usted de dirigirse a un superior, a estas alturas del curso? —le interrumpió el oficial.
—Perdón, mi capitán… —titubeó el alumno.
—Digo que repita el cómo se tienen que dar las novedades. No ha ejecutado correctamente la posición de firmes y el taconazo no lo he oído. Hágalo bien, si no le importa.
El jefe de Clase pareció meditar: efectuó un movimiento de abducción con la pierna derecha, la sostuvo en el aire medio segundo y la retornó al tiempo que se estiraba como si quisiera parecer diez centímetros más alto.
Pese a tanto brío, el choque de talones sonó mínimo, lastimoso.
—Vaya cagada —gruñó el profesor, guardándose el estadillo—. Al menos le has puesto ganas. Siéntese.
Escaló la tarima, amontonó el tricornio y el maletín encima de la silla y, hojeando una libreta, fue a sentarse al pico de la mesa. La clase entera dejó de respirar… Hasta que se escuchó el nombre del Malagueño.
Y éste que se alza con voz estentórea, casi jubilosa:
—¡Presente!
—A la palestra.
El Malagueño se dirigió al entarimado, que atacó con singular audacia; ya en alto se cuadró dando cara al profesor con un estallido de tacones (inverosímil en un calzado de goma) que hendió el acongojado mutismo y reflejó a traición la complacencia del oficial.
Tras un instante de caos por la inopinada feracidad de su instrucción, el capitán preguntó:
—¿Qué sabe usted del funcionamiento combinado de los mecanismos del cetme?
—Bueno… —carraspeó el Malagueño, que parecía no alcanzar a comprender a qué se refería con aquella extraña pregunta; si bien debía de recordar algo, pues Salva en más de una ocasión le había señalado como muy importante la página que hablaba de ello en el Petete, el nombre con el que habían bautizado al gordísimo libro de materias profesionales.
No decía nada, y sin embargo no se le veía angustiado en exceso.
—Bueno… Cuando el tiro sale…
—Siéntese, guardia alumno —abrevió el oficial—. En mi asignatura tiene usted un ocho.
Un ocho era la máxima calificación.
—¡A sus órdenes, mi capitán! —contestó el alumno con un paso lateral y repitiendo la detonación; más fuerte si cabe, fastuosamente escénico.
Una vez más, las artimañas del Malagueño le habían funcionado.
De vuelta, guiñó un ojo a los pasmados colegas de camareta y fin de semana.
—Ricardo Piñeiro —pronunció el profesor.
—Presente.
—A la palestra.
Pero la salida del Galleguiño, el cuarto compi de camareta, no fue tan impresionante ni tan ruidosa y, a pesar del asaz detalle de las piezas internas del fusil de asalto, la nota no pasó de un seis. Preguntó a otro y luego a otro, cuyos modos militares, sin llegar a la teatralidad del Malagueño, le supuso de entrada un siete.