Kitabı oku: «La ira del embaucado», sayfa 6

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VIII. Y HACIA UNA MANERA DIFERENTE DE VIVIR

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Salva echó el último bulto al maletero. Para asegurarse, una vez más, de la ruta, sacudió las dobleces del mapa y fue directo a la cuadrícula en la que su destino, según la Jefatura de la 112 Comandancia de Madrid-exterior, aparecía marcado con letras muy pequeñas, proporcionales al tamaño de la localidad.

Ubicado entre trazos ennegrecidos, en los confines de la provincia, tenía resaltado con rotulador: San Juan de la Sierra.

Cientos de veces idealizando delante de aquella manchita rojiza, viendo en ella un vaticinio de promesas, logros indudables, una fuente de honor y fama en la que realizarse profesional y personalmente.

¡Cuánta impaciencia!

Había confiado en que por su nota hubiera tenido el privilegio de elegir destino, uno con mejor ubicación, más cerca de la capital. Pero no le preguntaron. En ese punto sus notas no le sirvieron de nada, como predijo Marino. Le daba igual. Por encima de todo creía en su profesión, el servicio a la sociedad, el trabajo bien hecho, la disciplina, el honor, la imparcialidad. Ser guardia civil.

Terminó de acoplar el uniforme dentro de la maleta, abrigando la pistola y el tricornio —al final había comprado uno nuevo, menos voluminoso que el académico, de alas consistentes y sin fracturas, como su ideal—: objetos emblemáticos de su epopeya y ahora nueva condición social, y la acarreó hasta la furgoneta de sus vecinos, quienes en viaje a la capital le harían el favor de acercarlo hasta la estación de autobuses que le convenía.

Tras despedirse de su familia, partió a la búsqueda de San Juan de la Sierra.

Un pueblo tranquilo; demasiado, conjeturó un tanto decepcionado.

Durante el trayecto, sus paisanos le animaban en su nueva profesión.

La señora Ramona refiriéndole ancestrales y desgarradoras tragedias de posguerra, del sufrimiento de generaciones de perdedores trillados por administraciones enconadas y denigrantes; y se extendió en relatos que de puro lejanos le parecían de una época perdida en la intemperie de la Historia y de la que no se le antojaba relación con lo que él iba a ser; o mejor dicho: ya era.

Ramona concluyó con un lastimoso ruego:

—Cuando te digan de reprimir a los pobres, hazlo poniendo más apariencia que ahínco. No olvides nunca de donde sales, quienes son tu gente, quien eres tú.

Salva asintió sin objeción, con sonrisa condescendiente. Dio un beso a Ramona —la pobre tan despistada— y se bajó. Una hora más tarde se pegaba a la ventanilla de un largo y cascado autocar, en una de cuyas paradas se hallaba su localidad de destino. ¡Uf, qué nervios!

Cuando dejaron la autovía, el viaje se convirtió en un incesante rebote por culpa del rosario de baches que la socavaban. Un cartel verde con la inscripción C-215, identificaba a la nueva carretera. Viejos y destartalados postes de teléfono se deslizan muy cerca de su semblante abstraído…

Se ve subido en un coche del Cuerpo, en vigilancia de carreteras, caminos, propiedades particulares o del Estado. Va erguido por doquier y ni el viento logra encorvarlo. Es un servidor de la Ley —la LEY—, orgulloso de ofrecer a sus habitantes seguridad y apoyo, pues lo dice el Reglamento: «Siempre fiel a su deber, sereno en el peligro y desempeñando sus funciones con dignidad, prudencia y firmeza, el Guardia Civil será más respetado que el que con amenazas sólo consigue malquistarse con todos».

No dejará que la buena gente no se sienta a gusto con él de servicio. Su gratitud será su recompensa.

Promisorias perspectivas como de un grandioso tráiler de estreno…

El suyo en la Guardia Civil.

Alguien dijo que las aplastadas colinas que les recibían anunciaban a San Juan. Al poco, ramales de sierra venían a postrarse hasta la carretera por la margen izquierda, se zambullían a escasos metros del asfalto y resurgían por su derecha, suaves y crecientes, tras permitir una vega erizada de maizales, hacia un paisaje menos romo pero igual de estepario.

Los maizales semejaban un desfile de compañías en formación. (¡Ah, la Academia, las clases, sus profesores…!) Sin duda, la recorría un río. Se divisaban sotos y pequeñas presas de las que partían acequias ramificadas, transportadoras de una modesta prosperidad agrícola. Los afanosos hortelanos le inspiraban un sentimiento de amparo y de intercesión que él atendería con lealtad perseverante.

La serranía, en cambio, la imaginaba inexplorada, recóndita, infestada de salteadores a los que detendría con temerario valor. De ahí las medallas, las condecoraciones, cabo, suboficial…

Un letrero oxidado, cuya lectura ya se le escapaba, le hizo parpadear y reubicarse: San Juan de la Sierra.

Éste apareció tras una amplísima curva. Descendía apacible y prosaico por una ladera hasta concluir en la carretera. Por el otro flanco, la vega continuaba silenciosa y verde, fragante de humedad. Sentenció el lugar como una Arcadia insulsa donde sus audaces y probas ambiciones, sus intrépidos anhelos de aventuras beneméritas, apenas si tendrían cabida.

Con una vaga impresión de fiasco, bajó del autobús: entonces, sin saber por qué, se sintió Robinson Crusoe.

Preguntó por el cuartel de la Guardia Civil y, con el bolso al hombro y en la mano la maleta, echó a andar calle arriba. Diez minutos después se detenía al pie de una escalera de piedra, rematada por un poste de granito del que emergía un mástil metálico y cónico, al final del cual la bandera nacional colgaba lánguida y algo deshilachada.

Salva, con la pierna doblada sobre el primer escalón y sin soltar su equipaje, se lentificó en contemplar a su izquierda el terraplén apaisado, alfombrado de césped y afianzado por rosales, extendido a todo lo largo de la fachada del cuartel, un edificio de tres plantas; y a su diestra, tras una verja moteada de orín, una rampa que conducía hasta la «cochera» —así rezaba un azulejo colocado en el lateral— con la puerta levantada; dentro se veía un Renault Cuatro con los distintivos oficiales del Cuerpo. Al fondo, disimulados por un sauce, unos tendederos enarbolaban una colada de camisas verdes, uniformes de campaña y sábanas blancas.

Apretó los puños y se dio a ganar peldaños, lanzado de triunfo y sin aliento, como cuando resolvió los metros finales en la carrera de oposición.

Un guardia que frisaría los cincuenta años, de unos ciento setenta centímetros de altura y casi otro tanto de ancho, salió a recibirle al rellano, junto a la bandera. Tenía entradas profundas en su pelo crespo y las mejillas encendidas por un intrincado cruce de capilares rojísimos.

Salva se presentó:

—Buenos días. Soy un compañero destinado a este Puesto.

—¡Ihé! —exclamó el obeso guardia con la alegría de quien ve aparecer al Mesías, aunque sólo fuera Salvador—. Así que eres tú. ¡Estupendo! Uno más para hacer servicio, que falta nos hace. Yo soy el guardia primero Félix —y le tendió la mano, que Salva recibió con entusiasmo.

Lo había oído perfectamente: le esperaban como guardia civil. Ahora estaba seguro de que no había ningún error en el papel que el cabo Rafa le entregara meses atrás.

Un perro, en teoría blanco, salió de la cochera, seguido de un individuo menudo armado con un gran mostacho.

—Es Rufo, nuestra mascota —informó el guardia primero—. Me refiero al perro, claro; el de la funda de mono es Goyo —se rio tan a gusto—. Aunque el brigada, no sabemos por qué, se empeña en llamarle Marqués, al perro, claro. Ja, ja. Espera aquí, que voy a avisarle —y se metió por la puerta coronada con una artística inscripción en arco, forjada en hierro:

TODO POR LA PATRIA

—¿Qué hay, chavalote? —dijo el guardia llamado Goyo. Exhibía un bigotazo tópico y típico: enorme, bucleado y de puntas retorcidas; y su figura enjuta daba cuenta de un trozo de chocolate.

Después de presentarse, destacó la suerte que Salva había tenido, ya que, en su opinión, había ido a parar al Puesto menos conflictivo de toda la Comandancia. A continuación le explicó que las dependencias oficiales, incluida la vivienda del comandante de Puesto, se hallaban en la planta baja, y las dos superiores eran pisos, a los que llamaban pabellones, uno de los cuales pertenecía a los guardias solteros, precisamente el situado frente al suyo, en la primera planta.

Le ponía al tanto de la clase de servicios que se prestaban en aquella demarcación —rutinarios y elementales—, cuando surgió el comandante de Puesto, un suboficial de pelo entrecano y cortado a cepillo, no muy lejos de la Reserva Activa.

Salva, en pantalón vaquero, se cuadró con ademán enérgico entre su equipaje.

—A sus órdenes, mi brigada —dijo, de repente azarado.

—Gracias, muchacho —respondió el brigada. Le alargó la mano—. Pasa a mi oficina —le pidió sin dejar de observarlo de un modo penetrante, escrutador.

Excitado por el estreno de tan fascinante etapa vital, Salva traspasó el umbral hacia una manera diferente de vivir. Lo había dicho el coronel-Director y él creía en lo que decían sus jefes.

Él era así.

IX. LA REALIDAD SUBYACENTE

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Incorporado oficialmente el día anterior, Salva cumplía su primer servicio como guardia de Puertas en el Puesto de San Juan de la Sierra.

Recurrió al artículo que refería esa clase de servicio y encontró que ponderándolo con la realidad, se le antojó un tanto ininteligible, anacrónico.

«La Guardia de prevención es sustituida en las Casas-cuarteles de los Puestos, debido a la escasez de fuerza, por el llamado guardia de Puertas.

Este cuidará:

a)De impedir toda sorpresa a la fuerza acuartelada.

b)De estar atento al teléfono, si su próxima instalación se lo permite.

c)De cumplir, en general, para el mejor desempeño de su cometido, las obligaciones del centinela marcadas en las Ordenanzas del Ejército.

d)De impedir la entrada en la Casa-cuartel a persona desconocida o de mala conducta, cuidando de que los que puedan efectuarlo se dirijan a la dependencia o pabellón que les interese.

e)De impedir que la fuerza salga de la Casa-cuartel sin vestir el traje correspondiente.

f)De abrir y cerrar la puerta a la hora prevenida; a partir de este último momento no franqueará la entrada a nadie sin previa autorización del comandante de Puesto o de quien haga sus veces e identificando a la persona que se anuncie.

g)De hacer llegar rápidamente al Comandante del Puesto la correspondencia que reciba y noticia de cualquier novedad.»

Ejército, centinela, Ordenanzas. ¿Impedir la salida sin que la fuerza salga sin vestir el traje correspondiente? Se consoló con la idea de que con el paso de los días y su consagración le revelarían lo incomprensible de tan extraña vigencia. Era sólo un novato.

Se acordó de Marino. Sabía que había sido destinado a Pamplona y a partir de ahí nada más. Un día de estos tengo que localizarlo —se reiteró—. Tendrá problemas. No llegará muy lejos en el Cuerpo. Necesitarás mucha suerte, amigo. Ojalá la tengas.

Él, por su parte, con muy poca le bastará. De la ansiosa abnegación por su servidumbre barrunta una ristra de éxitos de cuya reputación le devendría ser muy pronto cabo, sargento, oficial… Bien sencillo de lograr, tal como rezaba ese artículo que era el predilecto del capitán Parterra: La disciplina, elemento esencial… Riguroso cumplimiento…

Ciega obediencia…

Pasado algún tiempo (unos pocos meses, sin duda menos de un año), se reencontrarán, se contarán hazañas dispares, recordarán tiempos pasados nostálgicamente peores, y él abrumará a su amigo con un sinfín de buenos servicios.

Creo que para entonces seré un especialista en Actividades Subacuáticas —se recreó—. Quizá a punto de hacerme cabo, y con alguna que otra felicitación en mi hoja de servicios.

¿Medallas? Sí, un par de ellas, por qué no.

De pronto, sonó el teléfono; tenía un candado para evitar que se hicieran llamadas.

—Cuartel de la Guardia Civil de San Juan de la Sierra. ¿Con quién hablo, por favor? —oyó su propia voz lejana y un tanto insegura.

Un vecino solicitaba información acerca del trámite administrativo para la venta entre particulares de una escopeta de caza mayor.

Salva, medio balbuceando, insistió con ciertas vagas inquisiciones. Comprendió que los nervios —o la incompetencia— le estaban jugando una mala pasada, y sólo gracias a la ayuda del brigada, que salió de su oficina a interesarse por el asunto, pudo remediar satisfactoriamente.

—No debes preocuparte —le tranquilizó luego el suboficial—. Cuando no sepas algo, me lo preguntas a mí o al compañero que tengas más cerca, pero nunca permitas que alguien que nos requiera se quede sin respuesta. Recuerda que eres un Servidor de los Ciudadanos. Por desgracia, más importante que todo eso es contentar a los oficiales —agregó en tono sombrío—. Ellos tienen otras prioridades. Es la realidad subyacente. Pero bueno —intentó mostrarse animoso antes de dejarlo—, con estos consejos y poco más llegarás a donde quieras y a lo que quieras.

—A sus órdenes, mi brigada —contestó Salva, poniéndose firme, extremando la ejecución del saludo, asombrando al suboficial…

Y es que, con perfección insuperable, había ejecutado el gesto de llevarse la mano extendida a la sien a la par que estallaba un seco y sonoro taconazo, que le recordó la presentación fallida ante el profesor Parterra.

Lamentó con absurdo disgusto lo que entonces no pudo conseguir, quedándose su nota en un inmerecido siete.

El artículo concerniente era rotundo:

«El saludo militar, fiel exponente de la instrucción de una tropa, exige que el Guardia Civil, como soldado veterano, se distinga al practicar con la máxima corrección y exactitud cuanto previene el reglamento táctico para saludar a las banderas y Estandartes, Jefe del Estado, Generales y Suboficiales de los Ejércitos de Tierra, Mar y Aire. El Gobernador de la provincia tendrá el mismo saludo que los jefes».

Acababa de demostrar ante su superior cuán sobresaliente era su preparación profesional.

Sin embargo, el semblante del brigada no fue ciertamente de admiración… Muy al contrario… ¿indiferencia?, ¿desencanto?

¿Qué había hecho mal?

Entre la disculpa paternal por su incompetencia informativa y el lucido gesto militar que le había salido, mediaba una contrariedad inexplicable.

Se recolocó el sombrero. Lo notó demasiado cerca de las cejas y, con gran pesar, se lo subió un par de dedos… Bueno, con uno bastaba, y continuó dando paseos por el rellano exterior en distraída soledad en la hora rayana al mediodía.

Por el patio que separaba el edificio principal de la cochera, el perro llamado Rufo saltaba detrás de un pájaro que iba del sauce al suelo empedrado, una y otra vez. Una gruesa miga de pan parecía ser el quid de la cuestión.

Un sol de paz fulguraba en torno.

Muy lejos, sonaba una radio, un murmullo indiscernible, bucólico.

Sí: destinado en Arcadia.

No medio, sino entero sería ese día de inolvidable. Lo presentía. Como se debe de presentir cuando uno echa su primer polvo o se enamora la primera vez. Eso le llevó a reparar en que perdido entre aquella serranía le costaría enamorarse, al menos de forma tan arrebatadora como le había sucedido al guardia más novato en la Unidad hasta su incorporación: el guardia Montilla, al que por su procedencia del Colegio para hijos del Cuerpo llamaban «Polilla» o, más resumido, «Poli».

Lo había conocido la noche anterior cuando el tal Poli regresaba de servicio, pero sólo de pasada, ya que después de presentarse y darle la bienvenida con simpatía y generosidad se despidió, pues le esperaba su «estupenda chica». Por lo visto, la Guardia Civil, un ordenador con el que componía música y la novia, polarizaban su vida. Le pareció un compañero franco, simpático y digno de confianza. Aunque más veterano, era un año más joven, y secreta y vanidosamente lo juzgó que por lo menos era cien más ingenuo que él…, por mucho que el brigada así le hubiera motejado, en tanto se volvía a su despacho: ese había sido su mascullado comentario, recordó con súbito enojo, de nuevo reparando en el comandante de Puesto y su inalabada actuación. Pero ¿por qué?

¿Contentar a los oficiales? ¿Que ellos tienen otras prioridades?

Ser un Servidor de los Ciudadanos, por supuesto.

Lo cierto es que su andadura profesional había comenzado de una manera bastante deficiente. ¿Era toda la culpa suya? Podía recitar de memoria innumerables artículos, pero nunca fue aleccionado a estudiar con semejante vehemencia la Legislación; el Reglamento de Armas, en este caso. El nimio incidente y su superior le habían atisbado una evidencia indiscutible, una realidad inopinada (¿subyacente?): sabía demasiado poco acerca de lo que en esencia debería.

Un paisano que ingresó en la escalera del acuartelamiento, asiéndose con dramática languidez a la barandilla, acaparó todo su interés.

—Buenos días. ¿En qué puedo servirle? —le recibió, efectuando el saludo militar con gallardía exacta y campechana.

Un detalle que en nada contribuyó a variar la luctuosa expresión en los enrojecidos ojos del visitante.

Con voz trémula de rabia, empezó a relatar cómo al llegar de mañana a la modesta granja de su propiedad se había encontrado con que le habían herido dos vacas y robado cinco terneros. Era todo lo que tenía para ganarse la vida. Quería denunciarlo. Quería morirse.

Salva sintió de lleno el infortunio de aquel hombre. Trató de animarle diciéndole que seguramente los ladrones no tardarían en ser apresados y con ellos las reses. Pero el lugareño porfió de un modo irracional que eso no sucedería: otros robos similares habían ocurrido en la demarcación y en otras de los alrededores y ninguno había sido resuelto.

Por una idea fantasiosa y filantrópica, Salva deseó ser el Superman de sus viejos tebeos, para desdoblarse en una entrada y salida vertiginosa al cuarto de Puertas y, mientras el brigada recogía la denuncia, volar, reconocer el lugar del delito, usar sus poderes y atrapar a los canallas asaltadores de ganado de gentes honradas y trabajadoras, llevarlos al juez, comunicar al comandante de Puesto que ya estaba solucionado el caso y al perjudicado que su granja volvería a producir para sustentar a los suyos…

Formalizada la denuncia, el infeliz se fue con su desesperanza.

La cruda existencia en el campo, la burocracia, el abuso de los poderosos: él como Servidor de los Ciudadanos se esmerará a las órdenes de sus superiores para neutralizar toda agresión contra la clase trabajadora.

Y todo empeño audaz ha de comenzar por la información.

Intrigado por la obstinada convicción del denunciante, Salva no pudo resistir preguntar al brigada: desconocidos que llevaban a cabo asaltos a los corrales de ganado con formidable barbarie y eficacia devastadora. Nada más se sabía. Ni sospechas ni indicios. Salva quiso insistir, pero otro vecino, un gitano de aspecto astuto, veraz y venerable, hizo su aparición y el suboficial se adelantó a recibirle. Se saludaron con afecto, y camino de la oficina fueron charlando de la caza mayor por la sierra de Los Varales.

Cuando se hubo marchado, el brigada le explicó que en realidad se trataba de un furtivo-confidente del Puesto, más bien suyo. Entre ellos existía un pacto secreto por el cual Melquíades, el Calaíto, su nombre y apodo respectivo, le mantendría informado de los furtivos que tuviera constancia a cambio de hacer la vista gorda en cuanto al mismo tipo de actividad ilícita por parte suya, siempre y cuando la caza la destinara única y exclusivamente a consumo personal. Por el número de diligencias y las importantes aprehensiones el intrépido compromiso le compensaba y, por ende, a toda la fuerza.

—Así que a este gran gitano no quiero que lo molestéis, ni aunque me lo pilléis «cortando limones redondos». Es lo que tengo dicho a todos, y el trato rinde. —Salva, cautivado, asintió—. Gajes del oficio, Salvador —declaró el brigada con acento de camaradería—. No en vano, somos uno de los Puestos en esta Compañía que más atestados instruye por esa clase de infracciones.

Hizo un conato de retornar a su despacho, pero al ver que el guardia se movía en actitud de despedirlo repitiendo el bizarro saludo de antes, se giró a medias desde el escalón de la entrada y con sólo la cabeza vuelta, le dijo:

—Gracias, muchacho. Pero no es necesario que… —vaciló— que repitas el aspaviento castrense. —Salva arrugó el entrecejo, y el brigada, quizá meditando acerca del tono empleado o quizá porque el fondo de la cuestión requería una más positiva aclaración, acabó por volverse del todo, se bajó y frente al guardia, con formalidad receptiva, explicó—: Quiero decir, que no acentúes en demasía el saludo. Ten en cuenta que una cosa es la Academia y otra muy distinta la calle, la que nos requiere como genuinos Servidores de los Ciudadanos… que habrás de ajustar con la realidad subyacente. En esta nueva etapa para ti nada de todo eso va a servirte; al contrario, podrías quedar grotesco. ¿Conoces el orden jerárquico por encima del Puesto?

—Sí, mi brigada —respondió al punto Salva. Y recitó—: En primer lugar, está la Línea, de la que dependen varios Puestos y la manda un teniente, en este caso la Línea está en Dosarcos; después, la Compañía al mando de un Capitán, que actúa sobre las Líneas, la nuestra es la de Alcalá. Y, por último, la Comandancia, mandada por un teniente coronel, que dirige toda la provincia, y está en la capital —remató, ufano.

—Muy bien, Salvador. ¿Y sabes de tus obligaciones como guardia de Puertas?

Salva comenzó a recitar el artículo, que conservaba fresco en la memoria.

Y mientras lo hacía, el suboficial no dejaba de mirarlo, atónito o conmovido por su extraordinaria sapiencia militar, asintiendo lentamente la cuadrada cabeza, cuyo grisáceo y espeso cabello cortado a eso del tres o el cuatro contribuía a darle un aspecto de cuadratura impugnación.

Salva terminó con asaz menos arrebato del empezado.

—Veo que lo sabes muy bien —alabó el superior, con un deje no exento de ironía—. Bajo el peso de esos escalones de mando nos movemos, sí. Incluso te has aprendido las respectivas localidades, y eso me alegra, Salvador. Sin embargo, aprehender la importancia real de tal organigrama te llevará tiempo —puntualizó grave pero cordial—. Toda esa teoría no te servirá de mucho aquí. No para resolver los problemas más graves de este Puesto, pese a que son pocos y casi triviales: algún que otro robo en los chalés, las periódicas amenazas de bomba en el colegio, unos graciosos que de cuando en cuando se van a cagar a la piscina, y los robos de ganado.

»Por descontado, éste último el más importante. También el más oscuro y desalmado, como ya te he dicho. En general, nada que requiera proeza alguna, supongo —apostilló dudoso—. Me temo que los árboles te tapan el bosque. Recuerda siempre nuestra esencia del Deber, que, como dice don Quijote, «no es otra que favorecer a los desvalidos y menesterosos». En fin, intenta ver las palabras y mantén los ojos abiertos: los del espíritu —se calló; alguien bajaba—. En lo que se refiere al conocimiento de tus obligaciones durante el servicio de Puertas, bastará con que estés atento a las repentinas y, la mayoría de las veces, funestas presentaciones de los oficiales. Para lo demás, siempre podrás contar conmigo.

Salva correspondió con una mueca de agradecimiento, no exenta de turbación.

El brigada le dio la espalda y retornó a su oficina, con aire agobiado, como arrepentido de sus palabras. El que bajaba era el joven Montilla, alias Polilla o Poli.

—Buenos días, novato —le saludó radiante y comunicativo, pasándose un pequeño peine por el rubio pelo cortado a cepillo, pero, a diferencia del brigada, de un modo presumido y primoroso. En realidad, el del suboficial recordaba más a un rastrojo que a otra cosa—. No te enfades por lo de «novato» —agregó, dándole una palmadita en el hombro—. Bueno, ¿qué tal llevas tu primer día?

—Bien —contestó Salva, relegando del pensamiento el atroz brete con la pregunteja del ciudadano; al fin y al cabo, el interés del guardia Montilla era simple retórica—. De momento no va mal del todo —se retrotrajo, no obstante, porque no se lo perdonaba.

—Bah, aquí en este Puesto no debes preocuparte por nada —le animó—. Alguna que otra situación-problema, pero poca cosa. Ya te acostumbrarás. Como mucho deberás cuidarte de algunos compañeros. En especial de Carrasco, el soltero que tiene la habitación al fondo del pabellón. Es un renegado, un borracho. Un rojete. Sí, de ese, cuídate. Está loco. Los demás son buena gente. Jorge, que es con quien compartes dormitorio, lo verás únicamente cuando suba a cambiarse de ropa: fuera de servicio siempre está en casa de su novia; anda preparando boda para final de año, con lo cual el cuarto es como si lo ocuparas tú solo. Velasco es el que vive a tu izquierda; un fantasma, pero también buen compañero. Y la puerta enfrente de la tuya es la mía. Ahí puedes entrar cuando quieras. Creo que congeniaremos —vaticinó.

—Eso espero —dijo Salva.

—Seguro. Y con respecto a los caimanes, ya sabes, los guardias más viejos del Puesto, son unos quejicas de mucho cuidado; aunque —y se le acercó bajando la voz— con el brigada tengo que advertirte de que tratará de comerte la cabeza con sus libros y sus parrafadas. Dile siempre que sí y no le hagas mucho caso. Es un poco raro, pero no se trabaja mal con él. Bueno, tengo que marcharme que me cierran la tienda. He de comprar viandas; es que la comida del mediodía me la hago yo: sopas de sobre, fritangas… —Se frenó, pensativo—: Oye, ¿qué te parece si la hacemos a medias? Un día la preparas tú y yo al otro.

Salva, sin pararse a considerar la cuestión —sin reparar en sus nulos conocimientos culinarios—, aceptó de inmediato.

—¡Entero y a base de bien! —lo celebró el Polilla—. Así tendré más tiempo para mi estupenda chica —suspiró, acariciándose el corte de pelo pincho—. Lo dicho, creo que nos vamos a entender. Por cierto: ¿quieres que te traiga algo de comida?

Con la ilusión de su primer servicio, Salva se había olvidado del sustento y del hambre, que de golpe se notó. Le encargó, muy agradecido, un cartón de leche, pan y latillas de atún.

Ya solo, Salva reparó: ¿y mi chica, andará por aquí? ¿El guardia Carrasco, un borracho, un «rojete»? Sonó el teléfono. De la oficina de la Línea participaban el itinerario de vigilancias a llevar a cabo por la pareja de servicio nocturno. Le pasó el telefonema al brigada, quien lo transcribió a la oportuna papeleta.

Pasado el ajetreo (tenía la sensación de que estaba teniendo un servicio muy movido), encendió el transistor. Noticias: despidos, incremento de turistas; atraco de tres supuestos terroristas del FRAF, uno de ellos una mujer, a un banco de la capital. La radio podía distraerle. Prefirió apagarla y continuar con plena dedicación a su labor. Un chirriar de neumáticos en el exterior de la casa-cuartel le ayudó bruscamente.

Se precipitó a la ventana.

Un tipo alto y unos cinco o seis años mayor, bronceado, con el pelo demasiado largo para ser guardia civil, vestido con prendas de moda y gafas de esquiador, bajó de un deportivo ya un poco antiguo y jaspeado de pegatinas que simulaban churretes de pintura, nombres de mujeres, rayos de brillantina, y en el cristal trasero un tío horrendo limpiándose el culo con cara de exhibicionista. Atacó los peldaños de dos en dos. Salva salió disparado, dispuesto a darle el Alto como le habían enseñado: «Desde la retreta hasta la diana ¿Quién vive? a cuantos llegaren a su inmediación, y si contestan ESPAÑA preguntará: ¿Qué gente? y si estuviera en campaña ¿Qué regimiento? Si los preguntados respondiesen mal o dejasen de responder, repetirá el ¿quién vive? dos veces más. Si siguen sin contestar o contestan mal, llamará a la guardia para arrestarles. Si intentan huir, darán la alarma. Y puesto que tiene derecho a que se respete su Autoridad, si alguien le desobedeciere, le advertirá primero, pero si tiene fundada sospecha de que resulta amenazada su persona o la seguridad del Puesto, usará del arma».

Intuyó que debía de existir una resolución más accesible (o menos rocambolesca), y sencillamente dijo:

—Por favor, ¿podría identificarse?

El dandi se paró junto al palo de la bandera y se subió las gafas ultramodernas.

—¡Pero coño! —exclamó—. El pipiolo, está claro. Yo soy Velasco, el guardia orador de este Puesto. Encantado de conocerte, socio —le estrechó con ímpetu la mano.

Lo felicitaba por la suerte que había tenido al caer en San Juan, sobre todo por lo mucho que iba a ligar gracias a él, cuando llegó Montilla cargado de bolsas.

—Este es el fantasma del que te he hablado —resumió la presentación.

—Muy gracioso, Poli —saltó el otro—. Pero desde que te han trincado ya no quieres saber nada de los compis.

Montilla subió los dos peldaños de la entrada al acuartelamiento, torció al cuarto de Puertas y depositó sobre la mesa una de las bolsas; a la salida, desde el umbral, replicó:

—Fanfarroneas con eso tanto como en el futbolín.

El tal Velasco enfureció de pronto.

—Eso no te lo crees ni borracho.

—Cuando quieras.

Arrearon los dos muy serios hasta un cuarto frente a la oficina del comandante de Puesto, el cual ostentaba en el dintel una vieja tabla, doblemente rotulada: SALA DE ARMAS, y debajo, cinceladas, góticas e inmemoriales:

SI VIS PACEM PARA BELLUM

En seguida restalló un toma y daca jubiloso entre ambos.

Allí había un futbolín. No había manera de saber quién iba ganando. El estrépito del artefacto y el griterío burlón de los contendientes rebotaba por el pasillo y se perdía en la calle, por sobre los tejados, por la falda de sierra que mantenía el viejo y remozado cuartel en alto. Invadía su espíritu y lo levitaba. Ah, cuán grande ventura. Salva apretó los puños.

Bajó el guardia primero Félix y echó a Velasco, pues salía con él de servicio y todavía no tenía puesto el uniforme. Se puso él en su lugar.

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