Kitabı oku: «100 Clásicos de la Literatura», sayfa 1493
—Después de legislar, necesito reposar.
—Bien, pero ahora nada de pensar en cañones, ni en marinos, ni en Imperios… ni en nada —atajó Clarissa al ver que la mirada de su esposo se perdía meditativa más allá del horizonte. Inmediatamente abrió uno de los libros e inició la lectura—: «Sir Walter Elliott, de Kellynch Hall, en Somersetshire, jamás cogía un libro como no tratase de linajes. Allí encontraba tema para pasar varias horas desocupadas y una consolación para su desgracia». ¿No le gusta el estilo?
Clarissa estaba decidida a que su esposo abandonara todo pensamiento político y se adentrara en el diminuto mundo en que habían caído. Las figuras, que el sol esplendente recortaba con crudeza, parecieron suavizarse como un adelantado ocaso.
Rachel levantó la cabeza para indagar la causa de aquel fenómeno. El señor Richard abría y cerraba los ojos, o mejor dicho, los ojos se le abrían y cerraban. Un largo y profundo ronquido les dio a entender que se había quedado profundamente dormido.
—¡Triunfé! —susurró Clarissa al final de una frase.
Súbitamente levantó la mano imponiendo silencio. Ante ella un marinero parecía vacilar. Dio su libro a Rachel y se levantó.
—El señor Grice quisiera saber…
Clarissa siguió al marinero. Ridley, que había estado rondando sin ser apercibido, hizo un gesto de contrariedad y se dirigió nuevamente al estudio.
El durmiente quedó al cuidado de Rachel. Ésta leía una frase y se volvía a mirarlo. «Parece un abrigo tirado sobre una silla», pensó. La ropa conservaba toda su forma, pero parecía como si hubieran desaparecido los brazos y piernas que debían rellenarla. «Así se puede apreciar mejor la edad del abrigo», se dijo. Le miraba y remiraba tanto que llegó a temer que él, dormido y todo, protestase. Representaba unos 40 años. Alrededor de los ojos y en la frente, unos surcos indicaban su propensión a estudiar y meditar. Su piel curtida reflejaba el vigor que todavía poseía. «Tiene hermanas y le gustan los animalitos», susurró Rachel sin apartar de él la mirada, con la mano bajo la barbilla y embebida en sus pensamientos. Una campana sonó sobre cubierta, y Richard levantó vivamente la cabeza. Abrió los ojos con la inexpresividad de los cortos de vista, que repentinamente encuentran a faltar sus lentes. En unos segundos se rehizo sintiendo la sensación, nada grata por cierto, de haber estado roncando ante una señorita. Resultaba desconcertante y violento despertarse y verse observado por una mujer joven y casi desconocida.
—Vaya, veo que me he dormido. ¿Dónde están los otros? ¿Y Clarissa?
—Su esposa ha ido a ver los pececillos del señor Grice.
—Podía haberlo supuesto conociendo su afición a las cosas raras. Y usted, ¿ha adelantado mucho en este rato? ¿Se convenció por fin?
—No he leído ni una sola línea.
—Hace usted igual que yo, hay a nuestro alrededor demasiadas cosas que reclaman nuestra atención. Observar la Naturaleza es un estimulante. Mis mejores ideas han nacido siempre en contacto con la Naturaleza.
—¿Paseando?
—Paseando, montando a caballo, haciendo excursiones en algún yate, campings… La variedad me ha seducido siempre. Las conversaciones más varias e interesantes recuerdo haberlas tenido siempre dando grandes zancadas por el patio de Trinity. Estuve en las dos Universidades. Una monomanía de mi padre, creía que esto aumentaba la cultura y no le faltaba razón. ¡Qué lejos está todo! Planeábamos entonces, con el que es hoy Secretario de la India, los cimientos de un nuevo Estado. Nos creíamos dos sabios inmensos, y quién sabe si no lo éramos en realidad. Lo que sí puedo asegurarle es que éramos muy felices, señorita Vinrace, y teníamos juventud, un don precioso que salva todos los obstáculos.
—¿Ha conseguido usted todo lo que se propuso? —preguntó Rachel.
—No es cosa fácil contestar a su pregunta. Sí y no. Por un lado no he conseguido todo lo que me proponía. ¿Quién puede vanagloriarse de haberlo conseguido? En cambio, no he rebajado mi ideal.
Seguía con la vista las evoluciones de una gaviota, como si en las alas del pájaro se remontaran al cielo todos sus ideales.
—¿Pero cuál es, concretamente, su ideal?
—Pregunta usted demasiado, señorita Vinrace —rio divertido Richard—. Pero voy a decírselo en una sola palabra: ¡Unidad! Unidad en dominio y en progreso. Que los mayores beneficios de la civilización se extiendan sobre los hombres. Especialmente sobre los ingleses. Yo concibo al inglés, en conjunto, como uno de los pueblos más puros… Pero no vaya usted a creer que pienso que mis ideales puedan conseguirse fácilmente. Preveo luchas y horrores. No me hago muchas ilusiones. ¿Ha visitado usted alguna vez una fábrica, señorita Vinrace? Supongo que no… y es mejor. No vaya nunca.
En realidad, las pocas veces que Rachel había salido lo había hecho acompañada de su padre, sus tías o una sirvienta.
—Quiero decir que si pudiera y supiera ver cuánto ocurre a su alrededor, comprendería mejor por qué abrazamos la carrera política. Me ha preguntado usted si he conseguido algo de lo que me propuse. He podido conseguir que miles de muchachas de Lancashire y las que tras ellas vendrán, puedan gozar de algunas horas de expansión al aire libre. No hace muchos años que las madres de estas mismas muchachas tenían que pasar esas horas ante los telares. Esto me enorgullece más, mucho más que si pudiera escribir como Keats o Shelley.
A Rachel le pareció que quien escribía como Keats o Shelley, era ella. Le gustaba oír hablar al señor Dalloway, la entusiasmaba. Parecía que todo cuanto decía no eran proyectos, sino realidades.
—Yo no sé nada —suspiró.
—Es mucho mejor así, créame —dijo él paternalmente—. Me han dicho que toca usted muy bien y que lee mucho.
Este giro tuvo la virtud de retornar su confianza a la cohibida Rachel.
—Ha hablado usted de «Unidad», debería explicármelo…
—Nunca permito a mi esposa que hable de política —dijo Richard seriamente—. A los hombres les es imposible efectuar dos cosas: luchar y tener ideales. Si yo he podido conservar los míos ha sido porque al llegar a mi casa he hallado siempre a mi esposa ocupada en sus quehaceres, con sus amigas, con la música… Sus ilusiones han seguido en pie y eso ha hecho que yo no perdiera las mías. La labor política es agotadora, el esfuerzo grande.
Al hablar así, parecía cansado, como si el servicio diario que realizaba en pro de la humanidad, requiriera un esfuerzo heroico.
Su voz era sincera, y reflejaba tal afán por hacerse comprender, que Rachel se lanzó a hablar, venciendo su natural timidez ante una persona que conceptuaba muy superior a ella. Dominando su emoción expuso una de sus opiniones, cosa que nunca había hecho.
—Supongamos que en un barrio de Leeds hay una viuda que habita en un mísero cuartucho. —Richard se inclinó hacia ella prestando toda su atención—. Usted sigue su vida en Londres, habla, escribe, impone leyes… perdiendo en fin mucho de lo que la vida ofrece. El resultado es que esa viuda encuentra en su despensa un poco más de té y azúcar, o menos té y el periódico… Bien, esa persona que pongo por ejemplo, ha logrado una pequeña mejora sin dar nada. Su inteligencia sigue igual, sus aficiones, sus gustos… Usted, en cambio, ha malgastado su inteligencia, ha tenido que prescindir de sus gustos y aficiones para realizar los de la viuda… ¿Vale la pena tanto esfuerzo para un resultado tan pequeño?
—Su filosofía, señorita Vinrace, tiene su pro y su contra. Un ser humano no es un conjunto de gustos y necesidades, es una parte integrante de la sociedad. El caso que usted presenta es muy distinto si la viuda, en lugar de encontrar algo en su despensa, la encuentra o completamente vacía o con lo necesario para colmar sus más apremiantes necesidades. Tiene usted imaginación, señorita Vinrace, en eso se parece a los liberales, pero aprenda a usarla o se irá a pique, como ellos. Conciba el mundo, no por partículas sueltas, sino como algo completo, entero. Laborar para conseguir un mínimo bienestar a los humildes, no significa malgastar las posibilidades. No concibo otro ideal más alto que el de poner mi vida al servicio del Imperio. Imagínese usted el Estado como una máquina inmensa y complicada. Nosotros somos unas piezas de esta maquinaria. Algunas piezas son imprescindibles y cumplen misiones de vital importancia para la marcha del conjunto. Otras piezas (entre las que probablemente me encuentro yo) sirven solo de conexión entre las partes importantes. A veces un diminuto tornillo o un grano de arena, detienen o ponen en peligro la regularidad de la marcha de una máquina, que cuanto más perfecta, más precisa de que todas las piezas de la misma, hasta las que en apariencia son más superfluas, cumplan regularmente su cometido.
La incompatibilidad de los dos temas era manifiesta. El de Rachel: La pobre viuda en espera de un auxilio más material que moral. El de Richard, de una envergadura que escapaba a la comprensión de la muchacha.
—Temo que no lleguemos a comprendernos —dijo Rachel.
—¿Quiere que le diga algo… que probablemente la irritará? —preguntó Richard irónico.
—Diga usted.
—No hay ninguna mujer con espíritu político. Tienen todas las virtudes, soy el primero en reconocerlo; pero no hay ninguna mujer que sepa apreciar el verdadero significado de la palabra «estadista»… y si he de serle franco, espero y confío no encontrar nunca a esa mujer. Dígame ahora si quedamos amigos o enemigos.
Vanidad, despecho y un imperioso deseo de hacerse comprender por el señor Dalloway, volvieron a impelir a Rachel a la carga.
—Veamos. Debajo del nivel de la calle palpita la vida. ¿No es así? En los hilos eléctricos, conducciones de agua, teléfono, en los hombres que limpian las cloacas y en los que conducen carros de basura. ¿No siente usted palpitar esa vida cuando abre un grifo y mana de él un chorro de agua?
—Evidentemente —dijo Richard que había escuchado con interés—. Las bases de la sociedad moderna se asientan en la cooperación de muchas voluntades. Si fueran muchas las personas que supieran entenderlo así, habría menos pobres de verdad, o sea, pobres morales.
—¿Es usted liberal o conservador? —preguntó Rachel.
—Verá usted, yo soy conservador de conveniencia —sonrió Richard—; pero la distancia que separa a ambos partidos es menor, mucho menor de lo que todos creen.
Siguió una larga pausa motivada precisamente por falta de cosas que decir y preguntar. Rachel tenía muchas ideas, pero eran confusas, enrevesadas. Pensó que quizá cogiendo la cuestión desde un punto anterior, más remoto, le sería más fácil.
—Usted vivía antes en el campo, ¿no es así?
A pesar de que el tono con que fue hecha la pregunta fue algo seco, Richard se sintió halagado.
—Sí, así es.
—¿Y qué pasó?… Pero quizá pregunto demasiado.
—De ningún modo, señorita Vinrace. ¿Qué es lo que quiere saber? En mi infancia hubo estudios, riñas entre hermanos, picardías, después aprendí a montar a caballo… en fin, ni más ni menos que las cosas propias de la juventud. Es un error creer que de pequeños éramos felices, casi aseguraría que se sufre más de pequeño que de hombre. ¿Por qué? Yo, particularmente, no me llevaba muy bien con mi padre —dijo con tristeza—. Tenía un carácter muy recto y sin duda por eso resultaba a veces duro. A los chiquillos se les quedan generalmente grabadas las injusticias. No dan importancia a cosas que para los mayores tienen mucha, y esto resulta imperdonable. Yo no dudo que era una criatura difícil de manejar. ¡Pero cuando pienso en lo que estaba dispuesto a dar! No hubo menos incomprensión en los mayores que faltas en mí. En el colegio de primera enseñanza me porté bastante bien. Después mi padre me envió a dos Universidades… ¿Comprende usted los recuerdos que han reverdecido con su pregunta, señorita Vinrace?… ¡Cuán pocas cosas positivas hay que contar en la vida! Estamos repletos de cosas interesantes, experiencias, ideas, emociones… pero ¿cómo comunicárnoslas? Lo que yo le he contado es, poco más o menos, lo que hubiera dicho el 99 por ciento.
—No lo crea, el interés de las cuestiones no reside tanto en ellas como en el modo de decirlas.
—Es ésa una gran verdad —dijo Richard después de una pausa—. Cuando repaso los 42 años de mi vida, me pregunto cuáles son los hechos que verdaderamente cuentan. La miseria y… —vaciló, y echándose hacia adelante susurró—: El Amor.
La forma de pronunciar esta palabra pareció abrir ante Rachel nuevos horizontes.
—Quizá le parezca extraño que le hable así, pero no tiene usted ni la más remota idea de lo que he querido decirle. No me refiero al sentido convencional que comúnmente se le da a la palabra. Lo digo porque conozco su verdadero sentido. Generalmente las muchachas ignoran todo esto, ¿no será mejor así? ¿Quién sabe? —Parecía hablar consigo mismo.
—No, yo no sé su verdadero significado —dijo Rachel casi con un susurro, con un soplo de voz.
—¡Dick, mira! ¡Barcos de guerra! ¡Por allí! —gritó Clarissa acercándose rápidamente.
Dos buques de guerra, con su color grisáceo característico, se divisaban a gran distancia. Richard se transformó al momento y se adelantó mirando fijamente a los buques.
—¿Son nuestros, Dick? —preguntó Clarissa ansiosamente.
—Sí, pertenecen sin duda a la flota mediterránea —contestó él.
El pabellón del Euphrosyne ondeaba pausadamente. Richard se quitó el sombrero. Clarissa, emocionada, apretó la mano de Rachel.
Los buques, uno en pos de otro, pasaron de largo hasta perderse de vista, produciendo un curioso efecto de disciplina y tristeza al propio tiempo. Nadie habló hasta que hubieron desaparecido.
Durante la comida, toda la conversación giró en derredor a la vida heroica de los almirantes ingleses. Clarissa recitó a un poeta y Willoughby a otro. Todos estaban de acuerdo en que la vida, a bordo de un buque de guerra, debía ser algo espléndido. Los marinos eran gentes amables y sencillas. En este ambiente cayó como una bomba la afirmación de Helen de que mantener a un marino venía a ser tan útil como cuidar fieras en el Zoo, aunque esto último era mucho más bonito y distraído. Por si esta afirmación no bastase, añadió que ya iba siendo hora de que dejara de ensalzarse tanto el heroísmo y la belleza de morir en un campo de batalla. El señor Pepper se unió a ella para decir, bastante groseramente por cierto, que estaba cansado de leer poesía cursi sobre aquel tema. Al propio tiempo Helen se extrañaba de ver a Rachel callada, pero con una expresión radiante que la cambiaba por completo.
V
Helen no pudo sacar una conclusión completa del efecto producido por su extemporánea interrupción. Uno de esos incidentes, que acostumbran a abundar en los viajes marítimos, vino a trastornar la tranquilidad del viaje. A la hora del té pudo notarse que el balanceo había empezado a hacer causa común con el oleaje, y a la hora de la cena el movimiento era ya francamente provocador para la integridad física de los navegantes. El barco gemía y parecía retorcerse ante el esfuerzo que realizaba para avanzar contra la tempestad que se avecinaba. Hasta aquel momento el buque se había comportado como un corcel gallardo que admira por la armonía y majestad de su paso. Pero de repente se convirtió en un potro salvaje con rienda suelta.
Todos los utensilios colocados sobre la mesa cambiaban constantemente de lugar. Clarissa, que palidecía rápidamente, se esforzaba en comer, aunque el esfuerzo le costaba angustias inimaginables. Willoughby aprovechaba la ocasión para ponderar las virtudes marineras de su buque, relataba hazañas que había llevado a cabo en otras ocasiones; los plácemes que su comportamiento había merecido en distintos pasajeros, expertos navegantes. La comida transcurrió bastante inquieta y en cuanto las señoras quedaron solas Clarissa capituló, dijo que se sentiría mejor en la cama y se retiró sonriendo valientemente. El amanecer siguiente les sorprendió en plena tempestad. El vaivén iba in crescendo y ya nadie anduvo con disimulos. Clarissa permaneció en su camarote, Richard concurrió al comedor, pero a la hora del té tuvo que retirarse tambaleándose y recluirse en su camarote.
—Esto es demasiado para mí —dijo en el momento que se retiraba.
—Ya estamos otra vez como antes de llegar a Lisboa —dijo el señor Pepper.
Nadie tenía humor para conversaciones y terminaron la comida en silencio.
Al día siguiente, después de una noche de continuo bamboleo, parecían hojas arrastradas por el vendaval. No estaban mareados, pero sí aturdidos por tantos bandazos que les impedían subir a cubierta y les hacían chocar contra las paredes. Iban muy abrigados, especialmente Helen de la que solo era visible el óvalo del rostro, desapareciendo el resto entre un mar de pieles. Pasaban el tiempo en sus camarotes, más por comodidad que por otro motivo, resistiendo los bandazos lo mejor posible. Para ellos, el mundo se había convertido en una maraña de montañas grises que tan pronto les elevaban sobre su cima, como les sumergían en un valle amenazador. Fueron dos días interminables. A Rachel le pareció que se había convertido en un pequeño ser indefenso en medio de una llanura y bajo una tormenta de granizo; después se imaginó como un árbol sacudido continuamente por la salobre galerna del Atlántico.
Helen, que resistía bastante bien, fue dando bandazos por el pasillo hasta el camarote de Clarissa, pero era tal el estruendo de gemidos y crujidos de la nave que no recibió respuesta y optó por entrar. La encontró tendida en su litera, sin atreverse a abrir los ojos y la oyó murmurar.
—¿Eres tú, Dick?
Helen tuvo que gritar para hacerse entender.
—¿Cómo se encuentra?
Clarissa abrió un ojo, que volvió a cerrar inmediatamente y suspiró:
—Mal, terriblemente mal.
Tenía los labios exangües. Helen, haciendo esfuerzos para guardar el equilibrio, fue a buscar champaña para reanimarla.
—¡Champaña! —pudo articular Clarissa—. Es usted muy amable.
Y se incorporó para poder tragar mejor.
—¿Quiere más? —gritó Helen.
Pero ya el mareo había vencido de nuevo a Clarissa y ésta, con los ojos cerrados y la respiración entrecortada, había perdido la noción de cuanto la rodeaba. Solo pudo susurrar:
—¡Es usted muy buena! Es horrible —dijo refiriéndose al desorden de las ropas y al provocado por el lamentable estado en que se hallaba—. Discúlpeme.
Helen le arregló las almohadas, estiró las sábanas y puso un poco de orden en lo que halló a su mano. Clarissa abrió un momento los ojos y agradeció con una sonrisa todos los cuidados.
Al alejarse del camarote, Helen sintió una extemporánea simpatía por la señora Dalloway. Admiraba a Clarissa que, entre las angustias del mareo, había sabido agradecerle sus cuidados.
Casi repentinamente amainó la tormenta. A la hora del té los movimientos fueron decreciendo en violencia hasta reanudarse la marcha tranquila de los primeros días.
Lentamente fueron reaccionando. Les parecía incomprensible no sentir los bandazos y gemidos del buque, ni oír bramar el huracán sobre sus cabezas. Cesó el esfuerzo que les había mantenido en tensión y los nervios se relajaron. Al final de un cielo cuajado de nubes oscuras, el horizonte se presentaba claro y hermoso.
—Ven a dar una vuelta, pequeña —dijo Ridley a su sobrina.
Helen no pudo por menos que reír al verlos alejarse, aún tambaleantes, y ascender a la cubierta. Aspiraban el aire con ansia. Estaban sedientos de aquel mar azul y el cielo purísimo. No eran ya átomos a merced del furioso huracán, sino héroes triunfadores de la furia del Océano. Su inteligencia y sus sentidos que habían quedado en suspenso durante la tormenta, renacían ahora pujantes y avasalladores, presentándoles un mundo nuevo lleno de ricas promesas.
Tío y sobrina dieron dos vueltas por la cubierta y se acodaron sobre la baranda hasta ver disolverse el disco solar en las aguas, en un apoteosis de rojos y amarillos.
El nuevo día amaneció sereno y purísimo. Aunque las olas seguían siendo grandes, habían vuelto a recobrar su color verde azulado. El mundo de pesadilla en que durante dos días se habían debatido, había vuelto a sumergirse en las profundidades. Los pasajeros atacaron el pan y la mantequilla con insospechados bríos y excelente humor. Los esposos Dalloway se reponían más lentamente. Clarissa no se prodigaba todavía y Richard se enderezaba con visible esfuerzo, pasando en su litera el mayor tiempo posible. Sentía la extraña sensación de que no había cesado todavía el oleaje. Estando en su litera vinieron a herirle los rayos del sol en su ocaso. La visión de aquel tranquilo anochecer le rehizo, y a la hora de la cena volvió a presentarse en el comedor como un verdadero gentleman inglés.
Entró en el camarote de su esposa, ella le atrajo por la solapa y le retuvo abrazado largo rato.
—Tienes muy mala cara, deberías salir a cubierta y tomar un poco el aire. ¿Sabes que hueles muy bien?
—Puedo dar gracias a la señora Ambrose, fue una hermana de la caridad cuando me moría de angustia.
Volvió a recostarse, vencida por el esfuerzo.
Richard encontró a Helen con su cuñado y entre ambos una mesita con el servicio de té, bizcochos, pan y mantequilla.
—Qué mala cara tiene usted, señor Dalloway, venga a tomar una taza de té.
Richard observó que las manos que le servían el té eran largas y bonitas.
—Sé que ha sido usted muy amable con mi esposa. Gracias a haberle llevado usted champaña, se mejoró algo. ¿Tuvo usted la suerte de no marearse?
—Hace veinte años que no me he mareado. Quiero decir que no me he mareado en el mar.
—Hay tres clases de mareos —terció Willoughby con su voz fuerte y sonora—. Son las épocas de tomar leche, roast-beef o pan con mantequilla —dijo al tiempo que presentaba la mantequilla a Richard—. Ahora tómese una buena taza de té y dé un paseo ligero por la cubierta —terminó, retirándose.
—Es muy agradable —observó Richard—. Siempre tiene algo interesante que contar.
—Sí —añadió Helen—, siempre fue así.
—El asunto que maneja es formidable y seguirá adelante… Acabaremos por verlo en el Parlamento. Hombres de su temple son los que se necesitan.
A Helen le importaban muy poco los comentarios de Richard, como todo lo que se refiriese a su cuñado.
—Supongo que le dolerá la cabeza —dijo, sirviéndole otra taza de té.
—Sí, un poco —contestó—. Es humillante ver lo esclavos que somos de nuestro organismo. Yo no puedo trabajar a gusto sin tener una tetera cerca para poder beber todo lo que me venga en gana… a pesar de no beber nada la mayoría de las veces.
—Pero tanto té no puede serle bueno.
—De otra forma, no puedo trabajar… así que he de arriesgarme. Además, los políticos acabamos siempre por vencer…
—Como ahora —rio Helen, sirviéndole de nuevo.
—Nunca me toma usted en serio, señora Ambrose. ¿Me permite preguntarle en qué invierte usted el tiempo?
—Leyendo.
—¿Filosofía? —preguntó, dirigiendo la mirada al libro de negras cubiertas.
—Metafísica… ¡Ah, también pesco! Si volviera a nacer me dedicaría única y exclusivamente a una de ambas cosas. —Se entretenía abriendo y cerrando el volumen—. «El bien es indefinible» —leyó en voz alta.
—Creo que el profesor Henry Sidwick ha sido el único que ha sabido profundizar en ese tema —dijo Richard—. Recuerdo una discusión que tuve con Duffy, hoy secretario en la India. Duró hasta las cinco de la madrugada paseando por los claustros. Como era demasiado tarde para acostarnos, optamos por dar un paseo a caballo. No creo que en ninguna de mis disputas haya llegado nunca a una conclusión, pero el discutir es la sal de la vida. Por eso son los filósofos y los literatos los que mantienen encendida la antorcha de la controversia y la transmiten de generación en generación. Aunque político, no crea que estoy ciego para lo demás, señora Ambrose.
—No lo imaginé nunca, pero dígame. ¿Le gusta a su esposa el té con azúcar?
Preparó una bandejita y fue a llevársela a Clarissa. Richard se lio una bufanda al cuello y subió a cubierta. La palidez iba desapareciendo de su rostro y al choque del viento se sintió rejuvenecer tonificado. Se sentía satisfecho de resistir el fuerte viento sin más apoyo que sus piernas. Inició un paseo rápido sobre cubierta, y en una de las revueltas sufrió un encontronazo.
—Perdone —dijo Rachel, que fue la primera en reponerse.
Ambos se echaron a reír, pues la violencia del viento les impedía hablar. Rachel abrió la puerta del gabinete, y con el pretexto de excusarse, Richard la siguió. El viento pareció precederles, armando un revuelo de papeles de música. La puerta se cerró con estruendo y ambos se dejaron caer, riendo, en distintos silloncitos. Richard se sentó encima de Bach.
—¡Qué borrasca! —exclamó.
—Es hermoso, ¿verdad? —Rachel estaba transfigurada. Había en todo su ser una decisión desconocida hasta entonces. Sus ojos brillaban, tenía la carita arrebolada y la boca, de rojos labios, entreabierta y sonriente. El cabello, suelto y ondulado, aureolaba su rostro expresivo. Por vez primera estaba resplandeciente de juventud—. ¡Huy! ¡Qué divertido! —rio.
—¿Pero sobre qué diablos me he sentado? —exclamó Richard, sacando libros del silloncito—. ¿Es éste su retiro? ¡Es encantador! Me alegro que hayamos vuelto a encontrarnos. Parece que haya transcurrido un siglo desde nuestra última conversación. Vamos a ver qué es lo que tiene por aquí… Bach… Cumbres borrascosas… ¿es aquí donde nacen sus problemas íntimos para confundir a los pobres políticos inocentes e indefensos? —rio alegremente—. Mientras me reponía del mareo reflexioné mucho sobre nuestra última conversación, me dio mucho que pensar…
—¿Le dio que pensar? ¿Y por qué?
—¡Qué pobre resulta nuestro sistema de expresión, señorita Vinrace! ¡Son tantas las cosas sobre las que me gustaría contarle y conocer su opinión! ¿Ha leído a Burke alguna vez?
—No. ¿Quién es Burke? —preguntó Rachel.
—Entonces tomaré nota y le enviaré algo de él. El Discurso sobre la Revolución Francesa o La Rebelión Americana, ya veremos. —Tomó nota en una libretita y se la guardó en el bolsillo—. Ya me dirá usted qué le parece. Este enclaustramiento voluntario es lo malo de la vida moderna. Y ahora, cuénteme algo de usted. ¿Qué hace? ¿En qué pasa el tiempo? Debería suponer que es usted una persona de grandes inquietudes. ¡Y claro que lo es! ¡Bien, bien! Cuando pienso en la época en que nos ha tocado vivir, con sus ocasiones, sus posibilidades, y tantas y tantas cosas como podríamos hacer y disfrutar de ellas, me pregunto por qué no tendremos diez vidas en lugar de una… Pero, hábleme de usted.
—Verá… —dijo Rachel—. Yo soy una mujer…
—Lo sé, lo sé —interrumpió Richard, recostándose en el sillón y tapándose los ojos con la mano—. Una mujer joven y hermosa —dijo sentenciosamente—. Tiene el mundo a sus pies. Tiene usted un poder inmenso para el bien o para el mal… ¡Qué no podría usted hacer!
—¿Cómo? —preguntó, sorprendida, Rachel.
—Con su belleza —continuó Richard.
En aquel momento un fuerte balanceo del buque lo empujó hacia adelante. Al propio tiempo se enderezó y cogiendo a Rachel entre sus brazos la besó. Primero suavemente y luego con tal pasión que llegó a hacerle daño con los huesos del rostro. Al soltarla, Rachel cayó de nuevo en su butaquita. El corazón le latía fuertemente. Todo giraba a su alrededor y su cuerpo vibraba de indignación y coraje. Richard, con la cara oculta entre las manos y una voz que infundía pavor, decía entrecortadamente:
—Me tentaste…, me tentaste… —Hubiérase dicho que sostenía una violenta lucha interna.
Rachel se levantó y salió airadamente. Sus rodillas temblaban de tal modo que solo haciendo un violento esfuerzo de voluntad logró llegar hasta la borda. Un frío intenso fue invadiéndola lentamente. A lo lejos, rozando las crestas de las olas en raudo vuelo, unos pájaros enormes parecían ocultar la luz del día moribundo.
Poco a poco fueron cediendo los latidos desacompasados de su corazón y tranquilizándose. Una gran calma descendió a su alrededor y sobre su espíritu. Ya completamente serena, descubrió que algo maravilloso se abría ante ella.
Durante la cena, Rachel no sintió excitación alguna. La presencia de Richard le resultaba molesta. Ambos evitaban mirarse. Solo una vez sus ojos se enfrentaron… pero nada más.
Willoughby llevaba el peso de la conversación. Historietas salpicadas de chistes políticos, Bright, Disraeli, la coalición gubernamental… tanto se habló que los comensales resultaban ridículamente pequeños en comparación con los hechos y vidas mencionados. Después de la cena, y ya a solas, Helen se fijó en la palidez de su sobrina. Encontró algo raro en su actitud.
—¿Estás cansada, pequeña? —le preguntó.
—Sí, estoy algo cansada.
Helen le aconsejó que se acostara, lo que Rachel le agradeció intensamente, y obedeció sin volver a ver a Richard. Muy cansada debió estar, pues apenas se tendió en su litera quedó profundamente dormida. Su sueño fue una espantosa pesadilla. Sé veía encerrada en un oscuro túnel cuyas paredes iban acercándose lentamente, amenazando aplastarla e impidiéndole respirar. Cada vez que intentaba huir se le aparecía un enanillo, de largas y negras uñas que mordía incesantemente, impidiéndole pasar y sacando la lengua burlonamente. Sentíase oprimida por esta angustia, cuando despertó sobresaltada. Al ver que todo había sido un sueño se tranquilizó. Encendió la luz y vio las ropas de la litera en el suelo. La idea de que la perseguían seguía atormentándola, a pesar de estar despierta. Cerró la puerta con llave. Le parecía oír una voz que gemía cerca de ella y cientos de ojos que le asaltaban anhelantes. Hombres salvajes rondaban por los pasillos y las cercanías de su camarote… hasta parecía que se detenían ante su puerta para escuchar y atisbar. El resto de la noche lo pasó en vela.