Kitabı oku: «La ira del embaucado», sayfa 7
Esta vez quedó clara la victoria del Polilla.
—Pero en tripear os ganamos los veteranos —salió rezongando el corpulento guardia primero—. Buenas tardes, Salva —le saludó con la capa al hombro; el sol caía a plomo y el mercurio del termómetro rondaba los treinta y cinco grados. Se dirigió a la cochera y levantó la puerta. Junto al Renault 4 que Salva había visto el día anterior estaba un Land Rover—. Y este Velasco sin bajar —se quejó sin énfasis, salvo cuando le advirtió—: De lo que te cuente, no te creas nada. Es un gallito. Le habla a todas las mujeres que se encuentra de servicio, pero liga menos que el chófer del Papa, ja, ja —celebró su chascarrillo.
Félix era el guardia más gordo y más antiguo en el Puesto. Todos lo apreciaban por su carácter alegre y sus ocurrencias.
Viéndole preparar la salida, Salva no pudo contenerse una curiosidad:
—¿Y en estas fechas la capa…, mi Primero?
—¡Ihé! —replicó con un grito jovial—. No me vuelvas a llamar «mi Primero». Ya se sabe que en las academias no enseñan nada productivo, pero desde luego a mí me llamas Félix. Y referente a la capa —volvió a aullar—, tiene su mérito, chaval: la capa todo lo tapa, y en verano este jodido escay —asestó una palmada a los asientos del Land Rover— te empapa de sudor. Los veteranos tenemos muchas cosas que enseñaros a los jóvenes. La antigüedad es un grado —sentenció.
—Ya veo. Velasco ha dicho que es el guardia «orador». ¿A qué se refería?
El guardia primero repitió su alarido. Se disponía a contestarle entre risitas, pero como en ese momento bajaba Velasco, éste se adelantó:
—Con hache, de horadar, de perforar chochitos; y, ahora que lo pienso, también sin hache, cuando me los como —se jactó—. Ya te presentaré alguno, qué leches. No se te resistirán. Es de lo poco gratificante que le podrás sacar al uniforme.
—Te lo dije: es un gallito —exclamó Félix, palmoteándose la voluminosa panza. Metió una pierna dentro del Land Rover y dejó la otra fuera—. Tranquilidad con buenos alimentos es lo más parecido a la felicidad. Nunca olvides salir de faena con una comida y una siesta por adelantado.
—Y cagao —agregó Velasco, bajando por la rampa.
—Ya tengo ganas de salir de patrulla —dijo Salva.
—La calle es una tormenta que hay que saber lidiar —resolló el guardia Félix, impeliendo el Land con el pie que apoyaba en el suelo, las manos una al volante y la otra sujetando la puerta.
—Pronto te hartarás —avisó Velasco mientras abría la cancela.
Acto seguido se ubicó en la acera, miró a derecha e izquierda, e hizo una señal.
A partir de ahí, Salva presenció un sorprendente método de poner en funcionamiento el coche policial.
Tras botar al asiento, Félix pasó a controlar el descenso con los frenos, en punto muerto y motor parado; y siguiendo las indicaciones de paso libre que Velasco le hacía, invadió la calzada, en oblicuo, torció al centro y prosiguió pendiente abajo sin detenerse. Velasco se lanzó en su persecución, abrió la puerta del vehículo al trote y se introdujo de un salto.
El Land continuó ganando velocidad. De súbito, tosió, expeliendo una nube de humo negro y denso que anubló, sin metáfora, hasta la bandera, obligando a Salva a salir de su asombro y correr a encerrarse en el cuarto de Puertas.
¡Joder!, verdaderamente increíble. Salva sintió ganas de apoyar las manos en la mesa y levantar los pies por encima de la cabeza. No supo deducir por qué una maña tan intolerable y peligrosa le excitaba tanto, pero se dejó arrebatar.
El resto del día transcurrió como si estuviera de fiesta, con los pensamientos en el próximo servicio: el de correrías. Un nombre sui generis para una forma de trabajar fuera de la población. Pero la denominación es lo de menos si lo que prima es la eficacia.
Ansiaba la tormenta.
A punto de concluir, recibió dos telefonemas: uno sobre el robo de un taxi, pistola en mano, supuestamente por los FRAF; el otro, en el que la Plana Mayor de la Compañía exigía del comandante de Puesto la remisión de oficios por triplicado y «debidamente calcados». El segundo telefonema irritó al brigada más que el primero. Salva no preguntó. En una esquina de la oficina una bola de pelo se alzó sobre cuatro patas cortas y peludas. Dos discos color cuero se clavaron en Salva.
—Es Bastet —informó el Brigada—. Mi gata persa. El nombre se lo puso Carrasco y con ese nombre casi nunca nos hace caso, pero nos mantiene libre de ratones las dependencias, y viene a ser mi alter ego. Le has caído bien. Lo sabía —añadió sin explicar por qué. El animal estiró las patas delanteras, hizo un amago de flexión, se enderezó y, con el rabo en escuadra (un amplio penacho de pelo gris y blanco), pasó al lado de Salva con elegante parsimonia—. Es cierto, va siendo hora de cenar —dijo, y salió detrás del rozagante felino hasta el pabellón situado al final del pasillo, que era su vivienda oficial. Allí, ambos entraron, la esposa dedicando toda su atención a la gata.
En cuanto a él, vino a relevarlo el guardia segundo Nieves. Otro compañero que le deseó buena suerte. De nuevo la sensación reconfortante.
Le transmitió todas las novedades y subió al pabellón de solteros.
Un pabellón en el que se repartía una cocina básica, un salón, un baño y cuatro dormitorios. En uno de ellos, el ocupado por el guardia Jorge, el soltero que tenía previsto marcharse antes que los demás por su planeada boda, habían metido otra cama y otra taquilla. Esa sería su vivienda durante su estancia en San Juan, que suspiró no llegara al año o poco más.
Las puertas carecían de cerradura, excepto la asignada al guardia Carrasco, la cual ostentaba un enorme y brillante candado.
Se llegó a la ventana de su cuarto, que daba a la calle Mural, la calle por la que había sido lanzado el Land Rover, la misma por la que había llegado dos días atrás. La vista abarcaba parte del este de la población y la vega alrededor del río, que se deslizaba oculto entre arboledas y plantaciones de maíz. Más allá, una prolongada y suave ladera exhibía huertas, sembrados, barbechos, viñas; a continuación se alzaban bruscos taludes coronados por olivos, por encima de los cuales y al fondo se recortaban las crestas rocosas de Los Varales. Llamaba la atención, en el arranque del talud más escarpado, una vasta quintería pintada de blanco con tejados azulados y geométricos espacios y construcciones delimitadas en su interior.
La ancha ventana del salón tenía idénticas vistas. Coincidiendo con su anchura, se ajustaba a la pared un vetusto y macizo diván; y en la pared opuesta, un reloj exento de números, con publicidad CÁRNICAS MOISÉS, daba la hora. Del reloj colgaba una banderola del cuerpo.
Desistió del calentador cuando recordó que Montilla le había advertido que no funcionaba, ya que la Comandancia no se hacía cargo de gastos considerados «de menor importancia». No le quedaría más remedio que meterse en agua fría. Se miró en el deslucido y cuarteado espejo del cuarto de baño y se vio reflejado en las mil caras de un diamante. Lo refutara Marino o el hijo del alba.
Ay, Marino, pobre diablo. Espero saber pronto de él.
Ilusión a raudales.
Se acordó de la otra cara del espejo y de la realidad fragmentada. ¿De la subyacente? Se arredró un poco; sólo un poco.
¡Bah! El cristal de su fe era fuerte, inquebrantable al resabio.
X. SIN PENA NI GLORIA
1
Con la facundia falsamente jovial de un locutor que cacareaba lo sano que era madrugar, Salva abrió los ojos. Los grandes números digitales verdes del reloj de Jorge, quien tras conocerse lo había puesto a su disposición —«eso y lo que haga falta, tío»—, marcaban las 5:00. Estiró brazos, bostezó y arrojó pies a las babuchas. Desconectó al impostor. Tenía que estudiar. En su primer día de trabajo había descubierto con desagradable sorpresa cuán perdido andaba en materias con las que tendría que agenciárselas a diario.
Ávido de conocimientos profesionales, pasó por el baño, se despabiló con unos manotazos de agua y, sentado en la cama, abrió el Petete a vuela hoja. ¡Cómo le recordaba los tiempos de Academia, de estudio furtivo en los váteres antes del toque de Diana!
Al poco lo soltó, impresionado, atónito. ¡Pero si lo desconocía todo! Su formación hecha de cuña bélica y reales artículos se le reveló caduca, extraviada. Inútil.
Volvió a la carga con ansia de enmienda.
Empezaba a enfrascarse en la Ley de circulación de mercancías sujetas al requisito de Guía o Vendí, cuando en el silencio de la madrugada le distrajo el estruendo de un motor. Se incorporó y espió por la ventana abierta. Tuvo tiempo de ver pasar un pequeño camión con caja cubierta por una lona, adentrándose en la población. Quizás la cruzó o quizás no.
La noche fluía serena y cálida.
Hacia Los Varales las estrellas se sumían en un fondo violáceo.
Reinstaurada la genérica insonoridad, tornó a repasar los vendís. Así, hasta que treinta minutos antes de la hora se despegó para uniformarse. Por un momento se alarmó al ver la cama arrugada y deshecha como un mar sólidamente tempestuoso. Eso no podía ser menos de cero treinta. Pero no estaba en la Academia. No obstante, estiró la colcha —igual de verdusca que aquélla, pero con el escudo tirando a un color cetrino desvaído—, se ajustó las cartucheras y salió presto a su segundo servicio con el cetme que le tenía reservado el comandante de Puesto.
Bajó tanteando el arma larga, capaz de hacer con ella innumerables filigranas: sobre el hombro y cambio, firmes, descanso (hasta para el descanso había que aguantar una posición), prevengan, presenten… ¿De qué le serviría? Lo que tenía que saber, no lo sabía; tampoco tenía experiencia. Tenía que espabilar.
En la oficina del brigada coincidió con el cabo, que regresaba del servicio nocturno. Afuera, Montilla limpiaba el coche a golpe de manguera.
—A la orden, cabo —se cuadró delante del superior, llevándose los dedos extendidos a la clavícula, según correspondía al arma larga.
—¿Qué tal, Salvador? —se expresó el cabo en tono soñoliento e hizo un gesto con la mano a fin de que abandonara la postura marcial—. ¿Decidido a comerte el mundo, supongo?
—Haré lo que pueda, cabo —contestó Salva.
—Eso está bien —dijo el superior—. Monti comenzó fuerte, hasta que un coño le ha enganchado y anda todo el día despistado.
El aludido, que entraba a preguntar si el pepito, el apodo con el que habían bautizado al Renault-4, continuaría de servicio, saltó de inmediato:
—Si lo dice por lo de esta noche, la culpa fue de la tartana esta, que no tiene frenos.
El cabo relató cómo Monti, que iba de conductor, tuvo la ocasión de arrollar a una liebre que, aturdida por los faros, se puso a correr justo delante del R-4. A punto de alcanzarla, el animal viró hacia la negrura lateral y el pepito, escaso de frenos, pilotado por un guardia «que ha perdido la cabeza por un coño local», fue a clavarse en el barrizal de la cuneta.
Hizo un rato de chanza a cuenta del suceso, deseó suerte al que pasaba a ser el novato de la Unidad y se marchó a dormir.
—¿El Renault 4 no tiene frenos y salís con él? —preguntó Salva, incrédulo.
—Es lo que hay —repuso con pasmosa serenidad el Polilla—. Para conducirlo hay que cogerle el truco. Pero no es difícil, ya lo verás.
—¿Tú crees?…
—Y si no: ¡ajo y agua! —profirió la voz áspera del guardia primero Barahona, entrando a la oficina.
Excepto por el abultado vientre que echaba por encima del cinto y su cara larga como la de un caballo, su aspecto era casi normal. Conservaba una clareada mata de pelo negro —claramente reteñido—, que se peinaba o se aplastaba hacia atrás, lo cual resaltaba sus grandes orejas, así como su no menos grande y colgante labio inferior (una auténtica cara equina). Al igual que Félix, lucía el galoncillo rojo de guardia primero, pero a diferencia de éste, era de semblante grave, casi desabrido, lo que unido a su fealdad manifiesta confería a los ojos de Salva cierta indeliberada antipatía.
—A joderse y aguantarse. Eso es este Cuerpo, Salvador. ¿Os ha vigilado el teniente? —inquirió del Polilla.
—No. Hemos tenido suerte.
Barahona murmuró una maldición mientras extraía un papel de la carpeta rotulada PAPELETAS PENDIENTES.
Salva recordaba el artículo que aludía a aquel documento: «Todo servicio será ordenado bajo papeleta, que entregará el que lo nombre al encargado de realizarlo, quien la devolverá a su término con las anotaciones de las novedades ocurridas en el transcurso del mismo». En ella se pormenorizaban itinerarios y puntos a vigilar con sus tiempos exactos de permanencia. Salva se exaltó al verse inscrito: inscrito en la pista de salida de sus sueños.
Al acabar de leerla, el guardia primero repitió la maldición. Luego dijo:
—Saldremos con la estufeta —Salva sonrió por el apelativo, pero no preguntó—. Así que venga, pipiolos: aligerando.
Monti y Salva salieron a rematar la limpieza del pepito.
—Aquí te lo puedes pasar entero y a base de bien —le animaba el Polilla, según su expresión favorita de entusiasmo—. Este Barahona es un caimán ya viejo y un poco amargado, pero se le puede tratar. Menos Carrasco, cualquiera del Puesto es buena gente.
—¿Y qué pasa con ese Carrasco, que tan mal te cae?
—Ese es un jeta —dijo, metiendo el chorro al parachoques, del que se desprendían tacos de tierra, los cuales, vistos a la mustia luz de la cochera, semejaban una ración de callos gigantes—. Es un rojete cabrón.
Apareció Barahona.
—¿Tienes idea de cómo ponemos la estufeta en marcha? —le preguntó a Salva.
—Algo he visto —respondió, recordando la maniobra del día anterior—. Vi que lo sacaban a pie y que lo arrancaban bajando en punto muerto.
—Eso es porque anda mal de batería. Tu misión es bien sencilla: bajas, miras arriba y abajo y, si no viene nadie, me dices adelante. Luego tendrás que subirte a toda prisa. Si se te va, me esperas, que ya volveré a recogerte. Monti, anda, acompáñalo tú, que no me fío.
Tras encerrar el pepito en la cochera, Monti le fue pormenorizando el método que Salva viera en el guardia Félix el día anterior: un pie fuera, otro dentro, una mano al volante y la otra en la puerta abierta. La pierna de fuera hacía el trabajo principal; un trabajo al que denominaban «hacer el Picapiedra». Tan pronto las ruedas delanteras pisaban la rampa, había que saltar al volante, aferrarse a éste y torcer con maña y fuerza —fuerza descomunal si uno no afinaba la salida y se quería evitar quedar atravesado en mitad de la calle, frenado en la acera contraria o, en el peor de los casos, estampado contra la pared.
—Luego, calle Mural abajo, se arranca al tirón, y ya está —concluyó el Polilla, sin alterarse.
—¿Y siempre funciona ese método?
—Siempre —aseguró el Polilla—. Bueno, con este caimán, no siempre. Es al único al que le suele fallar. A veces llega hasta el STOP de la carretera sin haberlo conseguido. Y ahí se queda hasta que localizamos a Teófilo el mecánico intrépido, que baja con la furgoneta y las pinzas. Ah, y cuando te vayas a subir en marcha, ten cuidado de no resbalarte y acabes debajo de las ruedas. Es cuestión de práctica. Ya te acostumbrarás.
Monti comprobó la vía. Libre. A su indicación, Barahona se impulsó con el pie hasta el borde de la rampa, brincó al asiento y descendió con lentitud, giró a la derecha con expresión tremebunda, se montó en la acera, recuperó la calzada y se abandonó a la pendiente.
Salva no sabía qué pensar de todo aquel ritual ineludible y extravagante.
El coche dio un tirón, vomitó un pedo negro, un amago de arranque, otro pedo negruzco… Nada. Salva observaba estupefacto.
—¡Corre! —le gritó el Polilla.
Salva salió de estampía.
Con el cetme en suspendan y tratando de recordar todas las instrucciones de Monti, en virtud de un denodado juego de manos y pies, Salva alcanzó a abrir la puerta, encaramándose con arrojo suicida al asiento sin que el tricornio se le despegara de la cabeza ni el fusil patinara por el pavimento.
La cosa tenía gracia. ¿Era gracioso o esperpéntico?
Sacó la cabeza por la ventanilla para despedirse de su compañero.
—¡Buen servicio! —creyó oír que le voceaba entre risas.
Barahona volvió a intentarlo. Durante un largo trecho, la estufeta repitió, bajo la todavía parda madrugada, idénticas ventosidades; parecía que arrancaba definitivamente, cuando el motor enmudeció como un crío que berrea y de golpe le tapan la boca.
El conductor bufaba congoja.
—Mecagüendiez… Como no arranque antes de llegar al cruce —marcó con la vista, unos cien metros por delante, el paso de la Comarcal 215—, ya sé dónde nos vamos a pasar media mañana —y con reconcentrado gesto caballuno iba dejando que el vehículo ganara velocidad sobre la cada vez menor pendiente.
Los faros del Land eran las farolas de la calle.
Con un brusco encogimiento, retiró el pie del embrague; y esta vez el motor, después de traquetear y carraspear, como irresoluto, se puso en marcha con un horrísono y fatídico temblor.
Salva calculó cinco metros o cinco segundos para que aquel trasto, un viejo Land Rover al que apodaban la estufeta, comenzara a desarmarse en pedazos, como en una escena de cine cómico.
Sin embargo, llegaron a la señal de STOP, y ya con luces propias, prosiguieron por la carretera, con la máquina íntegra, incólume de sí misma.
Salva respiró con intensidad y disimulo.
Adherido a la guantera, un artilugio compuesto por una esfera que no paraba de dar vueltas (en teoría una brújula) y un reloj de temperatura — marcaba 20 grados—, oscilaban con una liviandad que Salva sospechó no resistiría otra ceremonia de arranque como aquella.
Se percató de que su puerta zangoloteaba, e hizo ademán de asegurarla; pero Barahona le paró con un grito.
—¡Quieto!
—¿El qué? —Salva levantó las manos.
—Cerrar la puta puerta. Hay que saber hacerlo o nos quedamos sin cristal.
El guardia primero estacionó en el arcén, se echó por encima de Salva y, con una mano en el vidrio y con la otra en el tirador, dio un portazo.
Vuelto al volante informó:
—Si no se hace así, el junquillo se sale y el cristal se cae. Y como se rompa, este invierno se nos helarán hasta los güevos.
—¿Y si se rompe el coche entero?
—Te vas a hartar a andar.
—Hombre, nos darían otro.
Barahona lo miró con extraña mueca facial.
—Sépate que esto es la Guardia Civil: si se funcionara con decencia, sería otro Cuerpo.
Explicada la primera lección del día, el jefe de pareja reanudó la marcha, inaugurando para el novato una tibia y sugestiva correría matutina.
Les separaban veintitantos años de antigüedad. Centenares de pericias, miles. ¡Qué vértigo! Ralentizó sus pensamientos y cambió de perspectiva: veintitantos años siendo lo mismo… Sintió una pizca de lástima o de menosprecio por una atrofia que a él no le incumbía. No obstante, aprendería de él todo lo que pudiera y luego sería cabo, sargento, teniente…
Tras una vuelta rápida por las afueras, entraron al núcleo urbano. Barahona cruzó la plaza del ayuntamiento y se dispuso a doblar por una de las callejuelas de la que nadie, a simple vista, podría afirmar que permitiera el paso de un Land Rover.
Salva no dudó en prever que quedarían aprisionados, estrujados entre las dos paredes como un emparedado de chatarra. Era a todas luces impracticable que el Land cupiera indemne y maldijo la suerte de aquel su primer servicio de calle.
Pero el vehículo se deslizó justo y preciso como un pistón.
—Todo bajo control —advirtió de soslayo el guardia primero—. Tú también pasarás cuando veas lo bueno del sitio al que vamos.
—¿Y eso? —dijo Salva, sintiendo que recuperaba el color de la cara.
—En seguida lo verás.
A la altura de una churrería, el guardia primero se detuvo, maniobró con fatigosos pero indispensables giros, reculó a la trastienda del local y ocultó el Land de la vista del público que no fuera el que estuviera allí mismo.
Salva lo miraba todo como si fuera un espectáculo. Aunque nunca hubiera imaginado tal precariedad de medios en una institución policial, se le antojaba mera anécdota, genuina abnegación. Allí estaba él, centralmente en su fantasía, sentado sobre ella, con saña, como un dictador en su poltrona.
—Este es un punto estratégico —aclaró Barahona, tirando del freno de mano—. De noche, cuando la churrería está cerrada, es el mejor. El callejón está medio a oscuras y desde aquí se puede ver a todo el que pase por la plaza. ¿Ves la idea…?
—Por supuesto: es una perfecta medida para el éxito profesional, al acecho de posibles delincuentes. Vigilar en secreto y apresar in fraganti —remató Salva, envanecido.
¡Había sorprendido a aquel veterano con su sagacidad! Su ilusión tenía cualidades adivinatorias.
Pero el guardia primero, dejando en marcha el Land, se bajó componiendo un rictus despectivo.
—No se ha enterado de nada, el pollito —le oyó mascullar.
Salva conjeturó que aquel desaire se debiera a cierto resentimiento. El caimán había pretendido lucirse, pero no había contado con su entusiasmo perspicaz. Se llegó a hacerle compañía en la barra. Barahona le presentó al churrero, un tipo risueño flanqueado por brazos bestiales, especialmente los antebrazos. Claro que lo había captado. Sí, señor. Apretó la mano de Eufemio, que era su nombre, discurriendo: ¡menuda máquina para retarle a un pulso!
Jugaba en la cancha de sus sueños.
El churrero le dijo que San Juan era un buen sitio para la Guardia Civil. En particular, porque en ningún otro sitio podrían comer churros tan buenos. Y tan baratos: siempre eran gratis para los guardias. Tornó a su faena un instante y, girándose en redondo, les plantó delante de las narices una fuente de churros que despedían un olor tan suculento como irresistible. E inmediatamente un par de tazas de chocolate.
Barahona atacó el desayuno con soltura y avidez.
—Aligerando, que se enfría —le exhortó sin rebozo.
Salva acabó el desayuno con deleite, y no sólo por la respuesta de su estómago, sino porque a una peculiaridad le seguía otra, y todas llenas de un sabroso encanto.
Barahona se encendió un cigarrillo.
—Muchacho, voy a darte un buen consejo —dijo, recogiendo el tricornio del mostrador—. Uno muy corto y largo a la vez —concretó con acento dogmático—: el mayor éxito profesional en esta empresa es pasar sin pena ni gloria. Aligerando, que nos toca Morratal.
Morratal, una pedanía de trescientos habitantes censados, a 4,5 km de San Juan, también demarcación del Puesto. Dejaron atrás los últimos edificios —el de la Telefónica y el de la Cruz Roja— y por la C-215 llegaron hasta la pequeña localidad; visitaron la gasolinera, el único banco del pueblo y la oficina municipal, de la que sacaron fotocopias gratis para la burocracia del cuartel. Una hora después regresaron a los bancos de San Juan —dos, ambos situados en la plaza— donde hicieron plantón durante tres horas. A continuación le subió hasta el conjunto residencial Maracaibo-Park, un emplazamiento de chalés levantados sobre una colina en las afueras.
—Esta es la parte de los nuevos ricos. La de los que en verano dicen a sus vecinos que se van a Benidorm de vacaciones y luego las pasan aquí metidos —le señalaba al irregular reparto de casas, levantadas al albedrío de cada propietario por algunas zonas y por otras en monótonas filas de adosados.
Finalizado el tiempo ordenado de vigilancia, Barahona bajó a la C-215. Salva se encontró de nuevo pasando junto al puesto de la Cruz Roja. Enfrente, con la carretera de por medio, el edificio de la Telefónica. A la vera de éste, y en cumplimiento del itinerario ordenado en la papeleta, el guardia primero estacionó el Land Rover, siempre con el motor en marcha.
Una alameda compuesta de árboles centenarios derramaba sobre ellos y un largo tramo de carretera una sombra densa y fresca. El rumor del río que les llegaba contribuía a hacer del paraje extramuros un punto inmejorable en aquellas horas de calor pasado el mediodía; treinta y cinco grados, según el panel electrónico de la Telefónica, y cuarenta cinco según la esfera de la estufeta.
Tal apodo dejó en ese momento de serle un enigma.
Charlaban de las obras que en el interior de la alameda se observaban, por las cuales el Ayuntamiento levantaba un paseo con parterres y fuente, cuando advirtieron que un pequeño deportivo descapotable, procedente de Maracaibo, se saltaba la señal de STOP sin ni siquiera reducir velocidad.
Barahona invadió la calzada, exhibiendo la palma de la mano con nervioso ademán.
El turismo se detuvo con una brusca frenada. En el asiento del acompañante una rubia con gafas negras y un mini suéter blanco se ponía el cinturón de seguridad. El conductor, que tampoco lo llevaba, ya ni se molestaba.
Salva sintió una mezcla de intolerancia y satisfacción: había infracciones muy claras que debían ser denunciadas.
No obstante, el tipo del descapotable gesticulaba con cinismo y despreocupación. El guardia primero y el conductor intercambiaban frases cortas. Salva no podía oírlos, tenía que dar protección a su compañero, lo decía uno de los cientos de artículos, que de ocho a doce pasos.
La rubia teñida le miraba fijamente, escrutadoramente, tras sus gafas negras; el suéter, por efecto de las prominentes tetas, se le alzaba por encima del ombligo. Barahona no desenfundaba la libreta de denuncias.
Y no sólo eso, sino que retrocediendo al centro de la vía, facilitó la reincorporación del infractor, quien, con cierta desfachatez, arrancó chirriando ruedas. Al pasar por delante de él, la blonda balanceó sus pechos lanzándole una intensa y analítica mirada.
Desconcertado, Salva preguntó a su jefe de pareja qué extraordinaria razón le había empujado a no denunciar una infracción tan ostensible y peligrosa.
—Es Moisés júnior, el hijo de Moisés Torcaces —contestó Barahona como si hubiera expuesto un argumento irrecusable.
—¿Y qué tiene que ver eso con saltarse el STOP? —insistió Salva.
—Moisés es un buen amigo del Cuerpo y uno de los hombres más influyentes de la demarcación, ya te enterarás.
Algo en aquella renuente explicación hacía aguas.
—Si nos aprecia tanto, comprendería que denunciáramos a su hijo por conducción temeraria —se atrevió a apuntar, y remarcó—: Podría haber causado un accidente.
—No les des problemas y ellos no te los darán a ti —fue la huraña respuesta.
—¿Ellos? ¿Quiénes? ¿Qué problemas?
—Mucho preguntas tú —gruñó Barahona. Se alejó varios pasos del auxiliar preguntón, consultó el reloj y dijo que era la hora de «aligerar».
Continuaron por la C-215, dejando atrás el pueblo; al poco, el guardia primero cambió la carretera comarcal por otra local, cuya señal anunciaba VILLARJO.
—Cuando veas en la papeleta «cruce de Villarjo» —rompió el silencio el guardia primero—, sépate que es este.
Y subiendo el puente del río, agregó:
—Y este es el puente del molino. Lo llaman así por estar tan cerca de ese molino movido por agua —refirió de una casona asentada a horcajadas sobre el cauce.
Dijo que era propiedad del diputado nacional señor doble R, y resumió con solemnidad:
—También buena gente con nosotros.
Dobló por un camino paralelo al curso del río y un par de kilómetros después paró a la sombra de un cañaveral. Se bajaron porque dentro el calor y el ruido resultaban insoportables. Salva inquirió por aquel lugar.
—Este es el camino de la Vega —informó el guardia primero, y dudando de si continuar o callarse, añadió con sudorosa desgana—: Más adelante se divide en dos: un tramo tuerce hacia Los Varales, pasando por la meseta de los Zorros Muertos; y el otro sigue cerca del río, hasta la presa de los Castaños, en el límite de demarcación. De momento, nos quedamos aquí —concluyó con inequívoco acento de no prorrogar la conversación.
Caía un sol plano y visceral. Debido al sudor, Salva sentía la camisa pegada a la espalda. A fin de airearse, optó por darse un paseo.
Pero el jefe del servicio se mostró imperativo.
—No te alejes —le advirtió, con los ojos fijos en un punto negro que flotaba por el camino, hacia ellos. De lejos y por causa del bochorno, el objeto (sin duda, una persona) semejaba una tilde ondulante, extraviada, sin letra—. Hay que estar atento a las transmisiones. En San Juan no entran bien. Y si el teniente sale, quizá escuchemos su indicativo, y así estar preparados. Ese cabrón no me va a joder. No, a mí no.
Salva renunció. Se quitó el tricornio para enjugarse las sienes con un pañuelo.
—Póntelo rápido —le amonestó el guardia primero—. Si te ven, me joderán igual que a ti.
Salva obedeció con repentino rencor. La intransigencia del guardia primero empezaba a ser agobiante. ¿De qué tenía tanto miedo?
La negra tilde, una mujer enlutada, a pie, de rostro prematura y exageradamente envejecido, cenceña, más bien sarmentosa, con un pañuelo negro liado a la cabeza y azada al hombro, pasó junto a ellos. No les dio los buenos días y siguió caminando mohína, levantando bufidos de polvo al contacto de sus negras botas de agua contra la tierra del camino. La apariencia de desdicha y suplicio que emanaba la hacía fantasmagórica.
—¿Quién es? —preguntó Salva.
—Es la viuda Desideria Velarde. Nos tiene tirria, la vieja. Hace años, una patrulla de Dosarcos ametralló al coche que conducía su marido. Dentro iban ella y dos críos pequeños. Murió el marido; y una hija, creo, perdió el brazo o algo así. Se habían saltado un control, de noche. ¿Qué querían que les dijeran: «Lleve usted buen viaje»? Nos tenemos que ir.
Salva recibió aquella siniestra gracia con un ligero estremecimiento. No se le ocurrió hacer ningún comentario o tal vez tardó demasiado en reanimarse. Cuando se supuso capaz de exigir una más sensible o explícita aclaración, Barahona balanceaba el Land Rover a través de un repecho polvoriento, haciendo que en el interior del vehículo se sazonara una conjunción asfixiante, mezcla de tierra en suspensión —que penetraba por los agujereados bajos del vehículo— y el infernal hálito del motor al par que un ruido ensordecedor.