Kitabı oku: «Hans Blaer: elle», sayfa 3
Pero lo dicho. No vamos a correr, no tenemos ninguna prisa, la historia va saliendo a la luz poco a poco, escribe elle bostezando, aunque aún quede la eternidad de la noche.
Hans Blær Viggósbur
Samastaður. ¿Basta con que haya paredes, o además hay que descubrir lo que se puede hacer con esas paredes? ¿Acumular energías, lograr seguridad y crearse el objetivo de enfrentarse al mundo de paredes afuera para que rijan en él las mismas leyes que de paredes adentro? ¿Aprender a navegar entre Escila y Caribdis, aprender a sujetarse para mantenerse a flote, para vivir la vida libre de cinturones de seguridad, safe-spaces, wingwalkers, transmisores de emergencia y otros recordatorios de la muerte?
La muerte no es algo que haya que temer. El sufrimiento no es algo que haya que temer. No hay que temer nada, excepto la cobardía y las palabras de los lacayos exigiendo seguridad sin fisuras. Los conflictos son instructivos. La violencia es una parte de la vida de la que nadie querrá carecer cuando llegue el momento decisivo, excepto quizá quienes nacen bajo un ala protectora, universitarios mimados que se fijan un microscopio en la jeta para analizar hasta los más mínimos defectos del mundo, porque creen que la vida no tiene categoría. Y claro que no tiene categoría. La vida de esa gente carece de cualquier conflicto auténtico, así que tienen que crearlos. Buaa las tipas que están de permiso maternal no reciben suficiente subvención. Buaa a los niños de las plantas de neonatos les dan pañales rosas y azules GRATIS. Buaa las chicas que van solas por ahí de noche tienen miedo de que venga el perverso hombretón blanco y les enseñe la polla. Bua y más buaaa. Es muy difícil existir, es un milagro que esa gente no se asfixie simplemente al intentar aspirar oxígeno.
Nadie quiere reconocerlo, pero todos sabemos que la mayoría de nosotros no estamos dispuestos a aceptar oposición de ninguna clase. Somos blandos. Somos perezosos. Cedemos ante la menor presión. Nos escondemos en cuanto alguien enseña los dientes. Muy pocos de nosotros somos capaces de mantener en serio un diálogo con el mundo, de pelear. Seguramente nuestras aptitudes físicas, cada vez peores, tienen mucho que ver con eso. En el fondo somos como otros animales, pero nuestras condiciones de vida hacen que tengamos músculos fláccidos y huesos quebradizos, somos rígidos y lentos. Y entonces nuestro cerebro nos dice que hagamos lo único que le parece razonable: buscar escondites y gemir suplicando ayuda a quienes no son igual de rígidos, miserables y quebradizos. ¡Ay, en mi casa hay tanto moho que no puedo respirar! Como si las condiciones hubieran sido mejores en las viejas granjas de turba. ¡Ay, me resulta muy difícil contraer compromisos porque mi papá no me mostró suficiente afecto! ¡Buaaa! ¡Todas las noches me duermo llorando porque una vez en el colegio me metieron mano una noche de vídeos y no conseguí decir no! ¡Es que no pude! ¡Me bloqueé!
Hace 22 h y 33 m. 442 likes. 303 comentarios.
HANS BLÆR
Me duermo sole y me despierto sole, escribe elle, se levanta y vuelve a sentarse, completamente despierte, aunque ya ha empezado a anochecer. Dormir sole no es una norma. Elle no vive la vida según las normas. Es una preferencia. La eligió elle. A decir verdad, le da igual si duerme abrazade a alguien o no. Probablemente sea toda una «experiencia» para la persona en cuestión y a elle no le hace ningún daño. Pero está totalmente determinade a despertar sole. Eso es innegociable. Elle no tiene sueños románticos sobre una persona amada que se levanta y prepara café, va a la panadería a por cruasanes recién hechos y a llevarle el desayuno a la cama, o que le despierta haciéndole sexo oral. A elle no le interesa, beber y comer en la cama es pura desidia, y la sexualidad puede ser más emocionante que eso. Cuando ya no puedes entrar en los genitales de otra persona como en una juguetería —como ha sido durante un tiempo—, enseguida pasa a ser tan emocionante como cualquier mierda producida en serie. Vibradores recubiertos de piel para meter por pliegues carnosos con agujeros. Elle busca algo más auténtico. Elle no practica el sexo sino para desgarrar elle misme la carne viviente. Y nadie empieza el día haciendo eso.
Si quieres despertar sole, lo más práctico es dormirte sole. Nunca hay que confiar en que podrás echar a alguien que se ha quedado dormido. A elle no le engaña su naturaleza, y su naturaleza es la libertad. Pero elle es un hombre práctico —cuando no es una mujer práctica— y prefiere anticiparse a las cosas.
Despierta con la cabeza despejada, decidide y cansade, y empieza poniéndose cara, una de sus caras. Eso es una norma. No la estableció elle, y no tiene por qué someterse a ella, pero es así, sin discusión. Primero se pone la cara, luego se pone bata y zapatillas, va al descansillo y baja las escaleras. Desde la planta baja se accede a la cocina de Joe & the Juice. Allí compra té rooibos, batido de espinacas y jengibre, y un sándwich de atún y jalapeño. Da propina al empleado —Andreu, Torfi o Sigurjón, en ocasiones algún contratado temporal—. Sabe que en Islandia no se da propina, pero elle no vive la vida según las normas. Elle misme decide lo que quiere y lo que no quiere. A elle no le importa un billete de cien coronas más o menos, aunque tampoco servirá para hacer milagros en la economía doméstica de Andreu, Torfi o Sigurjón, según el caso, pero los pondrá de buen humor. Con el billete de cien coronas está diciendo: vosotros sois especiales. Y también: vosotros me otorgáis un trato especial. Os preocupáis de que esté abierta la puerta trasera y no me importunáis con cháchara innecesaria si estoy recién despertade y no me interesa lo que digáis, pero sois superconscientes de mantener conversación conmigo cuando estoy feliz y parlanchine. Además, a veces, en su honor, hasta apagan la música que inunda el local como una resonante oleada cancerígena.
Vuelve a subir de puntillas los escalones de madera. Su apartamento consiste en un único espacio, aparte del cuarto de baño. La pared consta de ocho paneles cuadriculados de cuatro metros de altura —disfruta de vistas a la zona portuaria, el monte Esja y el edificio Harpa—. Hay escaleras de roble que conducen al piso superior, a la izquierda, donde duerme, y debajo está el cuarto de baño. A la derecha está la cocina americana y una mesa de comedor, aunque elle come siempre en la esquina izquierda, cerca de la ventana, donde tiene el ordenador de sobremesa sobre una mesita de bar. Todas las paredes están pintadas de negro.
Después lee las noticias y se informa. Huye del algoritmo prefabricado y busca opiniones más que likes, si hay opción —la belleza de la muchedumbre, donde pueden florecer mil flores—. Le fastidia que un bienintencionado programador de Chicken se filtre para sí mismo alguna verdad aprovechable, algo de lo que pueda escandalizarse el unísono coro de borregos que el algoritmo sitúa más cerca de elle. Fastidio, odio, desprecio, deshonor y vergüenza. Todo el espectro de sentimientos.
Elle utiliza la misma táctica, ya que no es mejor engañarse a sí misme que dejar que otros lo hagan. Si alguna opinión le parece demasiado ridícula, si apacigua su bondad innata, pasa enseguida a otra.
Un ejemplo.
¿El sistema de cuotas de pesca tenía alguna función que no fuera reprimir la naturaleza humana? ¿No estaba destinado el ser humano a vivir en la tierra y a morir después? ¿Tenía que arrastrarse por el mundo como una mendicante serpiente sin piernas, dejándose arrastrar por la vergüenza luterana en vez de por su natural deseo de las cosas buenas de la vida? ¿O debería alabar el sistema de cuotas como maximización del beneficio, de ese magnífico arte del cálculo de los expertos en administración de empresas que fueron capaces de transformar una simplísima ecuación, unos trazos sobre un papel, en imaginarios peces no pescados en el océano de queso y champán de las orgías de Garðabær? Quizá lo mejor sería no pescar ni un solo pez, ¿no era cierto que el noventa por ciento de las capturas se las comían los pobres? ¿No podríamos contentarnos simplemente con perseguir algún que otro bogavante de paso, con vino blanco, y dejar que los duchos en aritmética borren del mapa las aldehuelas salvajes?
O bien:¿A alguien se le pasó por la cabeza, realmente en serio, que las mujeres que han acusado a Harvey Weinstein, el canalla más famoso de la historia de la humanidad, iban con él para «hablar de su carrera» o «repasar un guion»? ¿No iban sencillamente para que se las follara a cambio de éxito y fama, acaso no es una transacción ventajosa? Que cambiaran de opinión en medio del asunto, cuando el ballenáceo corpachón de Harvey apareció debajo del albornoz —y un falo desproporcionado con forma de gamba con una boca cual manguera de bomberos, indigno de un bellísimo coñito hollywoodiense, suave como la seda y de entrenados músculos—, no es más que otra historia, mucho más trágica, en la que elle no quería tomar partido.
Sin embargo. ¿No fue divertido también ver cómo se encogía el falo una vez reveladas las más profundas perversiones? Ansias desmesuradas guardadas en el corazón, comentarios idiotas a los que dejaban volar cuando creían que no había nadie escuchando (y, naturalmente, nunca se les ocurrió pensar que los pobrecitos agujeros de las tías fueran capaces de hablar en voz alta). Nada bajo el sol es más bello o más entretenido que la venganza. Y cómo resplandecían las tipas cuando vieron estallar en llamas los resecos bosques de la patria —uno tras otro— y el mundo se hizo llamas como una supernova en una vía láctea habitualmente oscura. Mirad sus ojos, mirad cómo suben y bajan los pechos de esas valquirias del futuro, y decid si no os pone un poco cachondos. En el mundo no hay nada más follable que una mujer furiosa.
Y otro más:
¿Las mujeres tienen sueldos más bajos porque los varones las odian o porque ellas tienen otros valores biológicos que las llevan a elegir trabajos menos valorados por el mercado, porque no es el mercado quien les paga directamente? ¿Las lesbianas resultan especialmente incapaces para luchar contra las ciberagresiones o, por el motivo que sea, están más dispuestas que otras personas a dejarse agredir, para obtener así a bajo precio la compasión de una sociedad cabrona? Ya me entendéis. Es complicado. Solo hay que tener los ojos abiertos, tener muy en cuenta que la verdad no es, a fin de cuentas, la primera idea que se nos pasa por la cabeza.
Por la naturaleza misma del tema, no le corresponde a elle ofrecer respuestas —elle no es más que un cabrón o un bombón que se está comiendo un sándwich de atún junto al ordenador de su salón—, pero se siente como si tuviera la obligación de reflexionar sobre el tema desde los dos lados, sobre todo cuando hay más de dos. Lo cierto es que solo trabajan quienes lloriquean más fuerte. No tiene por qué salir gratis el ser súbdito de una sociedad democrática en el siglo de la información.
Pues eso.
Así serían las cosas en un día normal. En un día normativo, no es que haya días que sean del todo normativos, pero ya entendéis. Esta mañana, elle no despertó sole ni en calma, sino perseguide por todas las autoridades importantes de la sociedad: delincuentes, policía, medios de comunicación y todos aquellos con quienes había alcanzado la fama a base de mirarlos a los ojos desde que salió del seno de su madre hace 34 años, así como sus conocidos, parientes, amigos y enemigos. Y ni siquiera ha bajado a Joe & the Juice. Esto pertenece a otra historia, es obvio, estas cosas no suceden en el vacío. Empezaremos por el principio, escribe elle. Ya me perdonaréis si somos demasiado francos y os borraremos solo si sois más susceptibles de lo debido. Jesus saves y todo eso. Ahora pondremos las cartas sobre la mesa.
Era por la mañana y, como ya se ha dicho, estaba despierte, escribe elle una vez más en las páginas crema, a la luz parpadeante de una vela, como un malhechor cualquiera del siglo XIX. Nunca miraba la agenda hasta que había terminado el desayuno. Daba igual la hora que fuera. El día empezaba cuando elle estaba dispueste para el día, no al revés. Las normas son para los siervos. Primero dormía hasta que despertaba y luego se tomaba el tiempo necesario para ponerse en marcha. No hacía nada útil si no estaba bien despabilade, a menos que la sangre fluyera por sus arterias y sus pensamientos ardieran. Pero ¿algo útil? Elle no estaba aquí para ser útil. Los siervos existen para ser útiles. Hans Blær existe por gusto.
No despertaba cuando se iluminaba la pantalla del móvil. En realidad, es inimaginable que se despertara por la luz, por esa u otra cualquiera. Dormía con antifaz y no veía nada; había cortinas oscuras en las ventanas y otras más en la buhardilla, que tenía las paredes pintadas de negro como el resto de la vivienda. Además, siempre, sin excepción, dejaba el teléfono en el suelo, así que, como mucho, se filtraba un finísimo marco de luz por los bordes, porque su móvil se pasaba la noche trabajando sin pausa, receptando informaciones y sentimientos, de modo que si elle se despertara con aquel marco de luz, jamás podría conciliar el sueño. El mundo quería que elle supiera de él, aunque estuviera durmiendo. Pero elle se despertó a medias, se dio la vuelta y luego, de pronto, se incorporó, se quitó el antifaz a toda prisa y se quedó mirando fijamente el mundo.
A decir verdad, le apetecía cualquier cosa menos despertar. Todo menos levantarse. La tarde y la noche habían sido difíciles y hacía no demasiado tiempo que se había dormido. ¿Qué le había despertado?
Nada. Reinaba un silencio sepulcral.
El padre de Hans Blær —que había estado embarcado desde que elle era pequeñe; en realidad, desde que él mismo era pequeño— había afirmado algunas veces que en mar abierto había pocas cosas tan desagradables como el silencio que reinaba cuando se paraba el motor. Y si sucedía cuando estabas durmiendo, toda la tripulación se despertaba con un respingo. Nunca contaba si era por algo grave o si era algo habitual. Quizá sucedía muchas veces por semana y no había nada que contar. Pero a elle se le quedó grabado que el silencio te despertaba.
Pero este silencio. Ni siquiera había tráfico delante de las ventanas. Los pájaros callaban —probablemente todos habían emigrado a los países cálidos, faltaba poco para el invierno, se acercaba una gran tormenta para la noche—, los perros y los gatos callaban, las personas que habitualmente deambulaban por el centro se habían ido a dormir, no se oían crujir los árboles. Probablemente podríamos seguir diciendo que el único sonido que oía era «la sangre pulsante en sus venas», «el rumor de los cables eléctricos del alma de la ciudad» o «el chirrido de la marcha del sistema solar», pero todo eso sería falso y, en realidad, lo que sentía elle era como si el mundo se hubiera detenido, por mucho que en el exterior siguieran pasando cosas. Era puro silencio.
Pero, al menos, seguía con vida.
Apartó la sábana de seda y saltó de la cama; el primer ruido auténtico que oyó fue el de sus talones golpeando los negros tablones del suelo. Alargó la mano para coger el móvil, que estaba cargando en la mesilla de noche, y miró el techo, bostezando. Eran las 06.13; tenía 19 llamadas perdidas; 13 mensajes de SMS sin leer; le esperaban unos 900 comentarios en Facebook y 82 mensajes; 201 mensajes de correo en el inbox; 72 menciones en Twitter, 15 etiquetas en Snapchat e incluso 7 en Instagram. ¿Pero hay alguien que siga etiquetando en Instagram?
Es conveniente que no haya malentendidos, de modo que lo repetiremos. Elle estaba habituade a que, al despertar, hubiera comentarios y mensajes reclamando su atención. Eso, por sí solo, no era nada nuevo. La vida de elle en los últimos ocho o nueve años, desde que, como buen mártir cristiano y por propia voluntad, se entregó a las leoninas fauces de los medios de comunicación (aunque con plena consciencia, hay que decirlo, pues no hace nada sin querer, dos no pelean si uno no quiere), se distinguía por unos estímulos irresistibles sobre los que elle solo ejercía un dominio parcial. Sus palabras se convertían en noticias irresistibles para algunos y en ley para otros; unas veces le tomaban como el mejor «ejemplar de su especie» (y entonces era al mismo tiempo héroe de la libertad de expresión, la temeridad, la transroyalty) o el mejor ejemplo de «mierda de su clase», muchas veces lo decían las mismas personas, la buena gente le llama diet-fascista (guay), la mala gente, hermafrodita o escoria, aunque la mayoría no parece saber en qué casilla situarle. Y elle no tenía ni el más mínimo interés por ayudarlos.
El comentario más insulso, hecho en modo irónico en una conversación entre unos parientes de Burkina Faso sin apenas amigos en la red, engordaba hasta convertirse en titular de primera página en un país que creía que los fakes eran un servicio público si conseguían un impacto suficientemente alto. Elle estaba acostumbrade a eso desde hacía tiempo, no esperaba otra cosa, pero exigía que el viento soplara de otra dirección, que la nieve tuviera otro color o que las mujeres dejaran de tener la regla. Eso era como era; sucedió como sucedió.
Sin embargo. Por muy acostumbrade que estuviera, le extrañó que hubiera ochocientos comentarios básicamente coincidentes. Incluso al terminar los días de más faena, cuando se acostaba temprano, dormía hasta el aburrimiento sin preocuparse por nada hasta el mediodía, cuando el número rondaba los cien o algo menos. Elle sabía que no tenía por qué extrañarse, anoche previó que este día sería una auténtica tortura y que conciliar el sueño había sido un milagro.
Hans Blær comprobó enseguida que los mensajes podían clasificarse en seis grupos, aunque algunos se solapaban:
En primer lugar, había acusaciones e insultos, basados principalmente en malentendidos, pero también, en cierto modo, en una postura infantil sobre las cuestiones éticas. En conjunto, todo enlazaba a noticias que afirmaban que elle había cometido delitos con una o más chicas jóvenes en Samastaður. Estas acusaciones —ciertas, inciertas, torticeras o distorsionadas, who cares?— eran la base de todas las demás. De todo el caos.
En segundo lugar, había saludos breves. Hola. ¿Estás ahí? ¿Qué está pasando? Y así sucesivamente. Gente más próxima, que intentaba ponerse en contacto con elle; muchos, probablemente, con escasas esperanzas, no solo por la situación, sino también porque elle solía estar muy ocupade y no destacaba precisamente por ser rápide a la hora de responder, ni siquiera en un día bueno.
En tercer lugar, personas nada próximas a elle —o que llevaban tiempo sin serlo— que le enviaban extensas cartas o le etiquetaban en algún reportaje con intención de explicar algo, a sí mismos o a elle o alguna otra cosa sin relación ninguna; era gente que estaba loca por conocerle y que sentía la necesidad de contextualizar de algún modo su conocimiento con lo que estaba pasando en esos momentos. Pedir disculpas, mostrar apoyo, mandarle a la mierda, etcétera.
En cuarto lugar, periodistas que le enviaban preguntas o solicitudes de entrevista.
En quinto lugar, luchadores por la justicia social que le etiquetaban en algún reportaje, o que hacían preguntas exaltadas y llenas de prejuicios, o simplemente para dar rienda suelta a sus poco amistosos sentimientos.
En sexto lugar, trols, en su mayoría sin humor alguno, que usaban mal las comillas en unos comentarios sarcásticos sobre el aspecto que tendría elle en ropa interior. «¿Quién es el responsable del sistema sanitario que ha dado ánimos a ese “hombre”?». Etcétera. Ya entendéis.
Si elle tenía rabo, y era perfectamente imaginable que lo tuviera, o si lo había tenido alguna vez, gente así no podía tener ni la menor idea, además de que no era asunto suyo.
Hans Blær necesitó cuarenta minutos para repasar toda aquella basura —a toda velocidad— y para desetiquetarse de las barbaridades más atroces. Luego se puso la bata, unos calcetines calientes y entró de puntillas en la cocina. Ninguna de esas cosas le pillaba por sorpresa. Todo estaba ya preparado ayer noche.
Hans Blær bebió el café directamente de la cafetera; se puso un zumo de naranja, dos (finas) rayas de coca y pan tostado con mantequilla. Luego se sentó en un taburete del mostrador de la cocina y disfrutó por un instante de lo callado que estaba todo. Ya no era silencio, el silencio se había terminado, o se había ido, o esfumado, ahora estaba todo callado. Las paredes pintadas de negro se tragaban la luz y la convertían en algo que hacía que cuando se sentaba bajo la lámpara del mostrador se formara una especie de aura luminosa en torno a su cabeza; elle no estaba sole en la oscuridad, estaba sole a la luz de un reflector, mientras en todos los demás lugares, el mundo era oscuro como la brea. En el bolsillo de la bata seguía iluminándose la pantalla a intervalos regulares.
Saldré adelante, pensó. No hay que preocuparse. Yo siempre salgo adelante. Luego cerró los ojos. Abrió los ojos.
Al cabo de un rato sacó el móvil del bolsillo y lo puso en el mostrador, delante de elle. Estaba aún en modo silencioso, pero en la pantalla aparecía un nombre conocido. Karolína.
Karó era su lacaya, su ayudante, la productora y directora gerente. Si Hans Blær estuviera colgade en un precipicio y quisiera que le rescataran, la llamaría a ella. Si Hans Blær se cayera de un avión y quisiera que le agarraran, ella le recogería entre sus brazos. Si Hans Blær estuviera en un concurso televisivo y tuviera que «llamar a un amigo», la llamaría a ella. Si Hans Blær tuviera tal diarrea que no le quedaran ni ganas de limpiarse el culo, le daría a ella el rollo de papel. Etcétera. Ya entendéis.
Lo menos que podía hacer por una persona así era responder cuando llamaba por teléfono.
* * *
No hay novedad en la gran tormenta. Poco a poco se va acumulando la nieve contra las paredes de la casa más allá de las rotondas de Mosfellsbær y la oscuridad otoñal del exterior se vuelve más negra y más infinita, más duradera. De cuando en cuando gotea el techo y la gota acaba en el borde de la mesa o en el suelo, pero elle no hace caso de la gotera y aún no ha llegado al punto de tener que ir a buscar un cubo. Deja el lápiz, vuelve a cogerlo, se lo mete entre los labios y sopla como si fuera una flauta.
—Hans Blær —escribe elle entonces, pues eso dijo al teléfono cuando llamó Karó (es una costumbre de los tiempos en que todos tenían teléfono fijo), y al momento se dio cuenta de lo ronco que estaba esa mañana—. Eres madrugadora —dijo elle—, con lo mal que nos sienta. —Su mente es un sendero tortuoso en movimiento constante, le duele la memoria. Es por la mañana otra vez. Rebobinada. Somos siempre personajes nuevos.
—Cariño —Karó siempre llamaba cariño a Hans Blær—. Tienes que escapar. Enseguida.
—¿Escapar? ¿De dónde?
—De tu casa. Según mis fuentes, la policía piensa ir a buscarte al alba y…
—¿La policía? ¿Tengo que inquietarme por ellos?
—¿Sabes lo que ha pasado?
—Sí, más o menos, sí, sí, a grandes rasgos.
—… y además están los hermanos de la chica.
—¿De Margrét? ¿Qué pasa con sus hermanos?
—Uno de ellos es Flosi el Cabrón.
—¿Flosi el del Propofol? ¿El de la motocicleta?
—El motero.
—¿No es lo mismo?
—Flosi el Cabrón no tiene ningún interés por las motos.
—¿Sino?
—Por romperle las rodillas a la gente y darles a comer sus excrementos.
—Lo sé. Pero ¿a mí?
—Según fuentes fiables.
—¿Qué quieres que haga?
—Quiero que te vayas. Enseguida. Puedes venir aquí, si quieres.
—No me apetece nada escapar a Árbær.
—¿Por qué no?
—En Árbær no hay más que plebeyos. Y porque es plena noche y eso está muy lejos y el coche está en el taller y simplemente porque no me apetece. ¿Te vale con eso?
—Pues tienes que irte como sea. Estás en el censo, no costará nada averiguar dónde vives.
—Y dónde vives tú, ¿eso no?
—Yo sigo empadronada en Skólavörðustígur.
—Me marcharé. Me compraré un billete para Copenhague y adiós muy buenas.
—No puedes salir del país. La policía hará que te extraditen si consigues llegar a algún sitio.
—Vaya. Entonces iré a algún otro sitio. A Borgarnes. No sé.
—¿Árbær es más plebeyo que Borgarnes?
—Iré… —dijo elle, pero no pudo seguir porque justo en ese momento sonaron patadas en la puerta de entrada, abajo. Fuera estaba todo aún tan callado que Hans Blær oyó desde dos pisos más arriba los crujidos al estallar el marco de madera de la puerta. Se le cayó el móvil en el parqué negro, se apagó, maldijo (más aún, se quedó aturdide) y salió corriendo hacia la puerta para mirar el videoteléfono del portal. Estaba claro que la puerta aún no estaba del todo rota, porque en las escaleras de fuera había dos tipos enormes, uno bastante más grande que el otro, que arremetían contra la puerta como si hubiera sido ella quien dañó a su hermana.
Hans Blær dejó enseguida de maldecir, se metió el móvil en el bolsillo de la bata, entró en el dormitorio y arrambló con las prendas de ropa que encontró más a mano, descolgó el portátil del gancho de la puerta, corrió descalce por el parqué otra vez hacia la puerta, donde se calzó a toda prisa unos zuecos Birkenstock, y salió al pasillo a todo correr. Su apartamento estaba en el segundo piso de un bloque, y lo primero que se le ocurrió fue despertar a algún vecino, pero luego pensó que las puertas de los demás no supondrían un obstáculo más fuerte que la suya propia, y no le resultaba apetecible morir en los brazos de ninguna de las personas que vivían allí —ni de la vieja de enfrente, la de los gatos, ni de los inquilinos Airbnb holandeses ni de Gunnar, el auditor, el del piso de abajo—. En bata, sin maquillar, con un nudo en la garganta. Si vas a hacer que te maten a golpes, lo mínimo es plantarse como un hombre, no acurrucade y con un jubilado cagado de miedo administrándote los primeros auxilios.
Hans Blær bajó corriendo los cinco escalones, pasó sin ser viste por delante de la puerta exterior del bloque que Flosi el Cabrón y su hermano estaban intentando arrancar de raíz, bajó al sótano, abrió la puerta del lavadero y esperó. Fue justo a tiempo, porque los gigantes entraron un momento después, subieron las escaleras a todo correr y empezaron a armar estrépito en la puerta del apartamento por el mismo procedimiento anterior, antes de que elle consiguiera salir a la calle. «¡Hans Blær Viggósbur, vas a morir!». Y fue entonces cuando se acordó del chico.
Viktor.
Maldita sea.