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Roma se propone destruir a los valdenses
Entonces comenzaron las más terribles cruzadas contra el pueblo de Dios refugiado en sus hogares montañosos. Se enviaron inquisidores para que les siguieran la pista. Una y otra vez se convirtieron en un desierto sus fértiles tierras, y sus moradas y capillas fueron destruidas. No podía formularse ninguna acusación contra el carácter moral de esta clase proscrita. Su gran ofensa era que no adoraban a Dios de acuerdo con el deseo del Papa. Por este “crimen” se usó contra ellos todo tipo de insultos y torturas que los hombres y los demonios podían inventar.
Cuando Roma se propuso exterminar a la odiada secta, el Papa proclamó una bula [un edicto] condenándolos como herejes y entregándolos a la matanza. No se los acusaba de ser holgazanes, deshonestos o personas desordenadas; se declaraba que tenían una apariencia de piedad y santidad que seducía a “las ovejas del verdadero rebaño”. Esta bula pedía que todos los miembros de iglesia se unieran a la cruzada contra los herejes. Como incentivo, “a todos los que se unían a la cruzada, [la bula] los liberaba de cualquier juramento que hubiesen hecho: declaraba que eran legítimos sus títulos de toda propiedad que hubieran adquirido ilegalmente, y prometía la remisión de todos sus pecados a todo el que matara a algún hereje. Anulaba todos los contratos hechos en favor de los valdenses, prohibía a todas las personas que les dieran cualquier clase de auxilio, y autorizaba a todos a tomar posesión de las propiedades de aquéllos”.[3] Este documento revela claramente el rugido del dragón y no la voz de Cristo. El mismo espíritu que crucificó a Cristo, que martirizó a los apóstoles y que movió al sanguinario Nerón a sacrificar a los fieles de su tiempo, estaba en acción para eliminar de la tierra a aquellos a quienes Dios amaba.
Pese a las cruzadas contra ellos y a la inhumana carnicería a la cual fueron sometidos, este pueblo temeroso de Dios continuó enviando misioneros para difundir la preciosa verdad. Se los perseguía para darles muerte, y sin embargo su sangre regaba la semilla sembrada y producía fruto.
Así los valdenses dieron testimonio en favor de Dios siglos antes que apareciera Lutero. Ellos implantaron la semilla de la Reforma que empezó en los días de Wiclef, se desarrolló y se afirmó en los días de Lutero, y ha de avanzar hasta el fin del tiempo.
[1] J. H. Merle D’Aubigné, History of the Reformation of the Sixteenth Century [Historia de la Reforma del siglo XVI], lib. 17, cap. 2.
[2]Wylie, lib. 1, cap. 7.
[3]Ibíd., lib. 16, cap. 1.
Capítulo 5
Mensajeros de una era mejor
Dios no había permitido que su Palabra fuera totalmente destruida. En diferentes países de Europa hubo hombres que fueron movidos por el Espíritu de Dios a buscar la verdad como si trataran de encontrar tesoros escondidos. Guiados providencialmente a las Sagradas Escrituras, estaban dispuestos a aceptar la luz a cualquier costo. Aunque no veían todas las cosas claramente, pudieron percibir muchas de las verdades por largo tiempo sepultadas.
Había llegado el tiempo en que las Escrituras le fueran dadas al pueblo en su idioma nativo. El mundo había pasado por su medianoche. En muchos países aparecían señales del amanecer que se aproximaba.
En el siglo XIV se levantó en Inglaterra “el lucero de la Reforma”. Juan Wiclef se destacó en el colegio por su ferviente piedad así como por su sana erudición. Educado en la filosofía especulativa, en los cánones de la iglesia y en la ley civil, estaba preparado para empeñarse en la gran lucha en favor de la libertad civil y religiosa. Había adquirido la disciplina intelectual de las escuelas, y entendía las tácticas de los hombres letrados. El carácter extenso y completo de su conocimiento exigía el respeto tanto de amigos como de enemigos. Sus adversarios se veían en la imposibilidad de burlarse de la causa de la reforma porque no podían encontrar ignorancia o debilidad en quien la sostenía.
Mientras Wiclef todavía estaba en el colegio, inició el estudio de las Escrituras. Hasta aquí había sentido una gran necesidad, que ni sus estudios formales ni la enseñanza de la iglesia podían satisfacer. En la Palabra de Dios encontró aquello que en vano había buscado en otros conocimientos. Aquí vio a Cristo presentado como el único Abogado en favor del hombre, y se propuso proclamar las verdades que había descubierto.
Al principio Wiclef no se declaró opuesto a Roma. Pero cuanto más claramente comprendía los errores del papado, más fervorosamente presentaba las enseñanzas de la Biblia. Vio que Roma había abandonado la Palabra de Dios para reemplazarla por la tradición humana. Valientemente acusó a los sacerdotes de haber ocultado las Escrituras, y exigió que la Biblia le fuera restaurada al pueblo y que su autoridad fuera restablecida en la iglesia. Era un predicador capaz y elocuente, y su vida diaria era una demostración de las verdades que predicaba. Su conocimiento de las Escrituras, la pureza de su vida, y su valor e integridad ganaron la estima general. Muchos vieron la iniquidad de la Iglesia Romana, y saludaron con alegría no disimulada las verdades presentadas por Wiclef. Pero los dirigentes papales se llenaron de ira; el reformador estaba logrando una influencia mayor que la de ellos.
Un hábil detector del error
Wiclef se daba cuenta fácilmente del error, y con valor atacó los abusos sancionados por Roma. Mientras era capellán del rey, asumió una posición valiente en contra del pago del tributo reclamado por el Papa al monarca inglés. La pretensión del Papa de que tenía autoridad sobre los gobernantes seculares era contraria tanto a la razón como a la revelación. La demanda del Papa había levantado indignación, y las enseñanzas de Wiclef ejercían su influencia sobre las mentes más destacadas de la nación. El rey y los nobles se unieron para rehusar el pago de este tributo.
Los monjes mendicantes pululaban en Inglaterra, y atentaban contra la grandeza y la prosperidad de la nación. La vida de los monjes, ociosa y de vagancia, era no solamente una pérdida para los recursos del pueblo, sino que hacía que el trabajo útil se mirara con desprecio. Por el ejemplo de los tales, los jóvenes eran desmoralizados y se corrompían. Muchos eran inducidos a dedicarse a la vida monástica no sólo sin el consentimiento de sus padres, sino aun sin su conocimiento y hasta en contra de sus órdenes. Debido a esta “monstruosa inhumanidad”, como Lutero la denominó más tarde, y “participando más del espíritu del lobo y del tirano que del espíritu de un cristiano y de un hombre”, el corazón de los niños se endurecía contra sus padres.[1]
Aun los estudiantes de las universidades eran engañados por los monjes y seducidos para unirse a sus órdenes. Y una vez que estaban entrampados les resultaba imposible obtener libertad. Muchos padres rehusaban mandar a sus hijos a las universidades, las escuelas decayeron, y prevalecía la ignorancia.
El Papa había concedido a estos monjes la facultad de escuchar confesiones y otorgar perdón, lo cual era una fuente de muchos males. Con el propósito de obtener ganancias, los frailes estaban tan listos a conceder la absolución que hasta los cristianos recurrían a ellos, y los peores vicios aumentaban rápidamente. Los donativos que podrían haber aliviado tanto a enfermos como a pobres se entregaban a los monjes. La riqueza de los frailes aumentaba constantemente, y sus magníficos edificios y mesas bien servidas hacían más evidente la pobreza creciente de la nación. Sin embargo, los frailes continuaban manteniendo su dominio sobre las multitudes supersticiosas y les hacían pensar que todo el deber religioso se reducía a reconocer la supremacía del Papa, adorar a los santos y hacer regalos a los monjes, y esto era suficiente para obtener un lugar en el cielo.
Wiclef, con claro discernimiento, atacó las raíces del mal, declarando que el sistema mismo era falso y debía ser abolido. Se estaban despertando la discusión y la investigación. Muchos se preguntaban si no debían pedir perdón a Dios y no al pontífice de Roma. “Los monjes y sacerdotes de Roma –decían ellos– nos están comiendo como un cáncer. Dios debe librarnos, o el pueblo perecerá”.[2] Los monjes mendicantes pretendían estar siguiendo el ejemplo del Salvador, y declaraban que Jesús y sus discípulos habían sido sostenidos por la caridad del pueblo. Esta pretensión inducía a muchos a ir a la Biblia para descubrir la verdad por sí mismos.
Wiclef comenzó a escribir y a publicar folletos contra los frailes, para llamar la atención del pueblo a las enseñanzas de la Biblia y a su autor. Él no podría haber elegido una forma más eficaz de derrocar ese edificio gigantesco que el Papa había levantado, y en el cual muchos estaban cautivos.
Wiclef, llamado a defender los derechos de la corona inglesa contra los abusos de Roma, fue nombrado embajador real en los Países Bajos. Aquí se puso en contacto con eclesiásticos de Francia, Italia y España, y tuvo oportunidad de observar las escenas que le habían sido ocultadas en Inglaterra. En estos representantes de la corte papal leyó el verdadero carácter de su jerarquía eclesiástica. Regresó a Inglaterra para repetir sus anteriores enseñanzas con mayor celo, declarando que el orgullo y el engaño eran los dioses de Roma.
Después de su regreso a Inglaterra, Wiclef fue nombrado, por el rey, rector de Lutterworth. Esta era la seguridad de que al monarca no le desagradaba su manera directa de hablar. La influencia de Wiclef empezó a amoldar la creencia de la nación.
Pronto el papado comenzó a luchar contra él. Se enviaron tres bulas ordenando que se tomaran inmediatas medidas para silenciar al maestro de “herejías”.[3]
La llegada de las bulas papales imponía a Inglaterra la orden de apresar al hereje. Parecía seguro que Wiclef pronto caería ante el espíritu de venganza de Roma. Pero Aquel que le había dicho a un hombre ilustre de la antigüedad: “No temas... yo soy tu escudo” (Génesis 15:1), extendió su brazo para proteger a su siervo. La muerte sobrevino, no al reformador, sino al pontífice que había decretado su destrucción.
La muerte de Gregorio XI fue seguida por la elección de dos papas rivales pretendiendo infalibilidad. Cada uno de ellos exigía a los fieles que hicieran guerra contra el otro, poniendo en vigencia sus demandas con terribles anatemas en contra de sus adversarios, y promesas de recompensa en los cielos para sus partidarios. Las facciones rivales estaban ocupadas en atacarse mutuamente, y el reformador tuvo descanso por un tiempo.
El cisma, con toda la lucha y la corrupción que produjo, preparó el camino para la Reforma, permitiendo a la gente ver lo que era realmente el papado. Wiclef pedía que la gente considerara si estos dos papas no estaban diciendo la verdad al condenarse uno al otro como el anticristo.
Determinado a que la luz fuera llevada a todas partes de Inglaterra, Wiclef organizó un cuerpo de predicadores: hombres sencillos, devotos, que amaban la verdad y deseaban extenderla. Estos, al enseñar en los mercados, en las calles de las grandes ciudades, en los caminos del campo, buscaban a los ancianos, a los enfermos y a los pobres y les presentaban las buenas nuevas de la gracia de Dios.
En Oxford, Wiclef predicó la Palabra de Dios en la universidad. Se lo llamaba “el doctor evangélico”. Pero la obra mayor de su vida fue la traducción de las Escrituras al inglés, de manera que toda persona de Inglaterra pudiera leer las maravillosas obras de Dios.
Atacado por una peligrosa enfermedad
Pero repentinamente sus labores se detuvieron. Aunque no tenía todavía 60 años de edad, el trabajo arduo e incesante, el estudio y los ataques de los enemigos lo habían debilitado y envejecido prematuramente. Fue atacado por una enfermedad peligrosa. Los frailes pensaban que se arrepentiría del mal que había hecho a la iglesia, y rápidamente fueron a su casa, listos para escuchar su confesión. “Tienes la muerte en tus labios –le dijeron–; arrepiéntete de tus faltas, y retráctate en nuestra presencia de todo lo que has dicho contra nosotros”.
El reformador escuchó en silencio. Entonces le pidió a su ayudante que lo levantara en su lecho. Observando fijamente a los frailes, dijo con voz firme y fuerte, voz que a menudo los había hecho temblar: “No moriré, sino que viviré para volver a denunciar los hechos malvados de los frailes”.[4] Asombrados y confusos, los monjes se apresuraron a salir de la habitación.
Wiclef continuó viviendo para colocar en manos de sus conciudadanos el arma más poderosa que existía contra Roma: la Biblia, el agente señalado por el cielo para liberar, iluminar y evangelizar al pueblo. Wiclef sabía que tenía solamente pocos años para trabajar; vio la oposición a la cual debía hacer frente; pero animado por las promesas de la Palabra de Dios, avanzó. Con el pleno vigor de sus facultades intelectuales, rico en experiencia, había sido preparado por las providencias de Dios para ésta, la hora más grandiosa de sus labores. En la rectoría de Lutterworth, sin prestar atención a la tormenta que rugía afuera, se aplicó a su tarea predilecta.
Por fin la obra fue completada: la primera traducción de la Biblia al inglés. El reformador había colocado en las manos del pueblo inglés una luz que nunca se apagaría. Había hecho más para quebrantar las cadenas de la ignorancia, y para liberar y elevar a su país, que lo que jamás se haya hecho por victorias logradas sobre el campo de batalla.
Únicamente por medio de un trabajo arduo y difícil podían prepararse ejemplares de la Biblia. Tan grande era el interés por obtener el libro, que con dificultad los copistas podían suplir la demanda. Compradores adinerados querían tener la Biblia entera. Otros compraban una porción. En muchos casos, varias familias se unían para comprar un ejemplar. La Biblia de Wiclef pronto se difundió por los hogares de la gente.
Wiclef ahora enseñaba las doctrinas distintivas del protestantismo: la salvación por la fe en Cristo, y la infalibilidad únicamente de las Escrituras. La nueva fe fue aceptada casi por la mitad del pueblo de Inglaterra.
La aparición de las Escrituras produjo desmayo en las autoridades de la iglesia. No había en ese tiempo ninguna ley en Inglaterra que prohibiera la Biblia, porque nunca antes había sido publicada en el lenguaje del pueblo. Tales leyes se sancionaron más tarde y se pusieron en vigencia con todo rigor.
De nuevo los dirigentes papales se complotaron para silenciar la voz del reformador. Primero, un sínodo de obispos declaró que sus escritos eran heréticos. Luego, ganando al joven rey Ricardo II en su favor, pronto obtuvieron un decreto real condenando al encarcelamiento a todos los que sostuvieran las doctrinas proscritas.
Wiclef apeló del sínodo al Parlamento. Valientemente acusó a la jerarquía eclesiástica ante la autoridad nacional, y exigió la reforma de los enormes abusos sancionados por la iglesia. Sus enemigos se sintieron confundidos. Se esperaba que el reformador, siendo ya anciano, solo y sin amigos, se inclinara ante la autoridad de la corona. En lugar de ello, el Parlamento, impulsado por la notable apelación de Wiclef, rechazó el edicto de persecución y el reformador se halló de nuevo en libertad.
Pero una vez más fue traído a juicio, y en este caso ante el tribunal eclesiástico supremo del reino. Aquí, finalmente, la obra del reformador tendría que detenerse; así pensaban los papistas. Si podían ellos realizar su propósito, Wiclef saldría de este lugar solamente para ir a las llamas.
Wiclef rechaza retractarse
Pero Wiclef no se retractó. Valientemente mantuvo sus enseñanzas y rechazó las acusaciones de sus perseguidores. Emplazó a sus oyentes ante el tribunal divino y pesó sus falsos argumentos y fracasos en la balanza de la verdad eterna. El poder del Espíritu Santo se hizo sentir sobre los oyentes. Como flechas de Dios, las palabras del reformador atravesaron sus corazones. El cargo de herejía, que habían traído contra él, lo arrojó contra sus acusadores.
“¿Contra quién piensan ustedes que están luchando? –dijo él–. ¿Contra un hombre anciano que está al borde de la tumba? ¡No! Contra la verdad: la verdad que es más poderosa que ustedes y los vencerá”.[5] Al decir tal cosa se retiró, y ninguno de sus adversarios intentó impedirlo.
La obra de Wiclef estaba casi terminada, pero una vez más había de presentar su testimonio en favor del evangelio. Fue citado a juicio ante el tribunal papal de Roma, que tan a menudo había derramado la sangre de personas justas, pero un ataque de parálisis le hizo imposible realizar el viaje. No obstante, aun cuando su voz no había de ser oída en Roma, podía hablar mediante una carta. El reformador envió al Papa un escrito que, aunque respetuoso y de espíritu cristiano, era un agudo reproche a la pompa y al orgullo de la sede papal.
De esta forma presentó ante el Papa y sus cardenales la mansedumbre y la humildad de Cristo, exhibiendo, no solamente ante ellos, sino ante toda la cristiandad, el contraste entre ellos y el Maestro, cuyos representantes pretendían ser.
Wiclef tenía la plena convicción de que el precio de su fidelidad sería su vida. El rey, el Papa y los obispos estaban unidos para conseguir su ruina, y parecía seguro que solamente después de unos meses él iría a la estaca para ser quemado. Pero su valor era intrépido.
El hombre que durante su vida entera había permanecido valientemente firme en defensa de la verdad, no iba a caer como una víctima del odio de sus adversarios. El Señor había sido su protector; y ahora, cuando sus enemigos se sentían seguros de la presa, la mano de Dios lo quitó del alcance de éstos. En su iglesia en Lutterworth, cuando estaba por impartir la comunión, cayó herido por otro ataque de parálisis, y después de un corto tiempo, fue llamado al descanso.
Precursor de una nueva era
Dios había puesto la palabra de verdad en la boca de Wiclef. Su vida fue protegida y sus labores prolongadas hasta que se hubo colocado el fundamento para la Reforma. No hubo ninguna persona, anterior a él, cuya obra sirviera de molde para su sistema de reforma. Fue precursor de una nueva era. A la vez, en la verdad que presentaba había una unidad y una totalidad que los reformadores que lo siguieron no superaron y que algunos ni siquiera alcanzaron. Tan firme y segura era la estructura, que no necesitaba ser reconstruida por los que vinieran después de él.
El gran movimiento que Wiclef inauguró, para liberar a las naciones de tanto tiempo de esclavitud por parte de Roma, tenía su fundamento en la Biblia. Esta era la fuente de ese manantial de bendiciones que ha fluido a través de los tiempos desde el siglo XIV. Educado para considerar a Roma como la autoridad infalible y para aceptar con incuestionable reverencia las enseñanzas y las costumbres de mil años, Wiclef abandonó todas estas cosas para escuchar la santa Palabra de Dios. Declaró que la única verdadera autoridad era la voz de Dios hablando por medio de su Palabra, en lugar de que la iglesia hablara por medio del Papa. Y enseñó que el Espíritu Santo es el intérprete de la Palabra.
Este hombre fue uno de los más grandes reformadores, e igualado por pocos de los que vinieron después de él. Pureza de vida, diligencia infatigable en el estudio y el trabajo, integridad incorruptible y amor cristiano caracterizaron al primero de los reformadores.
Fue la Biblia la que hizo de él lo que fue. El estudio de la Biblia ennoblecerá todo pensamiento, sentimiento y aspiración como ningún otro medio puede hacerlo. Da estabilidad de propósitos, valor y fortaleza. Un escudriñamiento ferviente y reverente de las Escrituras daría al mundo hombres de intelecto más fuerte tanto como de principios más nobles, de los que jamás haya producido la mejor instrucción que puede otorgar la filosofía humana.
Los seguidores de Wiclef, conocidos como wiclefitas y lolardos, se extendieron a otros países llevando el evangelio. Habiendo desaparecido su dirigente, los predicadores trabajaron con un celo aún mayor que antes. Multitudes concurrían a escucharlos. Algunos de la nobleza, y aun la esposa del rey, se hallaban entre sus conversos. En muchos países los símbolos idolátricos del romanismo fueron quitados de las iglesias.
Pero pronto estalló una inclemente persecución contra los que habían osado aceptar la Biblia como su guía. Por primera vez en la historia de Inglaterra se decretó la hoguera para los discípulos del evangelio. Un martirio sucedió a otro. Cazados como adversarios de la iglesia y traidores de la fe, los defensores de la verdad continuaron predicando en lugares secretos, mientras hallaban refugio en los hogares humildes, y a menudo escondiéndose en cuevas y cavernas.
Una protesta tranquila y paciente contra la corrupción de la fe religiosa continuó manifestándose por siglos. Los cristianos de ese tiempo primitivo habían aprendido a amar la Palabra de Dios, y pacientemente sufrían por su causa. Muchos sacrificaban sus posesiones mundanas por Jesús. Aquellos a quienes se les permitía que habitaran en sus hogares, alegremente alojaban a sus hermanos desterrados, y cuando ellos también eran desalojados, aceptaban con alegría la suerte de los perseguidos. No fue pequeño el número de los que dieron un valiente testimonio de la verdad en los calabozos y en medio de las torturas y las llamas, regocijándose de ser contados por dignos de participar “de sus padecimientos” (Filipenses 3:10).
El odio de los partidarios del papado no podía quedar satisfecho mientras el cuerpo de Wiclef descansara en la tumba. Más de 40 años después de su muerte, sus huesos fueron exhumados y quemados públicamente, y las cenizas arrojadas a un arroyo vecino. “Este arroyo –dijo un antiguo escritor–, ha conducido sus cenizas hasta el río Avón, el Avón al Severna, el Severna hasta los mares y éstos al océano. Y así es como las cenizas de Wiclef son un emblema de su doctrina que ahora está dispersa por el mundo entero”.[6]
Por medio de los escritos de Wiclef, Juan Hus de Bohemia fue inducido a renunciar a muchos de los errores del romanismo. De Bohemia la obra se extendió a otros países. Una mano divina estaba preparando el camino para la gran Reforma.
[1] Barnas Sears, The Life of Luther [La vida de Lutero], pp. 70, 69.
[2]D’Aubigné, lib. 17, cap. 7.
[3]Augustus Neander, General History of the Christian Religion and Church [Historia general de la religión cristiana y la iglesia], período 6, sec. 2, parte 1, párr. 8. Ver también el Apéndice.
[4] D’Aubigné, lib. 17, cap. 7.
[5]Wylie, lib. 2, cap. 13.
[6]T. Fuller, Church History of Britain [Historia de la iglesia en Inglaterra], lib. 4, sec. 2, párr. 54.