Kitabı oku: «Consejos sobre la salud», sayfa 6

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Respiración profunda

Para tener buena sangre debemos respirar bien. Las inspira­ciones hondas y completas de aire puro, que llenan los pulmo­nes de oxígeno, purifican la sangre, le dan brillante coloración y la impulsan, como corriente de vida, por todas partes del cuerpo. La buena respiración calma los nervios, estimula el apetito, hace más perfecta la digestión y produce sueño sano y reparador.–El ministerio de curación, págs. 206, 207 (1905).

Supersticiones relacionadas con el aire nocturno

A muchos les han enseñado desde la niñez que el aire noc­turno es muy perjudicial para la salud y, por tanto, debe ex­cluirse de las habitaciones. Para su propio daño cierran las ventanas y puertas de los dormitorios para protegerse del aire nocturno, el cual, dicen, es muy peligroso para la salud. Se engañan en esto. En el fresco de la noche puede ser necesario protegerse del frío con abrigo extra, pero debieran proveer aire para sus pulmones... Muchos sufren enfermedades porque se niegan a recibir en sus habitaciones en la noche el puro aire nocturno. El puro y gratuito aire del cielo es una de las más ricas bendiciones de que podemos gozar.–Testimonios para la iglesia, t. 2, págs. 467, 468 (1870).

Influencia del aire fresco

El aire, ese aire que es una preciosa bendición del cielo que todos podemos disfrutar, nos beneficiará con su influencia bienhechora si tan sólo se lo permitimos. Debemos darle la bienvenida al aire, cultivar un cariño por él, y nos daremos cuenta de que es un bálsamo precioso para los nervios. El aire debe estar en constante circulación para mantenerse puro. La influencia del aire puro y fresco permite que la sangre circule saludablemente a través del sistema. Además refresca el cuer­po y promueve la buena salud. Su influencia abarca la mente y le imparte cierto grado de compostura y serenidad. El aire puro despierta el apetito, permite una digestión más completa de los alimentos, e induce un sueño más sereno y profundo.–Testimonios para la iglesia, t. 1, pág. 607 (1870).

Higiene escrupulosa 13

Cuando una enfermedad grave afecta a una familia, hay gran necesidad de que cada uno de sus miembros preste estricta aten­ción a la limpieza personal y al régimen de alimentación con el fin de mantenerse en una condición saludable y, al hacer eso, fortale­cerse contra la enfermedad. Es también de la mayor importancia que la habitación del enfermo esté debidamente ventilada desde el mismo comienzo. Tal cosa será beneficiosa para los afectados por la enfermedad, y es muy necesaria para mantener con sa­lud a los que están obligados a permanecer durante un tiempo prolongado en la habitación del enfermo...

Podría evitarse una gran cantidad de sufrimiento si todos colaboraran para prevenir la enfermedad obedeciendo es­trictamente las leyes de la salud. Hay que observar hábitos estrictos de aseo. Muchas personas, mientras están bien, no se toman el trabajo de conservarse sanas. Descuidan el aseo personal y no tienen cuidado de mantener su ropa limpia. Las impurezas pasan en forma constante e imperceptible del cuerpo a la piel, a través de los poros, y si no se mantiene la superficie de la piel en una condición saludable, el organismo es recargado con los residuos impuros. Si la ropa que se usa no se lava y se airea con frecuencia, se contamina con las impurezas expelidas por el cuerpo por medio de la transpira­ción. Y si no se eliminan con frecuencia las impurezas de la ropa, los poros de la piel vuelven a absorber los materiales de desecho que habían sido expelidos. Las impurezas del cuer­po, si no se permite su salida, son llevadas de vuelta a la san­gre e introducidas forzadamente en los órganos internos. La naturaleza, para librar al organismo de las impurezas tóxicas, realiza un esfuerzo que produce fiebre, y a esto se lo llama enfermedad. Pero aun entonces, si los que enferman ayudan a la naturaleza en sus esfuerzos utilizando agua pura, se evi­taría mucho sufrimiento. Pero muchas personas en lugar de hacer eso y de procurar eliminar las sustancias venenosas del organismo, introducen en el organismo un veneno más mor­tal para eliminar otro veneno que ya estaba allí.

Si cada familia comprendiese los resultados beneficiosos de la limpieza cabal, efectuaría esfuerzos especiales para quitar toda impureza de sus personas y de sus casas, y ex­tendería sus esfuerzos a los patios. Muchos permiten que haya cerca de sus casas sustancias vegetales en descom­posición. No comprenden la influencia de estas cosas. De esas sustancias descompuestas surgen continuamente ema­naciones que envenenan el aire. Al respirar ese aire impuro, la sangre se envenena, los pulmones se afectan y se enferma todo el organismo. Diversas enfermedades son causadas por la inhalación del aire contaminado por esas sustancias en des­composición.

Algunas familias han enfermado de fiebre, algunos de sus integrantes han muerto y los miembros restantes casi han murmurado contra su Creador debido a la aflicción que les ha sobrevenido, cuando la única causa de su enfermedad y muerte ha sido su propio descuido. Las impurezas que había alrededor de su casa han acarreado sobre ellos las enfermeda­des contagiosas y las grandes tribulaciones de las que culpan a Dios. Toda familia que aprecie la salud debería limpiar su casa y sus patios de toda sustancia en descomposición.

Dios ordenó a los israelitas que no permitieran que hubie­se impurezas en su persona ni en su ropa. Los que tenían al­guna impureza personal debían ser excluidos del campamen­to hasta la noche, y luego se requería que se limpiaran ellos mismos y sus ropas antes de poder regresar al campamento. Dios les ordenó también que no tuvieran impurezas cerca de sus tiendas y hasta una gran distancia del campamento, no fuera que el Señor pasara por allí y viera su inmundicia.

En lo que atañe a la limpieza, hoy Dios no requiere de su pueblo menos de lo que requería del Israel antiguo. El des­cuido de la limpieza producirá enfermedad. La enfermedad y la muerte prematura no ocurren sin una causa. Fiebres perti­naces y enfermedades violentas han prevalecido en vecinda­rios y en pueblos que hasta entonces se habían considerado saludables, y algunos han muerto mientras otros han quedado con una constitución quebrantada e inválidos durante toda la vida. En muchos casos sus propios patios contenían los agen­tes destructivos que enviaban venenos mortales a la atmósfera, para luego ser respirados por la familia y el vecindario. La pereza y el descuido que a veces se advierten son detestables, y es asombrosa la ignorancia del efecto que tales cosas ejercen sobre la salud. Esos lugares deberían ser purificados, especial­mente durante el verano, con cal o ceniza, o mediante el entie­rro de las inmundicias.

Hacer comidas sencillas

Para poder ofrecerle a Dios un servicio perfecto, usted debe tener un concepto claro de sus requerimientos. Debería usar el alimento más sencillo, preparado en la forma más simple, de manera que no se debiliten los delicados nervios del cerebro, ni se entorpezcan ni se paralicen, incapacitándolo para discer­nir las cosas sagradas, o considerar la expiación, la sangre purificadora de Cristo, como algo inestimable.–Testimonios para la iglesia, t. 2, pág. 42 (1868).

Hábitos físicos y salud espiritual 14

Se presenta el carácter de Daniel al mundo como un ejem­plo poderoso de lo que la gracia divina puede hacer en favor de los hombres caídos por naturaleza y corrompidos por el pe­cado. La historia de esta vida noble y abnegada constituye un estímulo animador para la humanidad entera. De esta expe­riencia podemos adquirir fuerza para resistir con hidalguía la tentación, y mantenernos con firmeza y humildad de parte de la justicia ante las pruebas más severas.

La experiencia de Daniel

Daniel habría podido encontrar fácilmente una excusa para abandonar sus hábitos de estricta temperancia; pero la apro­bación divina era de más valor para él que el favor del más poderoso potentado de la Tierra; en efecto, le eran más caros que la vida misma. Después que su cortesía le había ganado el favor de Melsar, el oficial encargado de los jóvenes hebreos, Daniel le pidió que le permitiera abstenerse de comer las vian­das reales y de beber el vino de la corte. Melsar temía que al satisfacer la demanda de Daniel el rey se disgustara y de ese modo pusiera en peligro su vida misma. Igual que muchos en la actualidad, Melsar temía que una dieta abstemia debilitara a los jóvenes, que sus fuerzas musculares decayesen y ofrecie­ran una apariencia pálida y enfermiza, mientras que las comi­das suntuosas de la mesa real los harían fuertes y hermosos y les proporcionarían una energía física superior.

Daniel le suplicó que los probara durante diez días, permi­tiendo que en ese lapso los jóvenes hebreos pudieran comer alimentos simples mientras sus compañeros participaban de las exquisitas comidas reales. Finalmente la petición fue con­cedida, y Daniel estuvo seguro de haber ganado la victoria. A pesar de su juventud, conocía los efectos nocivos que el vino y las comidas sibaríticas producen sobre la salud física y mental.

Pero al final de los diez días los resultados fueron comple­tamente opuestos a lo que Melsar esperaba. El cambio obser­vado en los jóvenes que habían sido temperantes no se vio sólo en su apariencia personal, sino también en su actividad física y vigor mental, porque superaban en todo sentido a sus demás compañeros que habían complacido las demandas de sus apetitos. Como resultado de esta prueba, Daniel y sus compañeros pudieron continuar con una alimentación senci­lla durante todo el curso de su entrenamiento en los deberes del reino.

El Señor miró con buenos ojos la firmeza y el dominio propio de los jóvenes hebreos, y los bendijo. “A estos cuatro muchachos Dios les dio conocimiento e inteligencia en todas las letras y ciencias; y Daniel tuvo entendimiento en toda visión y sueños... Y el rey habló con ellos, y no fueron halla­dos entre todos ellos otros como Daniel, Ananías. Misael y Azarías; así, pues, estuvieron delante del rey. En todo asunto de sabiduría e inteligencia que el rey les consultó, los halló diez veces mejores que todos los magos y astrólogos que ha­bía en todo su reino” (Dan. 1:17, 19, 20).

Aquí hay una lección para todos, pero especialmente para los jóvenes. El cumplimiento fiel de los requerimientos di­vinos beneficia la salud física y mental. Tiene que buscarse primeramente la sabiduría y la fuerza de Dios si se ha de alcanzar la más alta norma moral e intelectual; y, además, se necesita observar una estricta temperancia en todos los hábitos de la vida. La experiencia de Daniel y sus compañe­ros constituye un ejemplo del triunfo de los principios sobre la tentación a la indulgencia del apetito. Demuestra que los jóvenes pueden vencer mediante la observancia de los princi­pios religiosos todas las propensiones carnales, y mantenerse fieles a los requerimientos divinos, aunque esto demande un gran sacrificio.

¿Qué habría sucedido si Daniel y sus compañeros se hubie­ran sometido a las exigencias de los oficiales paganos y, bajo la presión del momento, hubiesen comido y bebido como los babilonios? Esa sola transigencia con el mal habría debilitado su capacidad de percibir el bien y aborrecer el mal. La satisfac­ción del apetito habría significado el debilitamiento del vigor físico y la pérdida de claridad intelectual y poder espiritual. Un paso equivocado habría conducido a otros, hasta que se habría cortado la conexión con el cielo y habrían sido arrastrados por la corriente de la tentación...

La vida de Daniel constituye una ilustración sagrada de lo que significa un carácter santificado. El concepto bíblico de santificación tiene que ver con el hombre completo... Es imposible disfrutar de las bendiciones de la santificación cuando una persona es egoísta y glotona. Algunos gimen bajo el peso de las enfermedades a consecuencia de los ma­los hábitos en el comer y el beber, los cuales violentan las leyes de la vida y la salud. Muchos debilitan sus órganos di­gestivos porque se dejan llevar por apetitos pervertidos. El poder de la constitución humana para resistir los abusos que se cometen contra el organismo es maravilloso: pero la per­sistencia de los hábitos equivocados en la comida y la be­bida debilitan todas las funciones del cuerpo. Tratemos de que estas personas débiles consideren cómo habrían podido ser si hubieran vivido en forma temperante, promoviendo una buena salud en vez de abusar de ella. Aun los cristia­nos profesos estorban la obra de la naturaleza al gratificar sus apetitos y pasiones pervertidos, menoscabando de ese modo sus fuerzas físicas, mentales y morales. Algunos que cometen estos errores pretenden haber sido santificados por el Señor, pero tal pretensión carece de fundamento...

La santificación es un principio viviente

Consideremos la apelación que el apóstol Pablo hace a sus hermanos, por las misericordias de Dios, de que presenten su cuerpo en sacrificio vivo, santo, agradable a Dios... La santificación no es una mera teoría, una emoción, ni un conjunto de palabras, sino un principio viviente y activo que compe­netra la vida de cada día. La santificación requiere que los hábitos referentes a la comida, la bebida y la indumentaria sean de tal naturaleza que preserven la salud física, mental y moral, de modo que podamos presentar nuestro cuerpo al Señor no como una ofrenda corrompida por los malos hábi­tos, sino como “un sacrificio vivo, santo, agradable a Dios” (Rom. 12:1).

Que nadie que profesa piedad considere con indiferencia la salud del cuerpo, haciéndose la ilusión de que la intemperancia no es pecado ni afectará su espiritualidad. Existe una relación estrecha entre la naturaleza física y la moral. Los hábitos físi­cos elevan o rebajan la norma de la virtud. El consumo excesi­vo de los mejores alimentos producirá una condición mórbida de los sentimientos morales. Y si esos alimentos no son de los más saludables, los efectos son todavía más perjudiciales. Cualquier hábito que no promueva la salud del cuerpo huma­no, degrada las facultades elevadas y nobles del individuo. Los hábitos equivocados de comer y beber conducen a errores de pensamiento y acción. La complacencia de los apetitos forta­lece los instintos animales, dándoles la supremacía sobre las facultades mentales y espirituales.

El consejo del apóstol Pedro es: “Amados, yo os ruego como a extranjeros y peregrinos, que os abstengáis de los deseos carnales que batallan contra el alma” (1 Ped. 2:11). Muchos consideran que esta amonestación se refiere sólo a los licenciosos; pero tiene un significado es más extenso. Estas palabras pueden proteger al cristiano contra la gratificación de cada apetito dañino y cada pasión. Es una advertencia muy enérgica contra el uso de estimulantes y narcóticos, tales como té, café, tabaco, alcohol y morfina. La complacencia de estos apetitos bien puede catalogarse entre las prácticas que ejercen una influencia perniciosa sobre el carácter moral del individuo. Mientras más temprano se formen estos hábitos perjudiciales, más firmemente esclavizarán a sus víctimas en el vicio, y más seguramente les harán rebajar las normas de la espiritualidad.

Las enseñanzas bíblicas causarán sólo una impresión dé­bil en aquellos cuyas facultades se hallen entorpecidas por la indulgencia del apetito. Hay miles que prefieren sacrificar no sólo la salud sino la vida misma, y aun su esperanza de alcan­zar el cielo, antes que declarar la guerra contra sus apetitos pervertidos. Una dama, que por muchos años pretendía estar santificada, dijo que si tuviera que escoger entre su pipa y el cielo diría: “Adiós cielo; no puedo vencer la afición que le tengo a mi pipa”. Este ídolo estaba entronizado de tal manera en su alma que dejaba un lugar secundario a Jesús. ¡Sin embargo esta dama pretendía pertenecer totalmente al Señor!

Los que son verdaderamente santificados, no importa dón­de se encuentren, mantendrán altas normas de moralidad al practicar hábitos físicos correctos y, como Daniel, constitui­rán un ejemplo de temperancia y autocontrol para los demás. Todo apetito depravado se convierte en una pasión descon­trolada. Toda acción contraria a las leyes de la naturaleza crea en el alma una condición enfermiza. La complacencia de los apetitos causa problemas digestivos, entorpece el fun­cionamiento del hígado y anubla el cerebro; de este modo se pervierte el temperamento y el espíritu del hombre. Y estas facultades debilitadas se ofrecen a Dios, quien rehusó aceptar las víctimas para el sacrificio a menos que fueran sin tacha. Tenemos la obligación de mantener nuestros apetitos y hábi­tos de vida en conformidad con las leyes de la naturaleza. Si los cuerpos que se ofrecen hoy sobre el altar de Cristo fueran examinados con el mismo cuidado con que se examinaban los sacrificios judíos, ¿quién sería aceptado con nuestros há­bitos de vida actuales?

Con cuánto cuidado deberían los cristianos controlar sus hábitos con el fin de preservar todo el vigor de cada facultad para dedicarla al servicio de Cristo. Si queremos ser santificados en alma, cuerpo y espíritu, debemos vivir en conformidad con la ley divina. El corazón no puede mantenerse consagrado a Dios mientras se complacen los apetitos y las pasiones en detrimento de la salud y la vida misma...

Las amonestaciones inspiradas del apóstol Pablo con­tra la complacencia propia continúan siendo válidas hasta nuestros tiempos. Para animarnos nos habla de la libertad que disfrutan los verdaderamente santificados. “Ninguna condenación hay para los que están en Cristo Jesús, los que no andan conforme a la carne, sino conforme al Espíritu” (Rom. 8:1). A los gálatas los exhorta: “Andad en el Espíritu, y no satisfagáis los deseos de la carne. Porque el deseo de la carne es contra el Espíritu, y el del Espíritu es contra la carne” (Gál. 5:16, 17). Además indica algunas formas de pasiones carnales, tales como la idolatría y la borrache­ra. Después de mencionar los frutos del Espíritu, entre los cuales se halla la temperancia, añade: “Pero los que son de Cristo han crucificado la carne con sus pasiones y deseos” (vers. 24).

Muchos profesos cristianos asegurarían hoy que Daniel fue demasiado exigente y lo tacharían de estrecho y faná­tico. Consideran de poca monta la cuestión de la comida y la bebida como para requerir una actitud tan decidida y que pudiera involucrar el sacrificio de toda ventaja terrenal. Pero los que razonan de esta manera se darán cuenta en el día del juicio que se habían alejado de los expresos requerimientos divinos y habían establecido su propio juicio como norma de lo bueno y lo malo. Entonces comprenderán que lo que para ellos parecía sin importancia era de suma importancia a los ojos de Dios. Las demandas de Dios deben obedecerse religiosamente. Quienes aceptan y obedecen uno de los pre­ceptos divinos porque les parece conveniente hacerlo, mien­tras ignoran otro porque les parece que su observancia les demandaría un sacrificio, rebajan las normas del bien y con su ejemplo arrastran a otros a considerar con liviandad la sa­grada ley de Dios. Un “Así dice el Señor” debiera ser nuestra norma en todo tiempo.

Abandonando las carnes

El pueblo que se está preparando para ser santo, puro y refinado, y ser introducido en la compañía de los ángeles celestiales, ¿habrá de continuar quitando la vida de los seres creados por Dios para sustentarse con su carne y considerar­la como un lujo? Por lo que el Señor me ha mostrado, habrá que cambiar este orden de cosas, y el pueblo de Dios ejerce­rá temperancia en todas las cosas...

El peligro de contraer una enfermedad aumenta diez veces al comer carne. Las facultades intelectuales, morales y físicas quedan perjudicadas por el consumo habitual de carne. El co­mer carne trastorna el organismo, anubla el intelecto y embota las sensibilidades morales... La conducta más segura para us­tedes consiste en dejar la carne.–Testimonios para la iglesia, t. 2, págs. 58, 59 (1868).

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