Kitabı oku: «La reina de los caribes», sayfa 4
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El asalto al Rayo
Al oír el primer cañonazo el Corsario Negro, que hacía algunos minutos, vencido por su extremada debilidad y por la pérdida de sangre, había cerrado los ojos, despertó vivamente.
La joven india, que hasta entonces había permanecido junto al lecho sin apartar la vista del enfermo, se irguió, adivinando de dónde procedían aquellas detonaciones.
—Es el cañón, ¿verdad, Yara? —preguntó el Corsario.
—Sí, señor —repuso la joven.
—Mira a ver lo que ocurre en la bahía.
—Temo que esos disparos vengan de tu nave.
—¡Muerte del infierno! —exclamó el Corsario—. ¡De mi nave! ¡Mira, Yara! ¡Mira!
La joven india se acercó a la ventana y miró en dirección a la bahía. El Rayo seguía anclado en el mismo sitio; pero había puesto la proa hacia la playa de modo que dominase con los cañones de estribor el fuerte de la ciudad. En su puente y a lo largo de las bandas se veía moverse muchos hombres, mientras otros subían por los palos, acaso para tomar posiciones en las cofas.
Ocho o diez chalupas atestadas de soldados se dirigían hacia la nave, conservando entre sí una notable distancia. No era preciso ser práctico en cosas de guerra para comprender que en la bahía iba a sostenerse un combate. Aquellas chalupas corrían rápidamente sobre la nave, con la evidente intención de abordarla y, probablemente, de expugnarla.
—Señor —dijo con voz alterada la joven—, amenazan tu nave.
—¡A mi Rayo! —gritó el Corsario intentando levantarse—. ¡Ayúdame, muchacha!
—¡No debes moverte, señor! ¡Tus heridas se abrirán de nuevo!
—Ya volverán más tarde a cerrarse.
—¡Señor!
—¡Calla! ¡Oh! ¡Otro cañonazo! ¡Pronto! ¡Ayúdame!
Sin esperar a más se había envuelto en su tabardo, y con un potente esfuerzo de voluntad había saltado del lecho, manteniéndose en pie sin ningún apoyo. Yara se había precipitado sobre él y le cogió entre sus brazos. El Corsario había confiado demasiado en sus propias fuerzas, y estas le faltaban.
—¡Maldición! —exclamó mordiéndose los labios—. ¡Estar imposibilitado en estos momentos, cuando mi nave corre grave peligro! ¡Ah! ¡Ese siniestro viejo acabará por ser fatal a todos los de mi familia! ¡Yara, déjame que me apoye en tu hombro!
Se dirigía hacia la ventana, cuando vio aparecer a Carmaux. El bravo filibustero tenía el rostro sombrío y la mirada inquieta.
—¡Capitán! —exclamó corriendo hacia él y cogiéndole entre sus brazos—. ¿Se lucha en el mar?
—Sí, Carmaux.
—¡Mil bombas! Y nosotros aquí, sitiados, impotentes para llevar ayuda a nuestra nave, y contigo herido.
—Morgan sabrá defenderla. A bordo hay muchos valientes y muchos cañones.
—Pero aquí vuestra posición es insostenible, capitán.
—¡Corten la escalera y sálvense!
—Eso haremos dentro de poco.
—¡Vamos a la ventana, amigo! ¡Luchan fieramente en la bahía!
Un tercero y un cuarto cañonazo hacían retumbo sobre el mar, y se oían frecuentes descargas de mosquetería. Carmaux y Yara llevaron casi en peso al Corsario, haciéndole sentarse ante la ventana del torreón. Desde aquel sitio la mirada se extendía por toda la ciudad y dominaba por completo la bahía y hasta un inmenso trozo de mar.
La batalla entre el Rayo y las chalupas tripuladas por los soldados del fuerte se había trabado con mucho brío por ambas partes. La nave, que no quería abandonar la bahía sin antes haber recogido a su capitán, había anclado a trescientos metros de la playa, presentando a los asaltantes su estribor, mientras sus hombres se habían extendido por la borda, prontos a descargar sobre el enemigo sus largos fusiles.
Los dos cañones de cubierta habían ya disparado repetidas veces contra los asaltantes, y sus disparos no se habían perdido. Una chalupa, alcanzada de lleno por una bala, se había hundido, y se veía a los que la tripulaban intentar a nado volver a la playa. El Corsario Negro, de una sola ojeada, se había dado cuenta de la situación.
—¡Mi Rayo dará mucho que hacer a los asaltantes! —dijo—. Dentro de un cuarto de hora quedarán muy pocas chalupas a flote.
—Sin embargo, mi capitán, temo que haya algo peor —dijo Carmaux—. No me parece natural que esas chalupas se lancen al abordaje de una nave tan formidablemente armada.
—También yo sospecho algo, Carmaux. ¿No ves nada en alta mar?
—No, mi capitán. Pero la costa es muy alta, y esas escolleras muy bien pueden ocultar alguna nave.
—¿Tú crees?… —preguntó con cierta ansiedad el Corsario.
—Que los españoles esperan algún auxilio por la parte del mar.
—¡Mi Rayo cogido entre dos fuegos!
—El señor Morgan es hombre capaz de hacer frente a dos adversarios, capitán.
—Lo sé, y, sin embargo, estoy muy inquieto. ¿Habría alguna nave en la bahía de Chiriquí? Nosotros no la recorrimos del todo. ¡Oh! ¡Bravo Morgan! ¡Más metralla! ¡Límpiame el mar! ¡Así; así va bien! ¡Las chalupas llevarán pronto la peor parte!
—¡Aquí sí que nos va mal, mí capitán! —dijo Carmaux, que se había asomado por el agujero de la escalera—. ¿No oyes el estruendo que arman los españoles?
—¡Ve a socorrer a tus compañeros, Carmaux; a mí me basta con Yara!
—Creo que me necesitarán —dijo el filibustero cargando precipitadamente su fusil—. El primer hombre a quien vea puede darse por muerto.
Mientras Carmaux corría en socorro del hamburgués y del negro, los cuales comenzaban a encontrarse en mala situación a causa de los furiosos y repetidos ataques de los españoles, en la pequeña bahía la batalla iba tomando tremendas proporciones. Las chalupas, no obstante las terribles descargas de la nave filibustera y las graves pérdidas que les causaba, corrían animosamente al abordaje, enardeciéndose con gritos ensordecedores. Ya tres chalupas destrozadas por las balas filibusteras se habían ido a pique, y, sin embargo, las otras no se habían detenido. Se habían colocado en semicírculo para abordar a la nave por dos distintas partes, y forzaban los remos para llegar hasta los costados del barco y ponerse así a cubierto de los cañones de proa.
Hasta el fuerte, que dominaba la parte meridional de la bahía, había tomado parte en la acción. Aunque su guarnición no contaba más que con unas pequeñas piezas de artillería disparaba furiosamente, enviando algunas balas al puente de la nave. No obstante aquel doble ataque, la nave filibustera parecía burlarse de sus adversarios. Siempre firme en sus áncoras, se cubría de humo y de fuego, haciendo valientemente frente al fuerte y a las chalupas. Sus hombres ayudaban a los artilleros, tirando con matemática precisión sobre las tripulaciones de las chalupas, particularmente sobre los remeros. Si no sobrevenía algún nuevo enemigo, la victoria del Rayo era cierta.
El Corsario Negro, apoyado en la ventana, seguía atentamente los diversos episodios de la batalla. Parecía no sentir ningún dolor, y a ratos se animaba amenazando con el puño, ora al fuerte, ora a las chalupas.
—¡Ánimo, hombres del mar! —gritaba—. ¡Una buena descarga sobre aquella chalupa que va a abordarlos! ¡Ya no son más que nueve! ¡Fuego sobre el fuerte! ¡Desmantelen sus baluartes y hagan saltar su artillería! ¡Viva la filibustería!
—¡Señor, no te animes así! —decía Yara intentando en vano hacerle sentar—. ¡Piensa que estás herido!
El Corsario Negro, entusiasmado, parecía no oírla y haber olvidado por completo a su joven amiga. Continuaba alentando a sus valientes marineros, señalándoles los peligros y mirando a unos y a otros como si se encontrase en el puente de la nave o como si pudiesen oír su voz. Se había olvidado hasta de Carmaux, Wan Stiller y el negro, que peleaban ferozmente contra los españoles del corredor para impedirles expugnar el torreón.
Al cabo de un rato, un grito terrible salió de sus labios:
—¡Maldición!
Tres chalupas, no obstante las tremendas descargas de los filibusteros, habían llegado junto a la nave, poniéndose a cubierto de su artillería, mientras que a la derecha de la península que se extendía ante la bahía habían aparecido de improviso las altísimas arboladuras de dos navíos.
—¡Señor! —gritó Yara, que las había visto—. ¡Tu Rayo va a ser cogido entre dos fuegos!
El Corsario iba a contestar, cuando penetraron en la estancia Carmaux, Moko y el hamburgués. Estaban rendidos y cubiertos de pólvora de los disparos. El último tenía el rostro ensangrentado por efecto de un tajo recibido en plena frente.
—¡Capitán! —grito Carmaux, mientras Moko retiraba precipitadamente la escalera y el hamburgués cerraba el hueco—. ¡La barricada ya no resiste!
—¡Ira de Dios; y el Rayo va a ser cogido entre dos fuegos!
Los dos filibusteros y Moko se lanzaron a la ventana. Las dos naves antes vistas por el Corsario estaban en la bahía, cerrando por completo el paso al barco filibustero. No eran dos simples veleros, sino dos naves de alto bordo, poderosamente armadas y provistas de numerosa tripulación; dos verdaderas naves de combate, en suma, capaces de medirse ventajosamente con una pequeña escuadra.
Los filibusteros del Rayo, guiados por Morgan, no habían perdido el ánimo ni se habían dejado sorprender. Con una prodigiosa celeridad habían levado anclas y desplegado el trinquete1, la mayor y la de gavia2, poniéndose pronto al viento. El Corsario Negro y sus compañeros creyeron al principio que Morgan había tomado la heroica resolución de lanzar al Rayo contra las dos naves antes de que estas se dispusiesen al combate, e intentar con un ataque fulminante ganar el largo para sustraerse a la lucha; pero pronto comprendieron que no era tal la intención del astuto lugarteniente.
El Rayo, aprovechando un golpe de viento, había evitado primero hábilmente el abordaje de las primeras chalupas que le alcanzaron, y con una bordada había entrado en el pequeño puerto, situándose tras un islote que se alzaba entre la costa y la península formando una especie de dique.
—¡Ah, bravo Morgan! —exclamó el señor de Ventimiglia, que había comprendido la atrevida maniobra del Rayo—. ¡Ha salvado mi nave!
—¡Pero los dos navíos irán a sacarle del refugio! —dijo Carmaux.
—Te engañas —repuso el señor de Ventimiglia—. No hay agua suficiente para barcos de ese calado.
—Más tarde nos impedirán la salida a nosotros.
—Eso ya lo veremos, Carmaux. Sin embargo, será preciso que nos vayamos un día u otro. No tengo la menor intención de permanecer meses aquí.
Y añadió con terrible acento:
—¡Ya sabes que tengo prisa por ir a Veracruz!
—¿A buscar a ese condenado viejo?
—¡Calla, Carmaux! —repuso sordamente el Corsario.
E inclinándose hacia el suelo escuchó con profunda atención.
—Me parece que los españoles han deshecho la barricada y han entrado.
—Sí; oigo murmullo de voces debajo de nosotros —dijo Wan Stiller—. Deben de haber destrozado el entredós.
—Hay que impedirles la entrada hasta que hayamos hecho las señales —dijo el Corsario—. Ya es mediodía.
—Aún podemos resistir ocho o nueve horas —repuso Carmaux—. ¡Ánimo, amigos! ¡Parapetémonos aquí y abramos agujeros para pasar el cañón de nuestros arcabuces!
—Vayan, pues, valientes.
—Y tú acuéstate, señor —dijo la joven india.
—¡Imposible! —dijo el Corsario con voz sorda—. ¡Me interesa demasiado mi nave para abandonar esta ventana!
Mientras Carmaux y sus compañeros hacían sus preparativos de defensa, las dos naves de alto bordo habían echado anclas frente a la bahía, guardando una distancia de doscientos metros entre sí, y presentando el estribor a la costa, a fin de descargar toda la banda contra el Rayo en el caso de que este hubiese intentado forzar el bloqueo.
Morgan no tenía intención alguna de presentar batalla a tan fuertes adversarios. Aunque tuviese a sus órdenes una tripulación resuelta a todo, no se consideraba bastante fuerte para luchar contra los cuarenta o más cañones de las fragatas, y menos con su capitán en tierra. Rechazadas con algunos certeros disparos las chalupas que habían intentado abordar al Rayo, y reducidos al silencio los cañones del fortín, había hecho anclar tras el islote, conservando sueltas, sin embargo, las velas bajas, para poder aprovechar cualquier acontecimiento que le permitiese forzar el paso o asaltar una u otra nave.
Los dos barcos enemigos, tras algunos ineficaces disparos, habían botado al agua algunas embarcaciones que se habían dirigido hacia el fortín. Probablemente sus comandantes iban a ponerse de acuerdo con la guarnición para intentar un nuevo ataque contra el Rayo.
—La cosa se pone seria —murmuró el Corsario, que las había seguido con la mirada—. Si logro libertarme de los soldados que me tienen prisionero, prepararé a las dos fragatas una desagradable sorpresa. Veo una barcaza amarrada junto al islote, que servirá admirablemente a mis proyectos. ¡Yara, ayúdame a volver al lecho!
—¿Estás fatigado, señor? —preguntó la joven india.
—Sí —repuso el Corsario—. Más que las heridas, me ha rendido la emoción.
Se separó de la ventana y, apoyándose en la joven, volvió a acostarse, sin apartar de sí las pistolas ni la espada.
—¿Cómo va eso, valientes? —preguntó a Carmaux y a sus dos compañeros, ocupados en abrir agujeros en el suelo.
—¡Mal, capitán! —repuso Carmaux.
—¿Qué hacen?
—Están en consejo.
—¿Son muchos?
—Unos veinte, lo menos.
—¡Si nos dejasen en paz hasta la noche!
—¡Uf! Lo dudo, capitán.
En aquel momento se oyó un golpe violento que hizo retemblar el suelo. Carmaux, que estaba echado espiando a los españoles por una pequeña rendija que había abierto en el entarimado, se puso en pie y cogió su arcabuz.
En la estancia inferior se oyó una voz imperiosa que gritaba:
—¿Con que se rinden? ¿Sí, o no?
Carmaux miró al Corsario riendo.
—¡Contesta! —le dijo este.
—Te ruego que repitas la pregunta, por ser yo algo corto de oído —gritó el filibustero pegando los labios a la rendija.
—Te pregunto si se rinden —repitió la voz.
—¿Y por qué motivo quieres que te cedamos las armas?
—¿No ven que ya están presos?
—Realmente, no nos habíamos dado cuenta—, repuso Carmaux.
—Estamos debajo de ustedes.
—Y nosotros estamos encima, querido señor.
—Podemos hacerlos saltar por los aires.
—Y nosotros podemos hundir el piso y aplastarlos a todos. Ya ves que tenemos ventajas.
—Dile al Corsario Negro que se rinda si quiere salvar la vida.
—¡Sí, como la salvaron el Corsario Rojo y el Verde! —replicó Carmaux con ironía—. Los conocemos ya muy bien, señores míos, y sabemos lo que valen sus promesas.
—Les advierto que los haremos prisioneros lo mismo. ¡Y que su Rayo está bloqueado!
—¡Sus cañones no están cargados con pastillas de chocolate precisamente!
—¡Camaradas, hundamos el parapeto! —gritó el español.
—¡Amigos, preparémonos a desplomar el pavimento sobre la cabeza de estos señores! —gritó Carmaux—. ¡Haremos de ellos una soberbia mermelada!
1. Trinquete: vela que se larga en el trinquete (palo de proa).
2. Gavia: vela que se coloca en uno de los masteleros (palo o mástil menor) de la nave.
6
La llegada de los filibusteros
Después de aquel cambio de frases irónicas y amenazadoras, que revelaban el buen humor de los sitiados y la impotente rabia de los sitiadores, hubo un breve silencio que nada bueno pronosticaba. Se comprendía que los españoles se preparaban a dar un nuevo y más formidable ataque para obligar a rendirse a aquellos endemoniados filibusteros.
Carmaux y sus compañeros, después de un breve consejo con su capitán, se habían colocado alrededor de la abertura de la escalera con los fusiles cargados, prontos a enviar una buena descarga a sus enemigos. Entretanto, Yara, que estaba en la ventana, les había dado la buena noticia de que todo estaba tranquilo en la bahía, y las dos fragatas seguían sobre sus anclas, sin intentar abordar al Rayo.
—Esperemos —había dicho el Corsario—. Si podamos resistir aún cinco horas, vendrán a libertarnos los hombres de Morgan.
Apenas había transcurrido un minuto cuando otro golpe más violento resonó bajo el suelo, haciendo vacilar los muebles. Los asaltantes habrían arrancado alguna gruesa viga y se servían de ella como de un ariete.
—¡Mil ballenas! —exclamó Carmaux—. ¡Si continúan así harán saltar el pavimento! El peligro está en caer entre los asaltantes.
Un tercer golpe, que sacudió hasta el lecho en que yacía el Corsario, echó por tierra parte de los trastos acumulados en torno al agujero de la escalera. e hizo saltar una tabla del piso.
—¡Fuego por ahí! —gritó el Corsario, que había empuñado sus pistolas.
Carmaux, Wan Stiller y Moko pasaron los fusiles a través de la grieta e hicieron una descarga. Debajo se oyeron gritos de rabia y de dolor, y luego pasos precipitados que se alejaban.
Apenas dispersado el humo, Carmaux miró a través de la grieta y vio tendido en el suelo, con los brazos y las piernas encogidas, a un joven soldado. Cerca de él se veían varias manchas de sangre, indicio cierto de que aquella descarga había hecho alguna otra víctima. Los sitiadores se habían apresurado a abandonar la estancia y a refugiarse en el corredor; pero no debían de estar muy lejos, porque se les oía hablar.
—¡Eh! ¡No confiemos demasiado! —dijo Carmaux.
Iba a ponerse en pie cuando una detonación sonó detrás de la puerta del corredor. La bala arrancó la gorra del filibustero.
—¡Mil diablos! —exclamó Carmaux levantándola vivamente—. ¡Unos centímetros más abajo y ese proyectil me deshace el cráneo!
—¿No te ha tocado? —le preguntó, solícito, el Corsario.
—No, capitán —repuso Carmaux—. Parece que el demonio no quiere dejar de protegerme.
—¡No cometas imprudencias! Los hombres son precisos en estos momentos, y en particular los valientes como tú.
—¡Gracias, capitán! Trataré de salvar mi pellejo para agujerear el de ellos.
Los españoles, creyendo haber matado a aquel terrible adversario, habían asomado por la puerta, aunque guareciéndose con los restos del entredós. Viendo a Wan Stiller y a Moko con los fusiles en disposición de disparar retrocedieron, no ignorando la certera puntería de aquellos bandidos del mar.
—Empiezo a creer que nos dejarán un rato de calma —dijo Carmaux, que se había dado cuenta de la retirada.
—Estén, sin embargo, en guardia —dijo el Corintio—. Alcen aquellas cajas y dispónganlas de modo que los resguarden de las descargas de los españoles, que no dejarán de hacer fuego a través de la grieta.
—¡Es buena idea! —dijo Wan Stiller—. Construiremos un parapeto en torno del hueco de la escalera.
Maniobrando con prudencia, a fin de no recibir una bala en la cabeza, los tres filibusteros dispusieron una especie de valla en torno de la abertura y se echaron al suelo sin perder de vista la puerta del corredor.
Los españoles no habían vuelto a dar señales de vida. No creyéndose acaso en número bastante para expugnar la estancia superior, y a falta de los medios necesarios para dar un asalto en regla, habían acampado en el corredor, seguros de hacer capitular tarde o temprano a los sitiados. Acaso ignoraban que Yara había aprovisionado de vituallas a sus amigos.
Durante tres horas reinó en el torreón una calma profunda, solo interrumpida por algún que otro disparo aislado, bien de los españoles, bien de los sitiados; pero hacia las seis los primeros empezaron a mostrarse en buen número junto a la puerta del corredor, dispuestos, al parecer, a reanudar las hostilidades.
Carmaux y sus compañeros habían abierto de nuevo el fuego desde su refugio, con intento de relegarlos al corredor; pero después de algunas descargas, aunque perdiendo varios hombres, los españoles lograron reconquistar la estancia y guarecerse tras los destrozados restos de las mesas y del entredós.
Los filibusteros, impotentes para hacer frente a las muchísimas descargas de los adversarios, se habían visto obligados a abandonar su puesto, reservándose intentar un supremo esfuerzo en el momento del asalto.
—¡Esto va mal! —dijo Carmaux—. ¡Y falta todavía una hora para anochecer!
—Prepararemos entretanto la señal —dijo el Corsario—. ¿Es plano el tejadillo, Yara?
—Sí, señor —contestó la joven india, que se había refugiado tras el lecho del capitán.
—Me parece que no se podrá llegar a él.
—Por eso no te preocupes, capitán —dijo Carmaux—. Moko es más ágil que un simio.
—¿Qué hay que hacer? —preguntó el negro—. Yo estoy dispuesto a todo.
—Ve deshaciendo la escalera.
Mientras los dos filibusteros disparaban algunas descargas contra los españoles para retrasar el asalto, el negro, con pocos pero poderosos golpes de hacha, cortó la escalera en trozos, que colocó junto a la ventana.
—¡Ya está! —dijo.
—Ahora se trata de subir al tejadillo para hacer la señal —dijo el Corsario Negro. Cuida de no caerte, que estamos a treinta y cinco metros del suelo.
—¡No tengas cuidado!
Salió al borde de la ventana, y alargó las manos hacia el alero del tejado, probando primero su resistencia. La empresa era tanto más peligrosa cuanto que no tenía punto alguno de apoyo, pero el negro estaba dotado de una fuerza prodigiosa y de una agilidad capaz de competir realmente con la de un simio. Miró a lo alto para evitar el vértigo, y con una flexión se izó hasta el alero del tejado.
—¿Estás, compadre? —le preguntó Carmaux.
—Sí, compadre blanco —contestó Moko con cierto temblor en la voz.
—¿Se puede encender fuego ahí encima?
—Sí, dame la leña.
—¡Ya sabía yo que valía más que un mono! —murmuró Carmaux—. Y, sin embargo, lo que ha hecho le produciría fiebre a un primer gaviero.
Se asomó a la ventana y pasó al negro los leños de la escalera.
—Dentro de poco encenderás la hoguera —lo dijo—. Una llamarada cada dos minutos.
—¡Muy bien, compadre!
—Yo vuelvo a mi puesto. ¡Por Baco! ¡Se diría que esos bribones se han enterado de que vamos a llamar en nuestra ayuda a los hombres del Rayo!
Los asaltantes redoblaban en aquel momento sus ataques para expugnar la estancia superior. Ya habían por dos veces apoyado escaleras en el borde del hueco, intentando llegar hasta el parapeto formado por los trastos. Wan Stiller, a pesar de estar solo, había logrado contenerlos y derribar a los primeros con terribles sablazos.
—¡Allá voy! —gritó corriendo hacia él Carmaux.
—¡Y yo! —añadió con voz de trueno el Corsario.
No pudiendo contenerse, había saltado del lecho y empuñado sus dos pistolas. Además, llevaba su terrible espada entre los dientes. Parecía en aquel momento supremo haber recobrado todo su extraordinario vigor.
Los españoles habían ya logrado llegar al parapeto y disparaban enloquecidos, repartiendo a la vez furiosas estocadas para alejar a los defensores. Un momento de retraso y el último refugio de los filibusteros caía en su poder.
—¡Avante, hombres del mar! —gritó el Corsario.
Descargó sus dos pistolas sobre los asaltantes, y con algunos sablazos certeros derribó a dos soldados. Aquel golpe audaz, y, más que nada, la imprevista aparición del hombre terrible, salvó a los sitiados. Los españoles, impotentes para hacer frente a los arcabuzazos de Carmaux y de Wan Stiller, bajaron precipitadamente de las escaleras y se ocultaron por tercera vez en el corredor.
—¡Moko! ¡Prende fuego a la pira! —gritó el Corsario.
—¡Y nosotros tiremos esas escaleras! —dijo Carmaux a Wan Stiller—. ¡Creo que por ahora esos bribones tienen bastante!
El Corsario estaba pálido como la cera. Aquel supremo esfuerzo lo había extenuado.
—¡Yara! —exclamó.
La joven india apenas tuvo tiempo de recibirlo entre sus brazos. El Corsario se había desvanecido.
—¡Señor! —gritó la joven con acento de espanto—. ¡Socorro, señor Carmaux!
—¡Mil rayos! —gritó el filibustero acercándose.
Le cogió entre sus brazos y le llevó al lecho murmurando:
—¡Por fortuna, los españoles han sido rechazados a tiempo!
Apenas acostado, el Corsario Negro había abierto los ojos.
—¡Muerte del infierno! —exclamó con un gesto de cólera—. ¡Parezco una mujercita!
—Son las heridas, que amenazan abrirse, capitán —dijo Carmaux—. Te habías olvidado de las dos estocadas.
—¿Han huido los españoles?
—Nos esperan en el corredor.
—¿Y Moko?
Carmaux se asomó a la ventana.
Un vivo resplandor se extendía por encima de la torre rompiendo las tinieblas, que ya envolvían la tierra con la rapidez propia de las regiones intertropicales.
Carmaux miró hacia la bahía, en la cual se veían brillar los grandes fanales rojos y verdes de las dos fragatas.
Un cohete azul se elevaba en aquel momento tras el pequeño islote que amparaba al Rayo. Subió muy alto, hendiendo las tinieblas con fantástica rapidez, y terminó en medio de la bahía, lanzando en su derredor una lluvia de chispas de oro.
—¡El Rayo contesta! —gritó Carmaux, gozoso—. ¡Moko, responde a la señal!
—Sí, compadre blanco —repuso desde lo alto el negro.
—¡Carmaux! —interrogó el Corsario—. ¿De qué calor era el cohete?
—Azul, señor.
—Con lluvia de oro; ¿no es cierto?
—Sí, capitán.
—Sigue mirando.
—¡Otro cohete, capitán!
—¿Verde?
—Sí.
—Entonces Morgan se prepara a venir en socorro nuestro. Da orden a Moko de descender. Me parece que los españoles vuelven a la carga.
—¡Ya no les temo! —replicó el bravo filibustero—. ¡Eh, compadre; deja tu observatorio y ven a ayudarnos!
El negro echó al fuego cuanta leña le quedaba, con el fin de que la llama sirviese de guía a los hombres de Morgan, y, agarrándose a las vigas del techo, se dejó caer con precaución. Carmaux estuvo pronto a ayudarle a bajar, cogiéndole entre sus brazos.
En aquel momento se oyó gritar a Wan Stiller:
—¡Ohé, amigos! ¡Vuelven al asalto!
—¿Todavía? —exclamó Carmaux—. ¡Son muy obstinados esos señores! ¿Se habrán dado cuenta de las señales que nos ha hecho nuestra nave?
—Es probable, Carmaux —repuso el Corsario Negro—. Pero dentro de diez o quince minutos nuestros camaradas estarán aquí. Por tan poco tiempo podemos hacer frente hasta a un ejército; ¿no es cierto, amigos?
—¡Hasta a una batería! —dijo Wan Stiller.
—¡Cuidado! ¡Vienen! —gritó Moko.
Los españoles habían vuelto al piso inferior e hicieron una descarga tremenda sobre el parapeto. Carmaux y sus amigos apenas habían tenido tiempo de echarse al suelo. Las balas, silbando por encima de su cabeza, fueron a incrustarse en las paredes, haciendo caer trozos de yeso sobro el lecho del capitán. Después de aquella descarga, valiéndose de dos escaleras, se habían lanzado intrépidamente al asalto.
—¡Abajo el parapeto! —gritó Carmaux.
—¿Y luego? —preguntó Wan Stiller.
—Taparan el agujero con mi lecho —repuso el Corsario Negro, que ya se había dejado caer al suelo.
Los trastos que formaban el parapeto fueron precipitados por el agujero, cayendo sobre los españoles que subían por las escaleras. Un grito terrible siguió a aquella operación. Hombres y escaleras cayeron entremezclados con ensordecedor estrépito. Entre los ayes de los heridos, los feroces gritos de los supervivientes y las órdenes de los oficiales, resonaron tres disparos de fusil y dos de pistola.
Los filibusteros y el Corsario Negro, para hacer mayor la confusión y el terror, habían descargado sobre sus enemigos todas sus armas.
—¡Pronto! ¡Vuelquen el lecho! —gritó el Corsario.
Moko y Carmaux estuvieron prontos a obedecer. Con un irresistible esfuerzo, el lecho, aunque muy pesado, fue colocado sobre el agujero, obturándolo completamente. Apenas habían terminado, cuando a breve distancia se oyeron gritos y detonaciones.
—¡Avante, hombres del mar! —había gritado una voz—. ¡El capitán está aquí!
Carmaux y Wan Stiller se precipitaron a la ventana. En la calle un grupo de hombres con antorchas se adelantaba a paso de carga hacia la casa de don Pablo, disparando tiros en todas direcciones, acaso con la idea de aterrorizar a la población y obligar a todo el mundo a permanecer en su casa.
Carmaux reconoció pronto al hombre que guiaba aquel grupo.
—¡El señor Morgan! ¡Capitán, estamos salvados!
—¡Él! —exclamó el Corsario haciendo un esfuerzo para levantarse.
Y frunciendo el entrecejo murmuró:
—¡Qué imprudencia!
Carmaux, Wan Stiller y el negro habían separado el lecho y reanudaban el fuego contra los españoles, que intentaban un último y desesperado ataque.
Oyendo, sin embargo, el estampido de los disparos en la calle, temieron verse cogidos entre dos fuegos, y de repente huyeron en precipitada fuga, salvándose por el pasaje secreto.
Los marineros del Rayo habían entretanto echado abajo la puerta de entrada, y subían gritando:
—¡Capitán! ¡Capitán!
Carmaux y Wan Stiller se habían dejado caer al piso inferior, y después de haber colocado una escalera en el agujero se lanzaron por el corredor.
Morgan, el lugarteniente del Rayo, avanzaba al frente de cuarenta hombres elegidos entre los más audaces y vigorosos marineros de la nave filibustera.
—¿Dónde está el capitán? —preguntó el lugarteniente con la espada en alto, creyendo tener ante sí españoles.
—¡Encima de aquí; en el torreón, señor! —repuso Carmaux.
—¿Vivo?
—Sí, pero herido.
—¿Gravemente?
—No, señor; pero no puede tenerse en pie.
—Quédense ustedes de guardia en la galería —gritó Morgan volviéndose a sus hombres—. ¡Que bajen a la calle y que continúen el fuego contra las casas! —agregó y seguido de Carmaux y Wan Stiller, subió al piso superior del torreón.
El Corsario Negro, ayudado por Moko y Yara, se había puesto en pie. Viendo entrar a Morgan, le tendió la mano diciéndole:
—Gracias, Morgan; pero no puedo menos que hacerte un reproche: tu sitio no es este.
—Es cierto, capitán —repuso el lugarteniente—. Mi puesto es a bordo del Rayo; pero la empresa reclamaba un hombre resuelto para llevar a los míos a través de una ciudad llena de enemigos. Espero que me perdonarás esta imprudencia.