Kitabı oku: «100 Clásicos de la Literatura», sayfa 1494

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VI

—Es la vida de los que viajan. Se crean amistades buenas y hay que abandonarlas para seguir el camino —dijo Willoughby.

—Así será si ustedes quieren —contestó Clarissa.

Era una mañana radiante, y el buque reposaba en el luminoso espejo de las aguas de un puerto. Los Dalloway se encontraban nuevamente sobre la cubierta del buque, junto a la pasarela, rodeados de maletas y baúles. Igual que el día en que por vez primera llegaron al buque.

—¿Creen ustedes que volveremos a vernos en Londres? —preguntó Ridley con ironía—. En cuanto vuelvan a pisar la tierra firme, ya no se acordarán de nosotros.

—Su tío es tremendo —rio Clarissa, oprimiendo el brazo de Rachel—. Ya sabe, señorita Vinrace, que en cuanto desembarque ha de venir a visitarme. Tome, así no habrá pretexto que valga —al hablar así, sacaba un lapicito de plata, escribió unas palabras en las primeras páginas del tomo de Persuasión y se lo entregó a la joven.

Los marinos recogían el equipaje y el grupo se estrechó más en derredor de los que iban a desembarcar.

—Bueno, adiós a todos —dijo Clarissa, y añadió al oído de Rachel al despedirse de la muchacha—: Espero que vendrá a visitarme, me ha sido usted muy agradable.

Las rápidas despedidas de los últimos instantes evitaron que Rachel tuviera que despedirse del señor Dalloway. Solo cruzaron, durante un segundo, una profunda mirada. Después descendió detrás de su esposa. El bote fue separándose lentamente en dirección a tierra. Helen, Rachel y Ridley, apoyados en la baranda, les contemplaban. Clarissa se volvió una vez y levantó el brazo en señal de despedida. Siguió alejándose el bote hasta percibirse solo dos puntos en lontananza.

—¡Bien… ya se fueron!

Era la voz de Ridley tras un largo silencio.

—No volveremos a verlos nunca más —añadió antes de volverse a sus libros.

Cayó sobre el buque una vaga melancolía, como si se hubiese efectuado el vacío. Tenían todos la completa seguridad de que jamás volverían a ver a los Dalloway y esto les deprimía. Su corta estancia a bordo no justificaba la tristeza que ocasionaba su partida. Otras personas e intereses venían a ocupar el lugar de los que partían, era una sensación desagradable y procuraron desecharla. El corazón humano es así; también los que partían serían olvidados por los que quedaban.

Mientras los camarotes que ocuparon los Dalloway eran limpiados, Helen se entretenía en arreglar el salón al tiempo que observaba a Rachel. Notó su laxitud y la actitud de retraimiento de la muchacha. Se propuso conocerla más a fondo y atraérsela para averiguar qué le sucedía y cuál era el motivo de su depresión.

—Ven, hablaremos un rato —dijo Helen.

Rachel la siguió indiferente hacia un rincón de la cubierta de cara al sol y se sentaron en dos butacas extensibles. Rachel tenía la cabeza embotada por un cúmulo de sensaciones nuevas y emociones desconocidas hasta entonces. La escena con el señor Dalloway la había sumido en un mar de confusiones. Prestaba escasa atención a lo que decía Helen. Mientras ésta preparaba el bastidor y enhebraba la aguja, ella se reclinó en su asiento, dejando vagar su vista por la inmensidad del mar.

—¿Qué te han parecido los Dalloway? —preguntó Helen con natural indiferencia—. ¿Te han sido simpáticos?

—Sí —contestó Rachel sencillamente.

—¿Hablaste con él?

Rachel permaneció un momento en silencio, y sin la menor alteración en el tono de su voz, dijo:

—Me besó.

—Sí… —articuló Helen, que por un momento quedó sin saber qué decir—, ya me pareció que pertenecía a esa clase de individuos…

—¿Qué clase?

—Pomposos… con ribetes de sentimental…

—Me gustaba —confesó Rachel.

—¿Así que no te importó? —preguntó Helen, volviéndose hacia su sobrina. Por vez primera vio su rostro encendido y los ojos brillantes.

—¡Claro que me importó! —dijo con desusada vehemencia—. No he podido dormir en toda la noche. —¿Cómo sucedió?

Rachel lo fue contando todo algo bruscamente, pero con serenidad.

—Hablamos de política y me contó lo que había hecho por los pobres. Me interesó su conversación y le hice muchas preguntas. Me contó su vida. Después de la tormenta vino a verme, y entonces, cuando menos lo esperaba… me besó. No sé por qué lo hizo… Me excitó bastante. De momento no me importó, pero… —Acudió a su memoria el burlón enanillo de la pesadilla y se estremeció— después me entró un verdadero terror. —La expresión de sus ojos era verdaderamente de terror.

Helen no sabía qué decir, siempre le habían intimidado, sin que pudiera explicarse el por qué, aquella clase de conversaciones con las mujeres, cosa que no le sucedía con los hombres. Pensó que era mejor quitarle importancia.

—Bah, era bastante tonto, no vale la pena que pienses en ello.

—¡Al contrario! —saltó Rachel, excitada—. Si pienso es porque quiero saber qué significa.

—¿No lees? —le preguntó Helen.

—Sí… las Cartas de Cowper y otros libros que me proporcionan mi padre y mis tías.

Helen sintió deseos de clamar contra aquel hombre que de tal modo educaba a su hija de veinticuatro años. Rachel se aterraba por un beso, parecía ignorar que los hombres desean a las mujeres. La pobre muchacha, en su inocencia, podía resultar ridícula.

—¿Conoces a pocos hombres, verdad?

Rachel sonrió con ironía.

—Al señor Pepper.

—¿No ha habido nadie que quisiera casarse contigo?

—No, nadie —respondió ingenuamente.

Helen adivinó en la franqueza de la muchacha su trastorno psíquico, y creyó que sería conveniente ayudarla.

—No temas, es lógico que los hombres intenten besarte o casarse contigo. Eres bonita. Lo triste es sacar las cosas de su cauce normal.

Rachel parecía no prestar la menor atención a su tía; de pronto saltó:

—¿Qué son esas mujeres de Picadilly?

—¿De Picadilly?… Son prostitutas.

—Es una ignominia, una vergüenza —dijo, indignada, Rachel.

—Evidentemente, pero…

—¡Con lo que me gustaba! —musitó como hablando consigo misma—. ¡Deseaba tanto hablar con él… saber sus cosas!… ¡Y de qué forma tan lamentable ha terminado todo! ¡Las mujeres de Lancashire!…

Sus pensamientos no escaparon a Helen, que la observaba atentamente.

—Mira, a las cosas no hay que darles más importancia de la que en realidad tienen; si quieres tener amistad con los hombres, hay que correr el riesgo. Y si he de decirte la verdad —sonrió maliciosamente—, vale la pena correrlo. No hay que darle tanta importancia a un beso… quizás esté celosa de que te haya besado a ti y no a mí… a pesar de que me aburría soberanamente —bromeó con malicia.

Rachel no tenía el espíritu para bromas, ni contestó sonriente demostrando quitarle importancia a todo, como Helen hubiese deseado.

Continuaba embebida en sus pensamientos nada agradables, inconsistentes y hasta dolorosos. Las palabras de su tía no habían hecho más que levantar algo más el velo que tantos misterios ocultaba. Después de un largo rato de ensimismamiento exclamó:

—¡Por eso no puedo pasear sola!

Se veía a sí misma como un ser guardado entre altísimas paredes, perpetuamente vigilada y a oscuras, con una vida monótona, sombría, rodeada de palabras y acciones incomprensibles.

—¿Por qué son tan brutos los hombres? ¡Los aborrezco! —clamó, indignada.

—¿Creí haberte oído decir que te gustaban? —bromeó Helen.

—Sí… me gustaban… y el beso también —contestó insegura al darse cuenta que el problema adquiría magnitud insospechada.

Helen se extrañaba del efecto que aquel beso había producido en Rachel. Veía su ingenuidad debatirse entre las mallas de su conflicto interior intentando resolverlo, y creyó que lograría tranquilizarla haciéndola hablar y quitándole importancia al asunto que tanto parecía haberla angustiado. ¿Cómo era posible que aquel político ñoño y soso hubiese impresionado tanto a una muchacha de 24 años? Claro que había que reconocer que era amable y educado. Una persona atenta:

—La señora Dalloway también te ha gustado, ¿no es así?

Rachel se sonrojó recordando las tonterías que había dicho. Además, ¿no le comunicó la señora Dalloway que adoraba a su esposo?

—Era bastante simpática, pero tenía la cabeza de chorlito —continuó Helen—; nunca oí tantas tonterías como mientras estuvo ella a bordo. Que si los peces, que si la marina, o el abecedario griego, o las mil y una maneras de educar a los hijos, que no tenía… En fin, que prefiero tener una conversación con él, por muy soso que sea. Él era engreído —continuó—, pero por lo menos atendía a lo que se hablaba.

Al oír aquellas manifestaciones de su tía, «una persona mayor», el encanto, que a los ojos de Rachel había envuelto a los pasajeros, desaparecía como niebla al soplo del viento. ¿Sería verdad que no eran tan maravillosos como ella se había figurado?

—Es tan difícil saber cómo son las personas en realidad —dijo como hablando consigo misma.

Helen vio con satisfacción que la muchacha reaccionaba.

—Quizás estuve algo ofuscada.

Helen estaba segura de ello, pero se limitó a decir:

—Han vivido y tienen experiencia.

—Eran agradables y sobre todo muy interesantes.

Recordaba la imagen del mundo que Richard le había pintado, con sus engranajes como nervios. Recordaba sus palabras básicas. «Unidad, Imaginación», y le pareció ver de nuevo las burbujas del té que se bebía, oyendo sus divagaciones sobre el campo, las hormigas, los canarios y todas las cosas que daban vida a su pequeño mundo.

—Pero ¿a qué se debe que todas las personas no te resulten igualmente interesantes? —preguntó Helen.

Rachel le explicó que cuando le hablaban, él especialmente, adquirían la personalidad de símbolos.

—Estaría escuchándole eternamente —dijo con vehemencia.

Saltó de la hamaca para regresar al momento con un grueso libro de rojo lomo. Indicó el título al tiempo que se lo entregaba a Helen. Se titulaba ¿Quién es quién?. Y era una serie de biografías de distintos personajes. Abrió el libro al azar, leyendo: «Sir Roland Beal, nació en 1852 en el seno de la familia Moffatt, casado, etcétera». Sentada a los pies de Helen, se enfrascó en la lectura devorando páginas incansablemente: banqueros, sacerdotes, marinos, filósofos, artistas, etc…

Mientras Helen efectuaba un repaso mental de cuanto había dicho, Rachel seguía embebida en la lectura. Helen se interesaba por su sobrina, le gustaría guiarla y aconsejarla, enseñarle a vivir, a ser razonable. La muchacha había formado un concepto erróneo del político y su acción, opinión de la que solo podría sacarla una persona que tuviese ascendiente sobre ella.

Rachel miraba a su tía como esperando la respuesta a su muda pregunta.

—Estoy de acuerdo en que «hay muchas personas interesantes». Pero la dificultad estriba en saber comprender donde radica tal interés. De otra forma, podemos llegar a intimar con personas algo inconscientes. Esto te ha sucedido a ti con los Dalloway y solo te has dado cuenta después.

—¿Pero, qué forma hay de conocerlo antes? —preguntó Rachel.

—No puedo explicártelo, eso es cosa que has de lograr por ti misma. Prueba y verás como lo consigues. ¿Por qué no me llamas Helen? El nombre de tía me es muy poco agradable… quizá debido a que quise muy poco a las mías.

—Sí, me gustaría llamarte Helen.

—¿Me encuentras poco comprensiva, verdad? —preguntó Helen, aunque sabía que la diferencia de sus puntos de vista se basaba únicamente en los veinte años de edad que mediaban entre ambas.

Rachel no contestó.

—Algunas veces no entenderás mi forma de pensar, claro, es muy natural. Lo que hay que procurar ahora es que te entiendas a ti misma —añadió cariñosamente.

Esta visión que de su personalidad le había proporcionado Helen pasó ante Rachel como una exhalación, como si un rayo de luz bañase su inteligencia. La impresionó profundamente el pensamiento de vivir por sí misma, como el mar o el viento.

—¿Puedo ser yo mi… mi… misma —tartamudeó—, a pesar de ti, de los Dalloway, del señor Pepper, de mi padre, de mis tíos… y de todos? —preguntó, pasando la mano por el grueso tomo de biografías.

—No solo puedes serlo, sino que ya lo eres. Hasta ahora has guardado oculta tu verdadera personalidad —contestó Helen seriamente.

Dejó el bastidor y le expuso a Rachel un plan que había discurrido mientras la muchacha leía. En lugar de continuar hacia el trópico, donde tendría que pasar la mayor parte del tiempo aburriéndose en casa, abanicándose y defendiéndose del calor y los mosquitos, era mucho más razonable que Rachel fuese con ella a su villa, cerca de la playa. Allí podrían estar juntas.

—Piensa, Rachel, que una diferencia de veinte años no es obstáculo para que podamos entendernos y comprendernos perfectamente.

—Verdaderamente no es obstáculo y además simpatizamos —contestó Rachel.

—Perfectamente —asintió su tía.

Helen no podía quejarse del resultado de su primera charla con su sobrina. Al día siguiente fue en busca de su cuñado. Lo encontró sentado ante su mesa, rodeado por todas partes de papeles y tomando apuntes. De la pared pendía una fotografía de mujer. Sus ojos reían, y en sus labios había un gesto de burla, como si estuviese al corriente de todo y se burlarse benévolamente. Era un rostro atractivo e interesante que parecía a punto de echarse a reír ante la cara de su esposo que, al mirarla, suspiraba profundamente. Tenía la mente constantemente ocupada por sus grandes fábricas de Hull, que por la noche semejaban moles ingentes; por sus buques, que surcaban todos los océanos. Aquel trabajo continuo para seguir levantando el sólido edificio de su industria, lo ponía a los pies de la que fue su esposa, pensando siempre en cómo criaría a su hija para satisfacción de «ella». Era un hombre muy ambicioso y Helen pensaba que aunque probablemente mientras vivió no se portó con ella como se merecía, parecía que ahora la muerta, desde el cielo, inspiraba cuanto en él había de bueno. Helen se disculpó por interrumpirle en su trabajo y le expuso su idea con toda sencillez. Cuando ella y su esposo desembarcaran, Rachel podía quedarse con ellos, en lugar de seguir hacia los trópicos.

—La cuidaremos como si se tratase de nuestra hija. Lo haremos con verdadero gusto y cariño.

Willoughby se puso serio. Dejó a un lado los papeles y dijo:

—Es una buena muchacha —suspiró, levantando la vista hacia el retrato—. ¿Verdad que tienen un parecido?

A Helen seguía pareciéndole que la imagen de la fotografía se burlaba de ellos, del buque y de todos los que lo ocupaban.

—Rachel es lo único que me queda —murmuró suspirando de nuevo—. Vivimos juntos año tras año, sin hablar de estas cosas… quizá sea mejor así… La vida es muy dura.

A Helen le inspiró compasión oír a su cuñado expresarse tan francamente y apoyó una mano en su hombro sin saber qué decirle. Para distraer la tristeza de Willoughby, volvió a llevar la conversación hacia Rachel, exponiendo el motivo por el que creía que a la muchacha le sería beneficioso aquel cambio.

—Es cierto —asintió Willoughby cuando Helen terminó de hablar—. En los trópicos las condiciones sociales son muy primitivas. Yo tendré mucho trabajo y quedará sola muchos ratos. Accedí a traerla porque ella me lo pidió. Ni que decir que tengo en vosotros la máxima confianza. Me gustaría educarla como lo hubiera hecho su madre si hubiese vivido. No estoy conforme con las ideas modernas, y tú creo que tampoco, ¿verdad?

—Tiene demasiada afición a la música —dijo Helen al tiempo que asentía con la cabeza—. Quizá se dedica a ella en exceso.

—Quizá, pero como eso parecía hacerla feliz y nuestra vida en Richmond era tan tranquila… Me gustaría que frecuentara más el trato con las gentes, que me acompañara al regreso de mis viajes. Pensaba alquilar casa en Londres y relacionarla con personas que sé que la tratarían como se merece. Estoy viendo que todo esto me encamina al Parlamento, Helen. Y es el único modo de hacer las cosas a nuestro gusto. Estuve hablando de esto a Dalloway. Si ese caso se presentase me gustaría que Rachel estuviera bien situada. Sería necesario alternar más, dar algunas comidas, asistir a fiestas nocturnas. Hay que atender a los que nos ayudan. Rachel podría ayudarme mucho en todo esto. Quisiera que llegásemos a un acuerdo… que procurases educarla un poco en ese aspecto… Es muy tímida… ¡Si lograras hacer de ella una verdadera mujer! La clase de mujer que a su madre le hubiese gustado que fuese —terminó, mirando de nuevo la fotografía.

A través del cariño hacia su hija, el egoísmo de Willoughby era patente. Esto aumentaba el empeño de Helen de llevarse a su sobrina, aunque para ello tuviese que prometer al padre instruirla en todas las gracias mundanas. Se retiró maravillada de la ceguera de aquel padre. Cuando habló a la muchacha del éxito de su gestión, ésta pareció menos entusiasmada de lo que Helen hubiera deseado. Tan pronto se la veía ansiosa como sumida en un mar de dudas. Le apenaba dejar a su padre, pero pudo más la constancia de Helen a pesar de que también tuvo sus dudas y llegó a arrepentirse del impulso que la ligaba al desenvolvimiento moral y espiritual de otro ser humano.

VII

A distancia, el Euphrosyne parecía muy pequeño. Desde los grandes buques de lujo, el pasaje les observaba como si los Vinrace y los Ambrose fuesen bultos de carga en lugar de seres de carne y hueso. Los bailarines, al salir sobre las cubiertas para refrescar, aprovechaban la suave marcha sobre las olas para observar el paso de aquel solitario del océano. Y aprovechaban la tranquila ocasión para confidencias o iniciación de amores.

El Euphrosyne seguía su camino día y noche, hasta que una mañana clara y luminosa se mostró ante ellos una faja de tierra. Poco a poco fueron perfilándose montes y montañas que pasaron de un azul grisáceo a su natural color pardo y entre ellos puntos blancos que fueron espaciándose y agrandándose conforme se acercaban a la costa. Las manchas blancas fueron perfilándose en calles y edificios.

A las 9 de la mañana el Euphrosyne se situó en el centro de una gran bahía, viéndose rodeado inmediatamente de una gran cantidad de botes. Un enorme griterío llenó el ambiente y empezaron a llenarse las cubiertas de gente nueva. Después de una semana de soledad la islita se agitaba, cobrando nueva vida a la llegada del buque. Solo la señora Ambrose parecía ajena a tanto bullicio. Estaba pálida de emoción y absorta en la lectura de las cartas que allí le esperaban. No se apercibió de la marcha del Euphrosyne ni le causaron pena los tres toques de sirena con que se despidió. Sus pequeños estaban bien, y así lo hizo saber en voz alta. El señor Pepper, sentado ante ella y rodeado por los equipajes, dijo:

—Me alegro infinito.

Rachel, que veía cómo se aproximaban a tierra, en la lancha del correo, se daba cuenta del cambio radical que en pocos momentos se había operado a su alrededor. Estaba tan desconcertada que no comprendió la frase del señor Pepper. Helen continuaba la lectura. La lancha se acercaba a una playa de fina arena. Tras ella se perfilaba un valle verde, salpicado de blancas casitas y rojos tejados. Las montañas que bordeaban el valle mostraban el verdor de sus laderas y sus peladas cumbres que se prolongaban como una cordillera. A hora tan temprana todo parecía grácil, liviano, ligero. El azul del cielo y el verde de los árboles era intenso pero suave, sin dureza. Los detalles hacíanse cada vez más visibles. El aspecto, tan vario y alegre, abrumaba después de cuatro semanas de mar y les tenía a todos suspensos y silenciosos.

—Hace trescientos años escasos —exclamó, meditativo, Pepper.

Como nadie le respondiera, sacó un tubito de cristal, de éste una pildorita y se la tragó. Había querido decir con su enigmática frase que hacía 300 años que cinco buqués de la reina Isabel habían anclado en las aguas que en aquel momento cruzaban ellos.

En la bahía había por aquel entonces tres buques españoles. Se entabló una sangrienta batalla, venciendo los españoles, que saquearon todas las riquezas y tesoros de aquel hermoso país, llevándose lingotes de plata, lino, maderas preciosas, crucifijos tallados y guarnecidos de esmeraldas. Llegaron a un acuerdo con los nativos, importaron mujeres y se mezcló la raza. Todo aquello pertenecía al Imperio Británico. Si en el tiempo de Carlos I hubiese habido hombres con visión política tan clara como Richard Dalloway, en el mapa habría muchas manchas rojas en lugar de las odiosas manchas verdosas. La política de aquellos años careció de imaginación, y por falta de unos miles de libras y unos miles de hombres la llamarada se apagó en lugar de prender en una gran conflagración. De tierras adentro surgieron unos indios sutiles y malignos, cargados con siglos de supersticiones y con ídolos monstruosos y pintarrajeados. Por el mar llegaron unos barcos de aventureros españoles y portugueses. A pesar del clima privilegiado, la abundancia de sus frutos y la riqueza de sus tierras, los ingleses tuvieron que darse por vencidos.

Una noche, a mediados del siglo XVII, unos pocos hombres, mujeres y niños mestizos, lo que quedaba de la colonia inglesa, abandonaron definitivamente aquel delicioso vergel. La Historia Inglesa parece ignorar que exista tal lugar. La civilización fijó su centro en un lugar denominado Santa Marina, no mucho mayor que hacía 300 años. Sus habitantes viven paradisíacamente. Los portugueses se casan con las indias y las hijas de éstas lo hacen con españoles. Sus arados son importados de Manchester y también sus telares, pero sus tejidos los confeccionan con lanas de sus propios rebaños. Poseen industrias de ricas sedas y muebles de cedro. ¿Por qué causa se fundó allí una colonia inglesa? Eso lo calla la historia. Se les concedía a los emigrantes facilidad en el pasaje, paz y un buen comercio, pero hubo siempre desacuerdo con los nativos a causa del continuo éxodo de sus riquezas. Unos cuantos maestros que realizaban un viaje de estudios por Sudamérica hicieron, a su regreso, una gran propaganda con los artículos de aquella localidad, describieron las maravillas de sus amaneceres, los esplendores de su vegetación, ponderando que constituía una delicia para el forastero. Con descripciones vívidas y bellas contaban que era mayor que Europa y mejor que Grecia. Recalcaban que los nativos tenían bondadosos sentimientos, y en cuanto a las nativas, que eran altas, de grandes ojos negros, muy apasionadas. Mostraban los ricos pañuelos que las nativas usaban como tocado para su cabeza y primitivas tallas con brillantes colores azules y verdes. Cundió una moda de todos aquellos objetos, gustos y costumbres. Un antiguo monasterio fue convertido en hotel y una famosa línea de buques alteró su itinerario para complacer a los numerosos turistas.

El hermano de Helen, un empedernido calavera, fue enviado a aquel paraíso para rehacer su fortuna y frenar al propio tiempo sus aficiones a las carreras de caballos. Muchas veces, apoyado en la baranda de su villa, veía entrar en la bahía barcos de su patria.

Habiendo ganado lo suficiente para unas vacaciones y harto de su estancia en aquellos parajes, puso su villa, situada en la ladera de la montaña, a la disposición de su hermana, que estaba ansiosa por conocer aquel pequeño y elogiado mundo de hermoso sol, donde la niebla era algo insólito… Aprovechó aquella ocasión que se le presentaba y aceptó el ofrecimiento de su hermano. Willoughby se ofreció a llevarlos en su buque y dejando los niños al cuidado de los abuelos, decidieron el viaje.

Después de dejar el bote tomaron un coche. El día iba tornándose caluroso por momentos. Pasaron por una larga calle del centro de la ciudad, donde todo era alboroto, gritos y tumulto. Los hombres pregonaban «agua» a grandes voces, las mujeres iban y venían descalzas y con grandes cestos en equilibrio sobre las cabezas. Tullidos, cojos y mancos ponían al descubierto su miseria para inspirar compasión, pidiendo limosna con grandes aspavientos. Grandes hileras de mulos entorpecían el paso, que se aclaraba a fuerza de juramentos y latigazos. Desembocaron en una carretera entre verdes prados, bordeada de grandes árboles y un riachuelo alegre y saltarín que alegraba la vista. El coche subía por una cuesta interminable. Rachel y Ridley prefirieron subir andando el último tramo del camino. La casa era espaciosa, aunque un poco destartalada.

Acostumbrados a los hogares ingleses, sólidos y confortables, aquello les pareció más bien una glorieta propia de un merendero que una casa donde comer y dormir. El jardín estaba huérfano de todo cuidado y cada mata nacía donde creía más conveniente, amontonándose en unos lugares y dejando otros completamente pelados. Ante la subida a la galería se abría una pequeña plazoleta, con dos tiestos rajados, que contenían grandes flores rojas, y en el centro una fuente de piedra calcinada por el sol.

Este pequeño jardín desembocaba en otro grande y alargado, que más bien parecía una amplia avenida sombreada por unos cuantos árboles y bordeada por enormes macizos de flores. Todo parecía plantado a la buena de Dios, siendo su colocación fruto más de la naturaleza que de la mano del hombre. No había tapias que dificultasen la visión, y la casa, en lo alto de una empinada cuesta, dominaba una explanada salpicada de olivos hasta perderse en el mar.

Ante aquel abandono, la señora Chailey sintióse desfavorablemente impresionada. No había persianas que resguardasen los muebles del sol, aunque a decir verdad tampoco había muebles para resguardar. En el centro de un gran vestíbulo y ante una enorme escalera de piedra, rajada de arriba abajo, la señora Chailey pensó que allí debía haber ratas como terriers y la asaltaba el temor de que la escalera se hundiese bajo su peso. «Cualquiera busca aquí agua caliente», pensaba la buena mujer.

—¡Pobre muchacha! —murmuró con conmiseración, al ver una muchachita morenucha que salió de un corral para recibirlos.

La señora Chailey opinaba que hubiera sido mucho más conveniente quedarse a bordo, a pesar de las incomodidades. Pero nadie sabía su obligación mejor que ella, y ésta le indicaba que debía quedarse donde estuviese su señorita.

El señor Pepper, sin previa consulta, había decidido agregarse a los Ambrose. Helen le ensalzaba las bellezas de los trópicos, pero en un momento en que creyó que nadie la escuchaba, murmuró:

—¡De buena gana proseguiría el viaje contigo, Willoughby!

—Piensa en las puestas de sol —respondió su esposo, irónico—, dicen que son maravillosas.

—¿Hay patos silvestres? —preguntó ingenuamente Rachel.

Pero Helen siguió con sus meditaciones.

—¿Será verdad que se prepara una revolución? Ridley miró a Pepper, que estaba esperando que alguien reparase en él, y murmuró:

—Pobre hombre, que poco amables son las mujeres.

Pero el señor Pepper, sin aparentar ninguna contrariedad, se aposentó en una de las destartaladas habitaciones y se dedicó a observar hierbecitas a través de su microscopio y a tomar notas. Así estuvo durante seis días. Al final de éstos pareció más inquieto que de costumbre.

La mesa para las comidas se situó entre dos ventanas sin cortinas, por disposición expresa de Helen.

En aquellas latitudes los crepúsculos eran rapidísimos, y desde la casa, en la altura, se dominaba la ciudad y el mar con sus líneas y tonalidades, formando una visión de ensueño.

Edificios que durante el día no se veían, aparecían dibujados por sus luces; los buques que surcaban la bahía parecían extrañas luminarias surgidas del seno de la noche.

La bahía contemplada desde la altura parecía adelantarse hacia la tierra firme con un aspecto irreal y fantástico. Desde la miranda que las ventanas, situadas junto a la mesa, ofrecían a los comensales, aquella vista hacía el mismo efecto que la orquesta de un restaurante londinense de lujo. William Pepper se colocaba los lentes para observarlo mejor y todos lo contemplaban en silencio. Pepper señaló con el tenedor un macizo rectangular cuajado de luces.

—¡El hotel, un antiguo monasterio!

Al día siguiente regresó pensativo de su paseo del mediodía y se detuvo silencioso ante Helen, que leía en la veranda.

—He tomado una habitación.

La señora Ambrose levantó la cabeza, sorprendida.

—¿Cómo? ¿Se va usted? ¿Al hotel?

—Sí, no hay cocinera de casa particular que sepa cocinar bien las legumbres.

Conociendo su apatía para contestar a las preguntas, Helen se abstuvo de hacerlas. Pensó que acaso escondiese, bajo su aspecto frívolo, algún resentimiento. Se sonrojó al pensar que ella, su esposo o Rachel pudieran haberle molestado. Por su gusto le hubiera pedido que se explicase, pero sabía de antemano que era inútil.

A la hora de la comida, Pepper fue levantando con su tenedor las hojas de lechuga e inspeccionándolas concienzudamente.

—Si todos mueren del tifus, no seré yo responsable —comentó.

«Y si tú mueres de aburrimiento, tampoco lo seré yo», pensó Helen. Volvió a reflexionar sobre algo que varias veces le pasó por la imaginación. «¿Se habrá enamorado nunca?».

No era posible hablar confidencialmente con aquel hombre extraño, con toda su amabilidad, sus libros, sus notas y su buen sentido, pero con una sequedad de alma que repelía involuntariamente. Helen lamentaba perder aquella amistad, pero se alegraba de no tener a un huésped tan poco sociable.

VIII

Pasaron unos meses, como podían haber sido años, sin que ningún incidente alterara la monotonía, pero con el sello propio de haberse desarrollado en aquel ambiente exótico.

Corría el mes de marzo y la temperatura mantenía su promesa de benignidad al pasar sin alteraciones sensibles del invierno a la primavera.

Helen se sentaba a escribir cerca de un hogar con crepitantes leños, pero manteniendo al propio tiempo las ventanas abiertas por completo.

Oscurecía rápidamente y la habitación parecía mayor y más vacía. Los reflejos del fuego caían sobre Helen, inclinada sobre la escritura, y sobre las paredes desnudas, en donde ramas de flores sustituían los cuadros. Las ramas dibujaban largas sombras danzantes sobre la pared. La carta de Helen empezaba:

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