Kitabı oku: «Los Ungidos», sayfa 2
Capítulo 1
El comienzo espectacular de Salomón
Durante el reinado de David y de Salomón, Israel tuvo muchas oportunidades de ejercer una influencia poderosa en favor de la verdad y la justicia. El nombre de Jehová fue ensalzado y honrado. Los paganos que buscaban la verdad no eran despedidos insatisfechos. Se producían conversiones, y la iglesia de Dios en la Tierra prosperaba.
Salomón fue ungido y proclamado rey durante los últimos años de su padre David. La primera parte de su vida fue muy promisoria, y Dios quería que progresase cada vez más a semejanza del carácter de Dios. De este modo inspiraría en el pueblo el deseo de desempeñar su cometido sagrado como depositario de la verdad divina. David sabía que para desempeñar el cometido con el cual Dios se había complacido en honrar a su hijo Salomón, era necesario que el joven gobernante no fuese simplemente un guerrero, un estadista y un soberano, sino un hombre fuerte y bueno, un maestro de justicia, un ejemplo de fidelidad. Con fervor, David instó a Salomón a que fuese noble, a mostrar misericordia hacia sus súbditos, y a que en su trato con las naciones de la Tierra honrase el nombre de Dios y manifestase la belleza de la santidad. “Habrá un justo que gobierne entre los hombres, que gobierne en el temor de Dios” (2 Sam. 23:3, 4, RVR).
En su juventud Salomón tomó la misma decisión que David, y por muchos años rindió estricta obediencia a los Mandamientos de Dios. Al principio de su reinado fue a Gabaón, donde todavía estaba el tabernáculo construido en el desierto, y con los consejeros que había escogido y “los jefes de mil y de cien [...] los gobernantes y [...] todos los jefes de las familias patriarcales de Israel” (2 Crón. 1:2), participó en el ofrecimiento de sacrificios para adorar a Dios y para consagrarse plenamente a su servicio. Salomón sabía que quienes llevan pesadas responsabilidades deben recurrir a la Fuente de sabiduría para obtener dirección. Esto lo indujo a alentar a sus consejeros para que se aseguraran la aceptación de Dios.
El sueño que Dios le dio a Salomón
Sobre todos los bienes terrenales, el rey deseaba sabiduría y entendimiento, un corazón grande y un espíritu tierno. Esa noche el Señor apareció a Salomón en un sueño y le dijo: “Pídeme lo que quieras”. En respuesta, el joven e inexperto gobernante expresó su sentimiento de incapacidad y su deseo de ayuda. Dijo: “Ahora, Señor mi Dios, me has hecho rey en lugar de mi padre David. No soy más que un muchacho, y apenas sé cómo comportarme. [...] Yo te ruego que le des a tu siervo discernimiento para gobernar a tu pueblo y para distinguir entre el bien y el mal. De lo contrario, ¿quién podrá gobernar a este gran pueblo tuyo?
“Al Señor le agradó que Salomón hubiera hecho esa petición.
“Como has pedido esto –dijo Dios a Salomón–, y no larga vida ni riquezas para ti, ni has pedido la muerte de tus enemigos, sino discernimiento para administrar justicia, voy a concederte lo que has pedido. Te daré un corazón sabio y prudente, como nadie antes de ti lo ha tenido ni lo tendrá después.Además, aunque no me lo has pedido, te daré tantas riquezas y esplendor que en toda tu vida ningún rey podrá compararse contigo.
“Si andas por mis sendas y obedeces mis decretos y Mandamientos, como lo hizo tu padre David, te daré una larga vida” (1 Rey. 3:5-14; 2 Crón. 1:7-12).
El lenguaje de Salomón al orar a Dios ante el antiguo altar de Gabaón revela su humildad y su intenso deseo de honrar a Dios. No había en su corazón aspiración egoísta por un conocimiento que lo ensalzase sobre los demás. Eligió el don por medio del cual su reinado habría de glorificar a Dios. Salomón no tuvo nunca más riqueza ni más sabiduría o verdadera grandeza que cuando confesó: “No soy más que un muchacho, y apenas sé cómo comportarme” (1 Rey. 3:7).
Cuanto más elevado sea el cargo que ocupe un hombre y mayor sea la responsabilidad que ha de llevar, tanto mayor será su necesidad de depender de Dios. Debe conservar delante de Dios la actitud del que aprende. Los cargos no dan santidad de carácter. Honrar a Dios y obedecer sus Mandamientos es lo que hace a alguien realmente grande.
El Dios que dio a Salomón el espíritu de sabio discernimiento está dispuesto a impartir la misma bendición a sus hijos hoy. Su palabra declara: “Si a alguno de ustedes le falta sabiduría, pídasela a Dios, y él se la dará, pues Dios da a todos generosamente sin menospreciar a nadie” (Sant. 1:5). Cuando el que lleva responsabilidades desee sabiduría más que riqueza, poder o fama, no será chasqueado.
Cómo triunfar como líder
Mientras permanezca consagrado, el hombre a quien Dios dotó de discernimiento y capacidad no manifestará avidez por los cargos elevados ni procurará gobernar o dominar. En vez de contender por la supremacía, el verdadero conductor pedirá en oración un corazón comprensivo, para discernir entre el bien y el mal. La senda de los líderes no es fácil. Pero verán en cada dificultad una invitación a orar. Fortalecidos e iluminados por el Artífice maestro, se verán capacitados para resistir firmemente las influencias profanas y para discernir entre lo correcto y lo erróneo.
Dios le dio a Salomón la sabiduría que él deseaba más que las riquezas, los honores o la larga vida. “Dios le dio a Salomón sabiduría e inteligencia extraordinarias; sus conocimientos eran tan vastos como la arena que está a la orilla del mar. [...] En efecto, fue más sabio que nadie [...]. Por eso la fama de Salomón se difundió por todas las naciones vecinas” (1 Rey. 4:29-31).
Todos los israelitas “sintieron un gran respeto por él, pues vieron que tenía sabiduría de Dios para administrar justicia” (1 Rey. 3:28). Los corazones del pueblo se volvieron hacia Salomón. “Salomón hijo de David consolidó su reino, pues el Señor su Dios estaba con él y lo hizo muy poderoso” (2 Crón. 1:1).
El éxito fenomenal de Salomón
Durante muchos años Salomón mantuvo una clara devoción a Dios y una estricta obediencia a sus Mandamientos. Manejaba sabiamente los negocios relacionados con el reino. Los magníficos edificios y obras públicas que construyó durante los primeros años de su reinado; la piedad, la justicia y la magnanimidad que manifestaba en sus palabras y hechos, le conquistaron la lealtad de sus súbditos y la admiración y el homenaje de los gobernantes de muchas Tierras. Durante un tiempo Israel fue como la luz del mundo, y puso de manifiesto la grandeza de Jehová.
A medida que transcurrían los años y aumentaba la fama de Salomón, él procuró honrar a Dios incrementando su fortaleza mental y espiritual e impartiendo de continuo a otros las bendiciones que recibía. Nadie comprendía mejor que él que era gracias al favor de Jehová que había entrado en posesión de poder, sabiduría y comprensión, y que esos dones le habían sido otorgados para que pudiese comunicar al mundo el conocimiento del Rey de reyes.
Salomón se interesó especialmente en la historia natural. Mediante un estudio diligente de todas las cosas creadas, tanto animadas como inanimadas, obtuvo un concepto claro del Creador. En las fuerzas de la naturaleza, en el mundo mineral y animal, y en todo árbol, arbusto y flor, veía una revelación de la sabiduría de Dios; y a medida que se esforzaba por aprender más y más, su conocimiento de Dios y su amor por él se incrementaban.
La sabiduría divinamente inspirada de Salomón halló expresión en cantos y en muchos proverbios. “Compuso tres mil proverbios y mil cinco canciones. Disertó acerca de las plantas, desde el cedro del Líbano hasta el hisopo que crece en los muros. También enseñó acerca de las bestias y las aves, los reptiles y los peces” (1 Rey. 4:32, 33).
Los proverbios expresan principios de una vida santa y ambiciones elevadas. Fue la amplia difusión de estos principios, y el reconocimiento de Dios como aquel a quien pertenece toda alabanza y honor, lo que hizo de los comienzos del reinado de Salomón una época de elevación moral tanto como de prosperidad material.
Él escribió: “Bienaventurado el hombre que halla la sabiduría, y que obtiene la inteligencia; porque su ganancia es mejor que la ganancia de la plata, y sus frutos más que el oro fino. Más preciosa es que las piedras preciosas; y todo lo que puedes desear, no se puede comparar a ella. Largura de días está en su mano derecha; en su izquierda, riquezas y honra” (Prov. 3:13-18, RVR). “El principio de la sabiduría es el temor del Señor” (Sal. 111:10). “Quien teme al Señor aborrece lo malo; yo aborrezco el orgullo y la arrogancia, la mala conducta y el lenguaje perverso” (Prov. 8:13).
¡Ojalá que en sus años ulteriores Salomón hubiese prestado atención a esas maravillosas palabras de sabiduría! El que había enseñado a los reyes de la Tierra a tributar alabanza al Rey de reyes, con “boca perversa” y con “orgullo y [...] arrogancia” tomó para sí la gloria que pertenece solo a Dios.
Capítulo 2
El Templo magnífico de Salomón
Durante siete años Jerusalén se vio llena de obreros activamente ocupados en nivelar el sitio escogido, construir vastos muros de contención, echar amplios cimientos, dar forma a las pesadas maderas traídas de los bosques del Líbano y erigir el magnífico Santuario (ver 1 Rey. 5:17). Al mismo tiempo, progresaba la elaboración de los muebles para el Templo bajo el liderazgo de Hiram de Tiro, “hombre sabio e inteligente [...]. Sabe trabajar el oro y la plata, el bronce y el hierro, la piedra y la madera, el carmesí y la púrpura, el lino y la escarlata” (2 Crón. 2:13, 14).
El edificio se levantaba silenciosamente sobre el Monte Moriah con “piedras de cantera ya labradas, así que durante las obras no se oyó el ruido de martillos ni de piquetas, ni de ninguna otra herramienta” (1 Rey. 6:7; 2 Crón. 4:19, 21). Los hermosos muebles incluían el altar del incienso, la mesa para los panes de la proposición, el candelabro y sus lámparas, así como los vasos e instrumentos relacionados con el ministerio de los sacerdotes en el Lugar Santo, todo de oro finísimo. El altar de los holocaustos, la gran fuente sostenida por doce bueyes, los muchos otros vasos “el rey los hizo fundir en moldes de arcilla en la llanura del Jordán” (vers. 17).
La belleza incomparable del Templo
De una belleza insuperable y esplendor sin rival era el palacio que Salomón erigió para Dios y su culto. Adornado con piedras preciosas, rodeado por atrios espaciosos y recintos magníficos, forrado de cedro tallado y de oro pulido, la estructura del Templo, con sus cortinas bordadas y muebles preciosos, era un emblema adecuado de la iglesia viva de Dios en la Tierra, que a través de los siglos ha estado formándose de acuerdo con el modelo divino, con materiales comparados con “oro, plata y piedras preciosas”, “esculpidas para adornar un palacio” (1 Cor. 3:12; Sal. 144:12). De este Templo espiritual es “Cristo Jesús mismo la piedra angular. En él todo el edificio, bien armado, se va levantando para llegar a ser un Templo santo en el Señor” (Efe. 2:20, 21).
Por fin Salomón terminó el Templo, “llevando a feliz término todo lo que se había propuesto hacer en ellos” (2 Crón. 7:11). Entonces, con el fin de que el palacio que coronaba las alturas del Monte Moriah fuese en verdad, como tanto lo había deseado David, una morada no destinada para el “hombre, sino para Dios el Señor” (1 Crón. 29:1), quedaba por realizar la solemne ceremonia de dedicarlo.
El sitio en que se construyó el Templo se venía considerando desde largo tiempo atrás como lugar consagrado. Fue allí donde Abraham se había demostrado dispuesto a sacrificar a su hijo en obediencia a la orden de Jehová. Allí Dios había renovado la gloriosa promesa mesiánica de liberación gracias al sacrificio del Hijo del Altísimo (ver Gén. 22:9, 16-18). Allí fue donde, por medio del fuego celestial, Dios contestó a David cuando este ofreciera holocaustos y sacrificios pacíficos con el fin de detener la espada vengadora del ángel destructor (ver 1 Crón. 21). Y una vez más los adoradores de Jehová estaban delante de su Dios para repetir sus votos de fidelidad a él.
La gloria de Dios llena el Templo en su dedicación
Salomón escogió la Fiesta de las Cabañas para la dedicación. Esta fiesta era preeminentemente una ocasión de regocijo. Las labores de la cosecha habían terminado, y la gente estaba libre de cuidados y podía entregarse a las influencias sagradas y placenteras del momento.
Las huestes de Israel, con representantes ricamente ataviados de muchas naciones extranjeras, se congregaron en los atrios del Templo. La escena era de un esplendor inusual. Salomón, con los ancianos de Israel y los hombres más influyentes, había regresado de otra parte de la ciudad, de donde habían traído el arca del testamento. De las alturas de Gabaón había sido transferido el antiguo “tabernáculo de reunión, y todos los utensilios del santuario que estaban en el tabernáculo” (2 Crón. 5:5); y esos preciosos recuerdos de los tiempos en que los hijos de Israel habían peregrinado en el desierto y conquistado Canaán, hallaron albergue permanente en el magnífico edificio.
Con cantos, música y gran pompa, “los sacerdotes llevaron el arca del pacto del Señor a su lugar en el santuario interior del Templo” (vers. 7). Los cantores, ataviados de lino blanco y equipados con címbalos y arpas, se hallaban en el extremo situado al este del altar con 120 sacerdotes que tocaban las trompetas (vers. 12).
“Los trompetistas y los cantores alababan y daban gracias al Señor al son de trompetas, címbalos y otros instrumentos musicales. Y, cuando tocaron y cantaron al unísono [...] una nube cubrió el Templo del Señor. Por causa de la nube, los sacerdotes no pudieron celebrar el culto, pues la gloria del Señor había llenado el Templo” (vers. 13, 14).
La oración de Salomón
“En medio del atrio” del Templo se había erigido “un estrado de bronce”. Sobre esta plataforma se hallaba Salomón, quien, con las manos alzadas, bendecía a la vasta multitud delante de él. “Bendito sea el Señor, Dios de Israel, que con su mano ha cumplido ahora lo que con su boca le había prometido a mi padre David cuando le dijo [...] elegí a Jerusalén para habitar en ella” (vers. 4, 6).
Luego Salomón se arrodilló sobre la plataforma, alzó las manos hacia el cielo y oró: “Si los cielos, por altos que sean, no pueden contenerte, ¡mucho menos este Templo que he construido! […] Oye las súplicas de tu siervo y de tu pueblo Israel cuando oren en este lugar. Oye desde el cielo, donde habitas; ¡escucha y perdona! […]
“Si tu pueblo Israel es derrotado por el enemigo por haber pecado contra ti, y luego se vuelve a ti para honrar tu nombre, y ora y te suplica en este Templo, óyelo tú desde el cielo, y perdona su pecado […].
“Cuando tu pueblo peque contra ti y tú lo aflijas cerrando el cielo para que no llueva, si luego ellos oran en este lugar y honran tu nombre y se arrepienten de su pecado, óyelos tú desde el cielo y perdona el pecado de tus siervos […].
“Cuando en el país haya hambre, peste, sequía, o plagas de langostas o saltamontes en los sembrados, o cuando el enemigo sitie alguna de nuestras ciudades; en fin, cuando venga cualquier calamidad o enfermedad, si luego en su dolor cada israelita, consciente de su culpa, extiende sus manos hacia este Templo, y ora y te suplica, óyelo tú desde el cielo, donde habitas, y perdónalo. […] Así todos tendrán temor de ti y andarán en tus caminos mientras vivan en la Tierra que les diste a nuestros antepasados.
“Trata de igual manera al extranjero que no pertenece a tu pueblo Israel, pero que atraído por tu gran fama y por tus despliegues de fuerza y poder ha venido de lejanas Tierras. Cuando ese extranjero venga y ore en este Templo, óyelo tú desde el cielo, donde habitas, y concédele cualquier petición que te haga. Así todos los pueblos de la Tierra conocerán tu nombre y, al igual que tu pueblo Israel, tendrán temor de ti […].
“No hay ser humano que no peque. Si tu pueblo peca contra ti y tú te enojas con ellos y los entregas al enemigo para que se los lleven cautivos a otro país, lejano o cercano; y si en el destierro, en el país de los vencedores, se arrepienten y se vuelven a ti, y oran a ti diciendo: ‘Somos culpables, hemos pecado, hemos hecho lo malo’; y si en la Tierra de sus captores se vuelven a ti de todo corazón […] oye tú sus oraciones y súplicas desde el cielo, donde habitas, y defiende su causa. ¡Perdona a tu pueblo que ha pecado contra ti!
“Ahora, Dios mío, te ruego que tus ojos se mantengan abiertos, y atentos tus oídos a las oraciones que se eleven en este lugar.
“Levántate, Señor y Dios; ven a descansar, tú y tu arca poderosa. Señor y Dios, ¡que tus sacerdotes se revistan de salvación! ¡Que tus fieles se regocijen en tu bondad!” (vers. 14-42).
Cuando Salomón terminó su oración, “descendió fuego del cielo y consumió el holocausto y los sacrificios”. Los sacerdotes no podían entrar en el lugar, porque “la gloria del Señor llenó el Templo”. Entonces el rey y el pueblo ofrecieron sacrificios. “Así fue como el rey y todo el pueblo dedicaron el Templo de Dios” (7:1-5). Durante siete días las multitudes celebraron un alegre festín. La muchedumbre feliz dedicó la semana siguiente a observar la Fiesta de las Cabañas. Al final del plazo, todos regresaron a sus hogares, “contentos y llenos de alegría por el bien que el Señor había hecho en favor de David, de Salomón y de su pueblo Israel” (vers. 8, 10).
Y nuevamente, como sucediera en Gabaón al principio del reinado de Salomón, Dios le dio una evidencia de la aceptación divina. En una visión nocturna, el Señor se le apareció y le dio este mensaje: “He escuchado tu oración, y he escogido este Templo para que en él se me ofrezcan sacrificios. Cuando yo cierre los cielos para que no llueva, o le ordene a la langosta que devore la Tierra, o envíe pestes sobre mi pueblo, si mi pueblo, que lleva mi nombre, se humilla y ora, y me busca y abandona su mala conducta, yo lo escucharé desde el cielo, perdonaré su pecado y restauraré su Tierra. [...] Desde ahora y para siempre escojo y consagro este Templo para habitar en él. Mis ojos y mi corazón siempre estarán allí” (vers. 12-16).
Si Israel hubiese permanecido fiel a Dios, aquel edificio glorioso habría perdurado para siempre, una señal perpetua del favor especial de Dios. “Y a los extranjeros que se han unido al Señor para servirle, para amar el nombre del Señor y adorarlo, a todos los que observan el sábado sin profanarlo [...] los llevaré a mi monte santo; ¡los llenaré de alegría en mi casa de oración! [...] porque mi casa será llamada casa de oración para todos los pueblos” (Isa. 56:6, 7).
El Señor indicó claramente el deber que le incumbía al rey. “En cuanto a ti, si me sigues como lo hizo tu padre David, y me obedeces en todo lo que yo te ordene y cumples mis decretos y Leyes, yo afirmaré tu trono real, como pacté con tu padre David cuando le dije: ‘Nunca te faltará un descendiente en el trono de Israel’ ” (2 Crón. 7:17, 18).
Si Salomón hubiese continuado sirviendo al Señor con humildad, todo su reinado habría ejercido una poderosa influencia para el bien sobre las naciones circundantes. Previendo las terribles tentaciones que acompañarían la prosperidad y los honores mundanales, Dios advirtió a Salomón contra el mal de la apostasía. Le dijo que aun el hermoso Templo que acababa de dedicarse llegaría a ser “el hazmerreír de todos los pueblos” si los israelitas dejaban “al Señor, Dios de sus antepasados” (vers. 20, 22) y persistían en la idolatría.
La mayor gloria de Israel
Fortalecido en su corazón y muy alentado por el aviso celestial, Salomón inició el período más glorioso de su reinado. Todos los reyes de la Tierra procuraban acercársele para “oír la sabiduría que Dios le había dado” (9:23). Salomón les enseñaba lo referente al Dios Creador, y regresaban con un concepto más claro del Dios de Israel y de su amor por la familia humana. En las obras de la naturaleza contemplaban una revelación de su carácter; y muchos eran inducidos a adorarlo como Dios suyo.
La humildad de Salomón al reconocer delante de Dios: “Yo soy un niño pequeño” (1 Rey. 3:7, BJ); su notable reverencia por las cosas divinas, su desconfianza de sí mismo y su ensalzamiento del Creador infinito, todos estos rasgos de carácter se revelaron cuando al elevar su oración dedicatoria lo hizo de rodillas, en la humilde posición de quien ofrece una petición. Los seguidores de Cristo hoy deben precaverse contra la tendencia a perder el espíritu de reverencia y temor piadoso. Deben acercarse a su Hacedor con reverencia, por medio de un Mediador divino. El salmista declaró:
“Vengan, postrémonos reverentes,
doblemos la rodilla
ante el Señor nuestro Hacedor” (Sal. 95:3, 6).
Tanto en el culto público como en el privado, es nuestro privilegio arrodillarnos delante de Dios cuando le dirigimos nuestras peticiones. Jesús, nuestro ejemplo, “se arrodilló y empezó a orar” (Luc. 22:41). Acerca de sus discípulos quedó registrado que también Pedro “se puso de rodillas y oró” (Hech. 9:40). Pablo declaró: “Por esta razón me arrodillo delante del Padre” (Efe. 3:14). Daniel “tenía por costumbre orar tres veces al día” (Dan. 6:10).
La verdadera reverencia hacia Dios está inspirada por un sentido de su infinita grandeza y un reconocimiento de su presencia. La presencia de Dios hace que tanto el lugar como la hora de la oración sean sagrados. “Su nombre es santo e imponente” (Sal. 111:9). Los ángeles velan sus rostros cuando pronuncian ese nombre. ¡Con qué reverencia debieran pronunciarlo nuestros labios!
Jacob, después de contemplar la visión del ángel, exclamó: “En realidad, el Señor está en este lugar, y yo no me había dado cuenta. [...] Es nada menos que la casa de Dios; ¡es la puerta del cielo!” (Gén. 28:16, 17).
En lo que dijo durante el servicio de dedicación, Salomón había procurado eliminar las supersticiones relativas al Creador que habían confundido a los paganos. El Dios del cielo no queda encerrado en Templos hechos por manos humanas; sin embargo, puede reunirse con sus hijos por medio de su Espíritu cuando ellos se congregan en la casa dedicada a su culto.
“Bienaventurada la nación cuyo Dios es Jehová,
el pueblo que él escogió como heredad para sí.
“Santos, oh Dios, son tus caminos [...] Tú eres el Dios que realiza maravillas;
el que despliega su poder entre los pueblos” (Sal. 33:12-14, RVR; 103:19; 77:13, 14).
Dios honra con su presencia las asambleas de su pueblo. Prometió que cuando se reuniesen para reconocer sus pecados y orar unos por otros, él los acompañaría por medio de su Espíritu. Pero los que se congregan para adorarlo deben desechar todo lo malo. A menos que lo adoren en espíritu y en verdad, así como en hermosura de santidad, de nada valdrá que se congreguen. Los que adoran a Dios deben adorarlo “en espíritu y en verdad; porque también el Padre tales adoradores busca que le adoren” (Juan 4:23).