Kitabı oku: «La ira del embaucado», sayfa 3

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El nombre que leyó a continuación fue el de Salva.

—¡Presente!

—A la palestra.

Por desgracia, su presentación resultó demasiado concisa y el capitán Parterra pasó sin dilación a preguntar.

—Partes del cañón.

—Recámara, ánima y anilla del portafusil.

—Rayas del ánima y sentido de las mismas.

—Cuatro, constante dextrórsum, es decir, a derechas.

—Muy bien. Cartucho del cetme.

—Nato 7,62 x 51 milímetros. Lo componen bala ojival o proyectil, vaina y cápsula.

—Particularidad de las balas dumdum.

—También llamadas «explosivas». Son de ojiva descubierta por donde irrumpe y se expande el núcleo al producirse el impacto.

—Zona en la que un proyectil no puede incidir nunca.

—Zona desenfilada.

—¿Y aquella por la que un blanco no puede marchar sin ser abatido?

—Rasada.

—Bien. Ahora hábleme del coeficiente balístico de la bala desde que abandona la vaina hasta el punto de impacto, así como las distintas tensiones de sus trayectorias.

Salva se lanzó entonces en una exposición técnica y prolija que dejó al capitán embobado y conmovido. No obstante, no fue suficiente para que la nota subiera a un ocho. El escaso estruendo del taconazo no se lo perdonaba; alegó que su firmes dejaba mucho que desear, empero reflejando en sus palabras cierta desazón, como lamentando no poder anotarle más de un siete. Le ordenó que se sentara y siguió preguntando.

Los alumnos se sucedían en un alarde de patética competición por dar los más fuertes taconazos y el firmes más firme, con todo lo que ello implicaba: los pies con los talones en una misma línea y unidos, las puntas vueltas hacia afuera hasta formar un ángulo de 45º, piernas extendidas sin forzar las rodillas, el peso del cuerpo a plomo sobre las caderas y el vientre recogido, quietos los labios y hasta los pulmones.

Un ritual de calamitosa exhibición soldadesca cuya ausencia de naturalidad acusaba movimientos grotescos, delineando caras de descojone en los que ya habían salido y cuajando de angustia la de los que quedaban por ser nombrados.

—Marino.

—Presente.

—A la palestra.

Circunspecto, indómito, Marino desfiló por el estrecho pasillo. Como elevado por un empujón, se encaramó al cadalso, hizo un firmes escueto y aguardó a escuchar la pregunta.

El capitán no dejaba de contemplarlo.

—Tiene usted poco plante de guardia civil, me parece a mí —dictaminó—. Hábleme de las ventanas y taladros de que consta la caja de disparo.

Marino tragó saliva, contrajo los puños pegados a los muslos. Era aquella una pregunta asesina, estimó Salva.

No obstante, su amigo capeaba el brete.

—Ranuras para paso de la palanca de seguridad y del expulsor… Taladros para pasadores de martillo, retenida —relataba con reflexiva lentitud—, expulsor, palanca de disparo, gatillo, eje de…

—¡GATILLO!… —graznó el oficial, botando de la mesa; un afilado mechón de pelo le saltó al ceño contraído—. ¡Gatillo! ¡Gatillo! —repetía con las manos en las sienes—. Pero qué clase de guardia civil va a ser usted. ¡Dios mío! Ni siquiera conoce su herramienta de trabajo. Y además, la insulta. Siéntese. Ahora mismo le planto un cero, un gran cero. Siéntese que no quiero ni verlo. Mira que llamar «gatillo» al disparador —e inclinado sobre la libreta subrayaba febrilmente.

—Fascista de mierda —masculló Marino, dejándose caer en su silla.

—Dios mío, qué pocas satisfacciones me dais —se quejaba el capitán, yendo y viniendo por la tarima. Se paró. Se devolvió el mechón a la jaula de gomina y se dirigió al alumnado, entre consternado e iracundo—. Yo me desgañito, os repito las cosas que de verdad importan. Pero ustedes no se esmeran. Y yo les pregunto: ¿qué clase de soldados guardias civiles (sí: porque el guardia civil como sol-da-do ve-te-ra-no, que dice el Reglamento) van a ser ustedes si no toman conciencia de la sustancia militar que nos caracteriza? ¿A quién vitorean más en los desfiles militares si no es a nosotros? ¡Que mañana serán ustedes, coño! —rugió, y se dio a murmurar, sin dejar de menear la engominada cabeza—: Gatillo, le ha llamado gatillo.

Arrojó la libreta al maletín y se llegó hasta el borde del proscenio.

—En fin. Pasemos a la lección de hoy: Código de Justicia Militar —dijo, aún sofocado y con cierto aire meditabundo, enajenado—. La milicia es una gran colectividad con derechos y deberes muy particulares y nadie mejor que ella misma para conocer y solucionar sus propios problemas. La Constitución reconoce la jurisdicción militar…

Se calló; buscó a Marino con los ojos.

—¿Cuál es su número? ¡¿Cuál es su número?! —exigió frenético. El dichoso mechón se le disparó como un fleje. Marino se lo dio—. Voy a plantear en la Junta de Profesores que se le reste un punto, o quizás dos, por reincidencia en la falta de aplicación militar. Quiero que esté atento al Parte y cuando se le cite aparezca con más garbo ante el señor teniente coronel Jefe de la Junta, y ¡PÓNGASE EN PIE CUANDO UN SUPERIOR LE DIRIJA LA PALABRA!

Marino se levantó con presteza pero sin amilanamiento.

Aquello pareció ofuscar aún más al profesor.

—Es usted un insolente, un faccioso. Siéntese. ¡Siéntese! El problema es gravísimo, sin duda. No me lo puedo creer. Les decía… Qué coño les estaba diciendo. A ver: jefe de Clase…

El jefe de Clase le mencionó la palabra Constitución.

—¿Qué…?

—Y Jurisdicción Militar.

Entonces el oficial retomó el hilo:

—Eso, sí. —Se tomó unos segundos en peinarse y continuó—: Pues eso: que la Constitución reconoce la Jurisdicción Militar en el ámbito castrense y en los supuestos de Estado de Sitio. ¿Cuál es la regla para no obrar nunca en contra del CJM? —regresó, acicalado y agrio, al filo de la tarima—. Los preceptos y normas contenidos en él son muchos y difíciles de retener en todos sus matices; mas todos ellos se resumen magníficamente en AMAR A ESPAÑA por encima de todo, procurando ser justo, dar a cada uno lo suyo y viviendo disciplinada y honradamente: hacer el bien y evitar el mal. ¿Saben ustedes lo que significa disciplina? —repasó al alumnado—. ¿Eh?

Nadie contestó.

—¿Usted se sabe al artículo 97 del Reglamento? —apuntó con el índice en dirección a Marino, pero en realidad marcaba al compañero.

—Sí, mi capitán —contestó Salva, poniéndose en pie.

—Díganoslo, pues.

—«La disciplina, elemento esencial en todo Cuerpo militar, lo es más y de mayor importancia en la Guardia Civil, puesto que la diseminación en que se hallan sus individuos hace más necesario en este Cuerpo el riguroso cumplimiento de sus deberes, constante emulación, ciega obediencia, amor al servicio, unidad de sentimientos y honor y buen nombre de la Institución. Bajo estas consideraciones, ninguna falta, ni aun la más leve, es disimulable.»

—Riguroso cumplimiento de sus deberes, constante emulación, ciega obediencia, etcétera, etcétera. Sí, señor. ¡Muy bien, hombre! Siéntese. Parece que vamos aprendiendo. A ver si nos aprendemos igual de bien esta nueva definición de la disciplina. La dijo el Generalísimo Don Francisco Franco Bahamonde y es la más pulida y certera que se ha dado nunca. Ni Napoleón, que dijo delante del Coliseo romano aquello de «Veinte siglos de Historia nos contemplan» —Marino dejó escapar un susurro feroz y peligroso: «Cágate, lorito»—, tuvo el talento de concretar. ¡Tomar nota, coño!

Un bullicio, como el paso de un torbellino, se alzó de golpe.

—«¡Disciplina! Nunca bien definida ni comprendida. ¡Disciplina!, que no encierra mérito cuando la condición del mando nos es grata y llevadera. ¡Disciplina!, que reviste su verdadero valor cuando el pensamiento aconseja lo contrario de lo que se nos manda, cuando el corazón pugna por levantarse en rebeldía o cuando la arbitrariedad o el error van unidos a la acción del mando. Esta es la disciplina que os inculcamos. Este es el ejemplo que os ofrecemos.»

Remarcando las severas arrugas en las comisuras de la boca, advirtió:

—Sabedla siempre. ¡Todos! Y de memoria. Olvidaréis Leyes de Pesca, de Caza, Contrabando, Normativas Fiscales… No importa. Las leyes cambian y conceptos como este, la DISCIPLINA, por nuestro Generalísimo, ¡en la vida!

Aulló la corneta.

—Llenaros de este mensaje, porque de lo contrario, clavo que asoma, clavo que es golpeado. Mañana el que no me lo conteste punto por punto, irá al Parte. Jefe de Clase: nómbreme dos alumnos para Servicios Mecánicos. En cinco minutos los quiero en el comedor.

Se echó el tricornio al sobaco y, al tiempo que resonaba un firmes con estrépito de sillas arrastradas, ganó la salida.

Salva, electrizado, tardó en reparar en la desventura de su compañero.

Marino permanecía sentado, y con aire abstraído pintarrajeaba objetos lanzados por una explosión: un cetro, una libreta —con un gran cero—, un maletín, estrellas, un rostro despeluznado…

—Si hubieras puesto un poco de arte, seguramente se habría limitado a una simple amonestación…

—No me doblegaré jamás —profirió Marino—. Atajo de fachas. Me echarán de aquí, pero será sin lavarme el cerebro. Atiendo mis propias reglas, como la gaviota que practica velocidad avanzada, al margen de la Bandada. A despecho del Consejo. ¡Que se jodan! Sólo que yo procuro que no se me note o se acabó el vuelo libertad.

—¿¡De qué hablas!? —le espetó Salva—. Estás a punto de ser expulsado. No te hubiera costado nada hacer un poco el paripé.

—Hablo de cosas mías. Y que me expulsen poco me importa. Yo soy un cimarrón. No pienso bajarme los pantalones ni hacer el capullo. Ya has visto que me tiene manía.

—Cosas tuyas, cimarrón, bajarte los pantalones… Aquí el único jodido serás tú. Vas de mal en peor. —Y como Salva tenía sus propias ideas (¿O eran sólo opiniones?), afirmó con un aleteo de duda—: Todos esos conceptos disciplinarios sostienen al Cuerpo y lo mantienen a través de los años. Deberías creer en el fondo antes que en la forma.

—Pues el fondo es peor, te lo digo yo. A mí no me engañan. Mi tío me tiene al tanto.

—De lo que te cuenten no te creas nada y de lo que veas la mitad —argumentó Salva, recogiendo sus cosas—. Ni que tu tío fuera general.

—Ya te he dicho que es un guardia primero, al que le han caído como veinte correctivos, pero no por eso deja de estar orgulloso.

—¿Orgulloso?

—Sí, porque nunca se ha dejado dar.

(¿dar?)

—¿Qué quieres decir?

—Que eso de la disciplina es un cuento chino, el truco para que cierta élite anacrónica pueda seguir viviendo como señores feudales. Ya conoces lo de los «servicios mecánicos»: cargar el Land Rover, que luego le llevarán hasta su casa. O es que ya no te acuerdas de que la semana pasada estuvimos tú y yo cargando material de obra.

—En la calle no será así —replicó Salva—. Nadie podrá obligarte a nada ilegal que tú no quieras. Aquí se trata de forjar gente con autodisciplina —sentenció a la desesperada.

—Conque sí, eh —Marino, cantabronamente tozudo, volvía a la carga—. Mi tío dice que…

—Oye —le cortó Salva—. Si no te gusta esto, no sé qué leches haces en la Academia. Ni tu tío ni tú parecéis muy conformes. Entonces, ¿por qué no os marcháis?

—Ahí radica la estrategia —contraatacó Marino—: O pasas por el aro o te hunden. El caso es no alterar la tradición, la gloriosa tradición que tapa los trapos sucios y oculta la podredumbre.

Salva no le entendía, no podía entenderle.

—No sabes de lo que hablas —le dijo metiendo con cierto estupor los libros en la cajonera.

Pero Marino, como ya le había contado una y otra vez, criado entre montañas primero y recorriendo después innumerables Puestos hasta que su padre pudo instalarse en una ciudad en la que dar a sus hijos un futuro mejor que la montaña y la Guardia Civil (empeño este último que evidentemente no había logrado), retenía en su memoria vívidas imágenes esculpidas con el cincel del trauma en la mente de un niño de nueve años.

—Qué me van a contar, a mí, que toda mi vida la he pasado en casas-cuartel y he visto, entre otras cabronadas, cómo nos sacaban a la calle a las dos de la mañana. Para revistarnos el pabellón oficial, decían; y todo porque mi padre se había negado a pagar de su bolsillo cierta «aportación voluntaria» para la despedida del coronel del tercio. Te digo una cosa: no seré yo el que reivindique nada, ya lo ves. Sé lo que tengo que hacer. Te lo cuento para que te bajes de las nubes; te dolerá menos el batacazo.

—¿Y tú te acuerdas? —preguntó Salva, incrédulo, aguardando a que el otro terminara de juntar los crucigramas; alrededor, las lenguas de los alumnos se sacudían viperinas por tanto artículo que estudiar.

—¿De qué?

—De la famosa revista.

—Por supuesto. Me dan tiritonas cada vez que me acuerdo de aquella noche a la intemperie. —Su dicción se volvió amarga—. Y también de que lloré de miedo en los brazos de mi madre.

—No puede ser —se irritó Salva—. Sería de otra forma. —Casi le duraba la piel de gallina por los discursos de los profesores.

Se largó dejando a Marino con su monserga inextricable.

—¡No te enfades conmigo, hombre! —Marino alzó la voz para que Salva pudiera oírle por encima de la bulla general—. Eres un ingenuo. —De un manotazo cerró el Petete con los útiles de escribir dentro. Uno de los lápices rodó al suelo. No quiso entretenerse a buscarlo. Pero cuando se percató de que su amigo no le esperaba, se volvió.

Marino fantaseaba; de qué hablaba, ¿de una policía tercermundista? Había perdido demasiado tiempo en escuchar demasiados disparates. Él siempre acatará las órdenes. No importará el sacrificio: sólo «la íntima satisfacción del deber cumplido». Si se conduce con honor, ningún mando podrá nunca atropellar el desempeño de sus obligaciones. Quería ser guardia civil, y punto. Creía en la Ley, en la disciplina, en la jerarquización, en las Ordenanzas, en el valor de las cosas bien hechas y que lo que es bueno nunca puede venir de la subyugación, excepto que se mienta y él no tenía tiempo para mentiras.

El toque de Fajina estaba a punto de mugir. Tocaba correr. Qué ritmo señor, qué fulgurante estilo de vida.

Y él, encantado en su laberinto.

IV. ORDEN ABIERTO Y CERRADO: LA VIDA ES MILICIA

1

Rachas de viento leve y aromatizado de olivares esquiaban desde el alto terraplén hacia la formación de tiro. Un ejercicio que ponía nerviosos a unos y a otros excitaba; como a Salva, quien con soltura y fruición se encaraba el cetme, apuntaba, y a partir del tercer o cuarto disparo ya no dejaba de agujerear el centro de la diana. Resultados muy similares a los obtenidos con pistola y subfusil.

El Malagueño trataba de imitarlo y aun de superarlo. Pero durante el recuento se halló que su diana presentaba únicamente un impacto en el cinco y otros dos más desperdigados por la zona exterior a los círculos.

—Lo que pasa es que yo meto la mayoría de las balas por el mismo agujero —profirió jocoso, dando la apuesta por perdida.

En cuanto a Marino, éste había logrado un rosetón casi tan agrupado como el de Salva, lo que revelaba su empeño y calidad como tirador. Sin embargo, varios impactos salpicaban la diana. La suma total ponía de manifiesto que alguien había equivocado el blanco.

Todos miraron al Malagueño.

El Instructor gruñó:

—Siempre igual.

Continuando con el recuento, añadió:

—Salva y Marino, muy bien.

Y con el siguiente.

—Piñeiro, tengo una duda contigo. ¿No sé qué haces peor, si llevar el paso o pegar tiros?

El Galleguiño se encogió de hombros.

—Pues esta vez no pago yo las cervezas —dijo con fuerte acento y mayor presunción.

El Instructor se rio con el grupo y prosiguió su cometido.

—Es que yo donde pongo la bala, pongo el ojo —bromeaba el Malagueño.

Salva cambió de tono.

—En un tiroteo podríais causar un verdadero desastre.

—De todas formas, no sirve de nada —replicó Marino—. En un atentado lo más probable es que nos disparen por la espalda. Y en lo referente a ser el primero en disparar, yo jamás pienso hacerlo. ¿Te he contado lo que le pasó al cabo de un Puesto donde estuvo destinado mi padre, que tiroteó a un coche que se saltó un control? —Salva negó cansinamente con la cabeza—. Pues que el conductor se la pegó contra un árbol después de que una bala le abriera la cabeza. Los que ordenaron el control se desentendieron del caso y como el cabo no tenía para pagarse un abogado el juez le mandó a chirona por diez años. Digo yo, pues: ¿de qué le sirvió disparar?

Cuánto había de verdad en las atroces anécdotas de Marino, era difícil saberlo; pero ponía tan íntegra y espontánea vehemencia que a Salva le costaba no creerlo. Se resistía. Tales relatos no tendrían cabida ni en una novela producto de un arrebato de vesánica inspiración. Marino era un tío francote, sin duda un amigo y porque escuchar es mejor que hablar, Salva se lo consentía y ya no se enfadaba con él.

—Joder, cómo fabulas…

—Y la mujer, como no tenía dinero para pagar la hipoteca de la casa ni tampoco para criar a sus tres hijos, se metió a puta —remató Marino.

—¡Venga ya! —rechazó Salva, alzando los brazos: esta vez Marino se había pasado—. No me tomes el pelo, hombre. Hablamos de la Guardia Civil, no de un ejército bananero.

—¿Sabes lo que me dijo un día mi tío?

Salva resopló.

—A ver: ¿qué te dijo?

—Que esto es como el ejército de Pancho Villa, pero sin el «como».

El Instructor dio a conocer los resultados del ejercicio de tiro. La mejor puntuación la de Salva. Para no variar.

Él era así.

Acabada la clase práctica, le seguía otra teórica, más aburrida pero no por ello menos importante, pues aspiraba a convertirse en un guardia civil integral.

2

Pegado a la pared, en la última silla de la última mesa, en el centro de un aula que había sido su salón de estar en los últimos meses, Salva se veía a sí mismo como un airoso guardia segundo de la Guardia Civil, como un afanoso cabo, un distinguido y joven sargento, un soberbio oficial de porte elegante y estrellas refulgentes…

Miraba sin ver. Los ojos de su imaginación lo transportaban lejos del murmullo de verborrea insulsa con que un capitán y sus ayudantes se esforzaban en ilustrar el orden cerrado de Unidades.

—… Así, la evolución es una acción compleja que realiza una tropa para modificar su formación, el intervalo o distancia entre sus fracciones o su dirección de marcha. Una evolución no se efectúa por todos los elementos o fracciones de la unidad en forma simultánea ni con la misma amplitud —forcejeaba el oficial consigo mismo y contra el maremágnum de definiciones militares que lo abrumaban después de una década destinado en la Academia, repitiéndose año tras año, condenado o gozoso de retirarse de capitán en aquella ciudad cercada de olivos, disuelto en la anonimia de un cuadro de profesores, todos ellos temerosos de verse en el Boletín Oficial del Cuerpo destinados a unidades operativas donde su irreflexiva sapiencia teórica tuviera que ponerse en práctica.

En ese parecer coincidía con Marino, quien atendía con una especie de rítmica abstracción: tenía un auricular embutido en la oreja. Salva sonrió fascinado. Por su parte, el Malagueño se aplastaba la mejilla contra la palma de su mano, simulando interés; en realidad, dormitaba arteramente.

La entrada de uno de los comandantes de la Jefatura de Estudios, encargados de la supervisión, alteró el soberano sopor.

—¡EN PIE! —gritó el capitán. El Malagueño se llevó un susto de muerte.

El comandante despachó con ademán mecánico las novedades del inmediato inferior y ordenó a los alumnos que abandonaran sus pupitres e hicieran corro a su alrededor.

Encaramado a la tarima, mostró el puño y acto seguido disparó el pulgar y el índice: había montado una pistola. Con ella apuntó a un tipo alto que se apelotonaba hacia las ventanas: al Galleguiño.

Para terror de éste, vio que era preguntado:

—Usted: demuéstreme su espíritu militar y cuénteme cómo se abren filas sobre la del medio en una Sección.

Piñeiro, que siempre se las arreglaba para salir con el paso cambiado, que no le cuajaba en la mollera la diferencia militar entre una fila y una hilera, ahora tenía que responder a una incógnita que llevaba sin despejar desde el primer día que, por la estatura, le habían colocado en cabeza de la cuarta Compañía.

La pregunta incidía tan oculta a su conocimiento, que decidió hablar mucho, la mitad de las palabras en su lengua nativa; pero el truco no coló y el comandante le tomó el número, pasando a continuación a dilucidar lo que se suponía que el alumno había balbuceado acerca de los movimientos de marras. Al principio, imitando con burla el acento del Galleguiño en escarnio de éste; lo que levantó carcajadas y así el comandante creyó ganarse la simpatía de su medrosa audiencia.

Marino fue uno de los que no entró en el juego: su fría atención traslucía un profundo fastidio, el desdén típico de los que creen estar de vuelta y que de ninguna manera va a colaborar en la venta de la moto.

Finalmente, con el suyo propio, el oficial superior tampoco logró hacerse entender.

—A ver cuándo os enteráis de que ya no sois paisanos. —Pasó a fustigar sin miramientos—. Que sois militares profesionales con deberes y obligaciones y que lleváis un uniforme de honor antiguo y tradición. Aprended de los guardias viejos de paso corto, vista larga y mala leche. Y por supuesto, de la Cartilla.

Se aseó los pulmones y declamó, despaciosa y gravemente:

—«Todo Jefe, Oficial o individuo de tropa (y vosotros sois tropa, ya lo sabéis) de este Cuerpo, queda obligado a sofocar o reprimir cualquier motín o desorden del que tenga conocimiento u ocurra a su presencia, sin que sea necesaria para obrar activamente la orden de la Autoridad». Y es que sois guardias civiles: no policías nacionales ni municipales. ¡Molero! —requirió al profesor de la materia—. Que sigan con la lección. Se suspende el examen de La Ley de Enjuiciamiento Criminal. Lo primero es lo primero.

El comandante abandonó el aula a la voz de firmes. Una vez fuera penetró en la de enfrente y montando su pistola digital se le oyó exclamar: «Usted: demuéstreme su espíritu militar y cuénteme cómo se abren filas sobre la del medio en una Sección».

Los futuros guardias civiles —que no debían parecerse a policías—, festejaron el librarse del examen de Leyes cruzándose puñetazos fingidamente fuertes. En su lugar y dada la ignorancia imperdonable, dos horas de instrucción en el patio de Armas. Todos encantados. Menos Salva. La LEC le había costado y le hubiera gustado recrearse delante de un examen.

—Qué lástima —se quejó para sí.

En su despecho llegó a conjeturar que desfilar no debería prevalecer sobre el conocimiento de leyes fundamentales ciudadanas.

¿Por qué esa obtusa pertinacia en la instrucción militar?

Dejó de especular al acordarse de cuánto disfrutaba golpeando el suelo al redoble de los tambores, encendido como si se machacara los pectorales en las anillas de su casa a la par que brama un potente rock. Una letra que, en este caso, coreada a paso ligero, comenzaba:

Aquí la más principal

hazaña es obedecer

y el modo cómo ha de ser

es ni pedir ni rehusar…

No estuvo seguro de que su contento fuera total, y del todo lo olvidó al ser alcanzado por una traidora colleja del Malagueño.

—Ahora verás, cabrito —se lanzó tras él y no tardó en apresarlo, explayándose y correteando entre un jaleo de críos; hasta que el turuta puso en estampida a la promoción entera.

3

La Banda de cornetas y tambores atacó la marcha con sonido atronador: Salva sintió que se electrizaba, que se exaltaba.

Engalanados con los flamantes trajes de paseo (al fin sin el latoso gorro cuartelero y sin los uniformes de campaña), los negros sombreros charoleando foscamente entre ristras de bocachas apagallamas, el Batallón se movilizó en casi perfecta sincronía a la orden del comandante.

En casi perfecta sincronía, porque el Galleguiño, como de costumbre, había salido a contrapié, y durante la primera veintena de pasos tuvo a media Sección dando saltitos, confundiendo tanto a los que le imitaban como a los que atendían al ritmo de la Banda.

Cuando por fin acopló el paso, afloró una plasticidad hecha de ardor mecánico y belleza conducida. El vocerío de los oficiales y el redoble de los tambores espoleaban a Salva de ímpetu y frenesí; y también un desprecio neto por los que, en plena marcha, denostaban en voz alta —si bien atentos a las idas y venidas de los Instructores— por las inacabables vueltas haciendo filigranas con el armamento. Qué otro acto podía enaltecer más a un guardia civil que la soltura exhibida en un desfile, insistía a voces el capitán Parterra. Y Salva, azuzado, arrojaba zancadas petulantes conviniendo en que aquellos futuros guardias civiles que renegaban como herejes, que apenas acertaban a distinguir un toque de corneta de otro, deberían ser expurgados.

El retumbe cadencioso de las pisadas, la furia de los tambores, las erizadas columnas trasladadas al unísono, constituían parte de un todo alucinante que Salva, tras varios meses de fogueada instrucción de orden cerrado, seguía acatando con delectación. Reparaba en las palabras del capitán Parterra: «¿Es que acaso no se estudian en el colegio materias que nunca nos servirán a efectos prácticos y, sin embargo, con el tiempo, serán la base de muchos razonamientos y decisiones del vivir cotidiano y de las cuales pocos percibirán su influencia? Pues lo mismo ha de ocurrir con nuestra solera militar. Y si no, clavo que asoma…»

Sí: expurgados por sediciosos.

Vivía en su mito, confiaba en sus mandos, en lo que le enseñaban. Allá con los demás.

Él era así.

En ideas tan abstractas marchaba, cuando Marino le chistó desde la fila contigua —tenía la primorosa habilidad de girar la cabeza en la dirección que le apeteciera sin perder el paso. El pelotón acababa de hacer izquierda.

—Eh, fiera, que vas mal. Mucha chulería, pero al revés.

—¿Cómo dices? —preguntó Salva, temiéndose alguna broma.

—Que llevas el paso cambiado, tío.

—¡Mierda! —exclamó Salva, al percatarse de que pisaba al de delante.

Contraatacó a Marino con cinismo:

—No será que soy yo el único que sabe llevarlo…

—Muy gracioso —dijo Marino—. Pero yo a quien maldigo es al tío que se va tirando esos pedos tan podridos. Me pregunto qué comerá el menda.

Por delante de ellos, alguien reía sin rebozo ni contención.

El oficial Instructor redobló su gritería:

—¡ESE, ESE! ¡Que parece que va pisando huevos! —señalaba al Galleguiño—. A ver: el del centro de esa Sección. ¡QUE VA A PIÑÓN FIJO! —ahora se refería a Marino, y éste blasfemó contra el oficial por lo bajo—. Parecéis maderos, coño. ¡Un, os!, ¡un, os! ¡Menuda panda de gañanes! ¡Un, os!…

Terminada la instrucción, el Batallón fue requerido para dirigirse al Aula Magna, donde el teniente coronel páter les daría una conferencia titulada «La vida es milicia: forja, mensaje y fe». La asistencia sería voluntaria, anunció el comandante, lo cual desató la algarabía entre el cien por cien de los alumnos, que al punto planearon los más diversos escaqueos.

Pero en seguida se le oyó puntualizar, sarcástico:

—A los que no asistan, se les tomará el número. No obstante, sigue siendo voluntario.

Todos enfilaron al aula de marras.

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