Kitabı oku: «En blanco y negro», sayfa 3
—¿Qué hacías allí botada como perro?
—Nada.
Para que José Luis me buscara, volví a esconderme. A veces permanecía en mi pieza hasta muy tarde y otras me echaba bajo la mesa del comedor, donde tocaba los ladrillos que tenían caminos en todas direcciones por donde transitaban las hormigas.
—No sé cómo no la pican —decía mi abuela al pasar—. Lo más bien que se las arregla con esos bichos, porque son como ella, terrestres. En cambio, las moscas…
—En todo caso, es un juego inmundo —decía mi madre.
—Mírala cómo escupe en el suelo —chillaba mi tía riendo a carcajadas.
—No seas cochina, niñita.
No se daban cuenta de que, en vez de escupir, yo hacía lagunas para que se bañaran las hormigas. Mi baba duraba un tiempo en los ladrillos. Antes había intentado echarles agua, pero esta se consumía con rapidez y debí cambiar de líquido.
Un día que me hallaba en la pieza de mi tía, esta entró como un viento. Su apresuramiento era igual a su voz y su confusión fue ingrata al verme echada en su cama como una lagartija. Comenzó a hablar, creo que declamaba, porque los movimientos de sus brazos eran como aleteos; su voz como eco, paisaje o agua; según ella, devenía estridente y apenas oí lo que decía. Al fin comprendí que mi prima Angélica llegaba al día siguiente.
Para ir en busca de Angélica era preciso sacar el Ford de la abuela. La escena de la partida fue, como siempre, conmovedora. Lucho, el chofer, que también trabajaba en otras partes de la casa, abrió de mañana el portón y empujó el auto hasta la entrada. José Luis maniobró el volante y yo ayudé a empujar, porque era divertido quedarse colgada del parachoques en el emocionante momento en que el motor se decidía a partir. Generalmente tomaba esa decisión en la bajada del camino y rugía como burlándose de todos los que nos quedábamos atrás resoplando, riendo y con las manos desocupadas de improviso y la fuerza de los músculos marchita.
—Estará muy linda esa niñita —dijo mi abuela—. La mandan aquí para que estudie, porque fracasó en un examen.
Linda debe haber llegado, porque José Luis, algo menor que ella, no dejó de seguirla cuando vagaba por el jardín con un libro en la mano. Se sentaba a su lado cada vez que tenía oportunidad de hacerlo sin que su padre lanzara un largo silbido de burla o de aprobación hacia la sobrina, cosa que al hijo desesperaba. Siempre había dicho que la encontraba engreída, pero ahora olvidó su juicio y discurrió invitarla a bañarse en el canal a la hora en que toda la casa dormía la siesta.
De alguna manera lo supo mi tío y aprovechó la quietud del patio para acercarse a mirarlos desde la reja que limitaba el jardín del potrero del fondo, donde corría el canal, comentando después a la abuela que estos niños se bañaban casi desnudos. La abuela se sobresaltó un instante, pero prefirió orillar el problema contestando algo de los tiempos, de las debilidades de las madres y del uso indebido de trajes de baño que parecían pañuelos. Pero no se allegó a la reja, porque cerciorarse era peor que suponer un hecho y la abuela no quería disgustos innecesarios.
Yo también los seguí al fondo del jardín, pero encontré a Angélica sola arrastrando una silla de lona sin acertar a ubicarla en un sitio confortable. Al sol le daba calor, dijo, y a la sombra, frío, y la semisombra y el semisol la ponían nerviosa.
—Puede ser que logre estudiar algo —pasó la mano por mi pelo y me alejó de ella.
Sentada a algunos pasos, leía en voz alta su primera lección, como mi tía el diario, comiéndose las palabras y saltándose los párrafos apretados: “Padre nuestro que estás en los cielos,/ ¿por qué te has olvidado de mí?/ Te acordaste del fruto en febrero/ al llagarse su pulpa rubí./ ¡Llevo abierto también el costado/ y no quieres mirar hacia mí!”. Calló un instante, enternecida, y siguió con más emoción: “Padre nuestro que estás en los cielos…”.
A medida que memorizaba el texto iba cogiendo su sentido y enamorándose de su voz. Cambió de ritmo y de inflexión, como mi tía inventaba nuevas voces para que sus versos me fueran tocando. Me divertí oyéndola. En poco rato aprendí de memoria la poesía y, al final de su lectura, comencé a recitar la primera estrofa.
—¡Bah —gritó como si me descubriera—, ya la sabes! Entonces puedes tomármela a mí.
—Pásame el libro —dije, para darme importancia.
—¿Y para qué lo quieres, tonta?
—Me gusta.
—Pero si no lo ves.
Traté de tragar la rabia que esa frase me producía, porque estaba consciente del favor que significaba servir a mi prima y cómo estaría de furioso José Luis cuando supiera que yo la ayudaba a estudiar. Desistí de explicarle que, teniendo el libro en mi mano, yo lo veía.
—Es para que no mires.
—Bah, te sabes una pura estrofa. Después yo podría decirte cualquier cosa y tú me la creerías.
—No, porque yo la oí.
—Tómame mejor esta lección de Castellano —comenzó a leer, y ahí yo me distraje; eso era otra cosa.
Un verso se aprende, pero una enumeración de palabras llamada oración, y un análisis de verbos y preposiciones y qué sé yo, era muy aburrido. Sin embargo, esa tarde aprendí mi primera lección de Castellano y nunca más olvidé los verbos de la tercera conjugación. Me costó imaginar que fuese tercero algo que para mí era único, pero no deseaba discutir con Angélica y temblaba ante la idea de que decidiera deshacerse de mí. La tercera conjugación y algunas reglas gramaticales flotaron en mi memoria vacía como islas flojas. Descubrí cuántas cosas podían venir en un libro tan pequeño y traté de tenerlo misteriosamente escondido detrás de mis espaldas para que Angélica no hiciera trampas. Cuando me cansé partí corriendo, con el libro aún en la mano, y ella aprovechó ese incidente para correr tras de mí, empujarme un poco y desentumecer las piernas. Mas, al sentir llegar a José Luis, escondí el libro entre unas ramas y me alejé cuando pude. Oí que se desesperaba buscándolo y que todos los insultos me iban dirigidos, lo que me alegraba, porque eso era para mí un juego y la lucha estaba llena de emoción.
—No te digo yo que es idiota…
—Y si le preguntáramos dónde lo puso…
—Yo no le hablo a esa ni que me paguen…
—Espérate no más que yo la agarre.
Pero no me encontraron y otra tarde fui a espiarlos mientras se bañaban en el canal. Después de almuerzo buscaron sus trajes y cuando estaban alegres chapaleando en el agua aparecí de repente, feliz de sentir gotas de frescura que entre gritos lanzaron contra mí. Sentía gran curiosidad por saber cómo era mi prima y por qué mi tío silbaba tan largamente que el silbido de su lengua se pasaba a la garganta convirtiéndose en tos y, sobre todo, por qué José Luis no la golpeaba como a mí. Pensando en esto y por querer tocarla, me eché vestida al agua. Acostumbraba a hacer siempre cuanto me venía en ganas. Bastaba que una idea se me cruzara por la mente para que estuviese ya en mis manos. Tenía que tocar la piel de Angélica, saber cómo era ese traje con el que parecía desnuda, conocer su cuello y sus brazos. Así, con el agua hasta la cintura y resistiendo la corriente, me acerqué gritando hasta colgarme de su cuello; me amarré en sus brazos riendo, sin comprender que Angélica se pusiera a chillar. Gritaba como un pájaro nocturno, gritaba como un verraco mañoso.
—¡No me toques así, déjame tranquila, tonta!… ¡Te digo que me sueltes! —con mi peso perdía fuerzas en la corriente. Yo interpreté a mi modo sus gritos y creí que eran parte del juego, dejándome llevar con ella por el agua, apretada a su cuello y tratando de lamer sus espaldas mojadas.
José Luis logró sujetarnos y Angélica continuó persiguiéndome:
—Inmunda… ¡me las pagarás! —de un empujón me echó de cabeza al agua haciéndome tragar tal cantidad de líquido, tierra y hojas, que sentí ahogarse mi boca y mis pulmones—. Es que me da asco esta chiquilla cargosa —seguía ella quejándose, mientras José Luis me arrastraba media muerta hasta la orilla.
—Lo que falta es que te ahogues, miéchica —murmuró—; haces cosas de loca. Ya, ponte aquí al sol para secarte bien —me desabrochaba torpemente la camisa y tiró lejos mis zapatos—, no vayas a enfermarte.
—¿Pero no viste, José Luis, cómo la tonta me lamía como un perro? —se excusaba Angélica.
—No te des tanta importancia ahora —José Luis cargaba contra Angélica y la impresión de tal cambio me hizo bendecir mi caída y toda la mugre que había tragado y hasta los tirones de mi primo sobre mis brazos—. Déjate de hacerte la interesante.
—Es que no viste, te digo… Además yo no soporto que me toquen…, que nadie me toque…, mucho menos esa…
—¿Podrías, alguna vez, entender alguna cosa? —gritó José Luis fuera de sí—. Eres bien cargante tú también —bajó un poco la voz—: es ciega, ¿o no lo sabes? Es ciega y ella tiene su manera…
Volví a casa sola, llena de agua, barro y ahogos, pero contenta, con los zapatos en la mano y sin sentir el calor de la tierra en los pies. “Me das asco”. ¿Por qué? ¿Por qué no le gustaba a Angélica que la tocasen? ¿Cómo podía vivir alguien sin tocar? Es como no ver. Eso sí que era ser ciega. A mí me gustaba tocarlo todo y deseaba que los demás me tocaran. Aun ahora, cuando no toco a alguien, me siento muy sola. Es cálido y amable el cuerpo de una persona; me gustan las manos que saben apretar otras manos, son generosas y veraces y ayudan a seguir andando; y cuando uno pone los labios sobre una mejilla o siente que alguien le besa el pelo; cuando uno logra descubrir la forma de unos ojos o de una boca; cuando se conocen en los dedos el cuello y la piel y se afirma en un brazo y ese brazo toca mi brazo, cree una estar viva, estar entre amigos; pienso, en esos momentos, que los demás son iguales, que tal vez sus almas desean copiar la mía y que tengo un lugar importante entre los hombres.
Me sabía ciega, torpe e ignorante, encontrando esas cualidades igualmente irremediables. No le daba mayor importancia, pero intuyendo una desventaja argüía, como mi madre, que era muy chica, que era inválida y que en la vida no había gran cosa que aprender.
Sin embargo, cuando José Luis habló de mi ignorancia agregando palabras para mí desconocidas, como analfabeta y otras no tan desconocidas, como burra, se lo conté a la abuela, quien me respondió:
—Para algo tienes madre, hijita; que cada persona cargue con su propio fardo. Allá ustedes, nunca me ha gustado meterme en la vida ajena.
Como en esos días la abuela enfrentaba una desesperada lucha contra las moscas, se creía su única víctima y su más vengativa adversaria, cambió rápidamente de preocupación, rogándome que le pasara el insecticida.
—Ya pues, niñita, no te hagas la tonta —se impacientó—. Está ahí cerca de tu rodilla. ¿Qué crees tú que habrá provocado esta ola de moscas? Más cosas para matarlas inventa el hombre, más tercas y fuertes se ponen ellas. Esta mañana amanecí con una mosca sobre la nariz; por suerte había dejado al alcance de mi mano mi matamoscas y la muy pérfida no se me escapó.
Me puse a echar líquido con la pequeña bomba, cosa que me gustaba sobremanera hacer, porque olía el perfume del insecticida y me sentía capaz de perdonar a algunas moscas echándolo hacia otro lado del que me indicaba mi abuela y diciendo por lo bajo: “Ya, escapen ligerito, que tengo que volver”.
—Con moscas no se puede vivir. ¿Has despertado alguna vez con una mosca sobre tu nariz?
—Sí, muchas veces.
—Desagradable, ¿eh?
—Hacen cosquillas.
—¡Qué niña…!
—¿Qué significa ser analfabeta?
—No hagas caso. José Luis es un odioso.
—Dice que no sé rezar.
—¿Eso dice? Mírenlo… ¿No sabes rezar? Malo. Es malo no rezar. Pero eso tiene que resolverlo tu madre, porque no hay mejor educadora que la que no tiene hijos ni mejor administradora de los bienes ajenos que la que nada tiene. Es fácil saber las cosas en las que uno no es parte. Meterse en ellas es distinto. Hace mucho tiempo que pienso que hay que dejar vivir, pero no lo pensaba así cuando tenía a mis hijos pequeños —suspiró la abuela con tristeza impropia, aspirando profundo para serenarse—. No debo ponerte triste, tienes bastante con tus propios problemas, tú también —sonó un golpe seco contra la mesa, un vaso se tambaleó—. Eso, maté otra.
De todos modos debe de haber tratado el tema con mi madre, porque esta, una mañana, me sentó en su falda y tomándome la mano comenzó a enseñarme a persignar. Aburrida de hacer el mismo gesto, una cruz sobre mi frente, sobre mi boca y otra cruz sobre el pecho, me gustaba terminar besando bulliciosamente los dedos todavía cruzados. Después de esa lección, creí que había dejado de ser ignorante, pero mi primo insistió en que lo más terrible era ser analfabeta. Continuaron las clases y creció mi aburrimiento; no encontraba postura y si trataba de retirar mi mano de la de mi madre, esta apretaba con más fuerza y suspiraba descorazonada. Le dije con rabia a José Luis que era responsable de mi desgracia, de las muchas horas que perdía de estar tendida al sol y que si seguían metiéndome rezos en la cabeza se me olvidarían todas las otras ideas, porque siempre me llamaban cuando tenía a medio hilar un pensamiento y al volver estaba olvidado, y era una lástima tener que empezar cada pensamiento desde el principio.
—Eres analfabeta y te pondrás cada día más burra —repitió él con paciencia—. Con el tiempo puedes dejar de ser analfabeta, pero con estos argumentos tuyos seguirás igualmente ignorante. Nadie puede dejar de ser un ignorante viviendo en esta casa.
—¿Qué tiene esta casa?
—Está estancada.
—¿No te gusta vivir aquí? —creí que iba a llorar de pena.
—¿Crees que soy un ente como tú? —preguntó—. No soy idiota. Aguanto porque no me queda otra cosa. No tengo plata ni casa a dónde ir, pero si yo pudiera… hace mucho rato que habría volado a otra parte.
La idea me pareció fantástica. Nunca antes pensé que se pudiera uno ir a otra parte, menos aún volar, y menos que menos vivir en otra casa. Nunca supe que el dinero era importante ni su falta, una limitación. Desde ese momento, el dinero comenzó a tomar una dimensión creciente y desmesurada, un poder mágico. Traté de imaginarme cómo podría yo andar sola por el mundo y entonces José Luis repuso que los ciegos tenían un bastón blanco que les abría el camino y les servía de apoyo. Ahora fueron los bastones los que tomaron blancuras mágicas. Con los años, siempre que me hablaban de dinero pienso en bastones y por ello tengo en la mente a las personas que tienen mucho dinero como seres rodeados de bastones donde ellos, al estirar la mano, escogen el que les acomode mejor. Los ricos escogen sus bastones. Algunos pueden cambiar uno más duro por otro de madera suave y hasta por uno de material sintético; otros deben tratar de no extraviar el único que poseen para proseguir su camino. Hay personas con miles de bastones, millones de bastones, casas hechas de bastones y arcas con bastones guardados; otras con una pila de bastones arrimadas a la puerta. Hay yates de bastones y edificios y automóviles con el color blanco y suave de los mejores bastones. Aunque en mis manos el dinero sonaba y era redondo, no logré disociar ambas imágenes, que si bien eran distintas en su forma, eran parecidas en su primitiva sensación.
Pregunté un día a mi madre que por qué hacíamos tantas cruces para persignarnos y ella comenzó a contar la historia de Jesús, de quien yo conocía de paso una que otra anécdota, dándole esencial marco al momento de la crucifixión. Tuve la sensación entonces de que para ella no eran tan importantes el nacimiento, el milagro, la resurrección: era especialmente devota de la crucifixión. Esa vez la clase de catecismo tuvo resonancia en mí. Sentí una dolorosa transformación interior, y mientras pensaba si eso sería dejar la ignorancia, la idea de la cruz tomaba forma en mis dedos y en mis espaldas. Mientras mi madre hablaba, sentía que todo mi cuerpo era de madera y que se adaptaba perfectamente a la cruz. Salí corriendo al jardín, porque tenía que pensar cómo era posible poner dos tablas en forma de cruz y una alegría extraña y contradictoria sentía en mí.
Meditando me quedé dormida y cuando desperté oí las voces de los niños tras una pirca semiderruida. José Luis, como siempre, dirigía el conjunto y su voz callaba o alentaba a los hijos de la cocinera y otros vecinos con quienes solía jugar a la pelota. Hablaban en voz baja y eso me alentó a escucharlos, pues pasar inadvertida era la forma de oír muchas cosas. Trataban de convencer a una de que fuera a robar cigarrillos a su padre. Se disponía a saltar la pirca y ya no tenía tiempo de escapar. Los esperé de frente, temblando, y en ese instante sentí a uno que daba la voz de alarma.
—Tenía que estar oyendo.
—Yo los acompaño.
—Las mujeres no fuman, eso es cosa de hombres.
—Ya, ándate…, tú eres ciega.
—Que se vaya esta chiquilla.
—Ándate, miéchica, ¿oíste?
—Qué más da, si ella no le cuenta a nadie —intercedió José Luis.
Pero como sentí que me tomaban de los brazos, me eché con rabia al suelo y comencé a patear hacia todos lados para alcanzar a quien se me acercase. Echada sobre mi espalda y girando en redondo, mis piernas se convertían en peligrosas aspas que dolían y exasperaban a la pandilla. Lanzaba patadas a una velocidad vertiginosa sin darles tiempo a que me agarrasen.
—Es bruta.
—Pégale con esa piedra.
—¡A que yo la pesco!
—Esta mocosa de mierda no creerá que tiene más fuerzas que yo.
José Luis se abalanzó contra mí con tal fuerza que recibió una patada en la nariz, lo que le provocó sangre, humillación y más rabia.
Ahora pateaba yo como enloquecida; olía su sangre, que también me llegaba en sus manotazos. En un momento de debilidad me detuvo y arrastrándome furibundo, agarrada de una pierna, seguía repitiendo entre sollozos de ira contenida:
—Si cree que se la puede conmigo, ya verá.
Cuando recuerdo esta escena me parece inventada. No comprendo cómo los niños son capaces de tanta violencia, cómo una vez que pierden la línea, el miedo o la pasión los ciega. Es mucho más cruel un niño que el más malvado de los hombres. Nunca vi tanta furia en tantos niños ni tanta ciega pasión. Lo sé, porque yo la sentía igual, como si cada cual me la estuviese comunicando y yo se la devolviese centuplicada. Solo la debilidad de un niño convierte su rabia en inofensiva. Si sus fuerzas fueran brutales, habría más homicidas niños.
Cuando me sentí devorada por la ira, cuando los sentí a todos tanto o más encolerizados que yo, tuve miedo, horror y no vi nada, se borraron de mí todas las imágenes y fui, por un lapso, totalmente ciega. Comencé a gritar. Al verme ya impotente, los secuaces de mi primo, sin temor a mis pobres manos temblorosas y débiles, me levantaron del torso, arrastrándome sofocaban mis gritos con las pocas manos que quedaron libres. Llevándome en vilo a veces, sobre mi espalda otras, corrieron hasta el más lejano potrero, desde donde mi voz no podía llegar a nadie. En ese momento, uno descubrió un pañuelo en su bolsillo y, deteniéndome para amordazarme, continuaron más libres la inusitada carrera por los surcos. Perdidas las esperanzas de ser escuchada, dejé de gritar y el pañuelo hirió menos la boca callada.
Me tendieron de espaldas en el suelo, sacaron la mordaza empapada de saliva. Sentía en mis espaldas los terrones arados y restos de hierba seca me pinchaban. El sol hería mis ojos al tocarlos tan directamente y por cerrarlos más arrugaba tan horrorosamente el ceño que ellos continuaron con su tarea exacerbados por mi gesto huraño. No deseaba continuar llorando. Comprendía ahora que estábamos jugando y que era mejor reír para que la diversión resultara verdadera. ¿Qué harían conmigo? Jadeaban sobre mí como perros cansados. Siempre me había gustado sentir la lengua de los perros en mi cuello y en mis brazos, y comencé a recuperar mi alegría.
—Tráete dos palos grandes —ordenó José Luis—. Vamos a crucificarla.
Sentí que arrastraban tablas del cerco y una inmensa felicidad comenzó a invadirme. No deseaba hablar para no interrumpir el trabajo ni mi propia emoción.
Sobre los palos cruzados me acostaron y de inmediato mi espalda comenzó a amoldarse a la forma del madero. Sujetaron firmemente mis manos extendidas y mis pies semiabiertos.
—No tenemos clavos —balbuceó alguien, y quise comenzar a gritar de nuevo, pero no pude hacerlo. Varias manos apretaban mi boca.
—No importa… es fácil de encontrar.
Recuerdo con una extraordinaria claridad ese instante, extraña en mi miedo, en mi oscuridad y en mi encontrada emoción. Los imaginaba armados de clavos, de martillos y de lanzas. Entonces, el grito se me dio vuelta hacia atrás y el ahogo fue convirtiéndose en un estertor de suma dicha. ¿Ira?, ¿miedo?, ¿placer? Plenitud diversa, una alta tensión nerviosa antes desconocida e imposible de analizar en esos cortos años. Conservo ese sentimiento como el misterio. El grande y único misterio de mi sencilla infancia. Coronación, flagelación, resurrección, dolor y gozo. Misterio. Sentí una inefable alegría, una alegría que desbordó mi límite corporal. Nunca lo he contado a nadie, he callado el secreto de mi luz, de la inmensa luz, la primera y última luz que vi claramente con mis ojos. Desarrugué mis párpados y se estiraron sin tendones los músculos de todo mi cuerpo; estuve lacia, inerte, luminosa; abrí al sol los párpados y vi el sol redondo, incoloro, inmenso y soporté sin parpadear sus rayos. En ese instante vi mil cosas desconocidas y me llené de ellas para toda la vida. A pesar de mis años acepté el misterio y sentí evidente la transformación que se operaba en mí. Doblé la cabeza, sonreí contenta y esperé.
Comprendí en el silencio del aire que había terminado el milagro y que ya estaba por fin muerta, verdaderamente muerta, clavada en una cruz y, por ello, eternamente llena de gloria.
Esperé. Mi espalda se apegaba realmente a la tabla. Esperé y mis manos sintieron en realidad el entrar de los clavos. Esperé y mis pies sufrieron un gran reconocimiento. Esperé las risas de los niños y deseé decirles que continuaran, que me gustaba el juego, que cada uno estaba representando su papel en el acto. Solo deseaba ahora ver a Jesús, ahora que nos comprendíamos, ahora que éramos una sola carne, ahora que éramos Él y yo una sola cruz.
No supe en qué momento se detuvo el suplicio y cuándo huyeron uno por uno mis compañeros de juego. No oía nada. Vagamente creo recordar que cesaron de jadear sus gargantas y el silencio de ellos fue helado y angustioso. Solo deseaba dormir, continuar eternamente durmiendo. Se habían ido sin saberlo yo. Se fueron, dejándome allí con los brazos extendidos en medio del potrero, cara abierta a la tarde.
El frío de la noche me obligó a volver a casa. No sentí ruido alguno a mi alrededor, pero me sabía vigilada. Todos parecen estar muertos. No encontré a nadie y tuve cierto recelo. Comí sola en la cocina y me fui a acostar. No recuerdo que entonces haya venido mi madre o mi abuela a darme las buenas noches.
Dormí muy bien y cuando desperté a la mañana siguiente y supe que toda la familia se reunía para abrir la correspondencia del día, esperé a José Luis para estar un rato con él. Pero no se me acercó.
Durante el resto del verano no volvió a hablarme. La Semana Santa terminó. Oí que tenía que volver a su casa.