Kitabı oku: «100 Clásicos de la Literatura», sayfa 1480

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Ya he vituperado la costumbre de confinar a las niñas a la aguja y dejarlas fuera de todas las tareas políticas y civiles, pues, mediante esta estrechez mental, se las vuelve incapaces de cumplir con los deberes particulares que la Naturaleza les ha asignado.

Al ocuparse solo de los pequeños incidentes del día, necesariamente se hacen cada vez más astutas. A menudo me ha dolido el alma al observar las solapadas artimañas que practican las mujeres para conseguir alguna necedad en la que habían puesto sus tontos corazones. Al no permitírseles disponer de dinero o considerar suyo nada, aprenden a sisar en el mercado o, si un marido las ofende por permanecer fuera de casa o levantar algún sentimiento de celos, un nuevo vestido o alguna bonita chuchería suavizan el ceño enfadado de Juno.

Pero estas nimiedades no degradarían su carácter si se condujera a las mujeres a respetarse, si les abrieran los temas políticos y morales. Y me aventuraré a afirmar que este es el único medio de conseguir que atiendan apropiadamente sus obligaciones domésticas. Una mente activa abarca todo el círculo de sus deberes y encuentra tiempo suficiente para todos. Sostengo que no es un intento osado emular las virtudes masculinas; no es el encanto de los empeños literarios o la investigación serena de temas científicos lo que descamina a las mujeres de su deber. No, son la indolencia y la vanidad, el amor al placer y el amor al dominio, los que reinarán soberanos en una mente vacía. Pongo énfasis en vacía, porque la educación que reciben ahora las mujeres a duras penas se merece ese nombre. El escaso conocimiento que se procura que adquieran en los años importantes de la juventud concierne solo a las dotes que deben lograr, y estas sin fondo, pues si no se cultiva el entendimiento, toda gracia es superficial y monótona. Al igual que los encantos de un rostro maquillado, solo llegan a los sentidos entre la multitud; pero en casa, al carecer de mente, no tienen variedad. La consecuencia es obvia: en los escenarios galantes de disipación, nos encontramos con la mente y el rostro artificiales, pues quienes huyen de la soledad temen, después de esta, el círculo doméstico; al no contar con poder para entretener o interesar, sienten su propia insignificancia o no encuentran nada que los divierta o interese a ellos mismos.

Además, ¿qué puede haber más falto de delicadeza que la presentación de una joven en el mundo elegante? Lo que, en otras palabras, es sacar al mercado una señorita casadera, cuya persona se lleva de un lugar a otro, ricamente enjaezada. No obstante, al mezclarse con el círculo frívolo bajo sujeción, estas mariposas desean revolotear a sus anchas, pues el primer afecto de sus almas es para sus personas, hacia las que se ha llamado su atención con el cuidado más diligente, mientras se estaban preparando para el periodo que decide su destino de por vida. En lugar de seguir esta rutina indolente, luchando por una exhibición sin gusto y un estado para el que no cuenta el corazón, con qué dignidad establecerían vínculos los jóvenes de ambos sexos en las escuelas que he apuntado de modo resumido; en las que, según avanza la vida, se admitiría el baile, la música y la pintura como descansos, pues los jóvenes de fortuna deberían permanecer en ellas, más o menos, hasta que alcanzaran la mayoría de edad. Aquellos designados para profesiones particulares podrían asistir tres o cuatro mañanas a la semana a las escuelas apropiadas para su instrucción inmediata.

Por el momento, solo dejo caer estas observaciones como sugerencias; en realidad, más bien como un borrador del plan que pretendo que como algo ya digerido. Pero debo añadir que doy mi más total aprobación a una regla mencionada en el escrito al que ya he aludido, la de hacer a los niños y jóvenes independientes de los maestros respecto a los castigos. Deben ser tratados por sus pares, lo que sería un método admirable para fijar principios sólidos de justicia en la mente y tendría el efecto más saludable sobre el temperamento, que desde muy pronto se agria o irrita mediante la tiranía, hasta que se vuelve artero y obstinado o ferozmente altanero.

Mi corazón corre con fervor benévolo a saludar a esos grupos amistosos y respetables, a pesar de los desprecios de los corazones fríos, que tienen libertad para pronunciar, con una arrogancia altanera, el epíteto maldito: romántico, cuya fuerza intentaré mitigar repitiendo las palabras de un elocuente moralista:

No sé si no son preferibles las alusiones a un corazón verdaderamente humano, cuyo celo hace todo sencillo, que esa razón áspera y repulsiva, que siempre se muestra indiferente ante el bien público, lo que constituye el primer obstáculo para cualquier cosa que lo promueva.

También sé que los libertinos exclamarán que la mujer perdería su sexo al adquirir fortaleza de cuerpo y mente, y que la belleza —¡la belleza suave y hechicera! — dejaría de adornar a las hijas de los hombres. Soy de una opinión muy diferente, pues creo que, por el contrario, veríamos una belleza dignificada y una gracia verdadera, producidas por muchas causas físicas y morales poderosas. Es cierto que no se trataría de una belleza sosegada o de las gracias del desamparo, sino de la que aparece en las reliquias de la antigüedad, que nos hace respetar al cuerpo humano como una espléndida masa, apropiada para recibir a un noble habitante.

No olvido la opinión popular de que las estatuas griegas no seguían el modelo de la naturaleza. No quiero decir que correspondieran a las proporciones de un hombre determinado, sino que esos hermosos miembros y rasgos se escogieron de varios cuerpos para formar un conjunto armonioso. Puede que esto, en cierto grado, sea cierto. El cuadro ideal de una mente exaltada quizá sea superior a los materiales que el escultor halló en la naturaleza y, de este modo, se podría decir que más bien correspondía al modelo del género humano que al de un hombre. Sin embargo, no se trata de la selección mecánica de miembros y rasgos, sino de la ebullición de una imaginación caldeada que se liberó, y los finos sentidos del artista y su amplio entendimiento escogieron la materia sólida, atrayéndola hacia su foco resplandeciente.

He observado que la elección no fue mecánica porque se produjo un todo, un modelo de una simplicidad tan grande, de tales energías concurrentes, que detiene nuestra atención y reclama nuestra veneración. De la copia servil de la naturaleza más hermosa, solo se obtiene una belleza insípida y sin vida. No obstante, con independencia de estas observaciones, creo que la forma humana debe haber sido mucho más bella de lo que es en el presente, pues la indolencia extrema, las ligaduras bárbaras y muchas causas que a la fuerza actúan sobre ella en nuestro estado suntuoso de la sociedad, si no retardan su expansión, la vuelven deforme. El ejercicio y la limpieza parecen ser no solo los medios más seguros para conservar la salud, sino para promover la belleza, si se consideran nada más las causas físicas; pero esto no es suficiente, ya que también deben tenerse en cuenta las causas morales, o se obtendrá simplemente una belleza rústica, como la que florece en las facciones inocentes y saludables de cierta gente del campo, cuya mente no se ha ejercitado. Para hacer a una persona perfecta, se debe conseguir a la vez la belleza física y la moral, cada una de las cuales aporta y recibe fuerzas por su combinación. El juicio debe residir en la frente, el afecto y la chispa de imaginación en los ojos, y la humanidad debe curvar las mejillas, o vano será el brillo de los ojos más bellos o el acabado elegante de los rasgos más delicados, mientras no se demuestre gracia y modestia en todo movimiento efectuado por los miembros activos y las articulaciones bien estructuradas. Pero este bello conjunto no se reúne por casualidad: es la recompensa a los ejercicios calculados para apoyarse mutuamente, ya que solo puede adquirirse juicio mediante la reflexión, afectuosidad mediante el cumplimiento de las obligaciones y humanidad mediante el ejercicio de la compasión hacia toda criatura viviente.

La humanidad hacia los animales debe inculcarse de modo particular como componente de la educación nacional, pues en la actualidad no es una de nuestras virtudes. Entre las clases más bajas, es más frecuente encontrar cariño hacia sus humildes animales domésticos en un estado salvaje que en el estado civilizado. Porque la civilización evita las relaciones que crean el afecto en la cabaña tosca o la choza de barro y lleva a las mentes sin cultivar, que solo están depravadas por el refinamiento dominante en la sociedad, donde los ricos los pisotean, a sojuzgarlos para vengar los insultos que están obligados a soportar de sus superiores.

Esta crueldad habitual se adquiere en primer lugar en la escuela, donde uno de los extraños juegos de los niños consiste en atormentar a los animales miserables que caen en su camino. Según van creciendo, la transición de la barbarie sobre estos a la tiranía doméstica sobre esposas, hijos y servidores es muy sencilla. La justicia, o incluso la benevolencia, no serán una fuente poderosa de acción si no se extiende a toda la creación; más aún, creo que puede considerarse un axioma que aquellos que pueden ver el dolor sin sentirse conmovidos pronto aprenderán a causarlo.

Al vulgo lo dominan los sentimientos del momento y los hábitos que han adquirido de modo accidental; pero no se puede depender demasiado de los sentimientos parciales, aunque sean justos, pues cuando no los fortalece la reflexión, la costumbre los debilita, hasta que resultan apenas perceptibles. Las simpatías de nuestra naturaleza se refuerzan mediante meditaciones ponderativas y se amortiguan con un uso irreflexivo. Al corazón de Macbeth le afectó más el primer asesinato que los cien que le siguieron, necesarios para respaldarlo.

Pero, cuando utilizo la palabra vulgo, no pretendo limitar mi comentario a los pobres, ya que la humanidad parcial, fundada en las sensaciones o caprichos del momento, es igualmente notoria, si no más, entre los ricos.

La dama que derrama lágrimas por el pájaro que muere de hambre en un cepo y maldice a los demonios en forma de hombres que aguijonean hasta la locura al pobre buey o apalean al paciente asno, que apenas se sostiene bajo una carga por encima de sus fuerzas, hará, sin embargo, esperar durante horas a su cochero y sus caballos, cuando hace un frío que corta o la lluvia bate contra las ventanas bien cerradas, que no dejan pasar un soplo de aire para decirle cuán áspero sopla el viento fuera. Y la que se lleva a sus perros a la cama y los mima con una sensibilidad ostentosa cuando están enfermos consentirá que sus hijos crezcan torcidos en el cuarto de niños. Esta ilustración para mi argumento está sacada de un hecho real. La mujer a la que aludo era considerada muy hermosa por quienes no echan en falta la mente cuando el rostro es rollizo y bello; pero ni la literatura había apartado su entendimiento de sus obligaciones femeninas, ni el conocimiento había corrompido su inocencia. No, era bastante femenina, según la acepción masculina del término, y lejos por igual de amar a esos animales mimados que ocupaban el lugar que debía corresponder a sus hijos, solo balbucía una curiosa mezcla sin sentido de francés e inglés para complacer a los hombres que se reunían a su alrededor. La esposa, la madre y la criatura humana, todas habían sido engullidas por el carácter artificial que había producido una educación inapropiada y la vanidad egoísta de la belleza.

No me gusta establecer una distinción sin hacer una diferencia, y admito que me he sentido mucho más disgustada por la dama hermosa que colocaba en su pecho a su perro faldero en lugar de su hijo que por la ferocidad de un hombre que, al golpear a su caballo, declaraba que sabía cuándo hacía mal las cosas lo mismo que un cristiano.

Esta camada de necedad nos muestra lo equivocados que están quienes permiten que las mujeres dejen sus harenes, pero no cultivan sus entendimientos para plantar virtudes en sus corazones. Porque, si tuvieran juicio, podrían adquirir ese gusto doméstico que las llevaría a amar con una subordinación razonable a toda su familia, desde su esposo hasta el perro casero, y no volverían a insultar a la humanidad en la persona del servidor más insignificante, al prestar más atención al bienestar de un animal que al de una criatura semejante.

Es obvio que mis observaciones sobre la educación nacional son sugerencias, pero deseo por encima de todo hacer fuerza sobre la necesidad de educar juntos a los dos sexos para que ambos se perfeccionen y de conseguir que los niños duerman en casa para que aprendan a apreciarla; además, para que los afectos privados apoyen a los públicos, en lugar de mitigarlos, deben ser mandados a la escuela para mezclarse con numerosos iguales, pues solo mediante los forcejeos de la igualdad podemos formarnos una opinión justa de nosotros mismos.

Para hacer al género humano más virtuoso y, por supuesto, feliz, ambos sexos deben actuar desde los mismos principios. ¿Pero cómo puede esperarse esto, cuando solo se permite a uno considerar si resultan razonables? Para hacer también realmente justo el pacto social, y para extender los principios ilustrados que solo pueden mejorar el destino del hombre, debe permitirse que las mujeres fundamenten su virtud sobre el conocimiento, lo que apenas es posible si no se las educa mediante las mismas actividades que a los hombres. Porque ahora la ignorancia y los deseos bajos las hacen tan inferiores, que no merecen ser clasificadas con ellos; o suben al árbol del conocimiento mediante las ondulaciones serpentinas de la astucia y solo adquieren el suficiente para descarriar a los hombres.

Es evidente por la historia de todas las naciones que las mujeres no pueden ser confinadas a las actividades puramente domésticas, ya que no cumplirán con sus deberes familiares hasta que sus mentes cuenten con una extensión mayor, y mientras que se las mantiene en la ignorancia, se vuelven en la misma proporción esclavas del placer cuando son esclavas del hombre. Tampoco se las puede dejar fuera de las grandes empresas, aunque su estrechez mental a menudo les hace estropear lo que son incapaces de comprender.

El libertinaje, y hasta las virtudes de los hombres superiores, siempre concederán a un determinado tipo de mujeres gran poder sobre ellos; y estas mujeres débiles, bajo la influencia de pasiones pueriles y de su vanidad egoísta, arrojarán una luz falsa sobre los objetos, que hará que los hombres destinados a ilustrar su juicio acaben considerándolos con sus mismos ojos. Los hombres de imaginación y los caracteres sanguinos que en su mayor parte sostienen el timón de los asuntos humanos suelen relajarse en compañía de las mujeres, y seguro que no necesito citar al lector más superficial de la historia los numerosos ejemplos de vicio y opresión que han producido las intrigas privadas de las favoritas; ni extenderme en el mal que surge de modo natural de la desafortunada interposición de la necedad bien intencionada. Porque en las transacciones de negocios, es mucho mejor tener que tratar con un bribón que con un necio, ya que el primero se ajusta a cierto plan, y cualquier plan razonable puede captarse mucho antes que un vuelo repentino de la necedad. Es notable el poder que mujeres viles y necias han tenido sobre hombres inteligentes, poseedores de sensibilidad. Solo mencionaré un ejemplo.

¿Quién dibujó un carácter femenino más exaltado que Rousseau, aunque en conjunto se esforzara constantemente por degradar al sexo? ¿Y por qué tenía tanta necesidad de hacerlo? Sin duda para justificar ante sí mismo el cariño que la debilidad y la virtud le habían hecho alimentar por la necia Teresa. No fue capaz de elevarla al nivel común de su sexo y por ello se empeñó en rebajar a la mujer al suyo. Encontró en ella una compañía humilde y conveniente, y el orgullo le hizo determinarse a encontrar algunas virtudes superiores en el ser que había elegido para convivir. Pero, ¿no muestra con claridad su conducta durante su vida, y tras su muerte, cuán burdamente equivocado estaba quien la llamó inocencia celestial? Más aún, en la amargura de su corazón, él mismo se lamenta de que cuando sus achaques corporales le impidieron seguir tratándola como a una mujer, cesó de quererlo. Y era muy natural que sucediera, porque, al tener tan pocos sentimientos en común, cuando el vínculo sexual se rompió, ¿qué podía sostenerla? Para mantener el cariño de alguien cuya sensibilidad se limitaba a un sexo, más aún, a un hombre, se requiere que esta se convierta en humanidad, cuyo canal es más amplio. Muchas mujeres no tienen mente suficiente para sentir afecto por otra mujer o amistad por un hombre. Pero la debilidad sexual que las hace depender del hombre para su subsistencia ocasiona una especie de afecto gatuno, que lleva a una esposa a ronronear alrededor de su marido como lo haría alrededor de cualquier hombre que la alimentara y la acariciara.

Sin embargo, a los hombres les satisface con frecuencia esta clase de afecto que se limita de modo animal a ellos mismos; pero si alguna vez se volvieran más virtuosos, desearían conversar al lado de la lumbre con una amiga, una vez que cesen de jugar con la amante.

Además, es necesario el entendimiento para dar variedad e interés a los placeres sensuales, pues se encuentra muy bajo en la escala intelectual la mente que puede continuar amando cuando ni la virtud ni el juicio dan un aspecto humano a un apetito animal. Siempre predominará el juicio, y si no se conduce a la mujer en general a un nivel más cercano al hombre, algunas de calidad superior, como las cortesanas griegas, reunirán a los hombres de facultades a su alrededor y arrastrarán fuera de sus familias a muchos ciudadanos, que habrían permanecido en su hogar si sus esposas tuvieran más sentido o las gracias resultantes del ejercicio del entendimiento y la imaginación, los padres legítimos del gusto. Una mujer de talento, si no es absolutamente fea, siempre obtendrá un gran poder, suscitado por la debilidad de su sexo; y en la misma proporción que los hombres adquieran virtud y delicadeza, mediante el ejercicio de la razón, buscarán ambas en las mujeres, pero estas solo pueden lograrlas por los mismos medios utilizados por ellos.

En Francia o en Italia, ¿se han limitado las mujeres a la vida doméstica? Aunque hasta ahora no han tenido existencia política, ¿no han contado con un gran dominio ilícito, corrompiéndose ellas mismas y los hombres con cuyas pasiones jugaban? En resumen, sea cual fuere la luz a la que contemplo el tema, la razón y la experiencia me convencen de que el único método para conducir a las mujeres a cumplir sus obligaciones particulares es librarlas de todo freno al permitirles participar de los derechos inherentes al género humano.

Libéreselas y en seguida se volverán sabias y virtuosas, según los hombres lo vayan siendo más, pues la mejora debe ser mutua, o por la injusticia de que la mitad de la raza humana esté obligada a someterse, al devolverse sobre sus opresores, la virtud del hombre se agusanará por el insecto que mantiene bajo su pie.

Hablo del perfeccionamiento y la emancipación de todo el sexo, pues sé que la conducta de unas pocas mujeres que, de modo accidental, han adquirido una proporción de conocimiento superior al del resto de su sexo se ha pasado por alto a menudo; pero ha habido ejemplos de mujeres que, una vez obtenido el conocimiento, no han desechado la modestia, ni han parecido pedantes al despreciar la ignorancia que se esfuerzan por disipar en sus propias mentes. Las exclamaciones, entonces, que cualquier consejo sobre el aprendizaje femenino produce por lo común, especialmente de las mujeres hermosas, proceden de la envidia. Cuando por casualidad ven que ni siquiera el brillo de sus ojos, ni la naturaleza alegre e impertinente de la coquetería refinada, les asegurarán siempre la atención durante toda una velada, si una mujer de entendimiento más cultivado se esfuerza por dar un giro racional a la conversación, la fuente de consuelo habitual es que tales mujeres rara vez consiguen maridos. Qué artes no he visto utilizar a las mujeres tontas para interrumpir mediante el flirteo —una palabra muy significativa para describir tal maniobra— una conversación racional, que hace que los hombres se olviden de que eran mujeres hermosas.

Pero, si concedemos lo que es muy natural en los hombres, que la posesión de habilidades raras está realmente calculada para excitar un orgullo petulante, desagradable tanto en hombres como en mujeres, a qué estado de inferioridad tienen que haberse degradado las facultades femeninas cuando una porción tan pequeña de conocimiento como la alcanzada por esas mujeres, a las que se ha denominado con burla mujeres sabias, puede resultar tan singular, lo suficiente como para inflar a las poseedoras y despertar la envidia de sus coetáneas y algunos del otro sexo. Más aún, ¿no ha expuesto a la mayor censura pública a muchas mujeres una pequeña racionalidad? Me refiero a hechos bien conocidos, pues he oído con frecuencia ridiculizar a las mujeres y exponer toda pequeña debilidad, solo porque adoptaron el consejo de algún médico y se desviaron del camino trillado en su modo de tratar a los niños. En la realidad he oído llevar esta aversión bárbara por la innovación aún más lejos y estigmatizar de madre desnaturalizada a una mujer juiciosa que ha sido muy solícita en preservar la salud de sus hijos, cuando en medio de sus cuidados ha perdido uno por alguna de las desgracias de la infancia que ninguna prudencia puede proteger. Sus conocidas han observado que esto era consecuencia de las nociones modernas —las modernas nociones de sencillez y limpieza. Y quienes fingen experiencia, aunque se hayan apegado durante largo tiempo a prejuicios que, según la opinión de los médicos más sagaces, han enrarecido la raza humana casi se alegran del desastre que otorga una especie de sanción al precepto.

Realmente, aunque solo sea por esto, la educación nacional de las mujeres es de la mayor importancia, pues ¡cuántos sacrificios humanos se hacen a ese prejuicio de Moloc, y de cuántos modos la lascivia del hombre destruye a los niños! La carencia de afecto natural en muchas mujeres, a las que arrastra lejos de su obligación la admiración de los hombres, y la ignorancia de las otras, convierten la infancia del hombre en un estado mucho más peligroso que la de los brutos; pero los hombres no desean colocarlas en situaciones adecuadas para que adquieran el suficiente conocimiento que les permita saber hasta cómo alimentar a sus hijos.

Esta verdad me hiere con tanta fuerza, que haría gravitar toda la tendencia de mi razonamiento sobre ella, pues cualquier cosa que tienda a incapacitar el carácter maternal, saca a la mujer de su esfera.

Pero es vano esperar que la raza presente de madres débiles tome los cuidados razonables sobre el cuerpo del niño que son necesarios para establecer las bases de una buena constitución, suponiendo que no padezca los pecados de su padre, o para dirigir su temperamento de modo tan juicioso que el niño, según vaya creciendo, no tenga que desechar todo lo que su madre, su primera instructora, le enseñó directa o indirectamente; y a menos que la mente cuente con un vigor poco común, las necedades femeninas perdurarán en su carácter durante toda la vida. La debilidad de la madre vivirá como huésped en sus hijos. Y mientras se eduque a las mujeres para que dependan del juicio de sus esposos, siempre será esta la consecuencia, pues no se puede perfeccionar un entendimiento por mitades, ni un ser puede actuar con inteligencia por imitación, porque en toda circunstancia de la vida existe una especie de individualismo que requiere el ejercicio del juicio para modificar las reglas generales. El ser que puede pensar correctamente esté donde esté, pronto extenderá su imperio intelectual; y la mujer que tenga el juicio suficiente para dirigir a sus hijos no se someterá, esté acertada o equivocada, al de su marido, o a las leyes sociales que hacen de la esposa una nulidad.

En las escuelas públicas, debe enseñarse a las mujeres, para que se guarden de los errores de la ignorancia, los elementos de la anatomía y la medicina, no solo para que puedan cuidar de modo adecuado de su salud, sino para hacerlas enfermeras racionales de sus hijos, sus padres y sus maridos; porque las cuentas de la mortandad se abultan por los desatinos de ancianas porfiadas que dan sus propios remedios secretos sin conocer nada de la estructura humana. Igualmente resulta apropiado, solo con perspectivas domésticas, que la mujer se familiarice con la anatomía de la mente, permitiendo a los sexos que se asocien en todas las tareas y conduciéndolas a observar el progreso del entendimiento humano en el perfeccionamiento de las ciencias y las artes, sin olvidar nunca la ciencia de la moralidad o el estudio de la historia política del género humano.

Se ha denominado al hombre microcosmo y, del mismo modo, cada familia podría considerarse un estado. Es cierto que los estados, en su mayoría, han sido gobernados mediante artes que deshonran el carácter del hombre, y la falta de una constitución justa y de leyes equilibradas ha confundido de tal modo las nociones de la sabiduría mundana, que hace algo más que cuestionar si es razonable luchar por los derechos de la humanidad. Así, la moralidad, contaminada en el reservorio nacional, envía corrientes de vicio para corromper a las partes constituyentes del cuerpo político; pero si principios más nobles o, mejor, más justos regularan las leyes que deben gobernar la sociedad, y no quienes las hacen cumplir, el deber se convertiría en la regla de la conducta privada.

Además, al ejercitar sus cuerpos y sus mentes, las mujeres adquirirían esa actividad mental tan necesaria para el carácter maternal, unida con la fortaleza que distingue la conducta estable de la perversidad obstinada, propia de la debilidad. Porque resulta peligroso aconsejar al indolente que sea resuelto, pues al instante se vuelve riguroso y, para ahorrarse trabajo, castiga con severidad faltas que la fortaleza paciente de la razón podría haber evitado.

Pero fortaleza presupone fuerza mental y ¿puede adquirirse mediante la aquiescencia indolente, pidiendo consejo en lugar de ejercer el juicio, obedeciendo por miedo, en lugar de practicar la paciencia que todos nosotros necesitamos? La conclusión que deseo extraer es obvia. Hagamos de las mujeres criaturas racionales y ciudadanas libres, y rápidamente se volverán buenas esposas y madres, esto es, si los hombres no descuidan los deberes de maridos y padres.

Al discutir las ventajas que podrían esperarse de la combinación de una educación pública y privada, tal como la he esbozado, me he extendido más en lo que se relaciona de modo más particular con el mundo femenino, pues creo que se encuentra oprimido; no obstante, la gangrena que han producido los vicios engendrados por la opresión no se limita a la parte mórbida, sino que impregna a la sociedad en general, de tal modo que, cuando deseo ver a mi sexo convertirse en agentes morales, mi corazón palpita con la esperanza de la difusión general de ese contento sublime que solo la moralidad puede difundir.

CAPÍTULO XIII

Algunos ejemplos de la necedad que genera la ignorancia de las mujeres, con reflexiones concluyentes sobre el perfeccionamiento moral que podría esperarse que produjera de modo natural una revolución en los modales de las mujeres

Hay muchas necedades que son hasta cierto punto características de las mujeres —pecados contra la razón, tanto de comisión como de omisión—, pero todas brotan de la ignorancia o del prejuicio. Solo señalaré las que parecen ser particularmente dañinas para su carácter moral. Y al censurarlas, deseo probar en especial que la debilidad de cuerpo y mente que los hombres, obligados por varios motivos, han tratado de perpetuar, impide que cumplan con el deber específico de su sexo; pues cuando la debilidad corporal no le permita amamantar a sus hijos y la debilidad mental le haga echar a perder sus temperamentos, ¿podremos decir que la mujer se encuentra en su estado natural?

SECCIÓN I

Lo primero que reclama la atención es un ejemplo deslumbrante de la debilidad que procede de la ignorancia y requiere una severa reprobación.

En esta metrópoli, numerosas sanguijuelas ocultas se ganan el sustento de modo infame, ejerciendo su actividad sobre la credulidad de las mujeres, al pretender hacer el horóscopo, por utilizar la expresión técnica; y muchas mujeres orgullosas de su posición y fortuna, que miran por encima del hombro al vulgo con desprecio soberano, muestran mediante su credulidad que la distinción es arbitraria, y que no poseen mentes cultivadas lo suficiente como para elevarse sobre los prejuicios vulgares. Las mujeres, puesto que no se les ha hecho considerar el conocimiento de su deber como algo necesario, o vivir el momento presente con su cumplimiento, se sienten muy deseosas de atisbar el futuro para saber lo que han de esperar que vuelva su vida interesante y que rompa el vacío de la ignorancia.

Se me debe permitir reconvenir seriamente a las señoras que siguen estas invenciones vanas, pues las damas, las madres de familia, no se avergüenzan de viajar en su propio carruaje hasta la puerta del taimado. Y si algunas de ellas leen esta obra, les instaría a que contestaran a sus propios corazones las siguientes preguntas, sin olvidar que se encuentran ante la presencia de Dios.

¿Creéis que no hay más que un Dios, y que es poderoso, sabio y bondadoso?

¿Creéis que todas las cosas fueron creadas por Él y que todos los seres dependen de Él?

¿Creéis en su sabiduría, tan notoria en sus obras y en vuestra propia estructura, y estáis convencidas de que ha ordenado todas las cosas que no podéis conocer con vuestros sentidos en la misma perfecta armonía para cumplir sus designios?

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