Kitabı oku: «Un ángel y un nazi», sayfa 5

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—¡Qué dolor! ¡Para, por favor! —Me introduje un dedo dentro del oído izquierdo y al sacarlo observé que un líquido negro salía del orificio: no era sangre, sino una sustancia pringosa y de olor repugnante—. ¿Eres tú, Bene? ¿Estás endemoniado y has venido a torturarme? —Pero seguía sin contestar nadie. El sonido y el dolor cesaron, y alcé la voz para amenazar al que yo pensaba era el cabronazo de mi elegido—. ¡Tú, fantasma endiablado! ¡No conseguirás volverme loco! ¡Si me despiertas con el único propósito de acojonarme, acabaré contigo! ¿Te enteras?

Apoyé los codos en el lavabo, bajé la cabeza e inspiré profundamente. Conté hasta diez: uno, dos, tres… y respiré hondo. Sentí el peso de mis alas. ¡Milagro! Volvía a ser un ángel. Salí del baño enardecido, furioso: si hubiese tenido una pistola en la mano, habría disparado en todas direcciones al aseo.

Juré no volver a dormirme bajo ningún concepto; esta vez me encontraría despierto. No estaba dispuesto a ser un proscrito por siempre y vagabundear por el aeropuerto con el alma encogida y las alas plegadas; así que esa tarde a última hora hice acopio de un litro de café en el bar y me marché a la sala de las Almas Perdidas. Allí, escondido tras las cortinas para que nadie me molestase, fui tomando despacio, a sorbitos, mi tanque de torrefacto. A medida que las almas iban llegando se sentaban a conversar entre ellas: que si qué tal el día, cómo veían el ritmo de entradas y salidas del aeropuerto, si hoy había ocurrido algún retraso, y un sinfín de temas tan nimios que me estaban provocando un sueño terrible. Ya era bastante tarde y nada malo había sucedido. A pesar del café, estaba tranquilo, relajado y contento, feliz de haber conseguido mantenerme despierto. Sin embargo, serían cerca de las once y media cuando me quedé traspuesto.

Cuando en el reloj central dieron justo las doce de la noche, la Cenicienta maldita me arrebató del sueño gritando mi nombre:

—¡Gabrieeel! —Era increíble…—. Gabriel, ¿estás ahí? —Un viento levantó la cortina dejándome expuesto.

—¡Que sí, leche! Pero ¡no me toques!

Me incorporé dando voces, importándome tres puñetas despertar al resto de almas o al Cielo entero. Allí parado, esperé a que por fin pasara algo: la voz se diluyó de nuevo, sin dejar el menor rastro. Era indudablemente Bene, pero su espectro no se manifestaba. La verdad es que no entendía nada.

—¿A qué has venido si puede saberse? ¡La próxima vez te agarraré de tus cojones infernales y te traeré de vuelta! —aullé desesperado.

Si las cosas continuaban así, más pronto que tarde me vería despojado de mis alas, ¡como Lucifer! Decidí dejar de existir en modo sustantivo y pasar a la acción: consultaría con una de las almas errantes; probablemente ellas, que cruzaban incesantemente el río de la Muerte, le hubiesen visto por allí o podrían investigar por mí.

Alcancé el río después de varios días atravesando a pie las inmensas llanuras del Cielo. El viaje se me hizo eterno: no recordaba lo lejos que estaba ni las dificultades que suponía ser un ciudadano de a pie. Como ángel, siempre había disfrutado de mis alas; pero ahora, como proscrito, prefería no utilizarlas para no llamar la atención de los ángeles negros. Me senté en el suelo a contemplar la multitud increíble de espectros que pasaban frente a mí: no eran muchos los que se quedaban a descansar junto al río, sino que la mayoría tenían prisa en llegar hasta los tribunales en busca de una segunda oportunidad. Aunque yo sabía bien que gran parte de semejante migración no conseguiría sus objetivos, los miraba condescendientemente, deseando de verdad que los lograsen. De entre todos me fijé en uno de ellos, un chico cabizbajo que parecía tranquilo. Cargaba un hatillo de tela a la espalda del que sobresalían bultos que al andar hacían un ruido hueco como de cascos de caballo.

—Perdona —le pregunté—, ¿has visto a un hombre de unos sesenta y cinco años? —Le describí a Bene, pero me escuchó como el que oye llover.

—Sí, le entiendo. Verá, envenené poco a poco a mi padre para no levantar sospechas —respondió por peteneras—. Después, quise deshacerme del cadáver, así que dejé a los perros cuatro días sin comer. ¡Fue increíble! Cuando al fin se quedó tieso, lo troceé y se lo eché de comer a mis rottweiler, los cuales le devoraron en cinco minutos. No quedaron ni los huesos… No crea en su mala fama, son buenos perros, muy obedientes. —¿De qué modo podría ayudarme este enfermo mental? ¡Un puto parricida!

Cuatro o cinco días después, en una tarde lluviosa tuve claro que si seguía mucho más tiempo junto a las almas errantes acabaría igual de trastornado. Reflexioné acerca de mi pasado y comprendí que no era bueno forzar las cosas.

Regresé al aeropuerto. Caminé largas noches sin sosiego y recorrí el área de tránsito de arriba abajo en busca del alma perdida, aterrorizado por que la voz volviese y aún más que no lo hiciese y perder el espectro de Bene para siempre. Me sentía derrotado y las fuerzas comenzaban a fallarme hasta que un buen día me armé de valor y me acerqué a los juzgados. Posiblemente en el Consejo General pudiesen facilitarme alguna explicación a las extrañas voces. Para mi sorpresa, una jueza que dijo ser la más veterana de los juzgados se dignó a recibirme:

—Por favor, siéntese, Gabriel. Tengo poco tiempo, pero estoy dispuesta a hacer todo lo posible para ayudarle. ¿Y bien?

—Esto no es fácil para mí. Ruego un consejo: perdí a un elegido y no le encuentro por ningún lado. Estoy convencido que es su espíritu el que viene cada noche a visitarme, pero no sé con qué objeto… Solo dice mi nombre y se larga. Estoy abatido, no sé qué hacer. No soy capaz de atraparle ni de deshacerme de él, si es que no sé dónde está. ¿Usted lo entiende?

Entonces, abrió un libro enorme de pastas color ocre. A cada página que pasaba, un rayo de luz iluminaba su cara. Había algo en ella: quizá fuera el pelo rubio, sus movimientos suaves, las uñas largas o sus manos finas como de cirujano; no sabía bien dónde, pero creía haberla visto antes; su belleza era indiscutible. Se detuvo en una de las páginas y leyó en voz alta:

—Aquí se anuncia que un día recobrarás las fuerzas para ver en su interior. Entonces, Dios permitirá que se comunique contigo. Aún es pronto, pero está claro que él pone de su parte; de hecho, te habla cada noche, ¿cierto?

—Sí, por desgracia —contesté yo—. ¿Qué puedo hacer?

—Tendrás que demostrarle tu cariño, que le echas de menos, que todo fue un inexcusable error. Muéstrale arrepentimiento o no volverás a disfrutar de él.

—¿Disfrutar de él? ¿De quién me abandonó para seguir al Diablo y acude cada noche a atormentarme? ¿Cómo voy a demostrarle amor alguno?

—Imaginando lo que estará sufriendo y dejando a un lado tu rencor; piensa que Jesús también se sintió abandonado: «Señor, ¿por qué me has abandonado?» ¿Recuerdas sus palabras? Siguió adelante con la labor que Dios le había encomendado.

—Pero yo no soy Jesús: fui un simple publicitario, ahora un alma rescatadora en paro. ¡Un puñetero desgraciado! —Se incorporó y me besó las manos.

—Nada es imposible, ten fe.

De repente, salió de detrás de la mesa y se fue acercando a mí muy despacio, contoneándose descaradamente. «¡Dios, a mí me va a dar algo!». Su cuerpazo se escondía bajo una falda tubo color chocolate ajustada hasta las rodillas y una blusa blanca casi transparente que me quitaron el habla e hipnotizó de inmediato. Y mientras me quedaba mirándola como un pazguato, sus labios sensuales e increíblemente rojos dibujaron las palabras:

—Bésame, tonto.

Y yo creí morir una vez más. Temblé cual panna cotta y me quedé allí inmóvil, paralizado, atrapado en su esencia, en toda ella. Traté de evitarla, pero era muy difícil dejar de mirarla…; sabía bien que no debía hacerlo. Tampoco podía hablar, era lo último que tenía en mente. Se abalanzó sobre mí como una pantera: me cogió con fuerza de ambas manos y me tumbó sobre la mesa. Colocó sus piernas alrededor de mi cintura y se aferró a mi cuerpo, mirándome con sus ojos color plata y una concentración brutal. Mi espectro reaccionó de inmediato a su tacto. Muy a mi pesar, mi alma hasta entonces dormida se preparó para su encuentro. Alarmado, contuve el aliento, respiré hondo y entendí que si no actuaba rápido devoraría mi alma.

—¿Y ahora qué? —preguntó brabucona.

Estaba a su merced, indefenso, como un animal a punto de ser sacrificado. Acercó su cara y respiró agitadamente sobre mí; exhaló sobre mis labios un beso profundo y me habló con voz dulce y suave:

—Me gustas desde que te vi.

—¿Cómo? ¿Te conozco? —le pregunté acojonado y en un acto instintivo de salvación la empujé hacia un lado.

—¿Es que no me amas, Gabriel?

—Pues no creo… Yo qué sé… No me atrevo a decir nada: seguro que tendría terribles consecuencias y de problemas voy sobrado… —«La muy perra no solo me desea, también me ama». La mujer se rio en mi cara, enseñándome sus dientes abarrotados de sarro y de sangre; hasta entonces no supe verdaderamente de quién se trataba—. ¡Maldita seas!

¿Cómo no me había dado cuenta? ¡La diablesa más cabrona de los juzgados! ¡Seré imbécil! ¡Me había engañado miserablemente! La agarré del pelo y sin piedad pegué un tirón y la lancé contra la pared; el estruendo debió de sonar en todas las salas. Sangraba y respiraba con dificultad; del golpazo se le partió en dos la falda y se le deshizo la blusa en mil pedazos. Su interior era asqueroso: parecía hecha a trozos, un cadáver recompuesto a base de pegamento. La dejé en el suelo, gimiendo y llorando.

—¡Vuelve a tu valle de lágrimas! ¡Vete al Infierno!

Y hui despavorido, pues si alguien nos descubría a buen seguro yo saldría mal parado. Salí de la sala tambaleándome y me apoyé en una puerta a recobrar el resuello. Por mis ojos se deslizaron un par de lágrimas y las sequé de un plumazo, terriblemente avergonzado, abatido y convencido de que Dios mas que poniéndome a prueba me ignoraba por completo; sollocé durante largo rato hasta que de puro agotamiento dejé de hacerlo. El alma que pensé podría ayudarme había resultado ser una diabla de mierda. «¿Y ahora qué hago? Señor, ayúdame. No puedo más». Escuché un llanto tras de mí que no era el mío por supuesto: yo hacía rato que había decidido rezar en lugar de llorar. Me di la vuelta y apoyé la oreja. Abrí sin miedo la puerta.

Allí estaba la verdadera jueza: amordazada, atada de pies y manos, despojada de su toga y con un tatuaje pintado en la frente: «Soy jueza y soy imbécil».

—¡Qué mala leche! —Me apresuré a soltarla.

—Gracias a Dios que me has escuchado. Eso significa que hoy estás de suerte, muchacho, aunque yo no tanto.

—Bueno, ¿lo de suerte no lo dirá usted por mí? —Absurdamente no pude evitar sonreír. Tan desesperado estaba que me entró una risa floja incontrolable.

La jueza, ni corta ni perezosa, me plantó un guantazo en toda la cara y no precisamente con su guante de duelo, sino con la mano abierta, de los que escuecen. Por un momento me recordó a mi abuela: ella lo hacía a menudo cuando yo volvía del colegio lleno de barro. Lo odiaba, también a ella por pegarme.

—Toma, ángel, te lo has ganado, ¡por desacato a la autoridad!

—Considero, señora jueza, que su señoría se ha excedido de largo.

Salí de allí sin saber qué hacer hasta que al doblar la esquina me encontré de frente con la Muerte. Parecía triste…

—¿Qué haces aquí? —le pregunté asustado.

—Vengo a ayudarte. Ya sé que no es mi trabajo, me pesará; pero no he podido evitarlo. ¡Das tanta lástima!

—¡Aléjate, tú también mientes! ¡Estoy harto de todas las mujeres! ¡Sois tan tóxicas como adorables! —La miré con cara de carnero degollado: era tan hermosa que no pude evitar quedar de nuevo embelesado. Juró que no mentía.

—Lo conseguirás, ten paciencia; sé por lo que estás pasando. Te lo dijeron un día: arranca el odio de tu corazón.

Me miró con dulzura: sus ojos no mentían. Quizá tuviese razón y si era paciente encontraría una salida. Reflexioné profusamente y decidí arrancar de mí toda ira.

Agradecí sus palabras con un gesto de asentimiento y una enorme sonrisa. No pude dejar de observar cómo se alejaba despidiéndose con la mano, impulsándose hacia la Tierra con sus alas majestuosas; aluciné al descubrir que bajo ellas escondía un corazón grabado. Podría haberme quedado allí mismo, sin inmutarme, paralizado por la cobardía, por el miedo, suplicando a Dios en el silencio; pero decidí acompañarla. No resistiría una noche más esperando a Bene, solo…

La seguí hasta la Tierra: allí era de noche y el lugar dónde aterrizamos lúgubre y tenebroso. Un coche familiar se había empotrado en una curva cerrada contra un camión. En la cuneta, las llamas devoraban ambos vehículos; los bomberos, tras mucho esfuerzo, extrajeron cuatro cuerpos calcinados. Una mujer anciana miraba acongojada a un niño muy pequeño. Él, cariñoso, le decía que no se preocupara.

—Cielo, ¿ves a ese hombre tan guapo? —le dijo al niño mirándome directamente a los ojos—. Dice que pronto vendrán a rescatarnos.

—¡Aléjate, Gabriel! —me suplicó la Muerte—. Los ángeles rescatadores están al caer. Si te encuentran aquí… Mejor no quieras saberlo.

Batí mis alas tratando de no mirar atrás y me alejé viendo cómo bromeaba y besaba dulcemente al niño, que sin soltarse de la mano de quien supuse era su abuela, la recibía con alegría.

—Espera aquí, pronto vendrán a recogerte.

—¿Mis padres?

—No precisamente.

A la anciana la besó con desgana. La miró con desprecio y agarró sus manos, entregándosela a dos diablos que sin mediar palabra se la llevaron tirando de su melena en llamas.

Subí al Otro Mundo a gran velocidad rogando que nadie nos hubiera visto dispuesto a tumbarme de nuevo en una sala a esperar; bueno, a esperarle. Esta vez me sentía fuerte. Benedetto no escaparía fácilmente.

X

—¡Por fin! —exclamé rendido—. Te he estado esperando, así que déjate de jueguecitos. Ni me das miedo ni me importa un bledo lo que a tu alma maldita le pase, pero tengo un último requerimiento del Dios Padre, así que ¡manifiéstate de una vez! ¡Muéstrate para que pueda verte!

—Vengo a advertirte —contestó arrogante—, a rogarte, o mejor, más bien, a exigirte.

—¿Tú a exigirme a mí? ¡Será otra de tus bromas!

—No bromeo… Si quieres conseguir tu puto ascenso, ven a buscarme antes de que sea demasiado tarde. ¿No valías tanto en vida?

—Eso decías —acerté a responderle.

—¡Pues ya estás sacándome de aquí! —gritó cabreado.

Su voz sonaba ronca y lejana, desde un punto móvil e impreciso; y no había nada en ella que me indicase de dónde provenía. Desesperado, miré arriba y abajo, por todos y cada uno de los lados de la sala, tratando de trazar un mapa imaginario que me guiase hasta Bene. Me sentía «como el último mono» en este Otro Mundo tan inabarcable como injusto. Benedetto se estaba convirtiendo en un sueño absurdo, en un teorema trucado. Continuaba allí, dónde estuviera, obstinado, encerrado en su caparazón sin ofrecerme el menor indicio de su paradero.

Durante toda la noche, Bene continuó inaccesible y rehusando mostrarse; el ingrato me rechazaba con la misma intensidad que un moribundo afronta su final. Mi paso por el Área de Tránsitos se estaba dilatando demasiado. Con o sin Bene, en breve debería emprender mi camino de vuelta al Otro Lado. Mi deseo frustrado de ascender me consumía: me impedía comer, dormir o pensar. Este lugar adonde las almas acuden en busca del perdón se estaba convirtiendo para mí en una prisión: andaba de sala en sala, me asomaba al firmamento a formular a las estrellas titilantes preguntas, aun a sabiendas de que no obtendría respuestas hasta que pasados tres días, súbitamente, escuché su voz llamándome de nuevo:

—¡Gabrieeel!

—¿Dónde estás?

—No sé, pero es espeluznante. Es un lugar ingrávido, apagado y oscuro; es como si hubiese caído al vacío desde un avión en pleno vuelo; una película de terror en blanco y negro. Escucho sonidos extraños: lamentos, llantos, gritos feroces. Huele a humo, a cloaca, a muerte y siento en todo momento un frío atroz.

—Benedetto, si sientes dolor sin duda has llegado hasta el Infierno —le aseveré—. Recuerda que cuando los diablos tocan nuestro espectro nos devuelven nuestro cuerpo humano. Pero dime ¿por dónde pasaste antes de llegar ahí?

—No lo sé bien: estoy desorientado.

—¡Esfuérzate, es muy importante!

—Lo último que recuerdo es que crucé el río de la Muerte dispuesto a unirme al Diablo, pero me perdí camino del Infierno. Fui tan estúpido que he quedado congelado en este limbo, en un tiempo indefinido y un espacio inmenso… —Emitió un bufido ensordecedor—. ¡Déjate de adivinanzas y preguntas, y sácame de aquí, mal nacido!

—¡Claro! Tardaré lo mismo que tú en sacarme de la cárcel. ¿Lo recuerdas, Bene querido? —le contesté irónicamente—. Que si no tengo dinero suficiente para la fianza, que los abogados son extraordinariamente caros y ya vendré a verte la semana que viene; y así hasta el día que te esfumaste definitivamente. No volví a verte, pero en la cárcel uno puede llegar a convertirse en el más informado de los hombres —me atreví a recriminarle, envenenando mi corazón de malos recuerdos.

—¡Eres un inútil integral! ¡Nunca has entendido nada, Gabriel!

—Sí, lo comprendí más tarde. —Inspiré procurando de no expulsar por mi boca toda la hiel de corrido—. ¡Cómo te aprovechaste de mi afán de ascender en la compañía para comprar mi silencio! Ya en prisión y delante de tu abogado, a la escasa luz de una bombilla, me hiciste firmar un documento casi a ciegas. En él confesaba mi culpa sin saberlo, escuchando la voz del letrado que me lo iba leyendo, tergiversando, utilizando mi dolor a tu favor. ¡Cuántas lágrimas derramaron mis ojos!

—¡Deja de lamentarte, todo aquello pasó y no hay vuelta atrás!

—No la hay, pero podría dejarte ahí petrificado toda la eternidad, ¿entiendes?

—¡Claro que lo entiendo! Nunca fui lerdo, pero ¿por qué no me advertiste de lo que podía pasarme? ¿Sabes lo que creo, Gabriel? Que después de todo eres una mierda de ángel y yo un imbécil por confiar en el Maligno.

Hubo un silencio atronador hasta que mi espíritu comenzó a escuchar las voces que se solapaban con la de Benedetto: eran incongruentes, inconexas y en lenguas diferentes. Exasperado, traté de conectar con su mente. A medida que me concentraba, las voces fueron in crescendo; los gemidos lo invadían todo. Sentí lástima por él.

Salí a las pistas de despegue dispuesto a volar siguiendo mi instinto, absorbido por el pensamiento único de encontrarlo y de apartar el rencor y la venganza de mi alma.

—¿Sigues ahí? —le pregunté intentando serenarme durante el vuelo—. ¿Hay alguna señal o cartel que identifique dónde podrías estar?

—Hay una luz que parpadea y un cartel que versa: «Almas sin Juicio». —A Dios gracias contestó—. ¿Qué significa? ¿Entiendes algo?

—¿De quienes provienen los sonidos que escucho? ¿Hay otras almas a tu lado?

—Sí, sentado junto a mí hay un hombre vestido de oficial de las SS; una mirada suya basta para aterrorizarme. También hay una mujer atada a una cruz: de sus pies salen llamas y de sus ojos infinitas lágrimas. No deja de gemir y no aguanto más su llanto…

—¿Ves a alguien más?

—Un joven que suele permanecer dormido hasta que se despierta de un gran sobresalto gritando: «¡Pégale, vamos, dale más fuerte!», y de sus nudillos caen incesantemente hilos de sangre. Son fallecidos de hace años e incluso siglos, pero no me hablan. Aquí nadie dice nada, excepto los alguaciles del Maligno, que vienen a diario a torturarnos.

—¿Y el oficial? ¿Qué hace?

—Se ríe constantemente y una especie de humo blanco sale de detrás de su uniforme; es raro, una especie de gas soporífero. No grita, el hijo de su madre; ni durante los peores suplicios se le quita esa sonrisa odiosa de la cara.

—¿Otra vez bromeando, jefe? ¿Es que ni en el Infierno te han enseñado respeto?

—Juro que es cierto todo lo que cuento. Ven a por mí o me volveré loco.

Tuve la tentación de dar media vuelta y dejarle tirado, pero recapacité recordando las palabras de la Muerte: debía mirar su agonía y su corazón. Aun así, por más que lo intentaba, solo veía a un auténtico mamón; ni un atisbo de bondad o de arrepentimiento. ¿Por qué no se lo habrá llevado el Demonio para siempre?

Continué mi viaje desnortado, sobrevolando el infinito en busca del eslabón perdido. La luna plateada asomaba al fondo; subía aprisa deslumbrando el cielo que iluminaba, cubriéndome por completo con su luz irisada. La noche me abrazaba. Suspiré hondo, respirando el viento suave que se estaba levantando; nada presagiaba que cambiase mi fortuna, pero sentí paz. Mi ánimo no claudicó: el recuerdo de la Muerte me animaba a seguir buscando.

—¡Qué noche tan bonita y triste! —suspiré, sintiendo una congoja desmesurada.

Prosiguiendo el recorrido de las almas errantes alcancé el río de la Muerte. Vadeé la orilla que desde hacía tanto había sido vedada para mí; observé la profundidad de sus aguas caudalosas y cómo los ahora piadosos vagabundos venidos de todos los rincones del Infierno cruzaban en busca de un futuro mejor. In extremis traté de adivinar el rostro de mi protegido entre todos y cada uno de ellos sin éxito.

Un ángel que pasaba me indicó la presencia de una cueva junto al río. Sorprendido, me acerqué sigilosamente con ansia y con respeto. En el mismo instante en el que traspasé su umbral, mi espectro se transformó en materia: estaba claro que me hallaba en las dependencias del Infierno. Mis sentidos afloraron de inmediato, permitiéndome percibir el horror en carne y alma. La cueva era tan oscura y profunda como un pozo; un escalofrío heló la sangre de mis venas. La bóveda, apenas iluminada por velas, estaba plagada de fisuras que se replegaban sobre sí mismas y confluían en un punto central púrpura, brillante e inquietante. Bajo el mismo, se expandía el suelo peligrosamente resbaladizo debido al lodo que lo recubría. Posé un pie detrás del otro apoyando las manos en las paredes para no caerme y fui adentrándome más y más sin dejar de mirar atrás, alerta en todo momento por si algún demonio me estuviera siguiendo. Pronto el olor a incienso rancio se hizo patente y su dulzor extraordinario hizo que mi garganta se llenase de vómito. El calor se tornaba insoportable: me toqué la frente y ardía. Aterrado por las consecuencias físicas que la puñetera cueva me estaba provocando, giré y al mirar de nuevo fui consciente de que ya era demasiado tarde para volver sobre mis pasos: las huellas en el lodo se habían borrado y la escasísima luz hacía imposible que pudiera orientarme hacia la entrada.

Avancé trastabillando, torpe cervatillo recién nacido, con el ánimo incendiado, en llama viva como una antorcha. Pánico, odio, rabia, incomprensión y soledad; abandonado, rey sin reino, perro sin dueño; aislado, extranjero, desarraigado; el hombre que no pertenece a ninguna parte, poseedor solo de su alma y de su cerebro. Apocalíptico, fui reviviendo las azarosas situaciones por las que pasé en la cárcel y chorros de sudor comenzaron a brotar en cascada por mi rostro. ¿Y si no fuera capaz de salir nunca de aquí? ¿Y si Dios me hubiese dejado tirado como una colilla? ¿Y si mi futuro estuviese escrito desde siempre y mis esfuerzos por muy ímprobos que fuesen no servían de nada? Cocido en la inmensa olla, toqué la pared y proferí un grito. Este infierno más profundo se parecía más al corazón de un volcán, ni por asomo se parecía al infierno por el que había pasado antes: aquel lugar no fue tan agonizante. ¡Qué calor! ¡Qué agobio! Con el alma en vilo quise retroceder hacia donde me guiase mi instinto, pero sabía bien que debía proseguir y así lo hice; eso sí, blasfemando contra Bene constantemente.

Un traspié dio por zanjada la exploración de la cueva. Caí al interior de una caja metálica que, a modo de ascensor, cerró sus puertas e inició su viaje a lo más profundo del Infierno. A velocidad vertiginosa fui bajando tramo a tramo, sin parar en ninguno de ellos. Hubiera dado lo que fuera porque las puertas se abrieran, pero en el Infierno nunca se cumplen los deseos.

—¡Abriros, por Dios, o desplomaos y que se haga la luz! —supliqué acongojado. No solo el calor era asfixiante, sino también la sensación de encierro, de estar enterrado. Los goterones de sudor encharcaron mis pies; sentía una sed inagotable, increíble, y tal fue mi desesperación que me agaché para chupar mi propio sudor del suelo. Me desplomé lamentando mi suerte, la dureza de la vida y el espanto tras la Muerte—. ¿Señor, de verdad es necesario todo esto?

Continuaba fulminantemente el descenso hasta que por fin la caja metálica paró en seco. Un golpe brutal luxó varios de mis huesos; a golpes y a gritos me los fui recolocando. A gatas, con el alma rota y el cuerpo descompuesto, escapé de aquel ataúd metálico. Abrí los ojos y miré alrededor: nada. Giré sobre mí mismo y traté de empañar el sudor de mi frente con el dorso de la mano. Respiré hondo el hedor que me rodeaba y cerré los ojos: no quería abrirlos y me quedé así durante un rato largo.

Escuché su voz de lejos y un soplo de aire fresco inundó mis pulmones. Un alivio extraordinario recorrió mi cuerpo: exhaló el dolor que llevaba dentro, se impregnó de mi llanto, las preocupaciones, de todas mis lluvias y mis inviernos. No pude verla, pero dejó en mis labios su sabor eléctrico. La infinita presencia de la Muerte, que en vida solemos aparcar en un rincón furtivo, me recordó por qué y para qué había venido: había llegado la hora de regresar a Dios, eso sí, acompañado de mi protegido.

—Falta poco, no te rindas —susurró. Don’t give up sonó en mis oídos.

Un cuerpo blanco, inerte, petrificado, apareció al fondo: era Benedetto. Me acerqué hasta él con miedo, suponiendo que en cualquier momento desaparecería una vez más. Le hablé, pero no me contestó. Me arrodillé a su lado y le rogué a Dios con todas mis fuerzas que no le abandonase. Prometí ayudarle, no ya para conseguir un ascenso, sino para que Dios le acogiera.

—Gabriel, soy yo, ¿dónde estás? ¡No puedo verte!

—Aquí, junto a ti. Mírame otra vez, pero ahora abre con fuerza tus párpados.

—Imposible, lo intento, pero estoy helado.

—¿Cómo si aquí no debemos de estar a menos de cien grados centígrados? Espera. —Me aproximé a él; estaba temblando y de forma instintiva le di un abrazo, esta vez espléndido, sin límites, verdadero y anegado de fe.

Él abrió los ojos y su mirada cálida derritió mi corazón. Continué abrazado a Bene, mi protegido, que seguía tiritando. Cuando por fin entró en calor, me apartó de un empujón de su lado.

—¡Hijo de puta! ¡Cuánto has tardado! —Le hubiese abofeteado, sin embargo, su pelo abrasado y las marcas de cuerdas en los tobillos reprimieron mi impulso. Parecía trastornado y temí que el destino me hubiese devuelto a un Bene chiflado.

—Te han torturado, ¿verdad? —le pregunté en un hilo de voz.

—Sí.

—Al principio pensé que se trataba de una pesadilla celestial, pero el dolor era real, tanto como el del pobre anciano que colgaba a mi lado. Grité, aullé, supliqué que me soltaran, que a un elegido no se le podía tratar de esa manera; pero nada: continuaron dejándome colgado boca abajo, acercando cada vez más mi pobre cerebro a un pozo hirviendo… Me preguntaron una y mil veces que quién era mi ángel. No confesé nada, te lo juro.

—¿Y por qué no lo hiciste? —le pregunté con recelo y hubo un silencio.

—Tres años entre barrotes, muros de piedra, pasillos y hierro, rodeado de tinieblas —me susurró al oído—: ahora entiendo lo que debiste sufrir en la cárcel… No me odies, ya ves qué pasa cuando no eres bueno.

Un grupo de demonios se deslizó hasta nosotros sin perder de vista al revenant súbitamente despertado y un enano diabólico de voz aflautada nos invitó a seguirle. A lo largo del camino de piedras y fuego ni Bene ni yo fuimos capaces de dirigirnos la palabra; apenas alguna mirada furtiva, bien sabíamos que pronto nos enfrentaríamos al mismísimo Lucifer. Actuaríamos con la misma entereza que embaucamos a nuestros peores clientes en vida, como los dos twins que fuimos; los mejores publicitarios del universo. Nos mantendríamos silenciosos en los tormentos y le dejaríamos claro al mismísimo Diablo que para nosotros el momento supremo aún no había llegado.

Dos puertas se abrieron al paso del enano: un claustro rodeaba un patio colosal plagado de artilugios: piedras afiladas, cuchillos ensangrentados y una descomunal cruz de ónix con un Cristo boca abajo. Una voz estremecedora clamó que tomásemos asiento. Demostré respeto: no olvidaba que Lucifer fue el ángel preferido de Dios. Pensé en cómo debió de sufrir al ser expulsado del Paraíso y cuánto hubo de trastornarse para hacer lo que hizo. No fueron los celos los que envenenaron su alma, sino la soberbia. Abandonado en este lugar despiadado, solo y desgraciado como ahora me sentía yo; no volvió a ver la aurora ni a sentir amor: solo odio y dolor, infestado de la inmundicia y del horror del mundo, dedicado solo a hacer el mal, una profesión que por otro lado alguien tenía que desempeñar…

En escala gigantesca se nos mostró su figura: escuálido, esbelto, bien proporcionado, con un tono de piel grisáceo; su semblante era níveo, reposado, con un pelo largo liso y canoso, tan descolorido y apagado como el pasar de sus años; sobre la espalda encorvada recaía el peso de sus actos. Movía el cuello en todas direcciones, estirándose plácidamente. Era delicado, femenino, muy alejado de la brutalidad que imaginaba mi mente. Sobre su pecho descansaba una cadena de plata con un símbolo desconocido para mí. Llevaba una falda larga con dos gigantescos bolsillos a cuyo encuentro acudían sus manos constantemente buscando algo. Exhalaba poder, vanidad; no era repugnante ni fiero, sino sencillamente la concreción exacta de todas las voluntades olvidadas y los peores recuerdos. Rehuyó mirarnos y quedó expectante como el lobo ante su presa. Al fin elevó los ojos y pude ver en sus pupilas un mar negro e intenso; por ellas vagaban las pasiones saciadas a diario, dueño de la oscuridad y de las aguas.

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9788417845834
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