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EN BLANCO Y NEGRO
Si fuerais ciegos, no tendríais pecados.
(San Juan, cap. 9, 41)
1
Que nadie se alegró de mi nacimiento lo descubrí mucho más tarde, en el tiempo en que comenzaba a comprender otras cosas y, de paso, también eso: que soy tonta, ignorante e inútil y que debí causar dolor. Creo que mi madre estuvo contenta en el primer instante y ese consentimiento suyo marcó mi afecto para siempre. Después tuvo que aceptarme y superó su natural rebeldía tomándome como un instrumento de la voluntad de Dios que me engrandeció mucho; yo contribuiría a su expiación en la tierra; su paso por la vida adquirió, por mí, un carácter dramático y excelso, como un castigo, como una promesa, ya que estaba convencida de que solo el sufrimiento lleva a Dios, y yo era, a fin de cuentas, un sufrimiento sencillo, agradable a veces, que le aseguraba la salvación.
Mi padre, en cambio, se derrumbó. Al principio trató de encontrar una solución, pero a pesar de haber arrostrado obstáculos para casarse con mi madre y ser por temperamento fácil, filosóficamente bohemio, tuvo miedo a una lucha para la cual no estaba preparado y cuyas raíces extraterrenas lo asustaron. No luchó por mí como un día lo hizo —¿o fue mi madre quizá?— por ella. Le signifiqué el desarme; no supo cómo enfrentar fuerzas diabólicas o celestes y prefirió evadirlas. La aceptación maternal lo exasperó tal vez y, ahora pienso, desencadenó un drama que no se perdonó durante mucho tiempo. El lapso duró tanto tiempo como el matrimonio de mis padres.
Un día él se fue de la casa y jamás se mencionaron claramente las razones. Si entonces los rostros fueron torvos y las sonrisas forzadas, yo no me di cuenta. Desde muy temprano viví en un mundo propio, vi solo lo que deseaba ver, manteniéndome al margen de una buena parte de las experiencias de mis semejantes.
En mis primeros años, ese mundo mío (único y cerrado, donde las ideas eran formas, los colores tenían una diferente temperatura y los comentarios y juicios se dividían como las fichas de mis damas, que yo trataba de creer que eran familias que se odiaban o se amaban y que movía entre el blanco y el negro; amontonaba en dos torres distantes, una blanca y otra negra; guardaba en diferentes cajas, en una las blancas y en otras las negras; jugaban desde dos líneas separadas, la blanca y la negra; hasta que supe que siempre las guardaba confundidas, que eran fichas iguales y solo variaban de personalidad en mi intención, tocándose, en la realidad, las unas con las otras en un montón blanco y negro), tenía el alto de las patas de los sillones de la casa de campo de mi abuela, y mi gran alegría era tocar el cielo que me proporcionaban las cubiertas de las mesas y los respaldos cóncavos de algún sofá. Durante el verano, el espacio de mis manos se agrandaba a los arbustos del jardín, hacia donde era fácil arrastrarme pasando inadvertida entre los pies de los mayores, hasta llegar a protegerme en las cuevas naturales que hacían para mí las ramas y las hojas.
Porque yo era, soy también ahora, ciega.
Para los grandes fui casi inexistente o, más bien, mi existencia era próxima y permanente y me olvidaban con facilidad. Así, con los años, aceptada como parte del mobiliario o del paisaje y señalada como un ser inofensivo, adquirí ante mis primos y sus amigos cierto prestigio: podía llevarles cuentos prohibidos y chismes familiares que no se decían delante de los niños, comentarios sobre la vida y sus dramas no aptos para oídos menores que solo oía yo cuando los demás eran excluidos por orden de la abuela, que solía decir: “Ya, los niños, váyanse a jugar”.
Más que esa frase que no me aludía, me impresionaba otra dicha por tío Miguel o su mujer: “Ustedes, mocosos, háganse humo”. Sentía un raro pánico y, a pesar de oír los pasos, carreras y gritos de burla y rebeldía, comenzaba mi desazón: ¿Y si mis primos dejasen de existir y llegara de repente hasta mí el aire contaminado que producía tal escozor en los ojos y la nariz; y si sus cuerpos-humo volvían a la pieza hechos nada, intocables, molestos como el vaho de una tetera, como el olor del dulce de moras o la mermelada de duraznos al llegar a su punto, como el agua de la acequia que consumía al sol del verano en el fondo del jardín, como el paso de Rosa, la cocinera, y el galope terrible de los caballos que anunciaban incendio en los bosques del vecino? Entonces me escurría del grupo mayor y con torpeza golpeaba las piernas de mis tíos o estrellaba la silla de la abuela. Preocupada solo de escudar el rostro con mis dedos antes de llegar al primer poste del parrón, y ahí, en espacio abierto, me atrevía, para igualarlos, a correr también hasta asegurarme de que aún eran ellos mismos, tangibles. Trataban de engañarme usando mil trucos para esconderse y asustarme, pero los delataban ciertos pedazos de risas a medio sofocar. Feliz, reía yo también, batía palmas y me echaba sobre algún niño próximo, porque me encantaban sus caras y, al tratar de encontrarlas, sentía sobre mí alguna bofetada: “Ya llegó la tonta, siempre a la cola…”.
Era agradable la vida en la casa de la abuela.
Nací en la capital y, en un momento perdido en mi memoria, mi padre decidió llevarnos al campo, pues le ofrecían un trabajo en sus cercanías. Ahora sé que preparaba su fuga facilitándole la tarea a su conciencia. Porque allí, en su casa, mi madre no sería tan desgraciada ni la vida tan costosa. Como había viajado poco, creo recordar ese éxodo que nos llevó a un tren, luego a un coche, mientras yo apretaba a una muñeca que nunca quise, entre voces desconocidas y lugares extraños, tirada por la mano de mi padre. Comprendí que llegábamos al notar cierta indecisión en los cascos de los caballos, algunos suspiros entrecortados y una caricia lacia contra el pecho que me apoyaba. En ese viaje perdí a mi padre, porque después otras voces reemplazaron la suya y extraños pasos ahogaron su andar. Nuevas manos me cogieron y olvidé cómo era la palma de la suya.
No recuerdo más de él; en cambio, sí está viva en esa primera memoria la presencia de varios miembros de la familia, que acudían según las necesidades de compañía o alimento. Tíos o primos llegaban o partían, se buscaban las sábanas limpias, se hacían camas y la casa tomaba un diferente ritmo; subía la cuenta del pan y había que mandar por carne; se ponía más templada la voz del abuelo y todos andábamos con cierto desorden de tránsito. Cualquier día volvimos otra vez a la calma. En un momento de parecido afán, mi padre dejó de estar.
La primera vez que vi a tía Clara debió haber sido luego. Quizá vino a casa por la muerte del abuelo, pero el abuelo y su desaparición no dejaron huella en mí; se hablaba de ello como un hecho nada más, era como una historia que se cuenta y se va. No así mi tía Clara. Ella formó con su presencia tal revuelo y sus frases eran tan distintas a las de mi madre que se grababan, y su llegada fue un acontecimiento. Había estado ausente de la casa durante mucho tiempo, y ciertos rumores sobre su conducta liviana y su gran amistad con una tal Flora, que se nombraba en casa como quien nombra al demonio, la hacían sospechosa y tal vez temible. Mi madre le temía, esto lo sé. A pesar de ser muy querida por el abuelo, no se apareció por la casa hasta su muerte. ¿Temía ella su reproche o intuía ella su pena? Después se olvidaron los malentendidos y quedaron para más adelante los reproches, hasta que estos se fueron también, dejándole abierta otra vez la puerta de la casa materna.
—Ven aquí —decía fríamente mi madre, cuando me sentaba yo sobre las rodillas de su hermana. Como si ella me contaminara.
También pertenece a esa época el primer recuerdo de mi primo José Luis. Vivía con su madre en la capital, aceptando malamente la esporádica presencia del padre, mi tío Luciano, que parecía ser borracho, mujeriego, “artista”, y gastaba a manos llenas la fortuna de su hermosa mujer.
El arribo de José Luis, que pese a su edad ya viajaba solo, causaba un revuelo distinto al que producían las llegadas de otros miembros de la familia. Cuando se anunciaba, la abuela, con la esperanza de que el niño viniera con su madre, mandaba a abrir la otra sala de baños, que olía a humedad y cuya tina era suave, de porcelana algo dulce a mi lengua. Me gustaba acostarme en la tina y quedarme allí adentro como en una casa de loza que sentía amable contra mis espaldas. Entonces daba vuelta la llave y el agua corría un rato sobre mi cabeza y me ahogaba la nariz, cosa que me divertía en extremo.
Las visitas se anunciaban por teléfono. O, más bien, el sonido de la campanilla hacía suponer alguna visita, porque se oía mal y no se sabía de quién era la voz. El teléfono en nuestra casa era el único medio de comunicación con el resto de la familia y con la gran ciudad, pero estaba viejo y siempre descompuesto. Esto alteraba profundamente a la abuela.
—Son los cables —gemía, sin alzar la voz—. Aló… Aló… ¡Aló! —empezaba a angustiarse, a ceder, luego gritaba y, por último, con un desolado ¡ALÓ!, se daba por vencida.
Desde mi escondrijo yo deseaba ayudarla, pero no podía descubrir cómo. Hasta muchos años después no conseguí que me pasaran el fono y, por eso, las voces de mis parientes eran para mí misterios que agitaban hasta el paroxismo a mi familia.
—¿Quién llama?… Pero sí. No oigo nada… No se oye, señorita, no se oye —colgaba y en su asiento seguía lamentándose—. ¡Cómo es posible que durante años esté yo pagando una cuenta y cuando quiero hablar…!
Mi madre volvía a levantar el fono por si lograba oír, lo que enfurecía más aún a mi abuela.
—Te digo que no se oye. Si yo no oigo nada, ¿por qué vas a oír tú? Son los cables que están viejos.
—No se aflija, mamá —decía mi madre, que nunca pasaba por mi lado sin poner la punta de los dedos sobre mi pelo—. Quiere decir que alguien viene.
Y así, tras el anuncio roto de un cable telefónico, llegó José Luis, pero solo.
—¿Y tu madre? —preguntó la abuela cortésmente, y mi primo, que desde pequeño fue petulante y veraz, respondió con soltura:
—No creo que venga nunca más. Dijo que ya nada tenía que ver con la familia.
—¿Y Luciano acepta tal insolencia? —preguntó mi madre, afligida.
—¿Mi papá?… Hace mucho tiempo que no veo a mi papá.
No recuerdo exactamente las frases, solo está claro en mí el silencio que siguió. El mover silencioso de los palillos del tejido de la abuela, la respiración callada de mi madre y allá lejos, en el fondo de alguna puerta abierta, la risa de mi tía Clara, que no podía evitar exclamar:
—¡Ya era tiempo!
Aprovechando la distracción general, yo me escabullí a tomar el fono, porque me gustaba el fono silencioso: no oí ni siquiera el eco de respiraciones ocultas en el hilo.
—¿Tampoco oyes? —preguntó mi tía, sin apremio.
Sonreí netamente, porque me gustaba el tono silencioso con cierto olor a boca y humedad.
—¿Pensará algo esta niñita? —continuó, pero yo no me di por enterada, porque la corneta era redonda y la boca en el hueco me cabía perfectamente y podía imitar su forma con mis manos.
—Comprende todo —se excusó mi madre.
—Tu padre debe estar loco —murmuró la abuela, dirigiéndose a mi primo.
—Así dice mi mamá…
—Que se calle esa… —la abuela podía insultar a su hijo, no así a la nuera. Se levantó furiosa—. Y que no te oiga hablar de ella nunca más, ¿entiendes?, nunca más.
—Ya pues…, usted también…
—No tiene por qué ser retardada, además.
Mi tía me quitó el fono de entre los dedos llenos de saliva. Desde lejos seguía defendiéndome mi madre:
—Es dulce y buena, pero la pobrecita…
—¡Déjate de pamplinas! —rugió mi tía, echándome hacia un lado—. La pobrecita, qué pobrecita; si está siempre callada es porque no tiene para qué hablar—. Se dirigió a mí por segunda vez—. Te entretiene tu mundo interior, ¿no es cierto? —desde entonces principió a gustarme su manera de decir las cosas, una forma que yo llamaba poética, porque ella embellecía el tono para sus palabras, al revés de otros—. Para lo que hay que ver, es preferible no ver nada…
Mi madre lanzó un quejido incomprensible.
—¿No perdona aún, Clara? —dijo.
Yo, molesta, deseaba recuperar mi mano y comencé a forcejear.
Como se acercaba José Luis, mi madre trató de hacerme desaparecer. Le dolía que me viera todo el círculo familiar y cuando llegaba un extraño trataba de esconderme. Pero esta vez no alcanzó y sentí a mi primo fríamente cercano.
—Soy ciega —dije yo sonriente, porque esa frase me volvía importante—. Soy ciega, soy ciega, soy… —siempre que decía esa palabra los demás callaban. Aplaudí contenta, con las palmas abiertas—. Soy ciega. ¿No es cierto, mamá, que nací ciega?
Escuché alejarse los pasos de José Luis, acongojarse a mi madre y la abuela distrajo por un instante su último pesar, mientras mi tía comenzaba a tararear una canción. Para todos, excepto para mí, la ceguera era trágica, humillante y a nadie le gusta reconocer una verdad fea. La abuela entonces se puso de pie, porque nunca le gustó sufrir y siempre buscaba cosas que la distrajesen para sentirse otra vez alegre. Decía que ella necesitaba alegría para vivir y que siempre esta era escasa. Así, ahora también echó a un lado la ceguera, su responsabilidad y los problemas familiares. Me propuso que fuéramos al jardín a pasear a los perros. Cuando salíamos dijo como para sí misma:
—Escribiré a la compañía y haré un reclamo en forma —pero como esa frase se oía a menudo, me puse a pensar dónde estaría mi primo.
Me gustaban la noche y su sonido. Me gusta hasta hoy la fresca conversación de las cosas durante la noche. El sonido nocturno es rico y cada voz difiere de otras voces, así como diferentes son las voces del día. Las aves diurnas cantan, gritan y pelean mientras se picotean jugando cerca de la acequia y quieren, creía mi madre, como los hombres, bañarse en el mismo hilo de agua y caminar en el mismo rincón del corral, pero yo creo que lo que desean es encontrarse bajo ese mismo hilo de agua y juntos estar en el trozo de corral. De noche, los pájaros son discretos y tímidos, se mueven con avances solapados, porque tienen miedo y chocan sus alas nocturnas y blandas, porque no saben las distancias. Los charcos de la noche se unen en un concierto y la gente cree que la que canta es la rana. Ahora pienso, recordando las noches de mi infancia —porque entonces no pensaba, tan distraída andaba en otros menesteres—, que me gustaba la noche porque nos hacía a todos iguales. Yo podía conducir a cualquiera en la noche, y era curioso oír que los otros debían disminuir su velocidad y hacer indecisos sus pasos cuando caminaban a oscuras. En la oscuridad, yo era más fuerte.
Por eso algunas veces, después del primer sueño, dejaba yo mi cama, apoyada en el recodo que hacía el pasadizo entre la pieza de mi madre y la entrada de la galería, y daba a mis pasos un ritmo de quejido nocturno para deslizarme hasta el jardín. Junto al último poste del parrón, había una piedra (estuvo ahí mucho tiempo, porque en casa las cosas permanecían siempre en su lugar y nadie movía nada a no ser que decidiera hacerlo un tercero y tomara solo la iniciativa, porque entonces también por no tener que cambiar, quedaba la cosa ya cambiada, en su nuevo sitio, y allí permanecía), a la que me gustaba allegarme y poner sobre ella mi mejilla. No dejaba que nadie se sentara en la piedra, la sentía mía y pasaba a su lado; cuando era de día, disimuladamente para que no la vieran, me alejaba para aislarla, volvía a otra parte para no atraer el deseo de otros sobre ella.
Sin embargo, una mañana cualquiera de cualquier invierno de mi pequeña infancia, al llegar al borde del parrón, presentí a una persona; antes de asustarme reconocí a mi tía Clara, que agarraba un débil rayo de sol. Un “a dónde vas” interrumpió mi huida y comencé a temblar.
—Ven y siéntate para que conversemos —dijo secamente.
Asentí aferrándome al poste.
—¿Por qué no hablas?
—Sí hablo.
—¡Cómo saber qué hay dentro de ti…!
—Mmm…
—Por quién y cuándo fuiste concebida…
—¿Eres una veta pobre o un rico mineral?
—Mmm…
—Tu madre llora porque no ves y…
—Yo veo…, veo…, veo; la gente cree que porque soy ciega, no veo nada.
—¿Qué ves? —la voz de mi tía parecía declamar.
—Veo a la gente, veo las caras de la gente, veo la luz del sol y el frío del nublado.
—No lo dudo —respondió mi tía, distraída ahora, desilusionada—. No tienes por qué no ver. Eso es cierto. Ser ciega es como cualquier cosa, como ser rubia o ser morena, fea o bonita. La ciega es ciega y no tiene por qué no serlo. ¿Qué significa? Es una cualidad, como cualquier otra. Me gustaría que me dijeras cómo ves la luna. La luna es para mí como un manto rojo, ¿comprendes?, sobre un vestido de novia.
Comprendí muy bien, porque los vestidos de novia eran como mantos y los mantos podían ser como la luna.
—El mundo entero es ciego, niñita —agregó ahora con voz dramática, agarrándome tan fuertemente del cuello que sentí ahogo—. Uno pasa la vida llena de luz y a oscuras, y como uno ve, cree una cantidad de tonterías y describe lo que ve, otra gran tontería, y así…, ¿de qué estábamos hablando?
—Del tiempo.
—¿Crees en el tiempo?
—¿Qué tiempo?
—Ya verás. No existe el tiempo. Yo estaba sentada en este mismo sitio, no, más allá, cerca del comedor, cuando vi detenerse un coche y bajar de él a un desconocido. Supe de inmediato que era él y me saludaría sonriente y vendría a sentarse a mi lado; conversaríamos largo y me diría que pensaba construir puentes y tranques y cosas duras… No puedo contarte todo lo que me habló ni cómo él me besó, ni mi miedo, ni la forma de la luna que salía allí detrás de ese almendro, así como interrumpida de hojas y ramas y como claveteada. Era terrible dejarse besar por un desconocido y me volvió el miedo, porque mi papá era difícil y podía verme besándome con él, que estaba haciéndole un trabajo, pero yo le dije de inmediato, para que se me pasara el miedo, que mi padre no me dejaría casarme porque era su hija predilecta y que él era joven y yo aún no sabía su nombre.
—¿Su nombre?
—Óyeme sin interrumpirme. ¿Crees en el tiempo? —me puse a pensar si contestaría sin interrumpir, pero ella no me esperó—. Tiempo después, un año quizá, llegó a casa. Y yo ya lo había conocido. Se lo dije y él respondió que venía del sur y que nunca había estado en la zona, pero le expliqué que eso era una tontería, porque yo lo había visto bajo el parrón una noche de luna, no, era una tarde de luna, son mucho más lindas las tardes de luna, y él aceptó el hecho y dijo que yo era cómica y que le gustaría casarse conmigo. ¿Te gustan los cuentos?
—No.
—A mí tampoco.
Las conversaciones con mi tía eran así y me agradaba oír su voz ronca de fumadora poética y, al oírla, me parecía que tomaba el tono de la persona que lee. Sí, leía sus recortados trozos de memoria, me bañaba su voz, de cuando en cuando me salpicaba su saliva y ella ponía un dejo especial que nadie usaba y ese hablar era para mí.
—¿Qué te estaba contando?
—De usted, de él, de los ciegos.
—Sí, tu pobre madre dice que no ves.
Lancé un quejido de rabia y comencé a morderme el dedo, pero mi tía me dio tal mantón que cayó mi baba suelta y descarriada.
—¿Te dolió…? ¿Qué te dolió?
—Yo veo…
—No digas tonterías.
—Pero si usted dijo que soy ciega y rubia…
—Qué más da. Llevas vida de mineral. No sabes nada de nada y eso es divertido.
Ya en ese tiempo me daba cuenta de que mi ignorancia le servía a la familia como una argolla, todos me tomaban y debía seguir mil cursos diferentes colgando de cuantos brazos quisieran arrastrarme; mi cuello debía ser dócil a la mano que quisiera apoyarse. Los dedos de toda la familia me guiaban como si fuese un buey y tuviera mil yuntas. Los dedos de los parientes sobre mi espina dorsal me indicaban los recodos y las acequias con un claveteado; me empujaban con mayor decisión cuanto más grande era el obstáculo. Tenía dificultad en dejarme llevar, me daba un miedo horrible, ya que no confiaba en las manos de quienes no eran ciegos y creía que me guiaban mal. No me atrevía a quejarme por no ser grosera, porque no me parecía amable desconfiar de la vista ajena y temía ofender a quienes me ayudaban.
Seguí a mi tía, sin embargo, cuando quiso que oyera sus versos y entramos a una pieza más oscura que otras, que olían a naftalina, a lavanda y a encierro. Me empujó suavemente hasta su cama. Ya cerca de ella me sentí mejor, subí de un salto y tomé la posición de gallina clueca, como decía mi tío, es decir, un montón de niñita en un ovillo de pelo y brazos, hasta que comenzaron a luchar en su garganta la poesía y la voz.
Sus versos eran diferentes a aquellos que, años después, leía mi prima Angélica tendida en el pasto cuando un mes de febrero vino al campo a preparar un examen de Castellano.
Desde que conocí el interior del dormitorio de mi tía comencé a quererla. Conocí su cama y me eché sobre sus ropas durante largas horas de muchos días, pero su amistad tenía un precio y el refugio de los armarios también: debía escucharla y comprenderla. No la escuchaba siempre, pero sí la comprendía y llegamos a una cierta intimidad. Fue la única persona de la familia que no se preocupó en ese entonces de mi ceguera; me trataba como una persona normal y no se despojaba de sus prejuicios en contra mía, ni me disimulaba su desprecio. Me gustó tía Clara por ser tan distinta a mi madre y a mi abuela; eso le daba otra dimensión a mi conocimiento del mundo. Tampoco intervenía en las frecuentes discusiones familiares sobre mi persona.
Decían a mi abuela que yo no sabía nada, pero ella contestaba que para algo tenía yo madre y si alguien repetía a mi madre la queja, esta se lamentaba llena de pena y exaltación:
—Es como echarme en cara mi desgracia. Decirme a mí una cosa tan triste. No tienen corazón con una mujer abandonada que solo aspira a conservar lo poco que Dios, en su infinita bondad, se dignó entregarle—. Lloriqueaba un poco. Me tomaba en sus brazos, escondía su cabeza en mi hombro y murmuraba—: Tú sabes que solo deseo lo mejor para ti, pero ¿qué puedo enseñarte yo? Si tuviera algún dinero traería a una institutriz, pero tú sabes que tu padre… para tu padre no existes ya. Cuando pienso cómo te quiso de guagüita antes de que se te notara la deformación, antes de que el médico dijera que la desgracia era irremediable. Tú me comprendes, ¿no es cierto?
Comprendiéndola, y por no ver qué necesidad tenía la gente de atormentarla por mi causa, no se me ocurría otra forma de consuelo que la de no estorbar con mi presencia recordándole su desgracia. “Su desgracia” era yo. Me lo decía besándome, como quien besa un silicio, cuando yo no entendía que la gente necesitara desgracia para ser feliz, pero ella necesitaba de mí, y cuando me escondía me lo reprochaba con inmensa tristeza. Resultaba difícil cambiar tantas veces en un día mi actitud a sus deseos. Pero ella salía sola, perdiéndome entre los arbustos.
Los recuerdos de mis primeros años no se dividieron en épocas sino en sensaciones.
Una vez que estaba yo escondida entre unas matas de alcanfor, oí decir a la abuela:
—¡Dios nos ampare! —lanzó una carcajada absurda, era imprevista en sus afanes como en sus alegrías—. ¿Qué se le ocurrirá a este demonio ahora?
Desde entonces, José Luis y el demonio anduvieron juntos en mi mente. Nadie dejaba de mencionar al demonio antes o después de su nombre: “Déjame y ándate al diablo”, “Este demonio de niño”, “Chiquillo del diablo”, “Vete al infierno”. De ello provino que, en mi más intenso recuerdo, José Luis conservó el olor y el porte de demonio y el demonio tomó la hermosura y la gracia de mi primo. Por eso también un tiempo me atrajo y me aterró el demonio. Hasta que alguien me contó que el demonio había sido un ángel. Ahí se complicó más aún la imagen, porque José Luis no era casi nunca un ángel.
—Claro —comentó la abuela—. Esa mujer no se acuerda de nosotros en todo el año y cuando en las vacaciones el chiquillo comienza a molestar recuerda que no se engendró solo, que necesitó de un padre. A propósito, ¿dónde se mete Luciano? Luciano… Luciano… —gritó despavorida—. Llega tu hijo.
Abandonado por su mujer y con poco dinero, mi tío Luciano había llegado también a casa. Tía Clara consideró su presencia como una copia o una intrusión. Desde su arribo comenzó a desear partir, pero luego olvidó el motivo por el cual debía irse y se fue quedando. Tío Luciano no se dio por aludido de las mil reiteradas frases de sus hermanas, quienes, cada cual a su manera, insistían en que estaba bien que la casa paterna fuera un refugio de mujeres abandonadas (eso lo decía mi madre) o de mujeres que desean la vida tranquila del campo (esto lo decía mi tía), pero el caso de un hombre “es diferente”. Mi abuela, en general, no decía nada, porque si bien es cierto que alimentar a todos sus hijos le resultaba pesado, tenía en ellos una compañía adecuada y la casa volvía a ser la de otros tiempos. Aprovechaba la abuela para hacer recuerdos tiernos sobre su marido muerto y las hermosas épocas en que “estas niñitas” (mi madre y mi tía) eran chiquillas. Aunque estas no resultaban para mí tan niñitas, lo aceptaba, como otra de las mil cosas de la gente grande que uno acepta en la infancia. Mientras, mi tío Luciano hacía su vida entreteniéndose en atormentar a sus hermanas y a mí, para desentumecer un viejo deseo de sufrimiento ajeno.
—Es bueno que también ese padre se acuerde de que tiene hijo —agregó tía Clara, terminando de comer un merengue que le deformaba la voz y le dejaba pegajosos los labios—. Es claro que si arman líos entre Luciano y ese chiquillo del diantre, me largo de aquí y me vuelvo donde Flora.
Siempre amenazó con irse donde Flora, hasta el día en que supo que Flora se había casado. Debió sentir un gran alivio. Estaba por fin tranquila, como si hubiese tocado tierra, aunque la tierra vista fuese un islote desierto. Demostró su dignidad no volviendo a mencionar nunca más a su amiga y guardando un silencio muy poco suyo cada vez que mi tío la insultaba en su presencia o contando anécdotas de la pasada vida de Flora.
—¿Qué va a ocurrírsele a este niño ahora? Porque en algo hay que entretenerse —dijo la abuela.
—Hacer sufrir a la niña, eso lo entretiene —respondió mi madre.
Mi tío se volvió hacia mí, lo sentí cercándome de ojos. Me hundí contra los ladrillos del corredor.
—¿A ti te molesta que un hombre te maltrate? —siempre decía esas frases raras con curiosa entonación—. Si sigues las huellas de tu tía, le tomarás el gusto rápidamente —rio con ácido en la garganta—. No te disgusta nada, creo yo; más bien te gusta que ese demonio de niño te maltrate; los he visto, lo sigues como un perro faldero esperando sus retos, sus improperios, sus dulces y aduladoras palabras —se exaltaba con voz extraña—. Los he visto. Le dice linduras a esta chiquilla solo para burlarse, solo para aprovechar su buena voluntad, y ella feliz…, feliz…, ella…
Yo no escuchaba. Me acostumbré a cerrar los oídos, así como otros cierran los ojos. Me gustaba transformar las palabras, embellecerlas y creer de repente que me estaban diciendo lindas frases de cariño. Así logré evitar los ataques de mi tío y lo vencí, cosa que a José Luis le costó mucho más tiempo y más amarguras. Es cierto que él era su hijo. Pero, además, era rebelde y su primera y más terrible dificultad, me parece a mí, fue aceptar las frases odiosas de su padre y acostumbrarse a su cada vez creciente olor a alcohol. Además, no aprendió a evitarlo. Yo conocía desde lejos sus pasos y me era fácil esconderme bajo los arbustos antes de encontrar su presencia.
—Como no es de los más sacrificados el chico, seguro que tomará un auto en la estación y deberemos pagárselo —insistió mi tía, que recobraba su sentido común cuando la estimulaban.
—Deberemos…, qué frase…, deberemos; como si tuvieras con qué pagar. Pordiosera, eso eres, pordiosera de todo. Yo le pagaré el taxi. Para eso tiene un padre. Para algo es mi hijo; a alguien tenía que salir dispendioso y altivo…, a alguien… —pareció poco convencido de su encono y su voz decayó sin objeto. Nadie lo escuchaba.
Ese año esperé a José Luis anhelante. Recordaba su voz alta y aguda, algo quejosa y cruel, de cuando en cuando triste, como si luego de pellizcarme los brazos y las nalgas hasta hacerme gritar, creciera de repente sintiéndose hombre. Pero no deseaba ser hombre, tampoco quería continuar siendo niño, y ese era otro problema en sus deseos y tendencias. ¿Volvería a atravesar cuerdas en el camino para hacerme caer? A mí me divertía el juego. Sentía un terrible miedo al comienzo, pero al oír a todos mis primos reír con alegría, reía yo también. “Parece una garrapata en la tierra”, chillaban antes de tenderme alguna otra celada. Les gustaba jugar conmigo y me enorgullecía servirles de diversión: me sentía única y pretexto para otras barrabasadas, muñeca y juguete diferente que se amoldaba a sus gustos y seguía sus emociones.
Oí antes que nadie el ruido del automóvil; era tan viejo el taxi del pueblo como el auto de la abuela, que permanecía encerrado y cubierto de polvo en el garaje; gemía desde la última subida como si viniera empujándose. La portezuela se abrió antes de estar detenido, pero los pasos demoraron un momento en dirigirse a la casa. José Luis había pagado y traía él mismo su maleta. Me tendí de espaldas en el suelo para que me viera al pasar; puse cara de estar tocando el sol y sonreí bobamente a la atmósfera como si no lo viera. Pensé que se detendría a saludarme, pero siguió de largo. Lo oí mascullar ante la abuela y supe que ella lo estaba besando. Evitó que mi tía le rozara el rostro con sus labios, pero estrechó a mi madre con calor. Luego, abochornado, sumiso, se sometió a las preguntas de su padre. Como siguiera ignorándome, me acerqué despacio hasta la puerta del dormitorio que la abuela había destinado para él.