Kitabı oku: «Un ángel y un nazi», sayfa 2

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III

Había pasado una eternidad. ¿Cómo estaría? ¿Mantendría su buen aspecto? ¿Sería feliz o le habrían consumido los años? Desde que abandoné la Tierra no hice otra cosa que intentar olvidarle: ahora que iba a reencontrármelo estaba excitado, nervioso, poseído por una curiosidad morbosa y malvada. «Por fin, ya te toca. Aquí estoy; verás qué sorpresa te va a dar la Gran Dama…» y reí para mis adentros. Absorto por completo en mis pensamientos, cuando quise darme cuenta me hallaba en su habitación.

Su cama de matrimonio estaba cubierta por un edredón floreado pasado de moda y las mesillas de noche con dos lámparas de biblioteca verde oscuro a juego, muy austeras y británicas, bien podían haber sido compradas en el mercadillo londinense de Portobello; apenas alumbraban, por cierto. Un gran bote de viagra y múltiples fotografías familiares dispuestas en una estantería justo a la derecha del cabecero de la cama. Pero de Benedetto nada. Jamás en vida me había desorientado y una vez muerto menos todavía: «Será una broma; ya decía yo que esto me daba mala espina». Entonces, escuché unas risas en la habitación contigua:

—Te amo —decía ella.

—Sí, claro, por supuesto que le amas —ironicé yo al entrar y contemplar su despampanante aspecto.

—Yo a ti te a-do-ro —replicaba él para limpiar su conciencia y sin ningún entusiasmo.

Parecía bebido por la dificultad con la que hablaba y la torpeza con la que se movía. Sentado al borde de la cama, iba desvistiendo desmañadamente a la joven despampanante: primero, el sujetador; después, el resto de la mínima y delicada ropa interior: braguitas, medias, liguero y un pequeño etcétera que iba colocando como podía a los pies del lecho. Pasados unos minutos, corrió hacia su habitación para tragar de manera imperiosa dos formidables pastillas azules; esperó largo rato a que hicieran efecto y, al ver que su Lázaro no se levantaba, reculó hasta el salón y, con un sorbo de güisqui, engulló una tercera. ¡Qué barbaridad! Le observé cohibido; pero ¿por qué tenía yo que presenciar semejantes cosas?

Ahora sí, ardiente de deseo se aproximó hasta la chica y sin prolegómenos ni preámbulos la penetró bruscamente; nada de caricias ni de calentamiento previo, así, a saco, como si se tratase de una mujer de trapo. Ella debía de estar sufriendo, pero fingía un infinito placer.

Benedetto estuvo más de media hora galopando y cuando triunfó se bajó de golpe de su yegua. Tras besarla, cayó a su lado, durmiéndose enseguida con la profundidad de un océano. Entre babas del hombre, náuseas de un estómago alcoholizado y manchado por la semilla de aquel despojo humano, la mujer lo miraba de soslayo, tratando de esbozar una sonrisa que justificase la afrenta y regocijase su estado: insatisfecha, sucia y triste de total desamparo. Después de ponerse una por una sus prendas, que descansaban esparcidas por el suelo, trató de despertar a Benedetto. Su luz apagada confirmó para lo que yo había venido: parecía dormido, pero agonizaba.

—¡Bene, Bene, despierta! —le rogaba ella sin que por parte de su partenaire hubiese ninguna respuesta—. ¡Vamos, es tarde, tengo que llamar a un taxi! ¡Por favor, incorpórate, me estás asustando!

Pero Bene no despertaba: continuaba ahí, tumbado con la espalda mojada y el culo apretado; una respiración entrecortada, demasiado lenta y un color cetrino que evidenciaba su muerte inminente. La angustia se fue apoderando de la joven. A punto estaba ya de marcharse y dejar tirado al viejo (¡qué carajo!) cuando su corazón aún demasiado sensible le obligó a descolgar el teléfono para pedir auxilio. Su voz sonó entrecortada mientras daba la dirección de la casa a la mujer que impertérrita la atendía al otro lado de la línea: le pidieron que no se marchase y les diese sus datos. Sin recelar ni un instante, le cantó uno por uno los números y la letra de su carné de identidad. Al colgar el teléfono se dio cuenta de que estaba perdida: se había descubierto ella sola, tendría que esperar a la policía.

De repente, Benedetto se puso morado. Pronto iba a dejar de respirar, así de sencillo, sin más… y yo escuchando lo que estaba pasando por su mente en los últimos momentos.

La Gran Dama aterrizó a su lado mirándole insolente, retadora: la más cruel e inteligente de las mujeres adoptaba para él un aspecto desafiante. Vestía de negro otra vez, pero con una falda muy corta y unas trenzas largas de cabello blanco hasta el suelo. Sus uñas arañaron la cabeza de Benedetto y este emitió un grito salvaje.

—Bésame, tonto.

Y él, incapaz de decirle que no a una mujer, le plantó un beso en la boca y no de amor precisamente: la Muerte inhaló su alma y lo dejó seco. Apartó su cuerpo de un puntapié y le aseguró que había tenido mucha suerte.

Al otro lado de la cama, Benedetto trataba de digerir cómo un martes de agosto, cuando su mujer e hijos estaban veraneando en la Costa Azul, a él le había visitado la Muerte sin previo aviso.

—¿De verdad estoy muerto? ¿Se van a ir al garete tantos años de trabajo y clientes logrados? —Y resbaló su silueta fantasmal por el suelo para acurrucarse en una esquina de la estancia, convencido acaso de que era un lugar seguro, que nadie le arrancaría de esa esquina a la que se había trasladado con el miedo como único compañero, un miedo que le paralizaba—. Si me quedo aquí no me pasará nada.

Pero le pasaba. Era mi momento: al escuchar su expiración grité con fuerza.

—¡Benedetto, Benedetto! ¡Vamos, aún estás a tiempo! Dios te aguarda: ¡arrepiéntete de lo hecho y de lo olvidado! Acuérdate de aquellos a los que tanto daño has causado, así de como los que te querían y a los que no has ayudado…

Su espíritu continuó aferrándose a la vida. Haciendo caso omiso de mi recomendación, no emitió el menor gemido, siquiera un simple gesto de súplica, de perdón; muy al contrario, pues su alma fantasmal arrecía como nieve en invierno. Nada presagiaba que fuese a cambiar de opinión. Yo no sabía muy bien qué hacer; quizá antes de subirlo pudiera lograr algo. Tendría que ser rápido porque mucho después sería tan difícil como detener las olas del mar. Estaba claro que esa noche, supuse que como tantas otras, se sobrepasó con la viagra y su corazón reventó.

Su alma peregrina se escondió bajo las sábanas:

—¡Eh, vamos, sal de ahí y no finjas que no me has visto! ¡Déjate de chorradas, esto no es una broma caída del cielo! Soy yo, tu ángel, y he venido para llevarte.

Me esquivó la mirada y echó un vistazo a su alrededor. Estaba tan alucinado de verme que trató de hablar con su amante e incluso de volver a meterse en la cama. Deambuló por la habitación —me estaba sacando de quicio— y tras un rato por fin se quedó quieto, accediendo a clavar sus ojos en mí. No le reproché su cara de asombro, pero sí sus habituales malos modos y el que no pareciese tan aterrorizado como el resto de los mortales a quienes yo había acudido a buscar anteriormente.

—¿A llevarme? ¿Adónde si puede saberse? —preguntó estupefacto.

—¡Pues al Otro Mundo o al Mas Allá, al Cielo, al Reino Celestial, llámalo como quieras! —contesté airado.

—¡A mí de aquí no me mueve ni Dios! —gritó encaramándose al cuerpo de la chica que lloraba desconsoladamente junto a él.

—¡Bene, Bene, por el amor divino, despierta! ¿Qué voy a decir si me encuentran contigo aquí? ¡Vamos, di algo! —suplicaba al cadáver la mujer, hermosa y rubia como la cerveza.

La imagen era patética: un viejo fallecido junto a una chica preciosa, joven y encima bondadosa. Me costó más de media hora convencerle de que estaba muerto y debía de acompañarme, y no lo habría logrado de no ser por el ruido ensordecedor de las sirenas y de las pisadas arrebatadas de los camilleros corriendo sin aliento arriba y abajo a través del espléndido jardín, aterrizando con la respiración entrecortada en el dormitorio principal donde se encontraba Benedetto.

Una descarga de desfibrilador tras otra en un intento de evitar la arritmia cardíaca letal. Se tomaban muy en serio su trabajo, de eso no cabía la menor duda; pero ya era inútil: llevaba más de media hora muerto. Yo no podía hacer ni decir nada: los ángeles tenemos terminantemente prohibido hablar con los vivos.

Benedetto, con el semblante níveo, me miró con odio. Continuaba aferrándose obsesivamente a la vida como la lapa a la roca, como el cuello del ahorcado a la soga que lo ahoga. Ahora sí había abandonado su cuerpo, pero no su actitud teatral de prepotencia. No pude evitar apiadarme: su espíritu plomizo, su corazón destruido por el infarto, su semblante descompuesto y sus ojos inertes en blanco. Me dio lástima y eso que tenía el atrevimiento de mirarme fijamente con esa cara tan típica del recién fallecido esperando el día, ese día inmenso que esperan los muertos.

Así fue grosso modo como me reencontré con Benedetto, el hombre más engreído e influyente, el mejor y más renombrado publicista de todos los tiempos, que ahora postrado ante mí era incapaz de mostrar respeto. Al principio no me reconoció, lógico; además, mi presencia le incomodaba: para él yo era una cita catastrófica, mas muy a su pesar debía dejarse llevar por su propia ausencia para adentrase conmigo en un mundo distinto. Nada evitaría ya lo inevitable y yo tiraría de su alma hasta lo eterno, explicándole en el trayecto cuáles serían sus ineludibles prioridades en la otra dimensión.

Continué hablándole sin éxito: un hombre acostumbrado siempre a hacer lo que le venía en gana sería un hueso duro de roer, de eso no me cabía la menor duda. Qué expresivo cuando le comuniqué oficialmente su fallecimiento; no era cosa de risa, pero hasta disfruté un poquito.

—¡Dios de la Madre! ¡Joder! Pero ¿usted sabe ángel, o lo que sea, la cantidad de cosas que aún me quedan por hacer? —me increpó alzando los brazos—. ¿Tiene usted idea de quién soy yo, pedazo de inútil? —gruñó entre dientes.

Hice de tripas corazón y obvié por un momento el odio que le profesaba, lo asquerosamente estúpido que era, e hice el enorme esfuerzo, porque de él dependía ahora mi ascenso, de mantener mi profesionalidad intachable. Era espeluznante que ese tío pudiese putearme incluso después de muerto.

—Sí, claro. —Proseguí con mi papel de ángel bueno—. Vuelvo a decirle que la Muerte es algo inaplazable, por eso estoy yo aquí. —Le iluminé con educación, hablándole en todo momento de usted—. El Otro Mundo puede parecer un lugar grotesco solo para el que no sea capaz de mirar a los demás con el corazón abierto. El amor supera todas las barreras, atraviesa planetas y universos, se eleva y se transforma; aunque es incapaz de posarse, de quedarse quieto en las almas que nunca en vida han sentido afecto. ¿Cómo el alma puede ahora reconvertirse? —continué explicándole, tratando de no perder los nervios, aun a sabiendas de que le importaba tres puñetas lo que le estaba diciendo.

—¡Basta, por favor! —me chilló dejándome fuera de juego—. Le haré una contraoferta. Déjese ya de palabras bonitas que de esas sé mucho. Le repito que tengo mucho que hacer, ¿no le he dicho que la semana que viene tenemos una importantísima presentación de agencia?

—¿Tenemos? —dije sin poder evitar la crueldad de una risotada—. Una vez más le aseguro que usted lo único que presentará de ahora en adelante serán sus respetos ante el Altísimo.

Benedetto continuaba erre que erre. Era una persona imposible, de esas que hablan sin parar, pero que no escuchan, que piensan primero en su trabajo, luego en su trabajo y por último en la mujer, siempre y cuando no sea la suya.

—¡Maldita sea, me está usted cabreando! —porfió en tono amenazador—. Mis amigos me llaman Ben y tiene exactamente cinco minutos para devolverme a mi cuerpo o mis abogados se ocuparán de usted para siempre. ¿Me entiende? —Guiñó al más puro estilo Al Capone—. ¡Dígame con quién tengo que hablar para solucionar esto! ¡Me niego a que haya llegado mi momento!

—Está bien, Ben —le contesté pausadamente alzando las alas en lugar de la voz—. Me temo que se está equivocando; conozco sus métodos, pero sospecho que a partir de ahora sus amenazas no llegarán muy lejos. Siento comunicarle de nuevo su fallecimiento. El día se ha ido, no ha podido despedirse… Su color ya es gris de invierno triste. Está usted solo; bueno, con mi compañía. ¡Aún tiene tiempo de arrepentirse de sus fechorías! ¡Hágalo de una vez y vámonos ya, hombre de Dios! —Ahí en mi prisa y mal humor es cuando rompí mi bendición. El hombre se revolvió como mariposa en viento huracanado y se acercó a mí con la mano abierta, dispuesto a partirme la boca—. ¡Lo que me faltaba! —No pude más y le paré el golpe con una patada. Él la esquivó hábilmente: parecía que hubiese recibido en su vida más de una—. ¡Joder! ¡Esto no va bien! ¡La he cagado!

No pude evitar dejarme caer al suelo sollozando. El gran hombre me incorporó sorprendido.

—¿Los ángeles sois todos gais? —me preguntó con el desprecio propio de un imbécil y el alma impía de un auténtico degenerado.

—Claro, ¿cómo sino habría podido venir volando? ¡Pues por la pluma que tengo! —manifesté con ironía y le eché a un lado, dispuesto a que viera en primer plano lo que a su antigua vida le estaba sucediendo.

Llegados a este punto de nuestra agradable conversación, mi querido fallecido se había quedado trastornado y callado durante largo rato observando su antigua morada. La estancia se llenó de policías: a la mujer la cachearon a destajo, deteniéndose en sus pechos, pezones y nalgas; así eran algunos empleados públicos. Más tarde, llegaron los refuerzos que acordonaron la zona y se la llevaron esposada. Era sospechosa de asesinato, intencionado o no, porque una prostituta siempre lo es de casi cualquier cosa. El forense acudió apresuradamente a examinar el cuerpo de Benedetto y no le hizo falta mucho para confirmar el infarto y dar por concluida su tarea, firmando el acta de fallecimiento. «Estaría cansado —observé condescendiente—; al fin y al cabo, son cerca de las cuatro y media de la mañana».

Una mano anónima cubrió el cuerpo con una sábana y los camilleros que hacía tan solo tres cuartos de hora habían tratado de reanimarle, llamaron entre risas al tanatorio central para que vinieran a buscarle. Efímeras emociones, efímera vida… ¿Acaso no imaginaban que en más o menos años también ellos pasarían de la risa al llanto?

IV

Al velatorio acudió su hija pequeña, Patricia, envuelta en sollozos, recién llegada de la universidad de la mano de José, el chófer de Benedetto durante los últimos tres años, y de su tía Emma, hermana de su madre. Llevaba una falda corta de cuadros a juego con un jersey de lana de cachemira rosa y unos taconazos absolutamente impropios para un velatorio. Lloraba y moqueaba sobre un pañuelo de Hello Kitty. Eran los únicos en la estancia: su mujer no asistió por motivos obvios y sus otros hijos estaban de viaje fuera del país.

Benedetto reposaba con las manos en cruz sobre su pecho bien ataviado: traje de chaqueta negro, pañuelo rojo en la solapa y camisa blanca como su semblante. Tendida a sus pies, una corona de flores con un slogan: «Fuiste grande, tu agencia no te olvida. B. M. D. P. J. C. E & D.». Cuatro velones iluminaban el féretro de quien fue un hombre y ahora parecía el conde Drácula.

Al dar las ocho de la tarde, el chófer se llevó a Patricia y a la tía Emma de vuelta a casa, dejándole solo. Él observó la escena sin hacer alusión alguna a su nueva situación, como si el hecho de haberse muerto no le resultase ya sorprendente.

—Si hubieras vivido las cosas que yo no esperarías que me desmoronase, Gabriel. Porque eso deseas, ¿verdad?

Yo no le contesté y le transporté a su funeral directamente. A la iglesia del Pilar acudieron desde esos que solo asisten a entierros y bodas hasta todo el mundillo publicitario procedente de las agencias más exitosas del país. Procesionaron directores de arte, redactores, directores creativos, productores, responsables de producción gráfica, de los Departamentos de Cuentas y hasta de Administración, todos con un postureo tremendo: para ser vistos e intercambiar tarjetas de visita. Las conversaciones giraban en torno a los anuncios ganadores de los últimos premios EFI, cómo avanzaban las campañas del verano y si llegarían a tiempo para los rodajes de septiembre, porque por culpa de las vacaciones al final siempre iban «con el culo pegado». Ningún cliente asistió a la misa solemne; ni uno solo de los presentes rezó con cariño por el alma del difunto. En general, parecían todos más de fiesta que de luto.

Bene dio un respingo y se secó una lágrima disimuladamente. Patricia se sentaba en primera fila entre sus hermanos y su tía, y recibía los pésames pañuelo en mano, llorando desconsoladamente.

—Me hubiese gustado mantener con ella una última conversación, de esas que se prolongan hasta el amanecer —dijo de pronto Benedetto.

Por lo demás, la falta de respeto y afecto de sus congéneres no pareció contrariarle. Se mantenía calmado, como si supiera lo ególatras, egoístas y falsos que habían sido siempre. Decidí no dilatarme en el tiempo y cumplir con mi propósito:

—¿Se arrepiente de algo en su vida o no? —pregunté airado y deseando terminar de una vez con el asunto.

Pero nada, me miró como si fuese una cucaracha aplastada. Tal y como había previsto, Benedetto se estaba convirtiendo en una de mis peores pesadillas, sacando lo peor de mí, muy lejos de ser un ángel bendito. ¿Ascenso? ¡Ja! Ni él iba a arrepentirse ni yo iba a conseguir más que el peor disgusto de mi existencia. Le di un tirón del alma del cuerpo celestial con tal vigorosidad que, rompiendo la barrera del sonido, recorrimos la distancia de la Tierra al Otro Mundo en segundos escasos. Atravesé las nubes impulsado por mis alas y mi mala leche, resultando un trayecto más movido que el Viaje al centro de la Tierra de Julio Verne. Conseguí aplacarlo: hizo el viaje callado, increíblemente en silencio; solo se escuchaba su respiración agitada y el bamboleo de los pies que batía con energía a falta de unas buenas alas como las mías. Me preocupaba cómo sería su incorporación al Otro Mundo, si lo aceptaría o si, como me temía, aullaría pidiendo su vuelta al trabajo.

La torre de control de las ánimas nos dio permiso para tomar tierra en la pista catorce y así lo hicimos. El tráfico de almas era muy intenso en esas fechas. Tras el aterrizaje, tuvimos que esperar más de una hora en el hangar para que me pusieran las alas a punto. Era un paso ineludible, le expliqué una y mil veces a Ben.

—¡No nos iremos y punto! Si no fuera por la exigente normativa aérea celestial en este otro mundo se habrían producido multitud de accidentes.

—Pero ¿qué pasa, que en esta especie de aeropuerto aún no han entrado en Chapter Eleven?

—¡Por supuesto que no! —le respondí airado—. Aquí las cosas funcionan a la perfección. Para Dios no hay suspensión de pagos.

Benedetto se mostró entusiasmado por lo que calificó como magnífica gestión. Analizó exhaustivamente el lugar, examinó a fondo los hangares, a los ángeles allí presentes y hasta echó un vistazo rápido a la multitud de almas errantes que pasaban por su lado; se fijó también en las pistas de aterrizaje y los edificios situados al fondo, incluso me rogó que le enseñase los bares y entramos en un cuarto de baño. Al ver mi rostro etéreo reflejado en el espejo de pronto exclamó:

—¿Eres tú? ¡Hijo de tu madre! ¡Si pareces otro! No sé qué es, pero hay algo en ti que me resulta tan familiar como desconcertante. —Se quedó parado mirándome ensimismado, tratando de descifrar mi aspecto como lo haría un ciego con sus manos—. Esos ojos negros me parecen aún más negros hoy y tu escasísimo pelo de entonces es ahora una mata de pelo negro suavemente ondulado y brillante, con un resplandor azulado en absoluto injustificado. Y-y… —continuó tartamudeando y señalando con el dedo la figura del espejo—. ¡No eres tú, pero sí lo eres! ¡Tú te has hecho algo, pero no lo admitirás! ¿Verdad, Gabriel? Maldita sea, también yo debí de hacerme la cirugía estética: tendría un aspecto envidiable, como el tuyo, con tez de porcelana, cuello y alas de cisne, cuerpo delicado, estilizado…

—Anda, Benedetto, déjate de tonterías; estás perdiendo el juicio. Tan solo tenías que mirarme con el corazón, te lo venía diciendo por el camino. Claro que soy yo, Gabriel, aquel que fue consejero delegado en tu agencia y puteaste hasta la saciedad. Ya ves… —Mi condición de ángel me hizo callar de inmediato.

—¡Bobadas, bobadas! —contestó sin perder ni un detalle de lo que ante sus ojos se le presentaba—. Si casi no hemos tenido trato, no vas a ponerte en plan rencoroso. Sería indigno de un ángel, ¿no?

Esperaba oír de mí algo agradable que calmase su ansiedad, pero mantuve la boca cerrada, aguantando, para que no brotase el odio que me seguía inspirando. Le pedí que me siguiese y nos dirigimos hacia los almacenes. Mientras caminábamos yo pensaba: «Increíble, este tío pretende que lo olvide todo. Mi Dios me está probando, está claro. Agua pasada, déjalo estar», me repetía una y otra vez para no cagarla.

—Te lo insinué antes —prosiguió insolente—; llegaremos pronto a un acuerdo, ya verás, Gabriel. No serás el primero a quién convenza, ¿no crees? —observó con malicia.

Sería casi imposible conseguir hacer carrera de él, pero como rescatador de almas mi deber era intentarlo. Se me había encomendado que el hombre se convirtiese en alguien importante, así que respiré profundamente y recordé las palabras del ángel de quien en su día vino a buscarme: «Arrancarás de tu mente toda la maldad que urdiera en tu corazón, no permitirás que el daño que te causen haga de ti una persona peor. Concéntrate: siempre es mejor soñar que sufrir».

Pronto entendí el motivo de la desdicha que aquel hombre me producía: me estaba arrebatando la bondad alcanzada tras durísimos años de trabajo. Había pasado por las dependencias del Infierno y salí gracias a mi ángel; él logró que limpiase mi corazón. Pero y ahora ¿qué demonios me estaba pasando? Sorteado el mal momento le sonreí, despojándome del orgullo. Acaricié su cabeza y le susurré al oído que se tranquilizase, que todo iba a ir bien. Benedetto fue perdiendo los nervios: su endemoniada compostura y esa rigidez de espalda tan suya dejó paso a una laxitud casi fantasmal. Transformado en un espíritu absoluto, dentro de un tiempo ya no sería ni la sombra de quien fue o al menos eso creí yo.

A continuación, hice una llamada requiriendo la presencia de mi coro de querubines para que le cantaran «las cuarenta». Le dejé en la puerta del área de tránsitos. A partir de ahí yo debía desaparecer hasta nuevo aviso y eran los ángeles negros quienes se encargarían del muerto; dependía del día que tuvieran y sobre todo de la actitud del difunto el que pasase más o menos añitos en las dependencias del Infierno. Por suerte para Benedetto, eso a él no le pasaría, por algo era mi protegido; pero yo quise que le dieran un escarmiento. Le dejé sentado en una silla confortable y me escondí en una esquina para ver qué pasaba. El gran Bene estuvo esperando tanto rato que se le venció la cabeza y comenzó a roncar; estaba agotado y dormía profundamente sin imaginar a lo que estaba a punto de enfrentarse. Su vida en la Tierra había terminado, sin embargo, el universo entero le requería. Le llegaba el turno de que le hiciesen ver de una vez por todas lo mucho que le quedaba por hacer. Ni en sus peores pesadillas lo había vislumbrado: emprendería el camino hacia la perfección con su alma bajo el brazo y no precisamente para descansar. Será por eso por lo que en las tumbas se escribe R. I. P.; puede que algún visionario descubriera que el futuro de las almas es agotador.

—Eh, tú, desgraciado, ¡despabílate! ¿A qué vienen esos ronquidos? ¿No sabes lo mal que lo pasan los que se duermen aquí? —Dos ángeles negros se habían posado junto a él y le amenazaron.

Para intimidarle, habían enviado a dos de los ángeles negros más espantosos, la altanería en estado puro. Me quedé muy cerca y les advertí que evitaría que trataran de llevárselo, que tan solo quería que le dieran un susto.

Estaba perdiendo la seguridad en sí mismo: cabizbajo, se le veía triste. Tardó mucho en atreverse a echar una ojeada a los ángeles negros. Los observó sin decir una palabra: eran reales, aunque pareciesen salidos de una película de Tarantino. Sus caras a simple vista se asemejaban a las humanas, pero al mirarles detenidamente el corazón se erizaba por completo. Sus ojos color hielo fundían el espíritu con el calor propio de un horno crematorio… De pelo negro rapado y tez grisácea, uñas largas y lenguas blasfemas. Aún más terrible en ellos: tenían la capacidad de transformar el aspecto etéreo nuestro en cuerpo humano verdadero, tan real como el de la Tierra, pudiéndonos destruir para siempre; pero yo, como ángel experto, no permitiría que eso le sucediese nunca a mi protegido.

—¡Aquí quieto y callado! A ver ti te vas enterando de qué va esto. ¿No eras tan listo? ¿No fuiste presidente de una compañía de publicidad muy importante? —le acuciaban los ángeles negros.

No le quedó otra que escucharlos con atención. Trató de mantener su aplomo y se atrevió a incorporarse e intentar hablar con ellos…

—¿Es que se te ha secado el cerebro? —le preguntó el otro ángel negro y al ver que se levantaba sin permiso le desplomó en la silla de una bofetada.

—Te ha traído tu ángel, ¿verdad? Pues si te creías afortunado en vida, te informo que ahora tu suerte se ha vuelto radioactiva…

¡Pobre Benedetto! Dios le había creado tan difícil e inquieto que habría tenido cuerda para cien vidas. Todo apuntaba a que a Bene le iban a hacer pasar un muy mal rato antes de llevárselo y cada vez se arremolinaban más demonios a su alrededor para intentar arrebatármelo. Algunos habían adoptado el cuerpo de mujer hermosa. Debía estar alerta, en breve asistiría a la presentación de las almas errantes sobre las que los jueces aún no habían dictaminado veredicto y desconocían cuantos años más penarían en el Departamento del Infierno. Me alejé prudentemente, contemplando como sus ojos me buscaban entre la caravana de espíritus desalmados que avanzaba hacia él. Uno tras otro en fila perfecta de a uno le vomitarían sus desgarradoras historias a la cara; almas de hombres y mujeres procedentes de todos los lugares y de épocas se le aproximaban lentamente, seres cuyo corazón se había helado y ni el calor más intenso podría descongelar, cuya miserable existencia les recordaba eternamente lo peor de sí mismos. Provenían de las sombras, de la penumbra sórdida, habían cruzado el río de la Muerte para llegar al lado iluminado donde nos encontrábamos con la esperanza de apelar al tribunal para que les perdonase. Resultaba extraordinario que los demonios les hubieran dejado salir de la oscuridad, pero sabían que la mayoría de las almas serían incapaces de arrepentirse y permanecerían en las sombras por siempre jamás.

Apesadumbrado, bajé la cabeza; estaba siendo demasiado pesimista. El nerviosismo me impulsó a mover las alas con desesperación y cada vez que lo hacía iluminaba el firmamento. Eché a volar muy alto, confiando de todo corazón en que Bene se ablandar: «Ojalá que tanto dolor le doblegue…». Giré entre las nubes y respiré hondo para llenar de esperanza mis angelicales pulmones; di una y mil vueltas para tratar de consolarme en un baile infinito y desasosegado. Volé hasta donde las alas alcanzaron, preguntándome con rabia por qué hay gente que aún sigue sin creer en los ángeles. ¿No somos reales porque nunca nos han visto? Pues existimos, vaya si lo hacemos. ¡Estúpidos humanos!

—Mejor será bajar, este baile no me está relajando nada… —Me posé suavemente, atusándome la túnica de lino blanco y pensé en la suerte que había tenido Benedetto, quien ni siquiera iba a pasar por el Departamento del Infierno y me tendría como acompañante en todo momento. A mí, un ángel entre ángeles, un ser extraordinario que había rescatado almas excepcionales de todos los tiempos: brujas, filósofos, generales…; todos me habían reverenciado. Yo, Gabriel, a quien en este Otro Mundo se me rendía pleitesía, ahora me veía obligado a cargar con el miserable—. ¡Qué injusticia! —mascullé indignado. Me recompuse mirando las nubes que el cielo proponía. Hacía frío y comenzó a llover: se tornó gris, como mi ánimo—. Será esta llovizna, que me deprime… Yo también pasé por esto, rodeado de terribles presencias y de devastadoras ausencias, y cargué con mi pecado con valentía, enfrentándome a mis bajezas, a mi hiel; pero ahora no es el momento de recordarlo. De ningún modo quiero hacerlo.

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381 s. 3 illüstrasyon
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9788417845834
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