Kitabı oku: «Un ángel y un nazi», sayfa 4
VII
Salí apresuradamente del hangar y anduve sin rumbo por entre los transeúntes con el pleno convencimiento de que ninguno de ellos sería Benedetto: almas descarriadas, demonios arrepentidos, ángeles en paro y muchos otros desafortunados que al pasar junto a mí cubrían sus rostros, pues anochecía y el fulgor de mis alas les deslumbraba. Ninguno suscitó en mí la menor emoción: paseaban en ambos sentidos rápidamente, con decisión. Se dirigían a las salidas: pronto se cerrarían los comercios, bares y demás lugares de entretenimiento; solo se mantendrían abiertas las puertas de acceso a los pasillos de emergencia. Hasta el menos avispado regresaría a su lugar de origen o se hospedaría en alguno de los hoteles. La seguridad durante la noche dejaba mucho que desear.
Angustiado, recorrí el aeropuerto examinando cada lugar, cada rincón; ni rastro de mi muerto. Con el último resplandor del ocaso, en el reloj central sonó el Ángelus, acallando el ruido de mis pasos. El estruendo fue espantoso: con razón le llamaban el Grito del Diablo. Me senté en un banco y aterrorizado vi cómo los guardas iban cerrando las rejas. En cuestión de menos de una hora o salía por pies o sería un ángel destronado. Apoyé la barbilla sobre las manos unidas en posición de súplica esperando que sucediese un milagro. Empecé a sufrir palpitaciones de nuevo: mi interior se rebelaba contra la injusticia de Dios. Mi pensamiento se columpiaba de tristeza en tristeza, desplegando mi rabia inconfesable, incontenible, infame. Lleno de impaciencia me levanté y comencé a darme golpes contra la pared, aullando de dolor y rebuscando en mi interior, como dijo san Judas: tan solo hallé un alma descarriada.
A punto estaba de darlo todo por perdido cuando un resplandor me cegó; miré alrededor y descubrí una puerta. Al abrirla, advertí el hueco estrecho de una escalera que se prolongaba más allá de hasta donde mi mirada alcanzaba. Bajé unos peldaños y tropecé cayendo estrepitosamente al piso inferior. Vislumbré una reja de hierro sobre la que pendía un cartel iluminado: «Sala de las Almas Perdidas».
—Permita el Señor que no esté cerrada con llave —supliqué. Dios mediante la pude abrir con facilidad.
El lugar carecía de ventanas, sus paredes rezumaban humedad y olía a amargura y soledad. Al fondo, un pequeño fuego reverberaba la sombra de una silueta desdibujada. Si no hubiera sido porque sabía bien dónde me encontraba, habría jurado que una mazmorra me había tragado. Me aproximé hacia la figura despacio, batiendo las alas para iluminarme. A medida que me acercaba pude escuchar su respiración agitada: parecía un hombre como los que vi en vida tirados en las aceras y en los portales con un cartel pidiendo limosna, viendo pasar su vida día tras día sin la menor alegría, sin el mínimo acierto. Pero este, quien quiera que fuera, no tenía ni una manta siquiera. Me agaché para verle la cara.
—¡Gracias al cielo! ¡Benedetto! —Le solté de la boca la mordaza con que le habían atado.
—Tenía mucho miedo: pensé que nunca atravesarías estos muros. Además, tengo frío, he sufrido lo indecible dentro de mi cuerpo. ¿Cómo es posible si estoy muerto?
—Vamos, ya estoy aquí. Relájate, esos cabronazos tienen poderes inimaginables.
Se incorporó del suelo desmadejado y tuve que agarrarle del brazo para que no se desplomara. De pronto, sonó un estallido de cristales rotos: me giré para ver de qué se trataba y me topé con los ojos de un ángel de la Muerte, mirándome fijamente. Me acogotó con sus garras transformando mi cuerpo etéreo en cuerpo terrenal y me inyectó el veneno del infierno en la yugular. Un chorro de sangre inundó el suelo y en cuestión de segundos quedé paralizado durante un minuto eterno. El dolor fue indescriptible: lo invadió todo, deteniendo el tiempo. Retorciéndome en mi cuerpo mortal, caí al suelo aullando. Bene se agachó y agarró uno de los troncos de la hoguera. Reptó por el suelo, en plan comando, y súbitamente se lo tiró al demonio, al que le chisporrotearon las alas negras y después, como en las fallas, se fue quemando el resto de su cuerpo grotesco, deformado. Para nuestra desgracia, en el último instante enganchó del brazo a Bene, convirtiendo el cuerpo de mi exjefe en una inmensa bola de fuego.
Grité horrorizado; me abalancé sobre él y le abracé con mis alas. Nos quedamos así, enhebrados el uno en el otro, achicharrándonos. Las llamas nos envolvieron y nos sumergimos en ellas como en una piscina caliente, sintiendo que atravesábamos un volcán en plena erupción. El cuerpo del demonio se abrasó y nosotros… No supe entonces por qué pudimos salvarnos; aquel recuerdo interminable y tormentoso me acompañaría siempre. Nuestros cuerpos no se derritieron: conseguimos escapar y corrimos escaleras arriba como alma que escapa al diablo. Volvíamos a ser nosotros, dejando atrás nuestros cuerpos mortales y recobrando nuestro aspecto etéreo. Abrimos la reja a patadas y salimos al corredor, gimiendo y empapados en sudor. Bene se arrodilló ante mí y me cogió la mano:
—Gracias de todo corazón, me has salvado, nunca lo olvidaré.
—No me lo agradezcas, tampoco yo olvido. Y recuerda: no te vuelvas a acercar jamás a un diablo, ya has visto que son capaces de devolverte a tu triste y viejo cuerpo. Aún queda mucho por hacer —añadí con la voz entrecortada y me solté disgustado de su mano con el alma ahumada y el corazón helado—. En vida creíste que lo peor era morirse, ¿verdad, Bene? —Seguí con sarcasmo—. ¡Pues te equivocabas! Pero cuida de este aspecto prestado que, aunque maltrecho, algún día será capaz de trasladarte definitivamente al Otro Lado. Vas a tener la inmensa suerte de conocerlo: los ángeles de la guarda están muy ocupados para bajar hasta aquí; así que prepárate porque será en la antesala del Altísimo donde recibiremos instrucciones. Te lo advierto, ¡ten mucho cuidado! Las dependencias del Infierno están justo al lado junto a la desembocadura del río de la Muerte, así que no te menees, ¿entendido? No quiero más problemitas contigo. Si te cogieran…, bueno, matarte ya no te matan, pero pueden hacerte sufrir lo indecible.
De nuevo, sonó el estruendo del reloj central, obligándonos a apresurarnos hacia el pasillo de emergencias para despegar de inmediato. Las luces de la torre de control nos enfocaron: todo estaba dispuesto. Ajusté el arnés a mi copiloto y corrí por la pista a velocidad máxima. Yo desplegué mis alas, Bene una amplia sonrisa. Remontamos vuelo suavemente; me sentía triste hasta que miré al suelo de este otro mundo para descubrir como desde su hangar san Judas se despedía orgulloso de nosotros dibujando la uve de victoria con sus dedos. Surcamos el cielo dejando atrás el aeropuerto con sus hoteles, bares, salas de espera y hospedajes.
Le pregunté si todo iba bien y me contestó que sí como embobado. No era para menos: el espectáculo frente a nosotros era impresionante. A medida que ascendíamos, la luna resplandecía en todo su esplendor, tan llena de luz como de agradecimiento mi alma. Sabía que san Judas había intercedido: sin él jamás habríamos superado una prueba tan dura. En ese instante supremo, mi espíritu alejó sus miedos, permitiendo que nuestro viaje fuese tranquilo y sosegado. Ambos disfrutamos, esta vez sin prisa ni lluvia ni tormenta, acompañados por el silencio reparador tras el diluvio en el que casi naufragamos, escuchando tan solo el ruido del viento.
Recordaría aquella noche con nitidez asombrosa, ni el detalle más insignificante quedaría en la sombra. No había sido un delirio ni una pesadilla: aliviaría las calenturas, pero no me hizo olvidar lo que otra noche en la Tierra muchos años atrás marcó nuestras vidas, en especial la mía. «Desaparecerá algún día, el tiempo borrará el rencor». Sin embargo, mi odio continuaba aferrándose a mi corazón. ¿Cuánto más habría de sucederme para conseguir perdonar?
VIII
Surcamos el firmamento derechitos al Otro Lado, a la antesala del Altísimo. Los ángeles de la guarda nos estarían esperando impacientes en la Guardería: así la llamábamos jocosamente entre nosotros. Deseaba aterrizar a tiempo porque esos angelitos eran la leche de exigentes.
Lo hicimos sin percances. Mi futuro colega, el arcángel Rafael, a quien hacía mucho tiempo no tenía el gusto de ver, se acercó a mí corriendo. Su espectro tenía el mismo buen aspecto de siempre: imponente, de espaldas anchas, brazos corpulentos, proporciones envidiables, con pelo rizado y rubio. Me plantó un beso en la mejilla —que francamente no venía a cuento— y que yo le devolví turbado.
—Os esperábamos hace rato —anunció sonriente—. ¿Acaso os ha pasado algo? —Fruncí el ceño e hice una señal muy evidente con el dedo corazón: «¡Menos coña! ¡Poco más y no lo contamos!»—. Sentaos y no seáis impacientes, se os ha pasado el turno y habrá que encontrar un hueco para atenderos.
—Pero ¿qué pasa? —Benedetto encolerizado levantó los brazos—. ¿Usted no sabe quién soy yo? —Y se quedó patidifuso al ver cómo el arcángel Rafael se daba la media vuelta sin mirarle tan siquiera—. ¿Habrase visto? ¡Esto es inaudito! —Sin poder evitarlo, le pegué un mandoble que lo dejé sentado.
—¡Escucha, imbécil! ¡Acabo de salvarte del Inframundo a ti, a un indeseable que merece únicamente el mayor de mis desprecios! ¡Exijo que te calles de inmediato! En breve nos indicarán nuestra primera misión. Vendrás conmigo y lo harás de modo sumiso y colaborando o te partiré en millones de pedazos. ¿Ha quedado claro, amigo?
Él me miró de reojo sin atreverse a contestarme con malos modos, pero en absoluto cabizbajo o apesadumbrado; continuaba con la ira dibujada en el rostro. Como con los demonios, con Bene no se podía bajar la guardia. Di unas cuantas vueltas a su alrededor y finalmente me senté frente a él, en el banco más cercano a la puerta. Sin querer, escuché algo de la conversación que se cocía al otro lado:
—Ya —murmuraba uno de los ángeles—, pero ¿y si no responde al tratamiento? ¿Y si interfiere en nuestros planes para con Gabriel? Imaginaros que, en lugar de resultar un obstáculo, se comporta como un ser bondadoso… Entonces, Gabriel sería ángel de la guarda pronto; es bueno, muy bueno, estoy seguro de que tarde o temprano llegará a ser arcángel y, por tanto, jefe de todos nosotros.
—Ni en sueños sería capaz de domar a este tío. Yo mismo insistí a Dios que le diera esta misión: me costó mucho convencerlo y le juré rendirle pleitesía eternamente si lo conseguía, pero ¡no lo logrará! —Rieron desvergonzadamente.
—De cualquier modo —continuó apostillando alguien que me pareció que era Rafael—, lo mejor será hacerle desaparecer. Sin Benedetto, Gabriel jamás podrá ascender, eso Dios lo dejó más que claro.
—Ya —apuntó otro que no supe bien quién era—. ¿Cómo lo hacemos? ¿Alguien conoce el modo?
—¡Por supuesto! —aseguró una nueva voz—. Aquí el único que puede ayudarnos es el Hijo de la Mañana.
—¡Lucifer! —gritaron todos a la vez—. ¡Eso es alta traición! ¡Me niego!
Continuaban discutiendo hasta que uno alzó la voz con rotundidad:
—Tranquilos, yo me encargo. Se hará sin levantar sospechas, total, tengo poco que perder. —Tosió con su forma característica—. Lo arreglaré yo, hablaré con Lucifer.
¡Joder! ¡Sin duda era el mismísimo arcángel Rafael! Esa tos era típica de él. Con los ángeles de la guarda en mi contra, acabaría expulsado como Lucifer del Edén. Se estaba poniendo feo, pero ¿qué había hecho yo para merecer semejante trato? Pues sí, algo había hecho y era el momento de afrontarlo. Me arrepentí mil veces, pero Dios que en mi modesta opinión es más justo que misericordioso; no aceptó una simple disculpa…
Los ángeles, después de hacernos esperar prácticamente el día, retrasaron la vista a media mañana. Tendríamos pues tiempo de aclarar el motivo por el que estábamos de nuevo unidos. Disponía de veinticuatro horas escasas para conseguir que mi discípulo me rindiese pleitesía. «Le impresionaré», decidí. Desplegué toda mi elocuencia para iluminar de forma brillante cualquier pregunta que me planteara: el triunfo de la razón y del conocimiento sobre la obcecación, la estupidez y lo absurdo del alma de mi pupilo. Mi discurso fue devastador. No se trataba tanto de explicarle el por qué —ni yo mismo lo tenía muy claro—, sino el cómo: cómo habíamos llegado hasta aquí, cómo un día nuestras vidas se cruzaron y desencadenaron la tragedia; nada quedaría en la oscuridad. «Señor, ayúdame un poco».
—¡Deja de fingir que entre nosotros no ha pasado nada! Esa nada que tu mente insiste en crear es en realidad un espacio y un tiempo cierto tan real como que tú y yo estábamos borrachos como cubas. La chica no pertenece al reino de la inexistencia, fue genuina. Yo asumí tu pecado, por cierto. Pero ¿y tú? ¿A qué estás esperando para aceptar tu culpa? Para mirarme a los ojos con franqueza y pedirme perdón. Arruinaste mi vida, por si no lo sabes. Tres años de cárcel no son moco de pavo.
—¿Y qué si no asumo mi culpa? ¿Por qué no has sido capaz de superarlo? —preguntó Benedetto sobresaltado.
—Te contestaré primero a la segunda pregunta: ni lo he superado ni creo que lo haga nunca. Y respecto a la primera, te aseguro que si no te arrepientes como es debido el dolor que causamos se perpetuará a lo largo de los siglos, traspasará los universos conocidos y los que no lo son. Dios nos ha unido para remediarlo: debes estar conmigo. En vida fuiste todo para mí, ahora eres tú quien debe seguirme sin rechistar. ¿Lo entiendes? Suplico me hagas saber si puedo confiar en ti.
—Ya. —Hizo una pausa interminable—. De acuerdo, Einstein, me lo pensaré; aunque me parece que te estás poniendo excesivamente trágico…
—¡Trágico! —Me revolví como una serpiente—. ¿Es que aquella aberración no te lo pareció? ¡Tenía solo dieciocho años, Dios santo! Era de noche y volvíamos de celebrar que habíamos ganado el concurso de telefonía móvil más importante de España, con un subidón del carajo. Insististe un millón de veces, si no más, que nos pasásemos por La Sirena Complaciente, el club de más alto copete de la ciudad con unas chicas descomunales. Manso corderito de tus caprichos accedí: nos subimos a tu Mercedes clase E color dorado que, con todo el equipamiento extra del mercado y su tapicería de cuero color morado, no era precisamente el más discreto de la noche. Castellana arriba, nos plantamos en el club de alterne en poco más de tres minutos. Y, por supuesto, nada más entrar, la más bella y frágil de todas las mujeres se fijó en ti. Os quedasteis prendados el uno del otro: tú de su inmensa belleza: menuda, de sonrisa dulce y pelo de fuego; y ella… francamente ni idea; supuse que de cualquier cosa tuya, pues ningún ser humano fue nunca ajeno a tus encantos. Aunque viejo para ella, olías a perfume del bueno y tu Armani delataba que no eras un cualquiera. La miraste con tus ojos grandes de sapo asombrado, babeando; te asiste fuertemente a su cintura, mientras ella, tan joven, jugó divertida acariciando los cuatro pelos que aún quedaban sobre tu cabeza. Nos invitaste a una botella de champán tras otra. Sin pensártelo dos veces, la subiste al piso de arriba y yo me fui a lo mío con Marie, una francesita de primera categoría. La chavala me lo estaba haciendo pasar de lo lindo, así que me dejé llevar. Tras el éxtasis sonó mi móvil, pero lo ignoré. ¡Las tres de la madrugada! Si era mi mujer, mejor que no sospechase dónde estaba; al fin quien quiera que fuese colgó. Por una vez el universo me había dado un respiro y la chica me miraba como si en verdad estuviese enamorada de mí. Se hacía tarde: acaricié su pelo y pagué generosamente. Me acerqué hasta la antesala de tu habitación: escuché como vociferabas; después, un gemido de dolor y un golpe seco, como de vuelta de podenco, y el silencio… Traté de abrir la puerta.
—¿Y por qué no la abriste? ¿Ahora me recriminas el que no tuvieras el valor suficiente?
—¡Lo intenté, maldita sea! Pero el vigilante del club me aseguró que habías dado instrucciones claras de no ser molestado. Yo insistí en que me dejase pasar, que estaba pasando algo grave. Le di un empujón y él respondió rompiéndome la mejilla de un puñetazo. Aún recuerdo el dolor y la sangre corriendo por mi camisa nueva.
—¡Puedes repetirte una y otra vez! ¡De nada servirá! ¡Entiéndelo, no recuerdo los detalles, Gabriel!
—Yo a la perfección: cuando al fin pude entrar, vi las abrazaderas, la droga por el suelo y la miré a ella. Aquella imagen ha prevalecido en mi memoria aún después de muerto. ¿De verdad no sabes a lo que me estoy refiriendo?
—¡Mil veces no!
—Saliste furioso de la habitación con la cara desencajada gritando, violento. Nunca te había visto tan fuera de ti.
—Pero ¡si solo era una zorra!
—¡Sí, eso, encima insúltala! —grité descargando un puñetazo sobre la pared de la Guardería.
—Gabriel, tenía la mente nublada: habíamos bebido demasiado por los buenos tiempos, las comisiones de agencia y la multitud de clientes que pronto llamarían a nuestra puerta.
—Sí y brindamos hasta que casi te das de bruces contra el suelo…
—¿Y qué? ¿Tan malo es aplaudir los éxitos? ¡Nos merecíamos un homenaje, llevábamos más de seis meses detrás del cliente para que nos adjudicara el concurso! ¡Me impliqué hasta las cejas! Tú me entiendes. Y te prometí que serías el segundo mayor accionista de la empresa. ¿Qué culpa tuve yo de que una prostituta de mierda truncase nuestra vida?
—Más bien fue la mía, yo cargué con tu culpa… ¡Qué desfachatez! ¡Ya no te aguanto más! —Levanté la cabeza mirando al infinito—. ¡Señor, dame fuerzas para soportarle! Fiat justitia, ruat caelu…
—¿Qué has dicho? ¡No te entiendo!
—He dicho y lo repito para que me comprendas: «Hágase justicia, aunque se caiga el cielo».
Y el cielo se desplomó sobre nosotros. Un diluvio inesperado inundó la sala donde nos encontrábamos y varios ángeles de la guarda, asustados, salieron a buscarnos.
—Vamos —nos avisó Rafael apareciendo repentinamente ante nosotros—. ¡Le habéis cabreado, pero bien!
—¿A quién si puede saberse? —pregunté yo incauto.
—A Lucifer —contestaron los tres ángeles que lo acompañaban a la vez—. Está muy cerca y por supuesto os habrá escuchado desde sus dependencias. ¡Parecéis imbéciles! ¡Escondeos! El Hijo de la Mañana es duro de pelar.
—Pero ¿dónde? —preguntamos los dos horrorizados, mirando alrededor con ojos nerviosos, buscando como conejos una madriguera.
Nadie contestó: cerraron de un portazo la Guardería y nos dejaron atrás: a Bene despavorido y a mí estático como si estuviera congelado.
IX
El viento arreció trayendo hojas secas de todos los puntos de la Tierra. Pero ¿cómo era posible? Nubes negras cubrían la estancia y apagaban el eterno mediodía de esta parte del Otro Lado. A ras de suelo, una extraña sombra aún más oscura que la oscuridad se deslizó hasta nosotros. No tenía forma, sino que se trataba de un ánima color negro. Nos rodeó y atravesó el patio, dejando en el ambiente un olor fétido y penetrante, como el dulzor de la Muerte. De pronto, el cielo se abrió de nuevo y la sombra se elevó mágicamente sin dejar rastro. Bene y yo nos miramos acojonados, resoplando. En el suelo descubrimos una carta abandonada entre las hojas, escrita a mano por alguien en letras encendidas y rojas. Bene la cogió para soltarla inmediatamente.
—¡Mierda, está aún caliente! ¡Como si las cartas pudiesen tener fiebre! —comentó estúpidamente.
—¡No la abras, puede tratarse de una trampa! —grité yo, pero no me hizo caso.
—¡Qué raro! Pone mi nombre, pero ni remite ni membrete. —La rasgó enseguida, palideciendo a medida que leía.
—¡Por Dios! ¿Qué dice?
—«Con todos mis respetos, no lo entiendo. Benedetto, tras ser el publicitario más importante de todos los tiempos, haber obtenido los premios nacionales e internacionales más meritorios; tras treinta años de exitosa carrera sin precedentes, llegas directamente al Otro Mundo y lo dejas todo para seguir a este idiota de Gabriel. No te quedes con los perdedores, con los ángeles que no tuvieron la valentía de atreverse a ser perfectos, con aquellos que obedecen a Dios el Inmisericorde. Da media vuelta y ven conmigo: abandona el absurdo y cruza al lugar donde reside el verdadero poder de las almas. Que nadie te engañe; te conozco: eres cautivador y penetrante. Estamos hechos el uno para el otro: quien te haya pedido el arrepentimiento es que no te conoce como yo. Los genios no piden perdón, a las almas excelsas se las reverencia. Verte así, a punto de ser despojado de tu orgullo, resulta humillante. Te espero en la frontera de las dependencias del Infierno. No está lejos, a un parpadeo de donde ahora te encuentras. Atraviesa en una barca el río de la Muerte y pregunta por mí. Ahora tengo que irme, me requieren constantemente. Ataviaré tu corazón desnudo con las mejores alas de las que dispongo. Abandona esa mochila repleta de reproches y sígueme. No lo pienses y cierra los ojos: con tan solo desearlo será suficiente». —Entonces, Bene los cerró.
—¡Noooo! ¡Si lo haces no volverás a abrirlos!
Los arcángeles juraron no olvidar jamás mi perniciosa actuación y me enviaron de vuelta al Otro Mundo escoltado por dos subalternos. Mi llegada fue apoteósica: nada más aterrizar, los escoltas me abandonaron, como se hace a veces con los sueños más amados; solo, tirado en la sala de espera de los juzgados. Colgaron de mis alas un cartel con el número cien.
—¿Qué significa esta chorrada? —pregunté.
—Es tu turno. Aún quedan por juzgar noventa y nueve almas delante de ti, es decir, si todo va bien y no hay contratiempos inesperados, podrían juzgarte en un par de años.
—¿Qué? ¿Un par de años?
—No, tranquilo —dijo al fin el más jovencillo—. Por ser vos quien sois, tendréis una vista rápida. Ahora os dejamos, tenemos aún mucho trabajo por hacer. ¡Adiós! —Emprendieron vuelo rumbo al Cielo.
—¡Suerte, Gabriel! —me deseó uno de ellos desde lo alto soltando una risotada maliciosa—. ¡Si continúas así, no conseguirás un ascenso jamás!
—¡Eso crees tú, desgraciado! —respondí—. Pronto conseguiré veros las caras en la antesala del Altísimo y entonces seré yo el que os humille. ¡No dudéis que ascenderé a ángel de la guarda y después a arcángel!
—Pase —me invitó una voz dulce—. La sala número nueve, por favor.
Tanta amabilidad me dejó por un momento fuera de juego. Me acerqué a la sala con un miedo atroz. ¿Alguien amable en los juzgados? ¿Desde cuándo? Eso sí que era nuevo para mí. Abrí la puerta con cuidado: al fondo, una mujer rubia de ojos color acero me solicitó cordialmente que tomase asiento.
—Y bien, aquí veo que usted ha permitido que don Benedetto Cruz desapareciera. Un espectro de unos sesenta y cinco años, vagando por las dependencias del Infierno.
—Sí, pero…
—¡No hay peros que valgan! Ruego que se limite a responder sí o no.
—Pues sí, así es.
—El arcángel Rafael alega que posiblemente prefirió al Diablo antes que a usted. Curioso, ¿no es cierto? —Hizo una pausa—. También veo que en vida cometía adulterio constantemente…
—Mujer tenía que ser la maldita juez —mascullé entre dientes.
—¿Decía usted algo, Gabriel?
—No, eso no es cierto, se lo aseguro. ¡Si no tenía tiempo más que para trabajar!
—Entonces, dígame —preguntó tranquilamente—, ¿no atacó a una prostituta en Madrid y cumplió por ello tres años de cárcel?
—¡En realidad no fui yo! ¿A qué viene eso ahora? ¡Ya pagué en vida suficiente, señora jueza celestial! —exclamé horrorizado—. ¡Déjeme en paz! ¡Maldita sea!
—¡Desacato! ¡Llévenselo a los calabozos!
Dos maromos descomunales agarraron mi espíritu y me introdujeron en un ataúd de madera cerrado a cal y canto.
—¡De aquí no escapa ni un alma! ¡Estás más encerrado que Aladino en su lámpara! ¡Frota, frota, pedazo de idiota! —Rieron mientras me dejaban allí dentro.
Nada más morir no tuve que sentir el espanto de estar encerrado en una caja: mi espíritu había volado mucho antes. Pero ¡qué distintas y terroríficas podían resultar las cosas en el Más Allá! «¡Hay que joderse, con lo claustrofóbico que soy! ¡A Dios gracias no podré vomitar ni sentir calor o marearme y quererme morir! ¡Si ya estoy muerto! ¡Ja! —pensé, estúpido de mí—. Si no fuese así, estaría derritiéndome por el calor, como en un aparcamiento de Sevilla centro en agosto». Froté el ataúd por si los maromos me habían dado una pista de cómo salir de allí; pero nada: siendo un espectro era imposible escapar. Tan solo un demonio sería capaz de devolverme a mi cuerpo y eso ahora casi prefería que no sucediera. Pedí socorro una y mil veces con palabras ahogadas; el resto de las almas no me oían y, aunque lo hubieran hecho, tampoco les habría importado una mierda. Solo cabía esperar un milagro.
No recuerdo francamente los días que sucedieron, pero no olvidaré cuando por fin acudieron para llevarme a declarar por segunda vez. Se oyó un golpe seco y una voz:
—¡Afuera! ¡La jueza te espera! —«¿Es que estos maromos solo saben hablar en pareado? Mira que son raros»—. ¿Qué? ¿Más tranquilo?
—Sí —contesté secamente.
Escuché la sentencia de pie, con el alma angustiada y deseando salir del tribunal con mi pena a cuestas, fuera la que fuera; impaciente por ver una vez más un cielo diáfano y una noche de estrellas. Como era de esperar, consideraron la pérdida de un elegido un asunto de extrema gravedad y por ello más adelante habría de rendir cuentas ante el Altísimo, y eso era trágico… Mi futuro era cada vez menos prometedor. Me prohibieron pisar mi residencia de siempre —la Morada de los Ángeles— y me aislaron por completo de mis antiguos compañeros, los ángeles rescatadores de almas; desolado, aterrado, desterrado, despojado de mi dignidad, pero con el firme propósito de encontrar a Bene cuanto antes porque hasta que no lo hiciese estaría castigado a deambular por aquella especie de aeropuerto caminando junto a las almas en pena. Por muy peligroso, arriesgado o espantoso que fuera, mantenía la esperanza de aunar el valor suficiente para salir a buscarle adónde quiera que estuviese. «Qué efímeros la felicidad, el amor, la fidelidad y qué inmortales el llanto, el odio o la traición», pensaba a menudo.
A medida que pasaban los días, mi existencia se encontraba más vacía. El recuerdo de Benedetto me asaltaba día y noche; no podía evitar recordar lo salvajemente abantado que fue en vida y el modo en que dejó rotas nuestras existencias: la de aquella muchacha y la mía propia. Aún a sabiendas de lo cabronazo que había sido, la mala conciencia me devoraba. ¿Cómo era posible que el Diablo le hubiese engatusado tan fácilmente? ¿De verdad le había encandilado con una simple carta? Y yo, estúpido de mí… ¿Lo había perdido por segunda vez? ¿En serio? Más desesperado que incrédulo, llegué a sospechar que todo había sido un espejismo.
Tenía que pensar rápidamente en algo, pero estaba tan sumamente agotado —desde que volví del Otro Lado no había dormido un solo día—, que opté por buscar algún refugio donde abstraerme y meditar. Las salas de espera estaban abarrotadas de almas, cada una a cuestas con su tragedia; allí era imposible concentrarme. Por fin encontré una sala despejada: un gran ventanal permitía divisar las pistas de aterrizaje y la luz de la luna lo atravesaba. Ocupada únicamente por una chica y su novio ahorcado junto a ella, podría ser un buen lugar para relajarme. Tiraban cada uno de un extremo de una soga y discutían enérgicamente de por qué el suicidio era tan propio de cobardes.
—¿Y tú qué sabrás, desgraciada? —le increpaba él—. ¿Sabes el arrojo que hay que tener para atarse una cuerda al cuello y colgarse de una lámpara? Tú, mala mujer, nunca lo comprenderás, aunque ahora veas con horror lo que tuve que hacer por tu culpa. Ni en mil vidas que hubieses tenido me lo habrías perdonado, ¿verdad? —Ella callada, asentía, seguramente porque no encontraba las palabras precisas.
Con la confianza de que en algún momento se callarían, me senté en un banco frente a ellos y traté de intimidarles lanzándoles una mirada desafiante. Nada, continuaron con la bronca ignorándome por completo hasta que en un momento dado mi mente dejó de escucharlos. Comenzaron a rendirse mis párpados y cayeron del todo cubriendo mis ojos. Quedé absorto en mis pensamientos, roto de agotamiento y vencido por el sueño. La campana del reloj central anunció las doce.
—¡Gabriel! ¿Me oyes? Dime que sí, por favor.
—Te oigo —le contesté airado en el duermevela—, ¿qué quieres? ¿Dónde demonios estás? No puedo verte. —Me incorporé de un salto—. ¿Habéis oído eso? —le pregunté a la pareja de novios.
—No hemos oído nada —respondieron extrañados.
Alcé los ojos al techo anhelando que la mirada de Bene se cruzase con la mía con la ilusión de volver a verle. Giré atolondradamente alrededor de los bancos de la sala y miré en cada rincón mientras la extraña pareja no me quitaba ojo: «Ahora creerán que estoy loco…». Dando por hecho que la voz había sido fruto de mi imaginación, volví a recostarme en el banco.
La situación dio un vuelco al amanecer, cuando advertí que el sonido de algo repiqueteaba al otro lado del cristal desde las pistas de aterrizaje. Alguien hablaba en voz muy baja y pausada, pero no entendía nada de lo que decía. Salí, pero no vi a nadie. Desde la torre de control me hicieron señas para que abandonara la pista: agitaban una bandera roja en señal de peligro, que significaba que disponía de unos cinco minutos para salir o, en caso contrario, me detendrían; pero me resistía a marcharme. Deseaba ardientemente que se tratase del alma solitaria de Bene que hubiese venido a comunicarse conmigo.
Decepcionado, dispuesto ya a volver a la sala, y convencido de que eran alucinaciones mías, un espectro agarró mis manos. Como si una descarga eléctrica me hubiera atravesado, caí al suelo y una náusea me hizo correr a vomitar al baño. Cuál fue mi sorpresa cuando al pasar frente al espejo me percaté de que había retornado a mi cuerpo humano, pero con un aspecto muy desmejorado: los ojos inyectados en sangre, una inmensa arruga dibujaba un carril que dividía en dos mi rostro, a ambos lados se precipitaban fofos mis pómulos; el pelo oscuro era lo único que aparentemente no había sufrido tanto. La patética imagen del espejo se rompió de un golpazo, esparciéndose por el suelo en mil fragmentos. Silencio y al rato el zumbido de un abejorro se adentró en mis oídos.