Kitabı oku: «100 Clásicos de la Literatura», sayfa 1481

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¿Reconocéis que el poder de adentrarse en el futuro y ver las cosas que no existen como si existieran es un atributo del Creador? Y si Él creyera apropiado comunicar algún acontecimiento escondido en las sombras del tiempo aún por venir, mediante su impresión en las mentes de sus criaturas, ¿a quién se le revelaría el secreto por medio de la inspiración inmediata? La opinión de la antigüedad responderá esta pregunta: a los ancianos reverendos, a las personas distinguidas por su notable piedad.

Así, los oráculos de la antigüedad eran pronunciados por los sacerdotes dedicados al servicio del Dios que supuestamente los inspiraba. El resplandor de la pompa mundana que rodeaba a estos impostores y el respeto que les otorgaban los diestros políticos, que sabían cómo servirse de esta útil maquinaria para doblegar los cuellos de los fuertes bajo el dominio de la astucia, extendían un velo sagrado y misterioso de santidad sobre sus mentiras y abominaciones. Impresionada por una ostentación tan solemne y devota, se podría excusar a una mujer griega o romana si preguntaba el oráculo, cuando estaba deseosa de husmear el futuro o preguntar sobre algún acontecimiento dudoso, y sus preguntas, aunque contrarias a la razón, no se podrían tildar de impías. ¿Pero pueden las maestras de la cristiandad evitar esa imputación? ¿Puede una cristiana suponer que a los favoritos del Altísimo, a los más favorecidos, se les obligaría a acechar de modo solapado y practicar las tretas más deshonestas para estafar a las mujeres tontas el dinero por el que claman en vano los pobres?

Contestar que no a tales cuestiones constituye un insulto al sentido común, porque es vuestra propia conducta, ¡oh, necias mujeres!, la que arroja odio sobre vuestro sexo. Y estas reflexiones deben hacer que os estremezcáis por vuestra devoción atolondrada e irracional. Pues no doy por supuesto que todas vosotras dejáis de lado vuestra religión, tal como es, cuando entráis en esas moradas misteriosas. No obstante, como supongo que estoy hablando con mujeres ignorantes —porque sois ignorantes en el sentido más enfático de la palabra—, sería absurdo razonar con vosotras sobre la atroz necedad de desear saber lo que la Sabiduría Suprema ha ocultado.

Probablemente no me entenderíais cuando intentara mostraros que no sería consecuente en absoluto con el gran propósito de la vida, que es hacer a las criaturas humanas sabias y virtuosas; y que, si estuviera sancionado por Dios, perturbaría el orden establecido en la creación; y si no lo estuviera, ¿esperáis escuchar la verdad? ¿Pueden predecirse acontecimientos que todavía no tienen un cuerpo que constituya objeto de examen para los mortales?, ¿puede preverlos una persona mundana y viciosa, que sacia sus apetitos abusando de los necios?

Sin embargo, quizá creéis con devoción en el demonio e imagináis, para dar un giro a la cuestión, que puede asistir a sus adeptos. Si en realidad respetáis el poder de tal ser, enemigo del bien y de Dios, ¿podéis ir a la iglesia después de estar obligadas de ese modo con él?

De estas ilusiones a las supercherías aún más en boga, practicadas por toda la tribu de magnetizadores, la transición es muy natural. Respecto a ellos, resulta igualmente apropiado hacer a las mujeres algunas preguntas.

¿Sabéis algo de la constitución de la estructura humana? Si no es así, resulta conveniente que se os diga lo que todo niño debe saber, que cuando su economía admirable ha sido perturbada por la intemperancia y la indolencia —no hablo de desórdenes violentos, sino de enfermedades crónicas—, se la debe conducir de nuevo a un estado saludable poco a poco, y si no se han dañado en lo material las funciones de la vida, régimen —que es otra palabra para indicar templanza—, aire, ejercicio y pocas medicinas, prescritas por las personas que han estudiado el cuerpo humano, son los únicos medios humanos descubiertos por ahora para recobrar esa salud inestable que constituye una bendición y que conducirá la investigación.

¿Creéis, entonces, que a esos magnetizadores, que pretenden realizar un milagro mediante trucos de abracadabra, los ha delegado Dios o los asiste el que solventa toda esa clase de dificultades, el demonio?

Cuando, como dicen, hacen desaparecer los desórdenes que han desconcertado los poderes de la medicina, ¿actúan en conformidad con la luz de la razón, o efectúan esas curas maravillosas mediante ayuda sobrenatural?

Por medio de la comunicación, un experto puede responder con las palabras de los espíritus. Noble privilegio, debe admitirse. Algunos de los antiguos mencionan demonios familiares que los guardaban del peligro mediante benévolas indicaciones, cuya especie no podemos imaginar, cuando este estaba cerca, o les señalaban lo que debían hacer. No obstante, los hombres que reclamaban este privilegio, fuera del orden de la naturaleza, insistían en que era la recompensa, o la consecuencia, de una templanza y una piedad superiores. Pero los actuales hacedores de maravillas no se elevan por encima de los demás por una templanza o una santidad superiores. No curan por amor a Dios, sino al dinero. Son sacerdotes de la charlatanería, aunque es cierto que no tienen el arbitrio conveniente para vender misas para las almas del purgatorio, o iglesias donde puedan exponer muletas o reproducciones de miembros sanados mediante un toque o una palabra.

No estoy al corriente de los términos técnicos, ni iniciada en lo arcano y, por ello, quizá no me exprese de forma apropiada, pero resulta evidente que los hombres que no se conforman con la ley de la razón y ganan su sustento de modo honesto, poco a poco, son muy afortunados al conseguir relacionarse con esos espíritus complacientes. Realmente, no podemos reconocer el mérito de su gran sagacidad o bondad, o habrían elegido instrumentos más nobles al desear mostrarse como los amigos benévolos de los hombres.

Sin embargo, existen ciertos visos de blasfemia en aparentar tales poderes.

Parece evidente a la razón serena, por todo el tenor de los designios de la Providencia, que ciertos vicios producen efectos determinados, ¿y puede alguien insultar de modo tan tosco la sabiduría de Dios como para suponer que se permitiría a un milagro perturbar sus reglas generales para devolver la salud al inmoderado y al vicioso, simplemente para que pueda seguir el mismo curso con impunidad? «Sé íntegro y no peques más», dijo Jesús. ¿Y los grandes milagros han de ser realizados por aquellos que no siguen sus pasos, que sanaron el cuerpo para afectar a la mente?

La mención del nombre de Cristo tras esos viles impostores quizá desagrade a algunos de mis lectores, y respeto su ardor, pero que no olviden que los seguidores de estas ilusiones llevan su nombre y manifiestan ser discípulos del que dijo que por sus obras sabríamos quiénes eran los hijos de Dios o los servidores del pecado. Concedo que es más fácil tocar el cuerpo de un santo o ser magnetizado que frenar nuestros apetitos o gobernar nuestras pasiones; pero la salud del cuerpo o la mente solo puede recobrarse mediante estos medios, o hacemos al Juez Supremo parcial y vengativo.

¿Es Él un hombre que puede cambiar o castigar por resentimiento? El padre común solo hiere para sanar, dice la razón, y cuando nuestras irregularidades producen ciertas consecuencias, se nos muestra con violencia la naturaleza del vicio. Al aprender de este modo a distinguir el bien del mal mediante la experiencia, quizá odiemos a uno y amemos al otro, en proporción a la sabiduría que obtengamos. El veneno contiene su antídoto, y reformamos nuestros malos hábitos y cesamos de pecar contra nuestro cuerpo, por usar el vigoroso lenguaje de las Escrituras, o una muerte prematura, el castigo del pecado, quiebra el hilo de la vida.

Aquí se pone un terrible freno a nuestras indagaciones. Pero, ¿por qué debo ocultar mis sentimientos? Al considerar los atributos de Dios, creo que cualquier castigo que pueda seguir tenderá a mostrar, como la aflicción de la enfermedad, la malignidad del vicio con el propósito de que haya una enmienda. El castigo absoluto parece tan contrario a la naturaleza de Dios que se descubre en todas sus obras y en nuestra propia razón, que me resulta más fácil creer que la Deidad no preste atención a la conducta del hombre y no que castigue sin el designio benévolo de obtener una enmienda.

Suponer solo que un Ser sapientísimo y todopoderoso, tan bueno como grande, pudiera crear un ser previendo que, tras cincuenta o sesenta años de existencia febril, iba a ser arrojado a la aflicción eterna es una blasfemia. ¿De qué se alimentará el gusano que no va a morir nunca? De la necedad, de la ignorancia, decís. Debo sonrojarme indignada al extraer la conclusión natural que conviene, y yo misma deseo retirarme del cobijo de mi Dios. Según tal suposición, y hablo con reverencia, Él sería un fuego devorador. ¡Desearemos, aunque en vano, huir de su presencia, cuando el miedo absorba el amor y la oscuridad envuelva todos sus consejos!

Sé que muchas personas devotas se vanaglorian de someterse a la voluntad de Dios ciegamente, como a un cetro o tiranía arbitraria, por el mismo principio que los indios adoran al demonio. En otras palabras, como si se tratara de asuntos comunes de la vida, la gente rinde homenaje al poder y se humilla bajo el pie que puede aplastarlos. La religión racional, por el contrario, es el sometimiento a la voluntad de un Ser con una sabiduría tan perfecta, que a todas sus intenciones las debe guiar un motivo adecuado, que debe ser razonable.

Y si respetamos a Dios de este modo, ¿podemos dar crédito a las insinuaciones misteriosas que ofenden sus leyes? ¿Podemos creer, aunque nos salte a la vista, que obraría un milagro para autorizar la confusión al sancionar un error? Debemos admitir estas conclusiones impías o tratar con desprecio toda promesa de restaurar la salud de un cuerpo enfermo mediante medios sobrenaturales o de predecir los incidentes que solo Dios puede ver por anticipado.

SECCIÓN II

Otro ejemplo de esa debilidad de carácter femenina, a menudo producida por una educación limitada, es el giro romántico de la mente, que se ha denominado con mucho acierto sentimental.

Las mujeres, sujetas por la ignorancia a sus sensaciones y al haber aprendido a buscar la felicidad en el amor, pulen sus sentimientos sensuales y adquieren nociones metafísicas sobre la pasión, que las llevan a descuidar vergonzosamente las obligaciones de la vida, y con frecuencia, en medio de estos sublimes refinamientos, se dejan caer en el vicio real.

Estas son las mujeres a las que deleitan las ensoñaciones de los novelistas estúpidos que, al conocer apenas la naturaleza humana, elaboran relatos trillados y describen escenas engañosas, todo ello vendido con una jerga sentimental que tiende en igual medida a corromper el gusto y a alejar al corazón de sus deberes diarios. No menciono el entendimiento, pues al no haber sido ejercitado, sus energías dormidas yacen inactivas, como las partículas de fuego escondidas que de forma universal se supone que impregnan la materia.

De hecho, al negárseles a las mujeres todos los privilegios políticos y no concedérseles una existencia civil como casadas, a no ser en los casos de delito, han desviado su atención de modo natural del interés del conjunto de la comunidad al de las partes insignificantes, aunque el deber privado de cualquier miembro de la sociedad debe cumplirse de forma muy imperfecta cuando no está conectado con el bien general. La maravillosa tarea de la vida femenina es complacer, y al impedírsele entrar en asuntos más importantes mediante la opresión política y civil, los sentimientos se vuelven acontecimientos y la reflexión profundiza lo que debería haberse borrado, y habría sido así, si se hubiera permitido al entendimiento ocupar una mayor extensión.

Pero confinadas a ocupaciones nimias, absorben con naturalidad las opiniones que inspira la única clase de lectura calculada para interesar a una mente inocente y frívola. Incapaces de comprender nada grandioso, ¿resulta sorprendente que encuentren la lectura de la historia una tarea ardua y las disquisiciones dirigidas al conocimiento intolerablemente tediosas y apenas inteligibles? Así, dependen por necesidad de los novelistas para su entretenimiento. Sin embargo, cuando exclamo contra los novelistas, lo hago al compararlos con aquellas obras que excitan el entendimiento y regulan la imaginación. Porque considero mejor cualquier tipo de lectura que dejar que algo en blanco lo siga estando, porque la mente puede recibir cierto desarrollo y obtener alguna fuerza mediante una ligera ejercitación de sus poderes pensantes; además, hasta las producciones que solo se dirigen a la imaginación elevan al lector un poco de la tosca satisfacción de los apetitos, a los que la mente no ha proporcionado una sombra de delicadeza.

Esta observación es el resultado de la experiencia, ya que he conocido a varias mujeres notables, a una en particular, que era muy buena, tanto como una mente tan estrecha como la suya le permitía ser, que puso gran cuidado en que sus tres hijas nunca leyeran una novela. Como era una mujer de fortuna y elegante, tenía varios maestros que las atendían y una especie de gobernanta servil que vigilaba sus pasos. De los maestros aprendían cómo se decía mesa, sillas, etc., en francés e italiano, pero como los pocos libros arrojados en su camino estaban muy por encima de sus capacidades o eran piadosos, no adquirieron ideas ni sentimientos, y pasaban el tiempo, cuando no se las obligaba a repetir palabras, en vestirse, pelearse entre ellas o conversar con sus sirvientas a hurtadillas, hasta que llegaron a la edad casadera y se las introdujo en sociedad.

Su madre, que era viuda, se ocupó todo ese tiempo en mantener sus conexiones, como denominaba a sus numerosos conocidos, por miedo a que sus hijas carecieran de una introducción adecuada en el gran mundo. Y esas señoritas, con unas mentes vulgares en todos los sentidos de la palabra y unos caracteres echados a perder, se introdujeron en la vida hinchadas por el sentimiento de su importancia y miraban con desprecio a quienes no podían competir con ellas en vestuario y ostentación.

Con respecto al amor, la Naturaleza, o sus niñeras, se habían cuidado de enseñarles el significado físico de la palabra y, como tenían pocos temas de conversación, y menos aún delicadeza de sentimientos, expresaban sus toscos deseos con frases no muy suaves cuando hablaban con franqueza del matrimonio.

¿Podía perjudicar a estas muchachas la lectura de novelas? Casi me olvido de una sombra que había en el carácter de una de ellas: simulaba una simpleza cercana a la necedad, y con una sonrisa tonta expresaba las preguntas y los comentarios más inmodestos, cuyo significado pleno había aprendido mientras se hallaba retirada del mundo, y tenía miedo de hablar en presencia de su madre, que gobernaba con mano dura. Todas ellas fueron educadas, según ella misma se enorgullecía, del modo más ejemplar y leían sus capítulas después de desayunar, sin tocar nunca una tonta novela.

Este es solo un ejemplo, pero recuerdo a muchas otras mujeres que han sido niñas grandes por no haber sido dirigidas poco a poco a los estudios apropiados y no habérseles permitido elegir por sí mismas, o que han obtenido, al mezclarse en el mundo, poco de lo que habitualmente se denomina sentido común; es decir, una manera precisa de ver los hechos, según sus diferencias; pero lo que merece el nombre de intelecto, el poder de hacerse con ideas generales o abstractas, o incluso con ideas intermedias, estaba fuera de cuestión. Sus mentes estaban en reposo, y cuando no las estimulaban objetos sensibles u ocupaciones de ese tipo, se deprimían y lloraban o se iban a dormir.

Así pues, cuando aconsejo a mi sexo que no lea esas obras endebles, es para inducirlas a leer algo superior, pues coincido en opinión con un hombre sagaz que tenía una hija y una sobrina a su cuidado y siguió un plan muy diferente con cada una.

La sobrina, que tenía habilidades considerables, se había abandonado a lecturas inconexas, antes de que quedara bajo su custodia. Se esforzó por encauzarla hacia los ensayos morales y la historia, pero a su hija, a quien una madre débil y cariñosa había mimado y, en consecuencia, era remisa a cualquier cosa semejante a la dedicación, le permitió leer novelas. Y acostumbraba a justificar esta conducta diciendo que si obtenía lo más mínimo de su lectura, tendría alguna base sobre la que empezar a construir, y que las opiniones erróneas eran mejores que ninguna.

De hecho, la mente femenina se ha descuidado tanto, que solo se podía obtener conocimiento de esta fuente enlodada, hasta que a fuerza de leer novelas, algunas mujeres de talentos superiores aprendieron a desdeñarlas.

Creo que el mejor método que puede adoptarse para corregir el gusto por las novelas es ridiculizarlas, no de modo indiscriminado, porque entonces tendría poco efecto, pero si una persona juiciosa, con cierto sentido del humor, leyera algunas a una joven y señalara, mediante la entonación y comparaciones apropiadas con hechos conmovedores y caracteres heroicos de la historia, de qué modo tan necio y ridículo caricaturizan la naturaleza humana, opiniones justas sustituirían a los sentimientos románticos.

Sin embargo, la mayoría de ambos sexos se parece en un aspecto y muestra por igual una carencia de gusto y modestia. Las mujeres ignorantes, forzadas a ser castas para preservar su reputación, permiten que su imaginación se recree en las escenas artificiales y engañosas esbozadas por los novelistas presentes, que desprecian por insípida la dignidad sobria y las gracias de las matronas de la historia, mientras que los hombres llevan el mismo gusto viciado a la vida y huyen de los encantos sencillos de la virtud y la grave respetabilidad del juicio a las mujeres impúdicas.

Además, la lectura de las novelas hace que a las mujeres, y de modo particular a las damas elegantes, les guste utilizar en la conversación expresiones potentes y superlativos y, aunque la vida artificial y disipada que llevan evita que fomenten alguna pasión fuerte y legítima, los tonos afectados de su lenguaje se deslizan a todas horas de su lengua suelta, y cualquier nimiedad produce esas explosiones fosfóricas que solo parodian en la oscuridad la llama de la pasión.

SECCIÓN III

La ignorancia y la astucia equivocada que la Naturaleza agudiza en las cabezas débiles como un principio de autoconservación hacen que a la mujer le gusten mucho los vestidos y produce toda la vanidad que puede esperarse que tal inclinación genere de modo natural, hasta la exclusión de la emulación y la magnanimidad. Estoy de acuerdo con Rousseau en que la parte física del arte de seducir estriba en los adornos, y por esa misma razón yo guardaría a las niñas de esa inclinación contagiosa hacia los vestidos, tan común entre las mujeres débiles, que quizá en ellas no resida en la parte física. Además, débiles son las mujeres que imaginan que su encanto puede perdurar sin la ayuda de la mente o, en otras palabras, sin el arte moral de complacer. Pero el arte moral, si no resulta una profanación utilizar la palabra arte cuando se alude a la gracia que es un efecto de la virtud y no el motivo de acción, nunca se puede encontrar con la ignorancia; la naturalidad de la inocencia, tan placentera para los libertinos refinados de ambos sexos, es muy diferente en esencia de esta gracia superior.

En los estados bárbaros, siempre se aprecia una fuerte inclinación por los adornos externos, y solo se adornan los hombres, no las mujeres, ya que, hasta ahora, donde se permite que estas se sitúen al nivel de los hombres, la sociedad ha avanzado, al menos, un paso en civilización.

Así pues, creo que la atención hacia el vestido, que se había considerado una inclinación sexual, es una inclinación natural del género humano. Pero debo explicarme con mayor precisión. Cuando la mente no está desarrollada lo suficiente para obtener placer en la reflexión, el cuerpo se adornará con un cuidado diligente y aparecerá la ambición en su tatuaje o pintura.

Esta inclinación primaria lleva tan lejos, que ni siquiera el yugo infernal de la esclavitud puede sofocar el deseo salvaje de admiración que los héroes negros heredan de sus padres, ya que los ahorros duramente ganados de un esclavo se gastan por lo común en alguna gala llamativa. Y apenas he conocido algún sirviente, masculino o femenino, que no le atrajera de manera particular la indumentaria. Sus ropas eran sus riquezas y, por analogía, argumento que la inclinación hacia los vestidos, tan extravagante en las mujeres, surge de la misma causa: la carencia de una mente cultivada. Cuando se encuentran los hombres, hablan de negocios, de política o de literatura, pero Swift dice: «con cuánta naturalidad las mujeres tocan las cintas y los volantes de la otra». Y es muy natural, ya que no tienen ningún negocio que les interese, no les gusta la literatura y encuentran la política árida, porque no han adquirido un amor por la humanidad al desviar sus pensamientos hacia las grandes empresas que exaltan la raza humana y promueven la felicidad general.

Además, son varios los senderos hacia el poder y la fama que los hombres emprenden por accidente o elección, y aunque chocan unos contra otros, pues es difícil que los hombres de la misma profesión sean amigos, existe un número mucho más grande de semejantes con los que nunca colisionan. Pero las mujeres están situadas de modo muy distinto unas respecto de las otras, ya que todas son rivales.

Antes del matrimonio, su ocupación es agradar a los hombres, y después, con pocas excepciones, siguen la misma escena con toda la pertinacia perseverante del instinto. Ni siquiera las mujeres virtuosas olvidan nunca su sexo cuando están en compañía, porque siempre intentan hacerse agradables. Una belleza femenina y un ingenio masculino parecen hallarse ansiosos por igual de atraer la atención de la compañía hacia sí mismos, y es proverbial la animosidad de los ingenios contemporáneos.

¿Es entonces sorprendente que cuando la única ambición de la mujer se centra en la belleza y el interés da a la vanidad una fuerza adicional, se asegure una rivalidad perpetua? Todas corren en la misma carrera y sobrepasarían la virtud de los mortales si no se miraran con ojos sospechosos y hasta envidiosos.

Una inclinación inmoderada hacia el vestido por placer y por dominio es la pasión de los salvajes; las pasiones que ocupan a esos seres incivilizados que aún no han extendido el dominio de la mente o ni siquiera han aprendido a pensar con la energía necesaria para concatenar esa sucesión abstracta de pensamientos que producen los principios. Y creo que es indiscutible el hecho de que las mujeres, debido a su educación y al estado actual de la vida civilizada, se encuentran en la misma situación. Luego reírse de ellas o satirizar las necedades de un ser al que nunca se ha permitido actuar con libertad según la luz de su propia razón es tan absurdo como cruel, porque lo más natural y cierto es que tratarán de eludir astutamente la autoridad aquellos a quienes se les enseñe a respetarla a ciegas.

No obstante, que se pruebe que debe obedecer al hombre sin reservas y de inmediato estaré de acuerdo con que es un deber de la mujer cultivar su inclinación por el vestido para complacer y por la astucia en virtud de su propia conservación.

Con todo, deben desecharse las virtudes que se sustentan en la ignorancia, ya que una casa construida sobre la arena no podría soportar una tormenta. Resulta casi innecesario hacer la inferencia. Si se ha de hacer virtuosas a las mujeres mediante la autoridad, lo que es una contradicción de términos, encerrémoslas en serrallos y vigilémoslas con mirada celosa. Sin miedo a que el hierro entre en sus almas, puesto que las almas que pueden soportar tal tratamiento están compuestas por materiales maleables, con apenas la animación justa para dar vida al cuerpo.

Materia demasiado blanda para guardar una marca duradera

Se la distingue mejor por ser morena, castaña o rubia.

SECCIÓN IV

Se supone que las mujeres poseen más sensibilidad, e incluso humanidad, que los hombres y se aportan como pruebas sus fuertes vínculos y sus emociones de compasión instantáneas; pero rara vez hay algo noble en el afecto persistente de la ignorancia y quizá más bien se transforme en egoísmo, al igual que el de los niños y los animales. He conocido a muchas mujeres débiles, cuya sensibilidad estaba totalmente enfrascada en sus maridos y, en cuanto a su humanidad, también era muy tenue o, mejor, solo una emoción pasajera de compasión. La humanidad no consiste «en un oído remilgado —dice un eminente orador—. Es propio de la mente tanto como de los nervios».

Pero esta especie de afecto exclusivo, aunque degrada al individuo, no puede aducirse como una prueba de la inferioridad del sexo, ya que es la consecuencia natural de unas perspectivas limitadas. Ni siquiera las mujeres que poseen un juicio superior, al tener su atención dirigida a pequeñas tareas y planes privados, se elevan al heroísmo, a menos que las espolee el amor. Y este, como pasión heroica, al igual que el genio, aparece solo una vez en un siglo. Por lo tanto, estoy de acuerdo con el moralista que afirma «que la mujer rara vez alcanza al hombre en generosidad», y en que sus afectos limitados, a los que se sacrifica a menudo la justicia y la humanidad, hacen al sexo inferior en apariencia, en especial cuando son los hombres los que por lo común los inspiran. Pero sostengo que el corazón se expandiría a la vez que el entendimiento ganara vigor, si no se oprimiera a las mujeres desde la cuna.

Sé que una sensibilidad escasa y una gran debilidad producirán un afecto sexual muy fuerte y que la razón debe cimentar la amistad. En consecuencia, concedo que ha de encontrarse mayor amistad en el mundo masculino que en el femenino, y que los hombres tienen un sentido mayor de la justicia. De hecho, los afectos exclusivos de las mujeres parecen asemejarse al injusto amor de Catón por su pueblo. Quería aplastar Cartago no por salvar a Roma sino por promover su vanagloria, y, en general, se sacrifica a la humanidad por principios similares, ya que los deberes genuinos se apoyan mutuamente.

Además, ¿cómo pueden ser las mujeres justas o generosas, cuando son las esclavas de la injusticia?

SECCIÓN V

Como se ha insistido en que el destino propio de la mujer es la crianza de los hijos, esto es, el establecimiento de los cimientos para que la generación en ciernes posea una salud sólida tanto de cuerpo como de alma, la ignorancia que las incapacita resulta contraria al orden de las cosas. Y sostengo que sus mentes pueden dar mucho más de sí o nunca se convertirán en madres juiciosas. Muchos hombres se ocupan de la cría de caballos y supervisan la organización del establo, pero por una extraña carencia de sentido y sentimientos, se creerían degradados si prestaran alguna atención a sus hijos pequeños. Así, ¡cuántos niños son asesinados por la ignorancia de las mujeres! Pero cuando se escapan y no los destruye la negligencia desnaturalizada ni el cariño ciego, ¡a qué pocos se dirige de modo apropiado, con respeto hacia la mente infantil! Para quebrar su resistencia, al permitir que se vicie en casa, se manda al niño a la escuela. Allí, los métodos utilizados, que deben mantener en orden a muchos niños, esparcen las semillas de casi todos los vicios en la tierra roturada a la fuerza.

A veces, he comparado las luchas de estos pobres niños que nunca han sentido el freno o a los que nunca se ha sujetado con mano firme con los saltos desesperados de una potranca briosa que he visto domar atada a una cuerda: sus patas se hundían cada vez más en la arena cuando se esforzaba por desmontar a su jinete, hasta que al fin se sometía de mal humor.

Siempre me han parecido muy manejables los caballos, animales por los que siento cariño, cuando se los trata con humanidad y calma, tanto que dudo de que los métodos violentos que se utilizan para domarlos no los dañen de modo sustancial. Sin embargo, estoy segura de que no debe amansarse a un niño a la fuerza si se le ha consentido correr libre sin tino, ya que toda violación de la justicia y la razón en su tratamiento debilita su raciocinio. Y el temperamento se forma tan pronto, que la base del carácter moral, según me lleva a inferir la experiencia, se fija antes de los siete años, periodo durante el que se permite que los niños estén bajo la única dirección de las mujeres. Después sucede con demasiada frecuencia que la mitad de la tarea de educar —y se hace de modo muy imperfecto cuando es a la ligera— consista en corregir los defectos que nunca habrían adquirido si sus madres hubieran poseído un entendimiento mayor.

No debe omitirse un ejemplo muy hiriente de la necedad de las mujeres: el modo en el que tratan a los sirvientes en presencia de los niños, permitiéndoles suponer que deben servirlos y soportar sus humores. A un niño siempre se le debe hacer que reciba ayuda de un hombre o una mujer como un favor; y, como primera lección de independencia, se le debe enseñar en la práctica, mediante el ejemplo de su madre, a no demandar esa asistencia personal cuyo requerimiento constituye una ofensa a la humanidad cuando se está sano. Y en lugar de conducirlo a asumir aires de importancia, el sentido de su propia debilidad le debe hacer percibir en primer lugar la igualdad natural del hombre. Sin embargo, con cuánta frecuencia he oído indignada llamar a los servidores con urgencia para que lleven a los niños a la cama y se los ha despedido, una y otra vez, porque el señor o la señorita se colgaban de mamá para quedarse un poquito más. Así, al hacer que la servidumbre atienda al pequeño ídolo, se exhibían todos los humores más desagradables que caracterizan a un niño mimado.

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