Kitabı oku: «Conflicto cósmico», sayfa 4

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Cómo se introdujeron las falsas doctrinas

Aun antes del establecimiento del papado, las enseñanzas de los filósofos paganos habían ejercido su influencia en la iglesia. Muchos aún se aferraban a los principios de la filosofía secular e instaban a otros a estudiarla como medio de extender su influencia entre los paganos. Así se introdujeron serios errores en la fe cristiana.

Entre las falsas doctrinas se destacan la creencia de la inmortalidad natural del hombre y su estado consciente después de la muerte. Esta doctrina forma el fundamento sobre el cual Roma estableció la invocación de los santos y la adoración a la Virgen María. De esto surgió también la herejía del tormento eterno para los que eran definidamente impenitentes, la cual se incorporó en la fe papal.

Estaba preparado el camino para otra invención del paganismo: el Purgatorio, empleado para aterrorizar a las multitudes supersticiosas. Esta herejía afirma la existencia de un lugar de tormento en el cual las almas de los que no habían merecido la eterna condenación sufren un castigo por sus pecados, y desde el cual, cuando son limpiados de la impureza, son admitidos en el cielo.

Aún se necesitaba otra impostura para permitirle a Roma sacar provecho de los temores y los vicios de sus adherentes: la doctrina de las indulgencias. Se prometía la completa remisión de los pecados pasados, presentes y futuros a todos los que se alistaran en las guerras del pontífice para castigar a sus enemigos o para exterminar a aquellos que osaran negar su supremacía espiritual. Mediante el pago de dinero a la iglesia, las personas podían liberarse de sus pecados y también liberar a las almas de los amigos muertos que sufrían en las llamas atormentadoras. De esta manera Roma llenó sus cofres y sostuvo la pompa, el lujo y el vicio de los pretendidos representantes de Aquel que no tenía dónde reclinar la cabeza.

La institución bíblica de la cena del Señor fue reemplazada por el sacrificio idólatra de la misa. Los sacerdotes papales pretendían convertir el sencillo pan y el vino en el verdadero “cuerpo y sangre de Cristo”.[1] Con blasfema pretensión, abiertamente reclamaban el poder de crear a Dios, el Creador de todas las cosas. Se exigía que los cristianos, bajo pena mortal, manifestaran su fe en esta herejía que afrentaba al cielo.

En el siglo XIII se estableció la más terrible maquinaria del papado: la Inquisición. En sus secretos concilios Satanás dominaba la mente de esos hombres malos. Invisible en medio de los mismos, un ángel de Dios tomaba nota de sus terribles e inicuos decretos y registraba la historia de hechos demasiado horribles para los ojos humanos. “Babilonia la grande” se vio “ebria de la sangre de los santos” (ver Apocalipsis 17:5, 6). Los cuerpos mutilados de millones de mártires clamaban a Dios por venganza contra ese poder apóstata.

El papado había llegado a ser el déspota del mundo. Reyes y emperadores se inclinaban ante los decretos del pontífice romano. Durante centenares de años la doctrina de Roma se recibía sumisamente. Sus clérigos eran honrados y sostenidos generosamente. Desde entonces nunca la Iglesia Romana alcanzó de nuevo tanto rango, brillo o poder.

Pero “el mediodía del papado era la medianoche del mundo”.[2] Las Escrituras eran casi desconocidas. Los dirigentes papales odiaban la luz que revelaba sus pecados. Habiéndose eliminado la ley de Dios, la norma de justicia, ellos practicaban el vicio sin restricción. Los palacios de los papas y prelados eran escenarios de viles francachelas. Algunos de los pontífices eran culpables de crímenes tan horrorosos que los gobernantes seculares intentaron destronarlos por ser monstruos demasiado viles para ser tolerados. Durante siglos Europa se estancó en materia de saber, arte y civilización. Una parálisis moral e intelectual había dominado a la cristiandad.

¡Tales fueron los resultados de desterrar la Palabra de Dios!

[1] Conferencias del cardenal Wiseman sobre “The Real Presence” [La presencia real], conf. 8, sec. 3, párr. 26.

[2] J. A. Wylie, The History of Protestantism [La historia del protestantismo], lib. 1, cap. 4.

Capítulo 4

Un pueblo que esparce la fe

Durante el largo período de la supremacía papal hubo testigos de Dios que conservaron la fe en Cristo como el único mediador entre Dios y los hombres. Consideraban la Biblia como la única regla de vida, y santificaban el verdadero día de reposo. Se los tildaba de herejes, sus escritos eran confiscados, adulterados o mutilados. Sin embargo, ellos permanecieron firmes.

Su historia ocupa un lugar escaso en los registros humanos, fuera de lo que se encuentra en las acusaciones de sus perseguidores. Roma trató de destruir todo lo “herético”, tanto personas como escritos. Se esforzó también por destruir todo registro de su crueldad hacia los que no estaban de acuerdo con ella. Antes de la invención de la imprenta, los libros eran escasos en número; por lo tanto, no era mucho lo que se podía hacer para impedir que los partidarios de Roma llevaran a cabo su propósito. Tan pronto como el papado obtuvo poder, la Iglesia Romana extendió sus brazos para aplastar a todo el que rehusara reconocer su dominio.

En Gran Bretaña, el cristianismo primitivo había echado raíces muy temprano, sin dejarse corromper por la apostasía romana. La persecución por parte de los emperadores paganos fue el único don que las primeras iglesias de Gran Bretaña recibieron de Roma. Muchos cristianos que huían de la persecución en Inglaterra hallaron refugio en Escocia; desde allí la verdad fue llevada a Irlanda, y en estos países fue recibida con alegría.

Cuando los sajones invadieron Gran Bretaña, el paganismo logró predominar, y los cristianos fueron obligados a refugiarse en las montañas. En Escocia, un siglo más tarde, la luz brilló hasta llegar a países muy distantes. Colombano y sus colaboradores llegaron desde Irlanda y convirtieron a la isla de Iona en el centro de sus labores misioneras. Entre estos evangelistas se hallaba un observador del sábado, y así la verdad fue introducida entre el pueblo. Se estableció una escuela en Iona, y de ella salieron misioneros para ir a Escocia, Inglaterra, Alemania, Suiza y aun a Italia.

Roma hace frente a la religión bíblica

Pero Roma resolvió someter a Gran Bretaña bajo su autoridad. En el siglo VI sus misioneros emprendieron la tarea de convertir a los paganos sajones. A medida que la obra progresaba, los dirigentes papales se encontraron con que los cristianos primitivos eran sencillos, humildes, y que tenían un carácter, una doctrina y una conducta consecuentes con las Escrituras. Esos dirigentes ponían en evidencia la superstición, la pompa y la arrogancia propias del papado. Roma exigía que estas iglesias cristianas reconocieran la soberanía del pontífice. Los habitantes de Gran Bretaña replicaron que el Papa no tenía derecho a ejercer supremacía en la iglesia y que no podían tributarle más que la sumisión debida a todo seguidor de Cristo; no reconocían otro señor que Cristo.

Entonces el verdadero espíritu del papado comenzó a revelarse. El dirigente romano dijo: “Si no recibís a hermanos que os traen paz, recibiréis a enemigos que os traen guerra”.[1] La guerra y el engaño fueron empleados contra estos testigos leales a la fe bíblica, hasta que las iglesias de Gran Bretaña fueron destruidas u obligadas a someterse al Papa.

En los países que estaban más allá de la jurisdicción de Roma, durante siglos los grupos cristianos permanecieron casi totalmente libres de la corrupción papal. Continuaron considerando la Biblia como la única regla de fe. Estos cristianos creían en la perpetuidad de la ley de Dios y observaban el sábado del cuarto mandamiento. En el centro del África y entre los armenios del Asia había iglesias que adherían a esta fe y práctica.

De entre los que resistieron al poder papal se destacaban, en forma sobresaliente, los valdenses. En el propio país donde el papado había sentado sus reales, las iglesias del Piamonte mantenían su independencia. Pero llegó el tiempo en que Roma insistió en que éstas se sometieran. Sin embargo, algunos rehusaron ceder al Papa o a los prelados, y determinaron preservar la pureza y la sencillez de su fe. Se realizó una separación. Los que se adherían a la fe antigua, ahora se retiraron. Algunos, abandonando los Alpes nativos, levantaron el estandarte de la verdad en países extraños. Otros se refugiaron en las fortalezas rocosas de las montañas y allí conservaron su libertad para adorar a Dios.

Sus creencias religiosas se fundaban sobre la Palabra de Dios. Esos humildes campesinos, apartados del mundo, no habían llegado por sí mismos a la verdad en oposición a los dogmas de la iglesia apóstata. Sus creencias religiosas fueron la herencia que recibieron de sus padres. Ellos luchaban por la fe de la iglesia apostólica. “La iglesia del desierto”, y no la orgullosa jerarquía entronizada en la gran capital del mundo, era la verdadera iglesia de Cristo, la guardiana de los tesoros de la verdad que Dios encomendó a su pueblo para que fuera dada al mundo.

Entre las causas más importantes que determinaron la separación entre la iglesia verdadera y Roma, existía el odio que esta última profesaba hacia el día de reposo bíblico. Como lo había predicho la profecía, el poder papal echó por tierra la ley de Dios. Las iglesias, sometidas al papado eran obligadas a honrar el domingo. En medio del error prevaleciente, muchos de los verdaderos hijos de Dios estaban tan confundidos que observaban el sábado y al mismo tiempo no trabajaban el domingo. Pero esto no satisfacía a los dirigentes papales. Ellos exigían que el verdadero sábado fuera profanado, y denunciaban a los que se atrevían a manifestar que honraban ese día.

Centenares de años antes de la Reforma, los valdenses poseían la Biblia en su idioma nativo. Esto determinó que fueran un objeto especial de persecución. Ellos declaraban que Roma era la Babilonia apóstata del Apocalipsis. Con peligro de su vida se mantenían firmes para resistir sus corrupciones. Durante aquellos siglos de apostasía, hubo valdenses que negaban la supremacía de Roma, rechazaban el culto a las imágenes como idolatría y observaban el verdadero día de reposo.

Detrás de los majestuosos baluartes de las montañas, los valdenses establecieron un lugar de refugio. Esos fieles exiliados señalaban a sus hijos las alturas majestuosas, en cuyo pie se hallaban, y les hablaban acerca de Aquel cuya palabra es tan duradera como las colinas eternas. Dios había establecido con firmeza las montañas; ningún brazo sino el del infinito poder podía moverlas. De idéntica manera él había establecido su ley. Para el brazo humano, el cambiar un solo precepto de la ley de Dios era tan difícil como desarraigar las montañas y arrojarlas al mar. Esos peregrinos no exhalaban ninguna queja por las durezas que les deparaba su suerte; nunca estaban solitarios en medio de la soledad de las montañas. Se regocijaban en su libertad para adorar. Desde muchas alturas majestuosas entonaban alabanzas, y los ejércitos de Roma no podían silenciar sus cánticos de acción de gracias.

Valiosos principios de verdad

Ellos valoraban los principios de la verdad por encima de casas y terrenos, amigos y parientes, y aun la vida misma. Desde los más tempranos años de su niñez, a los jóvenes se les enseñaba a considerar como sagrados los mandatos de la ley de Dios. Los ejemplares de la Biblia eran raros; por lo tanto sus preciosas palabras eran confiadas a la memoria. Muchos eran capaces de repetir largas porciones tanto del Antiguo Testamento como del Nuevo Testamento de memoria. Se los ejercitaba desde la niñez a soportar durezas y a pensar y actuar por sí mismos. Se les enseñaba a llevar responsabilidades, a ser cuidadosos en lo que hablaban y a valorar la sabiduría del silencio. Una palabra indiscreta que llegara a sus enemigos podría hacer peligrar la vida de centenares de hermanos, pues, como lobos que buscan su presa, los enemigos de la verdad perseguían a los que osaban reclamar libertad para su fe religiosa.

Los valdenses, con perseverante paciencia, trabajaban para producir su pan. Aprovechaban toda porción de tierra arable que había entre las montañas. La economía y la abnegación formaban parte de la educación de los niños. El proceso era laborioso, pero sano; precisamente el que el hombre necesita en su estado caído. A los jóvenes se les enseñaba que todas las facultades pertenecen a Dios, y que deben ser desarrolladas para su servicio.

Las iglesias valdenses se asemejaban a la iglesia del tiempo apostólico. Rechazando la supremacía del Papa y de los prelados, se aferraban a la Biblia como la única autoridad infalible. Sus pastores, a diferencia de los señoriales sacerdotes de Roma, alimentaban a la grey de Dios, conduciéndola a pastos verdes y a los vivos manantiales de su santa Palabra. La gente se reunía, no en iglesias magníficas o en grandes catedrales, sino en los valles alpinos, o, en tiempos de peligro, en alguna fortaleza rocosa, para escuchar las palabras de verdad de los siervos de Cristo. Los pastores no solamente predicaban el evangelio, sino que visitaban a los enfermos y trabajaban para promover la armonía y el amor hermanable. A semejanza de Pablo, el fabricante de tiendas, cada uno aprendía un oficio con el cual, si fuera necesario, pudiera proveerse sostén propio.

Los jóvenes recibían instrucción de sus pastores. La Biblia era el principal tema de estudio. Aprendían de memoria los evangelios de San Mateo y San Juan, así como muchas de las epístolas.

Mediante un trabajo incansable, a veces en las oscuras cavernas de la tierra, a la luz de las antorchas, se copiaban las Sagradas Escrituras versículo por versículo. Angeles del cielo rodeaban a estos fieles obreros.

Satanás había instigado a los sacerdotes papales y a los prelados a enterrar la Palabra de verdad bajo los escombros del error y la superstición. Pero de una manera maravillosa ésta fue conservada fielmente a través de todas las edades oscuras. Como el arca sobre las ondas tempestuosas, la Palabra de Dios hace frente a las tormentas que amenazan destruirla. Así como la mina tiene sus ricas vetas de oro y plata ocultas bajo de la superficie, las Sagradas Escrituras tienen tesoros de verdad que se revelan únicamente a los que los buscan en forma humilde y con oración. Dios se propuso que la Biblia fuera un libro de lecciones para todo el género humano y una revelación de sí mismo. Cada verdad que se descubre es una nueva revelación del carácter de su Autor.

Desde las escuelas de las montañas algunos jóvenes eran enviados a instituciones de enseñanza de Francia o Italia, donde había un campo más amplio de estudios y observación que el de los Alpes nativos. Los jóvenes enviados se veían expuestos a la tentación. Se encontraban con los agentes de Satanás que los instigaban con sutiles herejías y peligrosos engaños. Pero su educación desde la niñez los preparaba para hacer frente a estos peligros.

En las escuelas adonde eran enviados no debían tener confidentes. Sus ropas eran preparadas de tal manera que podían esconder su gran tesoro: las Escrituras. Dondequiera que podían hacerlo, mientras iban por el camino, con mucho cuidado, colocaban algunas porciones de éstas entre aquellos cuyo corazón parecía abrirse para recibir la verdad. En estas instituciones de enseñanza se ganaban conversos para la verdadera fe, y frecuentemente sus principios se dejaban sentir en toda la escuela. Sin embargo, los dirigentes papales no podían descubrir el origen de la así llamada “herejía” corruptora.

Jóvenes educados como misioneros

Los cristianos valdenses sentían la solemne responsabilidad de permitir que su luz brillara. Por el poder de la Palabra de Dios trataban de quebrantar la esclavitud que Roma había impuesto. Los pastores valdenses habían de servir tres años en algún campo misionero antes de hacerse cargo de una iglesia en su lugar nativo: una introducción adecuada para la vida pastoral en tiempos que constituían una prueba para el alma de los hombres. Los jóvenes veían delante de ellos no la riqueza y la gloria terrenal, sino el trabajo fatigoso, el peligro y la posibilidad del martirio. Los misioneros salían de dos en dos, como Jesús solía enviar a sus discípulos.

El dar a conocer la misión que llevaban habría asegurado su derrota. Todo ministro poseía un conocimiento de algún oficio o profesión, y los misioneros proseguían su trabajo bajo el manto de una vocación secular, habitualmente la de comerciante. “Llevaban sedas, joyas y otros artículos... y eran bienvenidos como comerciantes en lugares donde habrían sido despreciados como misioneros”.[2] Llevaban secretamente ejemplares de la Biblia, parciales o completos. A menudo se despertaba el interés de leer la Palabra de Dios, y una porción de la misma era dejada para los que la deseaban.

Descalzos y con una indumentaria tosca y gastada por el viaje, estos misioneros pasaban por las grandes ciudades y penetraban en países distantes. A su paso se erigían iglesias, y la sangre de los mártires testificaba de la verdad. En forma oculta y silenciosa, la Palabra de Dios hallaba una alegre recepción en los hogares y el corazón de los hombres.

Los valdenses creían que el fin de todas las cosas no estaba muy distante. Al estudiar la Biblia resultaban profundamente impresionados con su deber de dar a conocer a otros sus verdades salvadoras. Hallaban consuelo, esperanza y paz por medio de su fe en Jesús. A medida que la luz alegraba sus corazones, anhelaban reflejar sus rayos sobre los que estaban en las tinieblas del error papal.

Bajo la dirección del Papa y los sacerdotes, se enseñaba a las multitudes a confiar en sus buenas obras para salvarse. Los hombres siempre se miraban a sí mismos, su mente se espaciaba en su condición pecaminosa, y aunque afligían el alma y el cuerpo, no encontraban alivio. Millares pasaban su vida en las celdas de los conventos. Mediante ayunos y azotes repetidos, observando vigilias de medianoche, postrándose sobre piedras frías y húmedas, y con largas peregrinaciones –obsesionados por el temor de la ira vengadora de Dios–, muchos continuaban sufriendo hasta que, con el físico exhausto, abandonaban la lucha. Sin un rayo de esperanza terminaban en la tumba.

Cristo, la esperanza del pecador

Los valdenses anhelaban abrirles a estas almas los mensajes de paz que se hallaban en las promesas de Dios y señalarles a Cristo como su única esperanza de salvación. Consideraban que la doctrina de que las buenas obras pueden proporcionar el perdón del pecado estaba basada en la falsedad. Los méritos de un Salvador crucificado y resucitado son el fundamento de la fe cristiana. La relación de dependencia del alma de Cristo debe ser tan íntima como la de un miembro con el cuerpo, o la de la rama con la vid.

Las enseñanzas de los papas y los sacerdotes habían inducido a los hombres a considerar a Dios, y aun a Cristo, como austero y repulsivo, tan desprovisto de simpatía para con el hombre, que se necesitaba invocar la mediación de los sacerdotes y los santos. Pero aquellos cuya mente había sido iluminada anhelaban eliminar las obstrucciones que Satanás había acumulado, para que los hombres fueran directamente a Dios, confesaran sus pecados, y obtuvieran el perdón y la paz.

Invadiendo el reino de Satanás

Los misioneros valdenses reproducían en forma cuidadosa porciones escritas de las Sagradas Escrituras. La luz de la verdad penetraba en muchas mentes entenebrecidas hasta que el Sol de Justicia brillaba en el corazón trayendo salud en sus rayos. A menudo los oyentes deseaban que se repitiera una porción de las Escrituras, como para asegurarse ellos mismos de que habían escuchado correctamente.

Muchos veían cuán vana es la mediación de los hombres en favor del pecador. Exclamaban con regocijo: “Cristo es mi sacerdote; su sangre es mi sacrificio; su altar es mi confesionario”. Tan grande era el diluvio de luz que los inundaba, que se sentían como transportados al cielo. Todo miedo a la muerte se desvanecía. Ahora podían anhelar la prisión si de esta manera podían honrar a su Redentor.

La Palabra de Dios se llevaba a lugares secretos y era leída, a veces, a una sola persona, y a veces a un pequeño grupo que anhelaba la luz. A menudo toda la noche transcurría de esta manera. Con frecuencia se pronunciaban palabras como éstas: “¿Aceptará Dios mi ofrenda? ¿Me mirará con favor a mí? ¿Me perdonará a mí?” Se leía la respuesta: “¡Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os daré descanso!” (S. Mateo 11:28, VM).

Felices, las almas regresaban a sus hogares para difundir la luz, para repetir a otros, lo mejor que podían, su nueva experiencia. ¡Habían hallado el verdadero camino viviente! Las Escrituras hablaban al corazón de los que anhelaban la verdad.

El mensajero de la verdad proseguía su camino. En muchos casos sus oyentes no preguntaban de dónde había venido ni a dónde iba. Habían experimentado tanto gozo, que ni se les había ocurrido hacer la averiguación. “¿Podría aquél ser un ángel del cielo?”, se preguntaban ellos.

En muchos casos el mensajero de la verdad había partido a otro país, o estaba penando en algún calabozo, o tal vez sus huesos blanqueaban en el lugar donde había dado testimonio de la verdad. Pero las palabras que había dejado detrás estaban realizando su tarea.

Los dirigentes papales vieron el peligro que entrañaban los trabajos de estos humildes itinerantes. La luz de la verdad disipaba las nubes pesadas del error que envolvían a la gente; dirigía las mentes únicamente a Dios, y eventualmente destruía la supremacía de Roma.

Estas personas, al sostener la fe de la iglesia antigua, eran un testimonio constante de la apostasía de Roma, y por lo tanto excitaban el odio y la persecución. Su negativa a abandonar las Escrituras era una ofensa que Roma no podía tolerar.

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