Kitabı oku: «100 Clásicos de la Literatura», sayfa 1482

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En resumen, si hablamos de la mayoría de las madres, dejan por entero el cuidado de sus hijos a la servidumbre o, por ser sus hijos, los tratan como si fueran semidioses, aunque siempre he observado que las mujeres que se comportan de este modo rara vez demuestran la humanidad que es común hacia los sirvientes o sienten la menor ternura por un niño que no sea suyo.

No obstante, estos afectos exclusivos y el modo individualista de contemplar las cosas, producido por la ignorancia, son los que mantienen a la mujer por siempre detenida en cuanto a su perfeccionamiento y hacen que muchas de ellas dediquen sus vidas a sus hijos solo para debilitar sus cuerpos y echar a perder sus temperamentos, frustrando también todo plan de educación que un padre más racional pudiera adoptar, pues a menos que la madre colabore, un padre que frene siempre será considerado un tirano.

Pero una mujer de constitución sana que cumple con las obligaciones de una madre debe seguir manteniendo su persona escrupulosamente limpia y ayudar a sostener a su familia, cuando sea necesario, o perfeccionar su mente mediante la lectura y la conversación con ambos sexos sin distinción. Porque la Naturaleza ha ordenado las cosas con tanta sabiduría, que si las mujeres amamantaran a sus hijos, conservarían su propia salud y habría tal intervalo entre el nacimiento de cada hijo que rara vez veríamos una casa llena de niños. Y si guardan un plan de conducta y no malgastan su tiempo en seguir los caprichos de la moda en cuanto al vestido, el manejo de su hogar y de sus hijos no las apartará de la literatura ni les impedirá aficionarse por una ciencia con esa consideración serena que fortalece la mente o practicar alguna de las bellas artes que cultivan el gusto.

Pero las visitas para presumir de las galas, los juegos de cartas y los bailes, por no mencionar el indolente ajetreo de las menudencias matinales, apartan a las mujeres de su obligación para volverlas insignificantes, para volverlas agradables, según la acepción actual de la palabra, a todos los hombres, menos a sus maridos. Porque no se puede decir que perfeccione el entendimiento un conjunto de placeres en los que no se ejercitan los afectos, aunque el mundo se equivoque al llamarlo así; además, mediante estas relaciones sin sentido, que el hábito hace necesarias aun cuando ya no resultan agradables, el corazón se vuelve frío y remiso a la obligación.

No veremos mujeres afectuosas hasta que se establezca una mayor igualdad en la sociedad; hasta que se confundan los rangos y sean libres, no veremos esa felicidad doméstica dignificada, cuya grandeza sencilla no pueden disfrutar las mentes ignorantes o viciadas. Tampoco se iniciará con propiedad la importante tarea de la educación hasta que deje de preferirse la persona de una mujer a su mente. Sería tan sabio esperar maíz de la cizaña o peras del olmo como esperar que una mujer necia e ignorante sea una buena madre.

SECCIÓN VI

No es necesario decir al lector sagaz, ahora que comienzo mis reflexiones concluyentes, que la discusión de este tema consiste simplemente en establecer unos cuantos principios fundamentales y limpiarlos de los desechos que los oscurecen. Pero, como no todos los lectores son sagaces, se me debe permitir añadir algunos comentarios explicativos para convencer de la razón del tema, esa razón perezosa que toma por verdades las opiniones y las apoya con tesón para ahorrarse la labor de pensar.

Los moralistas han convenido por unanimidad que si la virtud no se nutre con la libertad, nunca obtendrá la fuerza suficiente, y lo que dicen para los hombres lo extiendo al género humano, insistiendo en que la moral debe estar fijada a principios inmutables en todos los casos, y no se puede llamar racional o virtuoso a un ser que obedece a otra autoridad que no sea la razón.

Sostengo que, para que las mujeres se conviertan en miembros útiles de la sociedad, se las debe conducir, mediante el cultivo de sus entendimientos a gran escala, a que adquieran un afecto racional por su país, fundado en el conocimiento, ya que es obvio que apenas nos interesamos por lo que no conocemos. Y para dar la importancia debida a este conocimiento general, me he esforzado en mostrar que nunca se cumple de modo apropiado con las obligaciones privadas si el entendimiento no ensancha el corazón, y que la virtud pública es solo un complemento de la privada. Pero las distinciones establecidas en la sociedad socavan ambas, al golpear el oro macizo de la virtud hasta que se convierte solo en el baño de oro del vicio. Porque mientras que la riqueza haga a un hombre más respetable que la virtud, se buscará aquella antes que esta, y mientras que las personas de las mujeres se acaricien cuando su sonrisa boba y pueril muestra ausencia de mente, esta seguirá en barbecho. Además, la verdadera voluptuosidad debe provenir de la mente, pues ¿qué puede igualar las sensaciones producidas por el afecto correspondido, respaldado por el mutuo respeto? ¿Qué son las frías o febriles caricias del apetito, sino el abrazo pecaminoso de la muerte, comparadas con los modestos desbordamientos de un corazón puro y una imaginación exaltada? Además, le diré al libertino imaginativo, cuando desprecia el entendimiento en la mujer, que la mente que desecha da vida al afecto entusiasta del que solo puede brotar, por breve que sea, el éxtasis. Y que, sin virtud, un afecto sexual expiraría, como una vela de sebo en la palmatoria, creando un hastío intolerable. Para probarlo, solo necesito observar que los hombres sedientos de placer que han malgastado gran parte de sus vidas con mujeres abrigan la opinión más pobre sobre el sexo. ¡Virtud que purificas la dicha, si los hombres necios te hubieran espantado de la tierra para dar rienda suelta a todos sus apetitos, alguna criatura sensual con gusto ascendería al cielo para invitarte a regresar y dar sabor al placer!

Creo que no se puede discutir que, en el presente, la ignorancia ha vuelto a las mujeres necias o viciosas, y parece surgir de la observación, cuando menos con cierto cariz de probabilidad, la idea de que de una REVOLUCIÓN en los modales femeninos podrían esperarse los efectos más saludables, tendentes a mejorar a la humanidad. Porque al igual que se ha denominado al matrimonio el padre de esas bondades cautivadoras que alejan al hombre de los rebaños animales, la relación corrupta que la riqueza, la indolencia y la necedad producen entre los sexos resulta más perjudicial para la moralidad que todos los otros vicios del género humano considerado en su conjunto. A la lujuria adúltera se han sacrificado los deberes más sagrados, pues, tras el matrimonio, los hombres, mediante su intimidad promiscua con las mujeres, aprendieron a considerar el amor como una satisfacción egoísta, aprendieron a separarlo no solo de la estima, sino del afecto que se fundamenta en el hábito, mezclando cierta humanidad con él. También se desprecian la justicia y la amistad, y está viciada esa pureza mental que llevaría al hombre de forma natural a saborear las muestras sencillas de cariño, en lugar de las apariencias afectadas. Pero esa sencillez noble del afecto que se atreve a aparecer sin adornos tiene poco atractivo para el libertino, a pesar de ser la dicha que, al estrechar el vínculo matrimonial, asegura a las prendas de una pasión más ardiente la atención paternal necesaria; porque no se educará a los hijos con propiedad hasta que exista amistad entre los padres. La virtud huye de un hogar dividido y una legión completa de demonios lo toman por residencia.

El amor de marido y mujer no puede ser puro cuando tienen tan pocos sentimientos en común, y cuando hay poca confianza en casa, como debe ser el caso cuando sus empresas son tan diferentes. Esa intimidad de la que brota la ternura no subsistirá, no podrá subsistir, entre los viciosos.

Así pues, al sostener que es arbitraria la distinción sexual en la que han insistido con tanto ardor los hombres, me he extendido sobre una observación que varios hombres juiciosos con los que he conversado consideran fundada. Se trata simplemente de que la escasa castidad que puede encontrarse entre los hombres, y el consecuente descuido de la modestia, tienden a degradar a ambos sexos; más aún, que lo que se caracteriza como modestia femenina a menudo solo será el velo artificioso de la perversidad, en lugar del reflejo natural de la pureza, hasta que no se respete la modestia de modo universal.

Creo firmemente que la gran mayoría de las necedades femeninas son consecuencia de la tiranía masculina y me he esforzado por probar que la astucia, que concedo que en el presente forma parte de su carácter, es igualmente producida por la opresión.

¿No fueron, por ejemplo, los disidentes unas personas caracterizadas como astutas con estricta verdad? ¿Y no puedo poner cierto énfasis en esto para probar que cuando una fuerza que no sea la razón controla el libre espíritu del hombre, se practica el disimulo y se provocan de modo natural distintos subterfugios? La gran atención al decoro, que se llevaba a un grado de gran escrupulosidad, y todo ese alboroto pueril sobre nimiedades y la consiguiente solemnidad que la caricatura de un disidente de Butler trae a la imaginación, daban forma a sus personas y a sus mentes con el molde de la mezquindad decorosa. Hablo de modo colectivo, pues sé cuántos valores de la naturaleza humana han entrado en las filas de los sectarios. Además, sostengo que los mismos prejuicios estrechos para sus sectas que las mujeres tienen para sus familias prevalecen en la parte disidente de la comunidad, por muy valiosa que sea en otros aspectos, y también que la misma tímida prudencia o los esfuerzos obstinados deshonran con frecuencia las obras de ambos. Así, la opresión forma muchos de los rasgos de su carácter para que coincida a la perfección con los de la parte oprimida de la humanidad, pues ¿no es conocido que a los disidentes les gustaba, como a las mujeres, deliberar juntos y pedirse consejo, hasta que una complicación de escasa importancia ponía cierto término? Una atención similar para conservar la reputación era notoria en el mundo de las mujeres y en el de los disidentes, y se producía por una causa similar.

Al sostener los derechos por los que las mujeres deben luchar en común con los hombres, no he intentado atenuar sus faltas, sino probar que eran la consecuencia natural de su educación y su posición en la sociedad. Si es así, es razonable suponer que su carácter cambiará y se corregirán sus vicios cuando se las permita ser libres en un sentido físico, moral y civil.

Que la mujer comparta sus derechos y emulará las virtudes del hombre, pues tiene que volverse más perfecta cuando esté emancipada o justificar la autoridad que encadena a ese ser débil a su obligación. En el último caso, sería conveniente establecer con Rusia un nuevo comercio de látigos, un presente que un padre siempre debe hacer a su yerno el día de su boda, con el que un marido puede mantener en orden a toda su familia y, sin violar el reino de la justicia, empuñando este cetro, es el dueño único de su casa, pues es el único en ella que posee razón: la divina e irrevocable soberanía terrenal que el Señor del universo infundió en el hombre. Si se sostiene esta posición, las mujeres no tienen derechos inherentes que reclamar y, por la misma regla, sus deberes se desvanecen, pues derechos y deberes son inseparables.

Luego sé justo, oh tú, hombre de entendimiento, y no señales con mayor severidad lo que hacen mal las mujeres que las tretas ariscas del caballo o del asno a los que proporcionas comida, y concede el privilegio de la ignorancia a quienes niegas los derechos de la razón, o serás peor que los capataces egipcios al esperar virtud donde la Naturaleza no ha otorgado entendimiento.

Una Habitación Propia

Por

Virginia Woolf

CAPÍTULO 1

Pero, me diréis, le hemos pedido que nos hable de las mujeres y la novela. ¿Qué tiene esto que ver con una habitación propia? Intentaré explicarme. Cuando me pedisteis que hablara de las mujeres y la novela, me senté a orillas de un río y me puse a pensar qué significarían esas palabras. Quizás implicaban sencillamente unas cuantas observaciones sobre Fanny Burney; algunas más sobre Jane Austen; un tributo a las Brontë y un esbozo de la rectoría de Haworth bajo la nieve; algunas agudezas, de ser posible, sobre Miss Mitford; una alusión respetuosa a George Eliot; una referencia a Mrs. Gaskell y esto habría bastado. Pero, pensándolo mejor, estas palabras no me parecieron tan sencillas. El título las mujeres y la novela quizá significaba, y quizás era éste el sentido que le dabais, las mujeres y su modo de ser; o las mujeres y las novelas que escriben; o las mujeres y las fantasías que se han escrito sobre ellas; o quizás estos tres sentidos estaban inextricablemente unidos y así es como queríais que yo enfocara el tema. Pero cuando me puse a enfocarlo de este modo, que me pareció el más interesante, pronto me di cuenta de que esto presentaba un grave inconveniente. Nunca podría llegar a una conclusión. Nunca podría cumplir con lo que, tengo entendido, es el deber primordial de un conferenciante: entregaros tras un discurso de una hora una pepita de verdad pura para que la guardarais entre las hojas de vuestros cuadernos de apuntes y la conservarais para siempre en la repisa de la chimenea. Cuanto podía ofreceros era una opinión sobre un punto sin demasiada importancia: que una mujer debe tener dinero y una habitación propia para poder escribir novelas; y esto, como veis, deja sin resolver el gran problema de la verdadera naturaleza de la mujer y la verdadera naturaleza de la novela. He faltado a mi deber de llegar a una conclusión acerca de estas dos cuestiones; las mujeres y la novela siguen siendo, en lo que a mí respecta, problemas sin resolver. Mas para compensar un poco esta falta, voy a tratar de mostraros cómo he llegado a esta opinión sobre la habitación y el dinero. Voy a exponer en vuestra presencia, tan completa y libremente como pueda, la sucesión de pensamientos que me llevaron a esta idea. Quizá si muestro al desnudo las ideas, los prejuicios que se esconden tras esta afirmación, encontraréis que algunos tienen alguna relación con las mujeres y otros con la novela. De todos modos, cuando un tema se presta mucho a controversia —y cualquier cuestión relativa a los sexos es de este tipo— uno no puede esperar decir la verdad. Sólo puede explicar cómo llegó a profesar tal o cual opinión. Cuanto puede hacer es dar a su auditorio la oportunidad de sacar sus propias conclusiones observando las limitaciones, los prejuicios, las idiosincrasias del conferenciante. Es probable que en este caso la fantasía contenga más verdad que el hecho. Os propongo, por tanto, haciendo uso de todas las libertades y licencias de una novelista, contaros la historia de los dos días que han precedido a esta conferencia; contaros cómo, abrumada por el peso del tema que habíais colocado sobre mis hombros, lo he meditado e incorporado a mi vida cotidiana. Huelga decir que cuanto voy a describir carece de existencia; Oxbridge es una invención; lo mismo Fernham; «yo» no es más que un término práctico que se refiere a alguien sin existencia real. Manarán mentiras de mis labios, pero quizás un poco de verdad se halle mezclada entre ellas; os corresponde a vosotras buscar esta verdad y decidir si algún trozo merece conservarse. Si no, la echáis entera a la papelera, naturalmente, y os olvidáis de todo esto.

Me hallaba yo, pues (llamadme Mary Beton, Mary Seton, Mary Carmichael o cualquier nombre que os guste, no tiene la menor importancia), sentada a orillas de un río, hará cosa de una o dos semanas, un bello día de octubre, perdida en mis pensamientos. Este collar que me habíais atado, las mujeres y la novela, la necesidad de llegar a una conclusión sobre una cuestión que levanta toda clase de prejuicios y pasiones, me hacía bajar la cabeza. A derecha e izquierda, unos arbustos de no sé qué, dorados y carmesíes, ardían con el color, hasta parecían despedir el calor del fuego. En la otra orilla, los sauces sollozaban en una lamentación perpetua, el cabello desparramado sobre los hombros. El río reflejaba lo que le placía de cielo, puente y arbusto ardiente y cuando el estudiante en su bote de remos hubo cruzado los reflejos, volviéronse a cerrar tras él, completamente, como si nunca hubiera existido. Uno hubiera podido permanecer allí sentado horas y horas, perdido en sus pensamientos. El pensamiento —para darle un nombre más noble del que merecía— había hundido su caña en el río. Oscilaba, minuto tras minuto, de aquí para allá, entre los reflejos y las hierbas, subiendo y bajando con el agua, hasta —ya conocéis el pequeño tirón— la súbita conglomeración de una idea en la punta de la caña; y luego el prudente tirar de ella y el tenderla cuidadosamente en la hierba. Pero, tendido en la hierba, qué pequeño, qué insignificante parecía este pensamiento mío; la clase de pez que un buen pescador vuelve a meter en el agua para que engorde y algún día valga la pena cocinarlo y comerlo. No os molestaré ahora con este pensamiento, aunque, si observáis con cuidado, quizá lo descubráis vosotras mismas entre todo lo que voy a decir.

Pero, por pequeño que fuera, no dejaba de tener la misteriosa propiedad característica de su especie: devuelto a la mente, en seguida se volvió muy emocionante e importante; y al brincar y caer, y chispear de un lado a otro, levantaba tales remolinos y tal tumulto de ideas que era imposible permanecer sentado. Así fue cómo me encontré andando con extrema rapidez por un cuadro de hierba. Irguióse en el acto la silueta de un hombre para interceptarme el paso. Y al principio no comprendí que las gesticulaciones de un objeto de aspecto curioso, vestido de chaqué y camisa de etiqueta, iban dirigidas a mí. Su cara expresaba horror e indignación. El instinto, más que la razón, acudió en mi ayuda: era un bedel; yo era una mujer. Esto era el césped; allí estaba el sendero. Sólo los «fellows» y los «scholars» pueden pisar el césped; la grava era el lugar que me correspondía. Estos pensamientos fueron obra de un momento. Al volver yo al sendero, cayeron los brazos del bedel, su rostro recuperó su serenidad usual y, aunque el césped es más agradable al pie que la grava, el daño ocasionado no era mucho. El único cargo que pude levantar contra los «fellows» y los «scholars» de aquel colegio, fuera cual fuere, es que en su afán de proteger su césped, regularmente apisonado desde hace trescientos años, habían asustado mi pececillo.

Qué idea fue la causa de tan audaz violación de propiedad, ahora no puedo acordarme. El espíritu de la paz descendió como una nube de los cielos, porque si el espíritu de la paz mora en alguna parte es en los patios y céspedes de Oxbridge en una bella mañana de octubre. Paseando despacio por aquellos colegios, por delante de aquellas salas antiguas, la aspereza del presente parecía suavizarse, desaparecer; el cuerpo parecía contenido en un milagroso armario de cristal que no dejara penetrar ningún sonido, y la mente, liberada de todo contacto con los hechos (a menos que uno volviera a pisar el césped), se hallaba disponible para cualquier meditación que estuviera en armonía con el momento. Por una de esas cosas, me acordé de un antiguo ensayo sobre una visita a Oxbridge durante las vacaciones de verano y esto me hizo pensar en Charles Lamb. (San Carlos, dijo Thackeray, poniendo una carta de Lamb sobre su frente). En efecto, de todos los muertos (os cuento mis pensamientos tal como me vinieron), Lamb es uno de los que me son más afines; alguien a quien me hubiera gustado decir: «Cuénteme, pues, ¿cómo escribió usted sus ensayos?». Porque sus ensayos son superiores aún, pese a la perfección de éstos, a los de Max Beerbohm, pensé, por ese relampagueo de la imaginación desatada, ese fulgurante estallido del genio que los marca, dejándolos defectuosos, imperfectos, pero constelados de poesía. Lamb vino a Oxbridge hará cosa de cien años. Escribió, estoy segura, un ensayo —no caigo en su nombre— sobre el manuscrito de uno de los poemas de Milton que vio aquí. Era Licidas quizás, y Lamb escribió cuánto le chocaba la idea de que una sola palabra de Licidas hubiera podido ser distinta de lo que es. Imaginar a Milton cambiando palabras de aquel poema le parecía una especie de sacrilegio. Esto me hizo tratar de recordar cuanto pude de Licidas y me entretuve haciendo conjeturas sobre qué palabras habría Milton cambiado y por qué. Se me ocurrió entonces que el mismísimo manuscrito que Lamb había mirado se encontraba sólo a unos cientos de yardas, de modo que se podían seguir los pasos de Lamb por el patio hasta la famosa biblioteca que encierra el tesoro. Además, recordé, poniendo el plan en ejecución, también es en esta famosa biblioteca donde se preserva el manuscrito del Esmond de Thackeray. Los críticos a menudo dicen que Esmond es la novela más perfecta de Thackeray. Pero la afectación del estilo, que imita el del siglo XVIII, estorba, me parece recordar; a menos que el estilo del siglo XVIII le fuera natural a Thackeray, cosa que se podría comprobar examinando el manuscrito y viendo si las alteraciones son de estilo o de sentido. Pero entonces uno tendría que decidir qué es estilo y qué es significado, cuestión que… Pero me encontraba ya ante la puerta que conduce a la biblioteca misma. Sin duda la abrí, pues instantáneamente surgió, como un ángel guardián, cortándome el paso con un revoloteo de ropajes negros en lugar de alas blancas, un caballero disgustado, plateado, amable, que en voz queda sintió comunicarme, haciéndome señal de retroceder, que no se admite a las señoras en la biblioteca más que acompañadas de un «fellow» o provistas de una carta de presentación.

Que una famosa biblioteca haya sido maldecida por una mujer es algo que deja del todo indiferente a una famosa biblioteca. Venerable y tranquila, con todos sus tesoros encerrados a salvo en su seno, duerme con satisfacción y así dormirá, si de mí depende, para siempre. Nunca volveré a despertar estos ecos, nunca solicitaré de nuevo esta hospitalidad, me juré bajando furiosa las escaleras. Me quedaba todavía una hora hasta el almuerzo. ¿Qué podía hacer? ¿Pasear por las praderas? ¿Sentarme junto al río? Era realmente una mañana de otoño preciosa; las hojas caían, rojas, lentas, hasta el suelo; ni una cosa ni otra hubiera sido un gran sacrificio. Pero alcanzó mi oído el sonido de la música. Se estaba llevando a cabo algún servicio o celebración. El órgano se quejó con magnificencia cuando crucé el umbral de la capilla. Hasta la tristeza del cristianismo sonaba en aquel aire sereno más como el recuerdo de la tristeza que como verdadera tristeza; hasta los lamentos del órgano antiguo parecían bañados de paz. No sentía deseos de entrar, aun en el supuesto de que tuviera el derecho de hacerlo, y esta vez quizá me hubiera detenido el pertiguero para exigirme la fe de bautismo o una carta de presentación del deán. Pero el exterior de estos magníficos edificios es a menudo tan hermoso como su interior. Además, ya era una diversión ver a los fieles reunirse, entrar y volver a salir, afanarse en la puerta de la capilla como abejas en la boca de una colmena. Muchos llevaban birrete y toga; otros unos trozos de piel en los hombros; algunos entraban en cochecillos de inválido; otros, aunque apenas de edad madura, parecían arrugados y aplastados en formas tan singulares como los cangrejos de mar y de río que se arrastran dificultosamente por la arena de los acuarios. Me apoyé en la pared, diciéndome que la Universidad era un santuario donde se preservaban tipos extraños que no tardarían en pasar a la Historia si se les dejaba en la acera del Strand para que lucharan por la existencia. Acudieron a mi mente viejas historias de viejos decanos y viejos profesores, pero antes de que reuniera bastante valor para silbar —solían decir que al oír un silbido un viejo catedrático echaba inmediatamente a galopar— la venerable asamblea desapareció dentro de la capilla. Su exterior estaba intacto. Como sabéis, de noche pueden verse, iluminados y visibles desde millas y millas de distancia por encima de los montes, sus altos domos y pináculos, siempre viajando y nunca llegando a puerto, como barco en la mar. Antiguamente, supongo, también este patio, con sus lisos céspedes y sus edificios macizos, era, y lo mismo la capilla, un pantano, donde ondulaba la hierba y escarbaban los cerdos. Grupos de caballos y bueyes, pensé, debían de haber arrastrado la piedra en carretas desde lejanos condados y luego, con infinito esfuerzo, habíanse posado en orden, uno encima de otro, los bloques grises a cuya sombra me encontraba en aquel momento, y luego los pintores habían traído sus vidrieras para las ventanas y los albañiles se habían afanado durante siglos en el tejado con masilla y cemento, palas y paletas. Cada sábado, el oro y la plata debían de haber manado de un monedero de cuero y llenado sus puños antiguos, pues sin duda aquella noche no les faltaba su cerveza ni su partida de bolos. Un arroyo inacabable de oro y plata, pensé, debía de haber fluido a perpetuidad hasta aquel patio para que las piedras no dejaran de llegar ni los albañiles de trabajar; para allanar, zanjar, cavar, secar. Pero era la edad de la fe y el dinero manó con liberalidad para dar a estas piedras profundos cimientos, y cuando las piedras se hubieron erigido, siguió manando el dinero de los cofres de los reyes, las reinas y los grandes nobles para que allí pudieran cantarse himnos y se pudiera instruir a los «scholars». Se concedieron tierras, se pagaron diezmos. Y cuando terminó la edad de la fe y llegó la edad de la razón, siguieron fluyendo el oro y la plata; se crearon becas, se fundaron cátedras con recursos provistos por dotaciones; sólo que el oro y la plata no fluían ahora de los cofres del rey, sino de las arcas de los mercaderes y los fabricantes, de los bolsillos de hombres que habían hecho dinero, por ejemplo, en la industria y devolvían en sus testamentos una generosa porción para financiar más cátedras, más auxiliarías, más becas en la Universidad donde habían aprendido su oficio. De ahí salieron las bibliotecas y los laboratorios; de ahí los observatorios; el espléndido equipo de instrumentos caros y delicados que reposan en estantes de cristal en ese lugar donde hace siglos ondulaba la hierba y escarbaban los cerdos. Di la vuelta al patio y los cimientos de oro y plata me parecieron desde luego lo bastante profundos y el pavimento sólidamente colocado sobre las hierbas silvestres. Hombres con bandejas sobre la cabeza iban muy atareados de una escalera a otra. Ostentosas flores crecían en las ventanas. De las habitaciones interiores llegaba el estridente sonido del gramófono. No se podía dejar de pensar… La reflexión, fuera cual fuere, quedó interrumpida. Sonó el reloj. Era hora de dirigirse al comedor.

Hecho curioso, los novelistas suelen hacernos creer que los almuerzos son memorables, invariablemente, por algo muy agudo que alguien ha dicho o algo muy sensato que se ha hecho. Raramente se molestan en decir palabra de lo que se ha comido. Forma parte de la convención novelística no mencionar la sopa, el salmón ni los patos, como si la sopa, el salmón y los patos no tuvieran la menor importancia, como si nadie fumara nunca un cigarro o bebiera un vaso de vino. Voy a tomarme, sin embargo, la libertad de desafiar esta convención y de deciros que aquel día el almuerzo empezó con lenguados, servidos en fuente honda y sobre los que el cocinero del colegio había extendido una colcha de crema blanquísima, pero marcada aquí y allá, como los flancos de una gama, de manchas pardas. Luego vinieron las perdices, pero si esto os hace pensar en un par de pájaros pelados y marrones en un plato os equivocáis. Las perdices, numerosas y variadas, llegaron con todo su séquito de salsas y ensaladas, la picante y la dulce; sus patatas, delgadas como monedas, pero no tan duras; sus coles de Bruselas, con tantas hojas como los capullos de rosa, pero más suculentas. Y en cuanto hubimos terminado con el asado y su séquito, el hombre silencioso que nos servía, quizás el mismo bedel en una manifestación más moderada, colocó ante nosotros, rodeada de una guirnalda de servilletas, una composición que se elevaba, azúcar toda, de las olas. Llamarla pudín y relacionarla así con el arroz y la tapioca sería un insulto. Entretanto, los vasos de vino habían tomado una coloración amarilla, luego un rubor carmesí; habían sido vaciados; habían sido llenados. Y así, gradualmente, se encendió, a media espina dorsal, que es la sede del alma, no esta dura lucecita eléctrica que llamamos brillantez, que centellea y se apaga sobre nuestros labios, sino este resplandor más profundo, sutil y subterráneo que es la rica llama amarilla de la comunión racional. No es necesario apresurarse. No es necesario brillar. No es necesario ser nadie más que uno mismo. Todos iremos al paraíso y Van Dyck se halla con nosotros: en otras palabras, qué agradable le parecía a uno la vida, qué dulces sus recompensas, qué trivial este rencor o aquella queja, qué admirable la amistad y la compañía de la gente de su propia especie mientras encendía un buen cigarrillo y se hundía en los cojines de un sillón junto a la ventana.

Si por suerte hubiera habido un cenicero a mano, si a falta de él uno no hubiera tenido que echar la ceniza por la ventana, sin duda no hubiera visto un gato sin cola. La visión de aquel animal abrupto y truncado cruzando suavemente el patio con su andar acolchado cambió para mí, por una carambola de la inteligencia subconsciente, la luz emocional. Era como si alguien hubiera dejado caer una sombra. Quizás el excelente vino del Rin estaba aflojando su presa. Lo cierto es que, viendo al gato detenerse en medio del césped como si también él se interrogara sobre el universo, me pareció que faltaba algo, que algo era diferente. Pero ¿qué faltaba?, ¿qué era lo que era diferente?, me pregunté a mí misma, escuchando la conversación. Y para contestar aquella pregunta, tuve que imaginarme a mí misma fuera de aquella habitación, de nuevo en el pasado, antes de la guerra, y colocar ante mis ojos la imagen de otro almuerzo celebrado en habitaciones no muy distantes de aquéllas, pero diferentes. Todo era diferente. Mientras tanto, iban charlando los huéspedes, que eran numerosos y jóvenes, unos de un sexo, otros del otro; la charla fluía como el agua, agradable, libre, divertida. Y detrás de esta charla coloqué entonces la otra, como un telón de fondo, y, comparando las dos, no me cupo duda de que la una era la descendiente, la heredera legítima de la otra. Nada había cambiado; nada era diferente, salvo… Aquí escuché con toda atención, no exactamente lo que se estaba diciendo, sino el murmullo, la corriente que fluía detrás de las palabras. Sí, era eso, allí estaba el cambio. Antes de la guerra, en un almuerzo como éste, la gente hubiera dicho exactamente las mismas cosas, pero hubieran sonado distintas, porque en aquellos días las acompañaba una especie de canturreo, no articulado, sino musical, emocionante, que cambiaba el valor mismo de las palabras. ¿Hubiera podido ponerle letra a aquel canturreo? Quizá con ayuda de los poetas. Había un libro a mi lado y al abrirlo me encontré con que, por casualidad, era de Tennyson. Y he aquí que Tennyson cantaba:

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