Kitabı oku: «Novelistas Imprescindibles - Émile Zola», sayfa 9
—¡Ah! ¡Dios mío! ¡Y yo, que no tengo la comida hecha!
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IV
Cuando Maheu volvió a su casa, después de haber dejado a Esteban en la de Rasseneur, encontró a Catalina, a Zacarías y a Juan, que estaban sentados a la mesa, acabando de comer. Al salir del trabajo, tenían tanta hambre, que comían sin quitarse la ropa mojada, y sin lavarse siquiera la cara; no se esperaban unos a otros; la mesa estaba puesta todo el día, desde por la mañana hasta por la noche, habiendo siempre alguno comiéndose su ración a la hora que se lo permitían las exigencias del trabajo.
Maheu vio las provisiones desde la puerta. Nada dijo, pero su semblante inquieto se serenó de pronto. Toda la mañana había estado pensando con desesperación que la casa estaba vacía, sin café y sin manteca siquiera. ¿Cómo se las arreglaría su mujer, mientras él luchaba heroicamente contra la hulla? ¿Qué iba a ser de la familia si había vuelto a casa con las manos vacías? Y se encontraba que tenía de todo. Más tarde le preguntaría cómo se había producido el milagro. Entre tanto, sonreía satisfecho.
Ya Catalina y Juan se habían levantado de la mesa, y estaban tomando el café de pie, mientras Zacarías, que no se daba por satisfecho con el cocido, se estaba comiendo un gran pedazo de pan muy untado de manteca. Había visto el pedazo de carne que Alicia estaba poniendo en un plato; pero no lo tocaba porque sabía que aquello era para su padre. Todos se echaron al coleto un buen trago de agua para ayudar a la digestión.
—No hay cerveza —dijo la mujer de Maheu, cuando su marido se hubo sentado a la mesa—. He querido guardar algún dinero... Pero si quieres, la niña puede ir por ella en un momento.
El marido la miraba asombrado. ¡También tenía dinero!
—No, no —dijo—. Ya he bebido un jarro en la taberna, y me sobra.
Maheu empezó a comer a cucharadas. Su mujer, sin dejar a Estrella de los brazos, ayudaba a Alicia, que servía a su padre, y le acercaba la manteca y la carne, y ponía el café a la lumbre, para que lo encontrase bien caliente.
Pero en un rincón había comenzado la operación de lavarse en un medio tonel transformado en cubeta de baño. Catalina, que se bañaba primero, acababa de llenarlo de agua tibia, y se desnudaba tranquilamente, quedándose como su madre la echó al mundo, porque tenía la costumbre de hacerlo así desde muy niña y no encontraba en ello mal alguno, a pesar de sus dieciocho años. No hizo más que volverse de cara a la pared, dando la espalda a la lumbre y empezó a frotarse vigorosamente con un estropajo y jabón negro. Nadie la miraba; ni siquiera Leonor y Enrique sentían curiosidad por saber cómo estaba formada.
Cuando se encontró bien limpia, subió desnuda la escalera, dejándose la camisa y la demás ropa mojada hechas un lío en el suelo. Pero entonces surgió una disputa entre los dos hermanos: Juan se había dado prisa a meterse antes en el barreño con el pretexto de que Zacarías no había concluido de comer; y éste lo empujaba, reclamando su turno, y diciendo que si tenía la amabilidad de permitir que Catalina se bañase antes, no quería ir después de su hermano, porque éste dejaba el agua como tinta y le daba asco. Acabaron por lavarse al mismo tiempo, vueltos de espaldas a la gente, y tan bien hicieron las paces, que uno a otro se ayudaron a restregarse las espaldas con el jabón. Luego, lo mismo que su hermana, desaparecieron desnudos por la escalera.
—¡Qué lodazal arman!... —murmuró su madre mientras recogía la ropa para ponerla a secar—. Alicia, pasa un trapo por el suelo; ¿oyes?
Pero un estrépito espantoso que se oía al otro lado del tabique le cortó la palabra. Aquel ruido era el de las voces descompuestas, juramentos de hombre, llanto de mujer, un estruendo de batalla campal, y de vez en cuando golpes tremendos, seguidos de grandes quejidos.
—La mujer de Levaque está recibiendo su correspondiente paliza —dijo con tranquilidad Maheu—; y eso que Bouteloup aseguraba que estaba hecha la comida.
—¡Ya, ya! ¡Cómo había de estarlo —dijo su mujer—, si acabo de ver las patatas encima de la mesa, y ni siquiera estaban mondadas!
El estruendo continuaba; de pronto se sintió una sacudida tremenda, que hizo retumbar la pared, seguida de un profundo silencio. Entonces el minero se metió en la boca la última cucharada, y añadió con la voz serena de un partidario acérrimo de la justicia.
—Si no ha hecho la comida, se comprende muy bien que le sucedan esas cosas.
Y después de beberse un gran vaso de agua, la emprendió con la carne de cerdo. Iba cortándola a pedacitos con la navaja, los colocaba en el pan, y se los comía sin usar tenedor. Cuando el padre comía, nadie hablaba. Él tampoco decía palabra. Aquel día pensaba que no tenía la carne de cerdo el gusto de la que se compraba en casa de Maigrat, y que, por lo tanto, debía proceder de otra parte; no quiso, sin embargo, dirigir pregunta alguna a su mujer. No hizo más que preguntar si estaba todavía durmiendo el viejo arriba. No; el abuelo había salido ya a dar su paseo cotidiano. Y volvió a reinar silencio en el comedor.
Pero el olor de la carne había hecho levantar la cabeza a Enrique y a Leonor, que estaban retozando por el suelo y entretenidos en jugar con el agua derramada del barreño. Los dos fueron a colocarse al lado de su padre. Ambos seguían con la vista cada uno de los bocados; lo miraban, llenos de esperanza, salir del plato, y consternados lo veían después desaparecer en la boca de su padre. A la larga Maheu advirtió aquel deseo gastronómico, que los tenía pálidos y haciéndoles la boca agua.
—¿No han comido de esto los chicos? —preguntó. Su mujer titubeaba para contestar.
—Bien sabes que no me gustan esas injusticias. Se me quitan las ganas de comer cuando los veo alrededor mío, mendigando un bocado.
—¡Pero si ya han comido! —exclamó ella furiosa—. ¡Ya lo creo! Si les haces caso, tendrás que darles tu parte y la de los demás; porque por su gusto no dejarían de comer hasta reventar. ¿No es verdad, Alicia, que todos hemos comido carne?
—Desde luego, mamá —respondió la jorobadita, que en circunstancias semejantes mentía con el aplomo de una persona mayor.
Enrique y Leonor estaban atónitos, indignados de aquellas mentiras, porque sabían que cuando ellos mentían les daban azotes. Sus corazoncillos rebosaban indignación; se sentían inclinados a protestar enérgicamente, diciendo que ellos no estaban allí cuando los otros habían comido.
—Largaos de ahí —les dijo su madre, echándolos al extremo de la sala—. Debería daros vergüenza estar siempre metidos en el plato de vuestro padre. Aun cuando fuera el único que comiera carne, ¿no trabaja acaso? Mientras que vosotros, ¡granujas!, no servís todavía más que para hacer el gasto. ¡Con lo gordos que estáis!
Pero Maheu los volvió a llamar. Sentó a Enrique sobre su rodilla izquierda, a Leonor sobre la derecha, y acabó de comerse la carne, repartiéndola con ellos. Los niños devoraban lo que les tocaba en el reparto.
Cuando hubo concluido, dijo a su mujer:
—No, no me des el café. Voy primero a lavarme... Ayúdame a tirar este agua sucia.
Cogieron el barreño por las asas, y lo vaciaron en el arroyo, delante de la puerta de la calle. En aquel momento bajaba Juan, vestido con otra ropa, un pantalón y una blusa de lana que le estaban muy grandes, porque se los habían arreglado de unos de su hermano Zacarías. Al ver que se marchaba, haciéndose el distraído, por la puerta entreabierta, su madre le detuvo.
—¿Dónde vas?
—Por ahí.
—¿Dónde es por ahí?... Mira, vas a traer unos berros para esta noche. ¿Eh? ¿Me entiendes? Si no la traes, te las verás conmigo.
—¡Bueno! ¡Bueno!
Juan se marchó con las manos metidas en los bolsillos, arrastrando los zuecos, y andando con la dejadez propia de un minero viejo. Poco después bajó Zacarías algo más arreglado, con el talle encerrado en una chaqueta de punto negra con rayas azules. Su padre le dijo que no volviera muy tarde, y él salió meneando la cabeza, con la pipa en la boca y sin responder palabra.
El barreño se hallaba otra vez lleno de agua tibia, y Maheu se iba desnudando lentamente. A una mirada de la madre, Alicia, como de costumbre, se llevó a la calle a Enrique y a Leonor. El padre no quería lavarse delante de la familia, como hacían muchos vecinos suyos. No censuraba a nadie; pero decía que eso de lavarse delante de la gente estaba bien en los muchachos.
—¿Qué haces ahí arriba? —gritó la mujer de Maheu, asomándose a la escalera.
—Estoy cosiendo el vestido que se me rompió ayer —contestó Catalina.
—Bueno... Pues no bajes ahora, porque tu padre se va a lavar.
Entonces Maheu y su mujer se quedaron solos. Ella se había decidido a poner sobre una silla a Estrella, que por suerte estaba contenta al amor de la lumbre, y no miraba a sus padres. Él, completamente desnudo, agachado delante del barreño, había metido la cabeza en el agua, después de untada con ese pícaro jabón negro, cuyo uso secular quitaba el color y la frescura al cabello de todos los de su raza. Luego se metió en el agua, frotándose todo el cuerpo vigorosamente con las dos manos. Su mujer, en pie delante de él, le miraba.
—Oye, he visto la cara que traías cuando llegaste... —empezó a decirla—. Estabas preocupado, ¿eh? Y te quedaste bizco al encontrar las provisiones... Imagínate que los burgueses de La Piolaine no me han dado ni un cuarto. ¡Oh! Son muy amables; han vestido a los chicos, y me daba vergüenza molestarles más, porque sabes que no sirvo para pedir.
Se interrumpió un instante para colocar bien a Estrella en la silla, temiendo una caída. El marido seguía frotándose la piel, sin apresurar con preguntas el desenlace de aquella historia que tanto le interesaba, y esperando pacientemente a saber lo sucedido.
—No tengo que explicarte que el bribón de Maigrat me recibió como a un perro, al que se echa a la calle a puntapiés... ¡Figúrate si estaría apurada! Los vestiditos de lana abrigan; pero no dan de comer: ¿no es verdad?
Él levantó la cabeza y continuó silencioso. Nada en la Piolaine, nada en casa de Maigrat: entonces, ¿qué? Pero, como de costumbre, la mujer acababa de levantarse las mangas para lavarle la espalda y todas aquellas partes adonde él no alcanzaba con comodidad. Le gustaba que ella le untase de jabón y que le restregara con todas sus fuerzas.
—Así es que volví otra vez a casa de Maigrat, y le dije, ¡ah!, le dije... que no tenía corazón, y que le sucedería una desgracia si había justicia en la tierra... Mis palabras le fastidiaban, le hacían mirar a otra parte, y de haber podido, se hubiera marchado...
De la espalda, la mujer de Maheu había bajado a la cintura, y, práctica en aquella faena, frotaba con el jabón por todas partes, dejándolas limpias como un espejo, como sus cacerolas los días que hacía sábado en la cocina. Pero con aquel terrible vaivén de los brazos sudaba y se sofocaba tanto, que apenas podía hablar.
—Por fin me llamó vieja fea... Pero tendremos pan hasta el sábado, y lo más raro es que me ha prestado dinero... Además, me traje de allí manteca, café, achicorias, e iba también a tomar algo de carne y algunas patatas, cuando noté que ponía mala cara... He traído de otra parte siete sueldos de carne de cerdo, dieciocho de patatas, y me quedan tres francos Y setenta y cinco céntimos para poner un puchero y un guisado de carne... ¿Eh, qué tal? Me parece que no he perdido la mañana.
Ya le estaba enjuagando, frotándole con un trapo en los sitios más recónditos. Él, satisfecho, y sin pensar en la deuda del mañana, se reía y la estrechaba en sus brazos.
—¡Déjame, tonto! ¿No ves que estás chorreando y me mojas?... Pero me temo que Maigrat tenga malas intenciones.
Iba a hablarle de Catalina, pero se detuvo. ¿A qué poner a su marido de mal humor? Podría dar lugar a sabe Dios cuantas cosas.
—¿Qué intenciones? —preguntó él.
—¿Cuáles han de ser? Las de robarnos todo lo que pueda.
Él la volvió a coger en sus brazos; pero esta vez no la dejó. Siempre acababa el baño de aquel modo, que no en vano le frotaba tan fuerte, y le pasaba un paño limpio para secarlo, haciéndole cosquillas sin querer. Es verdad que para todos los vecinos del barrio aquella era la hora de las caricias conyugales, pues por la noche los matrimonios tenían muy cerca, casi encima, a veces en el mismo cuarto, a toda la familia.
Él la empujaba hacia la mesa, sonriendo, con el aspecto de un hombre honrado que se entrega con delicia al único rato de placer que tiene en todo el día, y diciendo que aquello era el postre de la comida, un postre que no costaba nada. Y ella, entusiasmada también, se resistía un poco, pero en broma.
—¡Qué tonto eres, Dios mío! ¡Qué tonto!... ¡Y Estrella que nos está mirando! ¡Espera que le vuelva la cabeza!
—¡Eh! ¿Acaso se entiende de esto a su edad?
Cuando Maheu se levantó, no hizo más que ponerse un pantalón seco. Le gustaba después de haberse lavado y bromeado con su mujer, estar un rato desnudo de cintura arriba. Su cutis blanco, de una blancura de mujer anémica, estaba marcado por cien cicatrices producidas por el carbón en la mina, de las cuales se mostraba orgulloso, y por eso le agradaba lucir sus robustos brazos y su desarrollado pecho, blanco como el mármol y lleno de vetas azuladas. En verano, todos los mineros salían así a las puertas de las casas. Aquel día, a pesar de lo húmedo del tiempo, Maheu salió un momento, y cruzó una broma con un compañero suyo, que, desnudo también de cintura arriba, pasaba revista a su jardín. Otros aparecieron con la misma ropa, y los chiquillos, que jugaban en las aceras de la calle, levantaban la cabeza y reían, alegres ellos también de ver toda aquella carne de obreros puesta al aire libre.
Mientras tomaba el café, sin haberse puesto todavía la camisa, Maheu contó a su mujer lo que había sucedido aquella mañana con el ingeniero. Estaba tranquilo, comedido, y escuchaba, aprobándolos con movimientos de cabeza, los prudentes consejos de su mujer, que, de ordinario, mostraba muy buen sentido en aquellos asuntos. Siempre le decía que no se ganaba nada con ponerse en pugna con la Compañía. Enseguida habló a su marido de la visita de la señora del director. Sin decírselo uno a otro, los dos estaban orgullosos.
—¿Se puede bajar? —preguntó Catalina desde lo alto de la escalera.
—Sí; tu padre ya ha acabado.
La joven se había puesto la ropa de los domingos: una falda de lana azul, raída y descolorida ya por muchos sitios. En la cabeza llevaba una toca de tul negro, muy sencilla.
—¡Hola! ¡Te has vestido!... ¿Adónde vas?
—Voy a Montsou, a comprarme una cinta para el sombrero... He quitado la que tenía, porque estaba muy sucia.
—Pues cómo, ¿tienes dinero?
—No; pero la Mouquette me ha prometido prestarme diez sueldos.
La madre la dejó marchar. Pero cuando ya estaba en la puerta de calle, la llamó otra vez.
—Mira, no vayas a comprar la cinta a casa de Maigrat... Te robaría, creyendo que estamos nadando en la abundancia.
El padre, que se había acomodado al amor de la lumbre para acabarse de secar la espalda, se contentó con añadir:
—Procura volver antes de que sea de noche.
Por las tardes, Maheu trabajaba en su jardín. Ya había sembrado patatas, habas y guisantes, y tenía preparadas desde el día antes otras semillas, que se puso a arreglar entonces. Aquel rinconcillo de la huerta les proveía de legumbres, excepto de patatas, porque nunca tenían bastantes. El minero era muy inteligente, y había logrado coger alcachofas, lo cual constituía un lujo que le envidiaban todos los vecinos. Precisamente cuando se estaba preparando para dar comienzo a su tarea, salió Levaque a su jardín, y se puso a contemplar unos guisantes que Bouteloup había sembrado aquella mañana. Ambos empezaron a charlar por encima de la tapia. Levaque, que estaba excitado después de la paliza propinada a su mujer, trató inútilmente de llevar a Maheu a casa de Rasseneur. Pues qué, ¿le daba miedo un jarro de cerveza? Jugarían un rato a los bolos; pasearían un poco con los amigos, y se volverían tempranito a cenar. Aquélla era la vida que debía hacerse después de salir de la mina. Verdaderamente, no había mal en ello; pero Maheu se empeñó en no salir, diciendo que si dejaba las semillas para otro día se echarían a perder. La verdad es que se negaba porque no quería pedir a su mujer un cuarto del poco dinero que le quedaba.
Daban las cinco, cuando se presentó la mujer de Pierron a preguntar si su Lidia se había marchado con Juan. Levaque respondió que así debía de ser, porque también su Braulio había desaparecido, y los tres demonios aquellos andaban siempre juntos. Cuando Maheu los hubo tranquilizado, hablándoles de otras cosas, él y Levaque la emprendieron con la joven. Ella se enfadaba, pero no se iba, disfrutando en el fondo de aquellas palabrotas obscenas, que la hacían reír con todas sus fuerzas, al mismo tiempo que fingía defenderse del ataque. La escuela se había cerrado ya; toda la chiquillería del barrio estaba en la calle corriendo, gritando, pegándose y revolcándose en las aceras, mientras los padres que no estaban en la taberna charlaban en grupos de a tres o cuatro, sentados sobre sus talones, en la misma postura que solían tener en el fondo de la mina, y fumando sus correspondientes pipas.
La mujer de Pierron se fue furiosa a su casa, cuando vio que Levaque se empeñaba en ver si tenía los muslos firmes y este último se decidió a ir solo a casa de Rasseneur, mientras Maheu se quedaba trabajando en el jardín.
Anochecía, y la mujer de Maheu encendió el quinqué, furiosa contra sus hijos, porque ninguno de ellos, ni Catalina, habían vuelto. Era de suponer, porque, como decía, no había medio de hacer todos juntos comida alguna; jamás se veían todos los de la familia alrededor de la mesa. Además, estaba esperando los berros que había de traerle Juan: ¿qué demonios podía estar cogiendo aquel maldito muchacho con una noche tan oscura? ¡Y vendrían tan bien unos berros con el guisado de patatas y cebolla frita que tenían en la lumbre! Toda la casa estaba impregnada del olor de la cebolla frita, ese olor que trasciende tanto, que pronto penetra a través de los ladrillos, y que envuelve de tal modo los barrios de los obreros, que desde muy lejos se advierte aquel olor a cocina pobre.
Cuando Maheu, al oscurecer, abandonó su jardín, se sentó en una silla, y apoyó la cabeza en la pared. Por las noches, en cuanto se sentaba, se quedaba dormido. En el cu-cu dieron las siete; Enrique y Leonor, empeñados en ayudar a Alicia acababan de romper un plato, cuando el abuelo Buenamuerte entró metiendo prisa para que se cenara y poderse volver a la mina. Entonces la mujer de Maheu despertó a su marido.
—¡Vamos a cenar! ¡Peor para ellos!... Ya son grandecitos para encontrar la casa. Lo malo es que no tenemos verdura.
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V
En casa de Rasseneu, Esteban, después de haber comido, subió al cuartito que había de ocupar; una especie de buhardilla con una ventana al campo; Y muerto de cansancio, se echó vestido encima de la cama. No había dormido ni cuatro horas en dos días. Cuando despertó, anochecía ya; se quedó un momento inmóvil, como aturdido, sin acordarse del sitio donde se hallaba, y sentía tanto malestar, una pesadez tan grande en la cabeza, que trabajosamente se puso en pie, con el propósito de dar una vuelta y tomar el aire antes de comer, para luego irse a acostar.
El ambiente se había calmado, y el cielo iba encapotándose, cargado de esas nubes del norte, cuya proximidad se presentía por lo tibio y húmedo del aire. La noche avanzaba rápidamente. Sobre aquel mar inmenso de tierra rojiza, el cielo, cada vez más nublado, parecía que iba a desatarse en agua.
Esteban salió de la casa, y comenzó a andar a la ventura, sin más objeto que despejarse la cabeza y sacudir la fiebre de que se sentía acometido. Cuando pasó por delante de la Voreux, ya envuelta en la oscuridad, porque todavía estaban los faroles sin encender, se detuvo un momento, para ver salir a los mineros de por la tarde. Sin duda eran las seis, porque los obreros salían por grupos numerosos mezclados con otros de cernedoras, que iban riendo y cantando por los oscuros caminos que conducían a los barrios.
Primero pasaron por el lado del joven la Quemada y su yerno Pierron. Iban peleándose, porque ella se quejaba de que no la había defendido en una disputa que acababa de tener con un vigilante a propósito de la cuenta de su trabajo.
—¡Maldito seas! ¡Vaya un hombre! ¡Quedarse callado delante de uno de esos canallas que nos explotan!
Pierron continuaba su camino sin contestar, hasta que al fin exclamó:
—¿Qué querías? ¿Qué hubiera abofeteado al jefe? Gracias; no tengo ganas de historias.
—¡Pues que te den morcilla entonces! ¡Ah, demonio! Si mi hija me hubiese hecho caso... Si estuviera yo en su pellejo, bien me las pagarías...
Las voces se perdieron a lo lejos, mientras Esteban la veía desaparecer con su nariz de pico de águila, sus enmarañados pelos blancos y sus brazos flacuchos y negros agitándose en el aire. Pero pronto puso atención a las palabras de unos jóvenes que pasaban por su lado.
Había reconocido a Zacarías, que estaba esperando allí a su amigo Mouque.
—¿Quieres venir? —le dijo éste al llegar—. Nos comeremos una tostada y nos iremos luego al Volcán.
—Dentro de un rato, porque ahora tengo que hacer. —¿Qué tienes que hacer?
El obrero se volvió, y vio a Filomena que salía del taller de cerner. Entonces creyó comprender.
—¡Ah! Bueno... Entonces me voy delante. —Sí; te alcanzo enseguida.
Mouque, al marcharse, tropezó con su padre, Mouque el viejo, que salía también de la Voreux; los dos hombres se dieron las buenas noches con frialdad, y el hijo echó por el camino real, mientras el padre seguía por la orilla del canal.
Entre tanto, Zacarías, que se había acercado a Filomena, la empujaba por un sendero apartado, a pesar de su resistencia. Ella decía que llevaba prisa, y que otro día; y se peleaban como marido y mujer que llevaran mucho tiempo de casados. No era nada agradable aquel no verse más que en el campo, sobre todo en invierno, cuando la tierra estaba mojada y no había trigos donde tenderse.
—Pero mujer, si no es eso —dijo él impacientándose—. Es que tengo que decirte una cosa.
La tenía cogida por la cintura y la empujaba suavemente. Luego, cuando estuvieron lejos del camino por donde iban los mineros, le preguntó si tenía dinero.
—¿Para qué? —dijo ella.
Él, que no sabía qué decir, habló tartamudeando de una deuda de dos francos que le iba a producir un disgusto en su casa.
—Calla... He visto a Mouque, y sé que vais al Volcán, a ver a esas puercas del café cantante.
Él se defendió como pudo, dándose golpes de pecho y jurando por su honor. Luego, viendo que ella se encogía de hombros, dijo bruscamente:
—Ven con nosotros, si quieres... Ya ves que no me estorbas. ¿Qué tengo Yo que hacer con esas cantantes?... Ven, ven.
—¿Y el chiquillo? —respondió ella—. ¿Crees tú que pueda una ir a ninguna parte con un chiquillo que ni está quieto un momento?... Deja que me vaya, que sin duda ya ni me esperan en casa.
Pero él la detuvo, suplicándole. Quería aquel dinero para no hacer mal papel con Mouque, al cual había prometido ir con él. Los hombres no podían acostarse todos los días a la hora de las gallinas. Ella, vencida, se había levantado el delantal y sacaba de la faltriquera una moneda de diez sueldos que con otro poco dinero tenía escondido para que no se lo robara su madre.
—Mira, tengo cinco —dijo—. Te prestaré tres; pero me has de prometer que convencerás a tu madre de que nos deje casarnos. ¡Basta ya de esta vida endemoniada! Mamá me echa en cara a cada momento el bocado de pan que como... Júramelo primero.
La pobre muchacha hablaba con voz tranquila, sin pasión, como una mujer simplemente harta de la vida que llevaba. Él juró que era cosa convenida, sagrada; luego, cuando tuvo en su poder las tres monedas, le dio un beso, le hizo cosquillas hasta que ella se echó a reír, y las cosas hubieran ido acaso más lejos, en aquel sitio que era su cama de invierno, si ella no hubiera dicho que no, que no le gustaba echarse en el suelo mojado. Filomena se fue al pueblo ella sola mientras él apresuraba el paso a campo traviesa para alcanzar a su compañero.
Esteban, tranquilamente, los había seguido desde lejos, sin comprender bien lo que pasaba, y creyendo que se trataba simplemente de una cita. En las minas, las muchachas eran precoces; se acordaba de las obreras de Lille, a las que iba a esperar a la salida del taller, cuando otro encuentro le sorprendió más todavía.
En la parte baja de la plataforma, una especie de foso, donde habían caído una porción de piedras desprendidas, estaba Juan, regañando con Braulio y Lidia, en medio de los cuales estaba sentado.
—¿Eh? ¿Qué es eso?... Voy a daros a cada uno otro soplamocos si no os calláis... Vamos a ver: ¿de quién ha sido la idea?
En efecto: Juan había tenido una idea. Después de haber pasado más de una hora con los otros chicos cogiendo berros en los prados a orillas del canal, había reflexionado, mientras contemplaba aquel montón de verde tan grande, que no podían comérselo en su casa, y en vez de volverse al barrio de los obreros, se dirigió a Montsou, dejando a Braulio de centinela, y obligando a Lidia a que llamase en casa de unos burgueses y vendiera los berros.
Él, que tenía ya alguna experiencia, decía que las chicas vendían lo que les daba la gana. En efecto: los vendió todos ' y la chiquilla volvió con once sueldos de ganancia, que se estaban repartiendo entre los tres.
—¡Es una injusticia! —declaró Braulio—, hay que hacer tres partes... Si tú te quedas con siete sueldos, nosotros no tocamos más que a dos por barba.
—¿Y por qué es injusto? —preguntó Juan furioso—. En primer lugar yo he cogido más que vosotros.
El otro se sometía casi siempre, poseído de cierta temerosa admiración, de cierta extraña credulidad que le hacía continuamente víctima de Juan, hasta el punto de que se dejaba pegar por éste, a pesar de ser mayor y más fuerte que él. Pero, esta vez, la idea de aquel dinero le animaba a ofrecer resistencia.
—¿No es verdad, Lidia, que nos roba?... Si no reparte bien, se lo diremos a tu madre. Juan le puso el puño en las narices.
—Yo seré quien vaya a vuestras casas diciendo que me habéis vendido los berros que traía para mi madre... Además, animal, ¿puedo dividir los once sueldos en tres partes iguales? Vamos a ver si lo haces tú que eres tan listo... Aquí tenéis cada uno de vosotros dos sueldos. Cogedlos de prisa o me los guardo también.
Braulio, convencido, cogió las dos monedas. Lidia, temblorosa, no había dicho una palabra, porque delante de Juan experimentaba siempre un miedo y un cariño parecidos al de una mujer maltratada por su amante. Cuando le dio su dinero, alargó la mano para cogerlo con sumisa alegría. Pero de pronto él se arrepintió.
—¡Eh! ¿Qué vas a hacer con tanto dinero?... Tu madre te lo quitará, si no sabes esconderlo... Mejor es que yo te lo guarde, y que cuando lo necesites me lo pidas.
Y los nueve sueldos desaparecieron. Para cerrarle la boca le había dado un beso riendo, y se revolcaba con ella por el suelo. Era su mujercita, y en los rincones oscuros ensayaban los dos el amor tal como lo comprendían y como lo veían hacer en su casa, mirando por entre las rendijas de los tabiques de tablas. Todo lo sabían: pero como eran muy pequeños, no podían ponerlo en práctica, limitándose a jugar como dos perrillos callejeros. Él llamaba a aquello jugar a papa y mama; y ella corría detrás de Juan, y se dejaba abrazar con el delicioso temblor del instinto, a menudo enfadada, pero cediendo siempre con la esperanza de algo que no acababa de llegar.
Como a Braulio no le daban nunca parte en aquellos juegos y Juan le abofeteaba cuando quería bromear con Lidia, mientras los otros dos, que no hacían caso de su presencia, se entretenían, él, poseído de un malestar inexplicable, los contemplaba furioso y sin hablar. Así es que no pensaba más que en asustarlos, en interrumpirlos, diciéndoles a menudo:
—Oye, tú; allí hay un hombre mirando.
Aquella vez no mentía: era Esteban, que continuaba su paseo. Los chicos dieron un salto, y se escaparon, mientras él siguió su camino, sonriendo al ver el susto que había dado a aquellos bribones. Indudablemente era demasiado para la edad que tenían; pero, ¿cómo había de suceder otra cosa?, veían y oían tanto y tanto, que sólo estando atados se hubiera impedido que quisieran imitar a los mayores. Pero Esteban, sin saber por qué, se entristecía al contemplar todo aquello.
A los cien pasos tropezó con otras parejas. Llegó a Réquillart, y allí, alrededor de la antigua mina en ruinas, todas las muchachas de Montsou andaban con sus novios a sus anchas. Era el sitio de cita común, el rincón apartado y desierto donde las obreras iban a tener su primer hijo cuando no se atrevían a echarlo al mundo en otra parte. Las tablas arrancadas de la valla les abrían la entrada en el descampado que había sido plataforma de la mina, cambiado ahora en un terreno que interceptaban a cada paso los restos de los cobertizos derrumbados, y algún que otro aparato que había quedado en pie. Había por allí carretillas destrozadas, maderos antiguos casi podridos, mientras que una endeble vegetación iba reconquistando espontáneamente aquel pedazo de tierra, que empezaba a cubrirse de verde hierba. Todas las muchachas estaban allí como en su casa; para cada una había un rinconcito, un escondite donde su amante la esperaba, encima de los maderos viejos, o dentro de las carretillas inútiles. A veces las parejas estaban tan próximas, que casi se codeaban; pero todos ocupados en el propio placer, tratando de no mezclarse en las operaciones del vecino. Y parecía que en torno de la cegada mina, junto a aquel pozo harto de soltar carbón, la naturaleza se desquitaba, implantando el amor libre, que, fustigado por los deseos del instinto, iba plantando hijos en los vientres de aquellas muchachas, apenas mujeres todavía.