Kitabı oku: «Novelistas Imprescindibles - Émile Zola», sayfa 8
—Con tales sentimientos, está uno siempre por encima del infortunio.
Honorina y Melania entraron con el paquete. Cecilia lo deshizo, y sacó los dos trajecitos, unas medias y unos mitones para cada chico. Todo les iba a sentar muy bien, y la joven se apresuraba a ponerles la ropa, porque acababa de llegar su maestra de piano, y no era cosa de hacerla esperar. Así es, que empujaba suavemente a la madre y los chicos hacia la puerta.
—Estamos tan atrasados —balbuceó la mujer de Maheu—, que si tuviésemos siquiera una moneda de dos francos...
La frase quedó sin concluir, porque los Maheu eran orgullosos, y no mendigaban nunca. Cecilia, intranquila, miró a su padre; pero éste se negó rotundamente, como quien cumple un deber sagrado.
—No; dinero no damos.
Entonces la joven, compadecida de la cara descompuesta de la pobre mujer, quiso mimar a los niños. Las dos criaturas seguían mirando con ansia el pastel, y Cecilia cortó dos pedazos grandes y dio uno a cada uno.
—¡Tomad, esto para vosotros!
Y bajo las miradas enternecidas del padre y de la madre, la señorita de Grégoire acabó de llevarlos hasta la puerta. Las pobres criaturas, que estaban muertas de hambre, salieron de allí, sin embargo, con el pastel en las manos, que apenas podían mover de frío.
La mujer de Maheu arrastró a sus hijos fuera de la casa, sin reparar en el camino lleno de barro, ni en el frío siquiera en los desiertos campos, ni en el cielo encapotado y triste. Decidida a entrar en casa de Maheu al pasar de vuelta por Montsou, entró, y tanto suplicó, que acabó por sacarle dos panes, algunas otras provisiones, Y hasta los dos francos que necesitaba, porque debemos advertir que aquel hombre era también prestamista, a una semana de plazo. No la quería a ella; a quien deseaba era a Catalina; la mujer de Maheu lo comprendió así, cuando le recomendó mandase a su hija por lo que les hiciese falta.
Pero eso ya se vería. Catalina era muy capaz de abofetearle si se propasaba con ella.
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III
Daban las once en la capilla del barrio de los Doscientos cuarenta, un edificio de ladrillo, adonde iba a decir misa todos los domingos el padre Joire. Al lado, en la escuela, que también era de ladrillo, se oían las voces monótonas de los muchachos a pesar de hallarse las ventanas cerradas para resguardarse del frío del exterior. Las amplias calles, señaladas por jardinillos unidos unos a otros, continuaban desiertas; y aquellos jardines, destrozados por los vientos de invierno, causaban tristeza más que otra cosa. En todas las casas estaban haciendo la comida; las chimeneas humeaban; de tarde en tarde se veía una mujer en la calle, que abría una puerta y desaparecía enseguida. Por todas partes, a las orillas de las aceras, los canales iban a desbordar en los agujeros de las alcantarillas, aun cuando hacía ya días que no había llovido, tan cargado estaba el cielo de humedad. Y aquel pueblecillo, levantado como por encanto en medio de la desierta llanura, bordeado por caminos negruzcos que parecían una orla de luto, tenía el aspecto más triste que se puede imaginar.
Antes de entrar en su casa la mujer de Maheu, dio un rodeo para comprar patatas en casa de la mujer de un vigilante, que conservaba algunas de la cosecha anterior. Detrás de un grupo de árboles, aunque raquíticos, cosa bien rara en aquella estéril llanura, se veían unas cuantas casas aisladas, rodeadas de jardín. La Compañía reservaba estas viviendas para los capataces, por lo cual los obreros llamaban a aquel barrio el de las Medias de seda, de igual modo que al suyo le tenían apellidado Paga tus deudas, por el deseo de burlarse de su propia miseria.
—¡Ah! Al fin estamos aquí —dijo la mujer de Maheu entrando en su casa, cargada de bultos y de provisiones, y empujando hacia adentro a Leonor y a Enrique, que llegaban muertos de cansancio.
Delante de la lumbre, Estrella berreaba como de ordinario, mecida por Alicia, que la tenía en brazos. Ya no tenía azúcar, ni sabía cómo hacerla callar, y se había decidido a darle el pecho para entretenerla. Pero aun cuando se desabrochaba el corpiño y le ponía los labios en su pechito de niña de ocho años, la criatura se exasperaba, viendo que por más que mordía la piel no sacaba nada.
—Dámela, dámela —dijo la madre en cuanto hubo dejado lo que llevaba en las manos—, porque no nos va a dejar entendernos.
Cuando hubo sacado su robusto pecho, la pequeña se le colgó con verdadera rabia, y calló, permitiendo así que se oyera lo que se hablaba. Todo estaba en orden. La pobre Alicia había cuidado de la lumbre, barrido la sala y colocado las sillas simétricamente, después de hacer la limpieza. Y ahora que había silencio, se oía al abuelo roncando como un bendito en la alcoba del piso alto, de la misma manera que cuando su nuera salió de casa por la mañana.
—¡Cuántas cosas! —murmuró Alicia, sonriendo a la vista de las provisiones—. Si quieres, mamá, yo haré la comida.
En la mesa ya no cabía nada más; estaba llena: un lío de ropa, dos panes, patatas, manteca, café, achicorias y media libra de carne de cerdo.
—¡Oh! ¡La comida! —dijo la mujer de Maheu, que no podía hablar de cansancio—. Era menester ir por guisantes y por cebollas... Mira, más vale que guises patatas... Ponlas a cocer, y nos las comeremos con un poco de manteca, y así acabamos antes... Luego tomaremos café... No se te olvide el café sobre todo.
Pero de pronto se acordó del pastel. Miró las manos vacías de Leonor y de Enrique, que, ya descansados, jugueteaban arrastrándose por el suelo. ¡Se habían comido aquellos pícaros todo el pastel en el camino! Su madre les dio a cada uno un cogotazo, mientras Alicia, que acababa de poner agua en la lumbre, procuraba calmarla.
—Déjalos, mamá. Si era para mí, ya sabes que lo mismo me da comer pastel que no comerlo. Tendrían hambre, habiendo andado tanto.
Dieron las doce, y se oyeron los zuecos de los muchachos que salían corriendo de la escuela. Las patatas estaban cocidas; el café, espesado con un poco de achicoria, pasaba por el colador, produciendo un olor agradable que abría el apetito. Desocuparon una esquina de la mesa; pero solamente la madre comió: los tres niños se contentaron con arrimarse a su falda; y todo el tiempo el chiquillo, que era de una voracidad extraordinaria, no hizo más que mirar al papel donde estaba la carne de cerdo, que le excitaba y le abría el apetito.
La mujer de Maheu tomaba el café a pequeños sorbos, con las dos manos puestas alrededor de la taza para calentárselas, cuando bajó el viejo Buenamuerte. Ordinariamente se levantaba más tarde, cuando ya el almuerzo lo estaba esperando puesto a la lumbre. Pero aquel día empezó a refunfuñar, porque no tenía sopa. Luego, cuando su nuera le dijo que no siempre se podían hacer las cosas como se deseaba, se puso a devorar las patatas en silencio. De cuando en cuando se levantaba e iba a escupir en el fuego, por limpieza; luego volvía a sentarse en su sitio, y como no tenía dientes se pasaba largo rato para comer una cucharada con la cabeza baja y los ojos apagados.
—¡Ah! Se me olvidaba, mamá... —dijo Alicia—. Ha venido la vecina... Su madre la interrumpió:
—¡Me carga!
Tenía odio a la mujer de Levaque, porque le había contado muchas penurias el día antes, para no tener que prestarle dinero; y ella sabía que precisamente en aquel momento estaba bien, porque el huésped Bouteloup le había adelantado una quincena. Verdad era que en el barrio no se prestaban dinero unos a otros.
—¡Mira!, ahora me recuerdas una cosa. Envuelve en un papel un poco de café —replicó la mujer de Maheu—, para llevárselo a la de Pierron, que me lo prestó anteayer.
Y cuando la niña hubo hecho el paquete, añadió que volvería enseguida para poner la comida de los hombres. Luego salió con Estrella en los brazos, dejando a Buenamuerte que comiera tranquilamente sus patatas, mientras Enrique y Leonor andaban a la greña para coger las mondaduras que se habían caído al suelo.
La mujer de Maheu, en vez de dar la vuelta, atravesó el jardín, temiendo que la mujer de Levaque la llamase. Precisamente el suyo se encontraba al lado del de Pierron y habían hecho en la verja de madera, que los dividía, un agujero, por el que se hablaban.
En aquel jardín estaba el pozo, de donde se proveían cuatro casas.
Era la una, la hora del café, y no se veía un alma por los jardines. Solamente un minero de los que trabajaban por la noche estaba haciendo tiempo para irse a la mina, sembrando en su huertecillo unas cuantas legumbres. Pero cuando la mujer de Maheu llegaba a la otra parte del edificio, desde donde se descubría toda la calle, se quedó sorprendida al ver que por detrás de la iglesia aparecían un caballero y dos señoras. Se detuvo un momento a mirarlos, y los conoció; era la señora de Hennebeau, que indudablemente iba enseñando el barrio de los obreros a los señores de París que había visto ella llegar aquella mañana a casa del director.
—¡Oh! ¿Por qué te has tomado ese trabajo? —le dijo la mujer de Pierron, cuando le hubo dado el café—. No corría prisa.
La vecina tendría unos veintiocho años escasos, y pasaba por ser la mujer más guapa del pueblo. Era morena, con una carita muy graciosa y animada, la frente pequeña, los ojos grandes, la boca diminuta, y coqueta y limpia como ella sola, y de formas esbeltas, porque no había tenido hijos.
Su madre, la Quemada, viuda de un obrero que había muerto en la mina, después de poner a su hija a trabajar en una fábrica jurando que no la dejaría casar nunca con un carbonero, rabió de lo lindo cuando ésta se casó algo más tarde con Pierron, viudo también, y que, por añadidura, tenía una chiquilla de ocho años. Sin embargo, en aquella casa eran muy felices a pesar de los chismes y de las historias que circulaban acerca de las complacencias del marido y de los amantes de la mujer: no debían a nadie nada, comían carne dos días a la semana, y tenían una casita tan limpia, que se veía uno la cara en las cacerolas. Para colmo de fortuna, la Compañía los había autorizado para que vendiesen bombones y bizcochos, que se veían alineados en una tabla, en la ventana, convertida en escaparate; aquello daba seis o siete sueldos de ganancia diariamente, y algún domingo que otro, hasta doce o catorce. Era una suerte; sólo la tía Quemada solía gritar en su rabia de antigua revolucionaria, y sólo la pobre Lidia recibía algún que otro pescozón.
—¡Qué gordita está! —replicó la mujer de Pierron, haciendo caricias a Estrella.
—¡Ay! ¡Si vieras lo que esto da que hacer! ¡Ni me hables! —dijo la vecina—. Dichosa tú, que no tienes chiquillos. Al menos, puedes estar limpia...
Por más que en su casa todo estaba en orden, y que lavaba todos los sábados, miraba con envidia aquella sala tan limpia, arreglada hasta con coquetería, con una porción de cacharros bonitos en el aparador, un espejo y tres cuadros con sus correspondientes cristales.
La mujer de Pierron se preparaba a tomar sola el café porque toda su familia se encontraba a aquella hora en la mina.
—Tomarás una taza conmigo.
—No, gracias; acabo de tomarlo.
—¿Y eso qué importa?
Y, en efecto, no importaba. Las dos, una enfrente de otra, empezaron a beber lentamente. Por entre los aparadores llenos de bombones y bizcochos que había en la ventana, sus miradas se detuvieron en las fachadas de las casas de enfrente, cuyas cortinillas, más o menos blancas indicaban la mayor o menor limpieza en sus dueños. Las de la casa de Levaque estaban muy sucias: eran verdaderos trapos, que parecían haber servido para limpiar el fogón.
—¡Yo no sé cómo pueden vivir entre tanta porquería!
Entonces la mujer de Maheu se despachó a su gusto. ¡Ah! Si ella tuviese un huésped como aquel Bouteloup, de seguro podría salir adelante sin apuros. Cuando una sabe arreglarse, un huésped es una ganga. Pero no se debía dormir con él, como hacía la mujer de Levaque. Por eso, sin duda, su marido se emborrachaba y le pegaba, y correteaba los cafés cantantes detrás de las mujeres perdidas de Montsou.
La mujer de Pierron demostró el asco que le daba pensar en aquello. Las cantantes de café contagiaban enfermedades a los hombres. En Joiselle había una que había puesto malos a todos los de una mina.
—Lo que me admira es que hayas permitido que tu hijo se arregle con la hija de ellos.
—¡Ah!, sí. ¡Quién impide eso!... Su jardín está contiguo al nuestro. En verano, Zacarías se pasaba el día con Filomena, detrás de las lilas, donde les veía todo el mundo que iba a sacar agua al pozo.
Era la eterna historia de la promiscuidad de sexos en el barrio; los hombres y las mujeres crecían mezclados, y se perdían detrás de cualquier montón de piedras en cuanto anochecía. Todas tenían su primer hijo en medio del campo, o cuando más se tomaban el trabajo de ir a echarlo a este mundo escondidas entre las ruinas de Réquillart. La cosa no tenía malas consecuencias, puesto que acababan por casarse; pero las madres maldecían cuando los chicos se casaban demasiado pronto, porque dejaban de darles dinero.
—Lo mejor que podías hacer, era dejarlos de una vez —aconsejó la mujer de Pierron prudentemente—. Zacarías ha tenido con ella dos hijos ya, y tendrá más... De todos modos, no puedes contar con su dinero, porque no te lo va a dar.
La mujer de Maheu, furiosa, extendió las manos.
—Mira —dijo—. Como vuelvan a juntarse... ¿No debe Zacarías respetarnos? Nos ha costado muy caro, y es preciso que nos indemnice de algo, antes de irse a vivir con una mujer. ¡Hazme el favor de decirme qué sería de todos nosotros, si nuestros hijos se pusieran a mantener enseguida una mujer! ¡Más valiera reventar!
Pero poco a poco fue calmándose.
—Esto lo digo por ahora; luego ya veremos... ¡Qué bueno está este café!...
Y después de otro cuarto de hora de charla, se marchó corriendo, al acordarse que no había hecho la comida de su marido y de sus hijos. Por la calle, los muchachos volvían de nuevo a la escuela, y algunas mujeres que se asomaban a las puertas de las casas miraban a la señora de Hennebeau, que en aquel momento pasaba por allí enseñando el pueblo a sus convidados. Aquella visita empezaba a poner en movimiento todo el barrio de obreros. El hombre que estaba sembrando legumbres en su jardín interrumpió un momento su tarea, mientras dos gallinas, asustadas, echaban a correr cacareando.
La mujer de Maheu tropezó con la de Levaque, que había abandonado su casa para salir al encuentro del doctor Vanderhaghen, médico de la Compañía, un hombre bajito, y siempre atareado, que contestaba a las consultas de sus enfermos sin pararse.
—Señor —decía ella—, no duermo, y siento dolores en todas partes... Yo quisiera que hablásemos. El médico, que las tuteaba a todas, contestó sin detenerse: —Déjame en paz. No tomes tanto café.
—También debería venir a ver a mi marido, señor doctor —dijo la mujer de Maheu—, porque no se le quitan los dolores de las piernas.
—Tú tienes la culpa; déjame en paz.
Las dos mujeres se quedaron con la boca abierta, viendo correr al doctor.
—Entra un momento —replicó la de Levaque, después de haber mirado a su vecina, y de haberse encogido de hombros con ademán desesperado—. Has de saber que hay novedades... Además, tomarás un poco de café recién traído de la tienda.
La mujer de Maheu quiso excusarse, pero no lo consiguió. ¡Qué demonio! Tomaría un poquito para darle gusto. Y entró en casa de su vecina.
La sala de ésta estaba muy sucia: los cristales de las ventanas y las paredes, llenos de manchas negras de arriba abajo; el aparador y las mesas chorreaban pringue, y el mal olor que reinaba por todas partes trastornaba a cualquiera. Junto a la lumbre, con los codos encima de la mesa y la nariz casi metida en su plato, estaba Bouteloup, joven aún para sus treinta y cinco años. En aquel momento estaba dando fin a un poco de cocido de la víspera, mientras a su lado, en pie y apoyándose en su muslo, Aquiles, el hijo mayor de Filomena, que ya tenía dos años, esperaba a que le diese algo, con la silenciosa expresión suplicante de un animalejo tragón. El huésped, que era muy cariñoso, le metía de vez en cuando una cucharada en la boca.
—Espera a que le eche azúcar —decía la mujer de Levaque, hablando del café a su vecina.
La dueña de la casa tenía seis años más que él: era horriblemente fea, y estaba muy ajada, con los pechos caídos hasta el vientre y los pelos siempre despeinados y sucios, llenos ya de canas.
El huésped se había contentado con aquella mujer, sin detenerse a analizarla, lo mismo que hacía con la comida, en la cual se encontraban pelos todos los días, y con la cama, donde no ponían sábanas limpias más que cada tres meses. La mujer entraba en el servicio de la casa, y el marido solía decir que, en cuestiones de cuentas, cuanto más amigos más claras.
—Te decía que había novedades, porque han visto ayer a la mujer de Pierron rondando el barrio de las Medias de seda. El caballero que tú sabes la esperaba detrás de la taberna de Rasseneur, y se marcharon juntos por la orilla del canal... ¿Eh? ¿Está eso bien en una mujer casada?
—¡Qué demonio! —dijo la mujer de Maheu—. Antes de casarse, Pierron regalaba conejos al capataz y ahora encuentra más barato prestarle el de su mujer.
Bouteloup soltó una carcajada estrepitosa, mientras metía otra cucharada en la boca de Aquiles. Las mujeres criticaron a la de Pierron, una coqueta, que no pensaba más que en mirarse al espejo y untarse de pomada. En fin; eso era problema de su marido, y allá con su pan se lo comiera. Había hombres tan ambiciosos, que eran capaces de tenerles la vela a los jefes, con tal de que éstos les dieran las gracias. Y siguieron charla que te charla hasta que fueron interrumpidas por la llegada de una vecina que llevaba en brazos a una chiquilla de nueve meses, Dorotea, la última que había tenido Filomena; ésta, que almorzaba en la mina, hacía que la llevasen todas las mañanas a su hija para darle de mamar, sentada en un montón de carbón.
—Yo no puedo dejar a la mía ni un momento, porque enseguida llora —dijo la mujer de Maheu, mirando a Estrella, que se había dormido en sus brazos.
Pero no consiguió evitar que la mujer de Levaque plantease la cuestión que se temía desde la llegada de Dorotea.
—Oye, tenemos que pensar seriamente en arreglar esto.
Al principio, las dos madres, sin decirse una palabra, habían estado de acuerdo para no apresurar la boda. Si la madre de Zacarías quería disfrutar todo el tiempo posible del dinero de su hijo, la madre de Filomena se encolerizaba pensando que se había de quedar sin el de su hija. No corría prisa: la segunda hasta había preferido quedarse con su nieto, mientras no hubo más que uno, y fuese pequeño; pero, cuando fue creciendo y comiendo pan, y vino otro al mundo, se creyó perjudicada, y quiso acelerar el casamiento para no perder más.
—Zacarías ha salido de quintas —continuó la Levaque—: ya no hay nada que nos detenga... Conque, ¿cuándo va a ser?
—Esperemos siquiera que venga el buen tiempo —contestó la mujer de Maheu, por decir algo—. Estas cuestiones son siempre desagradables. Como si no hubieran podido esperar a casarse para tener hijos. Mira, te doy mi palabra de honor de que ahogaría a Catalina si supiese que había hecho alguna tontería.
La mujer de Levaque se encogió de hombros.
—No digas eso, que lo mismo le sucederá a ella que a las demás.
Bouteloup, con la tranquilidad del hombre que está en su casa, se levantó y se fue a buscar pan al aparador. Las patatas, coles y guisantes para la comida de Levaque, se habían quedado encima de la mesa, a medio mondar y lavar cogidas y dejadas cien veces para empezar a charlar. La mujer había vuelto a cogerlas apenas, cuando volvió a soltarlas para asomarse a la ventana.
—¿Qué demonios es eso?... Toma ¡pues si es la señora de Hennebeau con unos forasteros! Ahora entran en casa de Pierron.
Y las dos se ensañaron de nuevo con la mujer de Pierron. ¡Oh! Siempre sucedía lo mismo; cuando la Compañía hacía que los señorones visitaran los barrios de obreros, los llevaban enseguida a su casa, porque era la más limpia. Seguro que no les contaría lo que pasaba con el capataz mayor. ¡Ya se puede ser limpia cuando se tienen queridos que ganan tres mil francos, casa, lumbre y mesa! Si era limpia por fuera, en cambio por dentro no lo era demasiado.
Y mientras los señores a quienes acompañaba la señora de Hennebeau estuvieron en la casa de enfrente, ellas dos no dejaron de murmurar.
—Ya salen —dijo al fin la mujer de Levaque—. Dan la vuelta... Mira, mira, hija, me parece que van a tu casa.
A la mujer de Maheu le dio miedo. ¿Habría Alicia limpiado bien la mesa? ¡Y ella, que tampoco tenía la comida hecha! Dijo adiós, y echó a correr a su casa, mirando de reojo a la calle...
Pero al entrar vio que todo estaba en orden y muy limpio. Alicia, muy seria, con un trapo encima de la falda, había empezado a hacer la sopa, viendo que su madre no volvía. Después se puso a limpiar la verdura mientras se calentaba en la estufa el baño para su padre y sus hermanos, que habían de volver pronto del trabajo. Enrique y Leonor, que por casualidad no estaban haciendo travesuras, se entretenían en un rincón rompiendo un almanaque viejo.
El abuelo Buenamuerte estaba fumando su pipa en silencio.
Poco después que la mujer de Maheu, la señora Hennebeau llamó a la puerta y entró en la casa.
—Con su permiso, buena mujer.
La esposa del director era alta, rubia, guapa, aunque un poco maciza, en la madurez de sus cuarenta años; entraba sonriendo con esfuerzo por parecer afable, pero sin disimular demasiado el temor de mancharse el rico vestido de seda que llevaba puesto.
—Entren, entren —decía a sus convidados—. No molestamos a estas buenas gentes... ¿Eh? ¡Qué limpio está todo esto también! ¿No es verdad? ¡Y eso que esta pobre mujer tiene siete hijos! Pues todas las casas de nuestros obreros están lo mismo... Ya les he dicho que la Compañía les alquila estas habitaciones por seis francos al mes. Tienen todas una sala muy grande en el piso de abajo, dos cuartos arriba, un sótano y un jardín.
El caballero y la señora del abrigo de pieles que iba con él, que habían llegado aquella mañana de París, contemplaban todo aquello con verdadera admiración.
—Y un jardín —repitió la señora—. Esto es precioso; le dan a una ganas de vivir aquí.
—Les damos también carbón, algo más del que necesitan —continuó diciendo la señora de Hennebeau—. Tienen médico que los visita dos veces por semana y cuando llegan a viejos reciben pensiones, a pesar de que no se les hace ningún descuento en el jornal.
—¡Esto es una Tebaida! ¡Una verdadera Jauja! —murmuró el caballero admirado.
La mujer de Maheu se había apresurado a ofrecerles sillas. Pero ellos no aceptaron. La señora Hennebeau empezaba a cansarse de aquel papel de exhibidor de curiosidades que le entretenía un rato, porque alteraba la monotonía de su destierro; pero pronto le repugnaba el mal olor de aquellas viviendas, a pesar de lo limpias que generalmente se hallaban. Por lo demás, siempre que se presentaban ocasiones semejantes, repetía las mismas frases, casi aprendidas de memoria; y en cuanto volvía la espalda dejaba de pensar en aquel pueblo de mineros que trabajaba sin cesar y padecía horriblemente allí a su lado.
—¡Qué niños más hermosos! —dijo la señora forastera, que los encontraba horribles con aquellas cabezotas tan gordas, pobladas de crespos cabellos color de paja.
Y la mujer de Maheu tuvo que decir la edad que tenían, y contestar a las preguntas que por cortesía le hicieron acerca de Estrella. El viejo Buenamuerte, muy respetuoso, se había quitado la pipa de la boca; pero comprendía que no era nada agradable su aspecto de hombre gastado por cuarenta años de trabajo en el fondo de las minas; y como en aquel momento se sintiera acometido de un fuerte acceso de tos, prefirió irse fuera a escupir, temiendo dar asco a los forasteros.
Alicia fue la que logró una verdadera ovación. ¡Qué mujercita de su casa, con su delantal limpio y el trapo echado al hombro! Y todo se volvieron cumplimientos y enhorabuenas a su madre, por tener una hija tan lista y tan dispuesta para su edad. Nadie hablaba de su joroba; pero todas las miradas, impregnadas de compasión, se dirigían de continuo a la espalda de la pobre contrahecha.
—Ahora —dijo la señora de Hennebeau—, cuando os hablen en París de la vida de nuestros obreros, podréis contestar con conocimiento de causa... Siempre hay la misma tranquilidad que ahora; costumbres patriarcales; todos felices y saludables, como veis.
—¡Es maravilloso, maravilloso! —exclamó el caballero, en un acceso de entusiasmo final.
Salieron de allí tan satisfechos como se sale de la barraca donde se ha visitado un fenómeno, y la mujer de Maheu, que les había acompañado hasta la puerta, se quedó en pie bajo el dintel, viéndolos alejarse mientras hablaban en voz alta. Las calles se habían llenado de gente, y los forasteros tenían que atravesar por entre los grupos de mujeres, atraídas por la novedad de su visita.
Precisamente delante de la puerta de su casa, la mujer de Levaque había parado a la de Pierron, que, como todas, salió a curiosear, mientras los forasteros estaban en casa de Maheu. Las dos afectaron gran sorpresa al saber que habían entrado en casa de la vecina. ¡Caramba, cuánto tardan en salir! ¡Se irían a dormir allí! ¡Pues la casa no tenía mucho que ver!
—¡Siempre sin un cuarto, a pesar de lo que ganan! —decía una—. Es verdad que cuando se tienen vicios...
—Acabo de saber que esta mañana ha ido mendigando a casa de los señores de La Piolaine, y que Maigrat, que se había negado a darles nada fiado, le ha dado pan y otra porción de cosas... Ya sabemos cómo se cobra Maigrat —añadió la otra.
—¡Oh! Lo que es con ella no. Se necesitaría mucho estómago... Habrá fiado sobre Catalina.
—¡Ah! ¿Querrás creer que ha tenido valor para decirme ahora mismo que ahogaría a Catalina si le sucediera lo que a otras?... ¡Como si no hiciese mucho tiempo que el buen mozo de Chaval se entiende con ella por esos trigos de Dios!
—¡Chist! Que viene gente.
La mujer de Levaque y la de Pierron se habían contentado hasta entonces con observar la salida de los forasteros de casa de Maheu, aparentando no tener curiosidad. Luego llamaron por señas a la mujer de Maheu, que continuaba con Estrella en brazos. Y las tres se quedaron inmóviles, contemplando las espaldas bien vestidas de la señora de Hennebeau y de sus convidados, que se alejaban lentamente. Cuando estos estuvieron a un centenar de pasos de distancia, empezaron de nuevo a chismorrear.
—¡Cuidado con el dinero que llevan encima! Vale más la ropa que ellos.
—¡Ah! ¡Ya lo creo!... No conozco a la otra; pero lo que es la que vive aquí, buena pájara está hecha. ¡Se cuenta cada cosa de ella!
—¿Cómo? ¿Qué?
—Parece que tiene queridos... Primero, el ingeniero...
—¡Ese chiquitillo!... ¡Se le perderá entre las sábanas!
—¿Qué importa eso, si le divierte?... Yo me escamo siempre que veo una señora que a todo hace ascos, y que parece no estar satisfecha en ninguna parte. Mira, mira cómo vuelve la espalda, como despreciándonos a todas. ¿Está eso bien?
La señora del director y sus amigos continuaban su paseo lentamente, charlando en voz alta, cuando un carruaje cerrado fue a pararse a la puerta de la iglesia. De él echó pie a tierra un caballero como de cuarenta y ocho años de edad, vestido con levita negra a la inglesa, guapo y moreno, con expresión severa de autoridad en el semblante.
—¡El marido! —murmuró la mujer de Levaque, bajando la voz, como si temiera que la oyese, poseída del miedo jerárquico que el director inspiraba a aquellos diez mil obreros—. La verdad es que tiene cara de cornudo.
Toda la gente del barrio estaba en la calle. La curiosidad de las mujeres iba en aumento; los grupos se acercaban unos a otros, convirtiéndose en compacta muchedumbre, mientras que multitud de chicuelos mocosos se revolcaban por las aceras con la boca abierta. Un momento se vio la calva del maestro de escuela, que, por no ser menos de los demás, se asomaba por encima de la tapia de su jardín. Y el murmullo de la chismografía iba aumentando poco a poco, semejante a las rachas de viento que silban a través de las ramas de los árboles.
La gente acudía sobre todo a la puerta de la casa de Levaque. Se habían acercado, primero dos mujeres, luego diez, después veinte. La mujer de Pierron tenía la prudencia de callar, porque había demasiados oídos que escuchasen ahora. La mujer de Maheu, que era también de las más razonables, se contentaba con mirar, y a fin de acallar a Estrella, que acababa de despertar sobresaltada, sacó a relucir su pecho de vaca de leche, que le colgaba como agrandado por el continuo mamar de su hija. Cuando el señor Hennebeau abrió la portezuela y ayudó a subir a las señoras al coche, que pronto se alejó rápidamente en dirección a Marchiennes, hubo una explosión de voces y de chismes; todas las mujeres gesticulaban hablando a la vez, en medio de un tumulto propio de un hormiguero en revolución.
Pero dieron las tres. Los mineros que trabajaban de noche, el abuelo Buenamuerte, Bouteloup y sus compañeros, se habían marchado; de pronto, por la esquina de la iglesia, aparecieron los primeros grupos de carboneros que volvían de la mina, con la cara negra, la ropa mojada, cruzando los brazos y encorvando las espaldas. Entonces las mujeres se fueron a la desbandada: todas corrían, todas entraban en sus habitaciones con la precipitación de amas de casa arrepentidos, a quienes un exceso de café, y otro de afición a murmurar, habían hecho faltar a sus deberes. Y pronto no se oyó más que el ruido de las disputas domésticas.