Kitabı oku: «Cómo vencer los temores y fortalecer la salud emocional», sayfa 2
Temor emblemático
Siglos después del sufrido Job, nació otra vida singular, cargada de lección. Al principio pareció ser un muchacho más, un simple pastor de ovejas al cuidado de los rebaños de su padre. Pero desde el momento en que inesperadamente fue ungido rey de su país, y ganó celebridad por haber vencido al gigante Goliat, este joven llegó a ser tan amado por su pueblo como odiado por sus enemigos. Así fue la vida del rey y salmista David.
En la vida de David abundaron los temores. Notemos su propio testimonio: “Temor y temblor vinieron sobre mí, y el horror me abruma. Dije: ¡Quién me diera alas de paloma! Volaría yo, y descansaría. Ciertamente huiría lejos, moraría en el desierto. Me apresuraría a escapar del viento borrascoso, y de la tempestad” (Salmo 55:5-8). Con estas patéticas palabras, David describe la agonía de su alma, y su profundo deseo de escapar de sus enemigos, con el fin de encontrar un poco de paz para su corazón golpeado por el temor.
Era tal su desesperación, que hubiera querido tener “alas de paloma” para huir adonde nadie lo viera. El mismo que antes había enfrentado sin miedo al temible Goliat, y lo había vencido de modo tan espectacular, ahora parecía un niño temblando de temor ante sus perseguidores. Pero finalmente, David reconoció que había solución para su espíritu desesperado. Comprendió que con su excesivo temor, jamás podría ser feliz, ni menos ser el rey valiente de su nación.
Confianza en medio del temor
Los días tormentosos de David le enseñaron la mayor lección de su vida. Llegó a confiar en Dios como el gran Vencedor sobre todos sus temores. Pidió la fuerza divina para ponerse por encima de sus miedos. Y el Altísimo le dio la victoria anhelada. A tal punto, que después escribió este sabio consejo para bien de toda persona temerosa: “Confía en el Señor,… y él te dará los deseos de tu corazón. Encomienda al Señor tu camino, confía en él y él hará. Descansa en el Señor, y espera tranquilo en él” (Salmo 37:3,4,5,7).
El antiguo rey no negó sus miedos. ¿Qué sueles hacer tú cuando el temor te agobia y angustia? ¿Disimulas el verdadero estado de tu corazón, y te esfuerzas por dar una impresión ficticia de valor? El disfrazar o encubrir la realidad no es buena terapia para ninguna clase de temor.
¿Algún miedo te persigue y te mantiene abrumado de dolor? ¿Sientes que la inseguridad te impide gozar de la vida? Haz entonces lo que hizo David: analiza tu temor, cuéntaselo a tu amigo cercano, y sobre todo a tu Padre celestial. Y él responderá tu pedido de ayuda. No hay temor que sea mayor que Dios. Por ende, él puede resolver los temores de quienes confían en él y solicitan su ayuda.
Tenía mucho miedo
Un hombre de mediana edad padecía de un terrible temor a la muerte. E hizo este comentario: “En mi turbación mental, llegué a celar a mi esposa sin motivo alguno. Y resulta que ahora ella me está celando a mí”. ¿Tenía ella alguna razón para celarlo? Desgraciadamente sí, porque el hombre le estaba siendo infiel a su esposa desde hacía diez años.
Y ese prolongado estado de infidelidad le había producido al hombre una conciencia culpable y acusadora. Inconscientemente, comprendía que así no podía ser feliz ni menos estar preparado para enfrentar la muerte. De ahí su temor desmedido y patológico ante la idea de la muerte. Pero cuando al tiempo abandonó su conducta de esposo infiel, desapareció su temor. A partir de entonces, ya con su conciencia tranquila, se sintió preparado para vivir y para morir en paz con Dios.
La experiencia de este hombre revela varios hechos destacables: 1) Que todo temor tiene una raíz o causa determinada; 2) Que ese temor –no importa cuál sea– persistirá mientras no se combata la causa; 3) Que el comportamiento inmoral o infiel puede provocar diversos temores secretos en el corazón; 4) Que con la intervención divina es posible blanquear y vencer el temor.
El buen proceder
La Sagrada Escritura aconseja centenares de veces que no tengamos miedos ni temores. Y este consejo puede llevarse a cabo cuando conservamos una conducta limpia y justa. Tomemos por caso la exhortación divina, que dice: “No temas, que yo estoy contigo. No desmayes, que yo soy tu Dios que te fortalezco. Siempre te ayudaré, siempre te sustentaré con la diestra de mi justicia” (Isaías 41:10). El pedido es claro y directo: no temer ni desmayar. Y la razón para ello, es que Dios nos fortalece y nos ayuda.
Pero esta tonificante promesa de la compañía y la asistencia divina, demanda de nuestra parte una conducta ordenada. El mismo Dios que nos exhorta no temer, nos dice con igual claridad: “Haz lo bueno… Apártate del mal y haz el bien, y vivirás para siempre”. “Aborreced el mal, seguid el bien… No seas vencido por el mal, sino vence el mal con el bien” (Salmo 37:3,27; Romanos 12:9,21).
¿No te parece alentadora esta verdad? Nuestro Padre celestial nos da el buen consejo de no temer, luego nos fortalece con su ayuda y poder, y finalmente implanta en nuestro ser la vida exenta de mal y de temor. Esta fue la gran bendición que recibió el mencionado hombre que tanto le temía a la muerte.
En suma, cuando permitimos que Dios actúe en nuestra intimidad y le confiamos la dirección de nuestra vida, los temores no encuentran terreno propicio para nacer y crecer. Conserva esta verdad en tu corazón, y gozarás de paz, aunque el mundo viva “bajo el signo del temor”.
De la noche a la mañana
Veamos ahora otro caso aleccionador: un joven que había caminado y corrido durante todo el día, huyendo de la ira de su hermano. Estaba agotado, extenuado. Ya el sol se había ocultado, y el aterrado fugitivo solamente quería descansar y dormir. Y en esa hora de la noche se detuvo en aquel campo agreste y solitario. Cayó en tierra, colocó debajo de su cabeza una piedra por almohada, y quedó profundamente dormido.
¿Quién era este joven fugitivo? Era Jacob, quien temía por su vida, porque le había usurpado la valiosa primogenitura a su hermano y había engañado vilmente a su padre. Su temor era pavoroso, y su conciencia estaba manchada de vergüenza. Ahora estaba solo en medio de la noche, lejos de su casa, sin que nadie pudiera ayudarlo…
Y mientras dormía, Jacob tuvo un sueño inesperado y providencial. En el sueño vio una escalera apoyada en la tierra, que llegaba hasta el cielo. “Y ángeles de Dios subían y descendían por ella. Y vio al Señor en lo alto de ella, que le dijo: Yo estoy contigo, te guardaré por dondequiera que vayas”… Y cuando Jacob se despertó, dijo: “Ciertamente el Señor está en este lugar, y yo no lo sabía… ¡Cuán pavoroso es este lugar! No es otra cosa que casa de Dios y puerta del cielo” (Génesis 28:10-17).
Jacob se había acostado lleno de pavor. Pero al levantarse, Dios lo tranquilizó y le aseguró su divina compañía. Entonces, frente a la promesa del Altísimo, no pudo menos que decir con profunda emoción: “El Señor está conmigo, ya no tengo más temor”.
Un despertar feliz
En un sentido, todos nos vemos retratados en esta experiencia de Jacob. ¡Cuántas veces nos acostamos por la noche con diversos miedos en nuestro corazón! Nos parece que estamos solos y sin saber qué hacer. Pero por fin el sueño nos vence y nos quedamos dormidos Y al despertar por la mañana, notamos que nuestro ánimo está mucho mejor. ¿Por qué? Porque el Señor nos sostuvo, y respondió nuestro pedido de ayuda. El gran cambio que Dios efectuó en el fugitivo de ayer, lo quiere hacer hoy en tu vida y en la mía. ¡Quién mejor que él para librarnos de toda clase de miedos! ¿No te parece?
Un niñito se había caído en un pozo de seis metros de profundidad. Durante horas había estado gritando y llorando sin ser oído por nadie. Pero finalmente, entre su desesperación y sus lágrimas, alcanzó a escuchar la voz de su padre que lo llamaba. La esperanza renació en su angustiado corazón. ¡Su papá había venido para salvarlo! Y momentos después, el niño estaba feliz en los brazos de su padre.
¿Estamos hoy hundidos en algún pozo, y el miedo nos estremece? Nuestro Padre celestial nos puede rescatar y ayudar. Su palabra de amor nos puede alentar, y su brazo paternal nos puede sostener. A su lado tenemos seguridad, sin angustias ni temores. ¡No lo dudes! Para nosotros, y para nuestro mundo que vive “bajo el signo del temor”, ¡Dios es nuestro supremo Ayudador!

1 Las citas bíblicas de esta obra corresponden a la versión “Nueva Reina Valera Siglo XXI”. En todos los casos, la cursiva de tales citas es nuestra.
Capítulo 2

Las variadas caras del temor
“Señor, ante ti están todos mis deseos, mi suspiro no te es oculto” (Salmista David).
Un conocido escritor se le quejó a su vecino porque su gallo no lo dejaba dormir. A lo que el vecino respondió: “No comprendo por qué usted no puede dormir. Al fin, mi gallo canta solamente tres veces por la noche”. Entonces el escritor explicó: “Lo que me preocupa no es el número de veces que canta el gallo, sino que me paso toda la noche pensando en qué momento cantará”.
Evidentemente, el escritor era una persona ansiosa. Estaba perturbado mucho antes de tener motivo para ello. Tal es la modalidad típica de la ansiedad, que hoy afecta a tantos seres humanos. Un mal que sigue creciendo, y que cuesta desarraigar del corazón…
La ansiedad
Esta es una de las caras o facetas más comunes del temor. A veces se trata simplemente de un excesivo sentido de responsabilidad, que llega a la obsesión por terminar una tarea con prontitud y excelencia. Esto provoca que el ansioso se sienta molesto cuando las personas que tiene a su lado no actúan de igual manera. Y así nacen las diferencias y las discrepancias de criterio en el ámbito laboral, o aun en el propio círculo familiar.
Como resultado, esas diferencias determinan incomodidades sociales. Se hace difícil la convivencia armoniosa entre el ansioso y el que no lo es. ¡Cuántos esposos y amigos ven resentida su relación cotidiana por causa de la ansiedad de uno de ellos! Y en el caso de que ambos pecaran de ansiedad, se desgastarían en detalles y desencuentros propios de su particular modo de ser.
Otra cualidad del ansioso es que se adelanta excesivamente a los hechos. Es clásico el caso de aquella madre que sufría y temía por el futuro de su hija. “¿Qué carrera seguirá, y con quién se casará?” se preguntaba con ansiedad. Y su hija era apenas una pequeña niña de ¡cuatro años de edad! ¿Te parece que esa madre estaba en lo correcto con semejante actitud tan anticipada? Pero ella creía que era una virtud el preocuparse con tanta antelación por el porvenir de su hijita.
Otro ejemplo típico de ansiedad lo encarna la persona que está todo el tiempo hablando por su teléfono móvil o celular. Jamás se separa de este aparato, y siempre está haciendo alguna llamada a alguien, a menudo sin importancia ni necesidad. Pero la persona está ansiosa por hablar o comunicarse con alguien, quizá para combatir cierta soledad, o bien por una compulsión que no consigue controlar. En el fondo, se trata mayormente de un temor inconsciente a quedarse aislado, por no estar en constante comunicación con los demás, ya sea un familiar, un amigo, o cualquier otro de sus allegados.
En busca de paz
Además, la persona ansiosa no tiene seguridad interior. Quisiera ser dueña de su futuro, y dominar los años venideros. Pero como esto es imposible, aparece entonces la inseguridad, como un componente más del temor del corazón. A lo cual se le suma la insatisfacción, la intranquilidad, la impaciencia y el no saber esperar. Al respecto, cuán sabias son las palabras de San Pedro: “Echad toda vuestra ansiedad sobre él [Dios], porque él cuida de vosotros” (1 S. Pedro 5:7).
A la luz de esta declaración bíblica, al escritor citado en el comienzo del capítulo, podríamos decirle: “¡Duerma tranquilo! ¡Deje de pensar ansiosamente en qué momento ha de cantar el gallo! Su ansiedad lo está destruyendo. Usted necesita descansar bien durante la noche, para vivir mejor durante el día”. Quien desee ayudar con éxito a una persona ansiosa, debería utilizar mucha comprensión y empatía, a fin de que su palabra sea escuchada con respeto y atención.
Este apoyo psicológico acertado despertará la iniciativa del ansioso, quien, con disposición favorable, intentará controlar sus sentimientos y modificar su conducta. Por el contrario, un trato incomprensivo y reprochador no logrará ningún beneficio, sino más bien expondrá la debilidad del ansioso, y aumentará su temor de fracasar si intentara cambiar.
¿Sufres de algún grado de ansiedad? ¡Cambia tu nerviosismo y agitación por tu confianza en Dios! Acércate a él, pídele su ayuda, y obtendrás la victoria.
El estrés
Esta es una condición emocional estrechamente ligada a la ansiedad y al temor. Es el peso excesivo en las obligaciones cotidianas, que debilita la salud y roba la paz del corazón. Es como tensar demasiado la cuerda de la vida, por causa del trajín intenso de cada jornada. Es el temor de no poder seguir soportando tanta presión emocional…
Desde luego, el estrés moderado es saludable, cuando estimula y aumenta el vigor para la prosecución de nuestros trabajos, estudios e ideales. Pero cuando el estrés deteriora nuestra tranquilidad interior, se impone el descanso físico y el control de la mente. Esto no es fácil, sobre todo cuando hay demasiados deberes que atender. Pero aun no siendo fácil, es posible. A menudo, se trata de ordenar las obligaciones, priorizar los trabajos y cumplir los horarios.
Vida ordenada
En su libro Cómo suprimir las preocupaciones, Dale Carnegie cuenta el caso de un empresario agobiado por su estrés laboral, quien fue a consultar al destacado psiquiatra Guillermo Sadler. Y mientras hablaba de su problema con el médico, en los primeros diez minutos este recibió tres llamados telefónicos, a los cuales atendió hasta dar solución a los problemas que le presentaban otros pacientes.
Al terminar la tercera conversación telefónica, el paciente dijo: “Doctor, en estos diez minutos creo que he adivinado lo que anda mal en mi vida. El dar por terminado cada asunto que se presenta, como lo he visto en usted, y el tener ordenado el escritorio, es lo que yo necesito aprender”.
A las seis semanas, el mismo paciente volvió a ver al Dr. Sadler, y le dijo: “Antes tenía tres mesas de trabajo en dos oficinas diferentes, y siempre estaba sobrecargado de tareas. Ordené todas mis cosas, y ahora tengo una sola mesa. Además, arreglo los asuntos ni bien se me presentan; y lo maravilloso es que no observo la menor falla en mi salud”. El ordenamiento laboral salvó la salud del hombre estresado, y le devolvió su bienestar emocional.
Alma agobiada por tu estrés, cansada por tus muchos trabajos, dominada por tus ambiciones, y temerosa de no recuperar tus fuerzas, haz una pausa en tu camino si quieres gozar de salud física y paz espiritual. No te excedas en tu trabajo, ni te consumas corriendo todo el día. Comparte tus cargas con tu familia. Recuerda que tu vida vale mucho más que cualquier mala sangre que te hagas, o que cualquier dinero que puedas ganar en tu profesión. Ordena tus actividades de la mejor forma posible, para ahorrar esfuerzos innecesarios. ¡Esto te resultará altamente beneficioso!
Y sobre todo, acepta la invitación del divino Maestro, quien dice: “Venid a mí todos los que estáis fatigados y agobiados, y yo os daré descanso… Hallaréis descanso para vuestras almas” (S. Mateo 11:28,29). Junto al Señor de la vida tenemos descanso, sosiego, calma interior y fortaleza espiritual ¿Y no es esto acaso lo que más necesita el alma turbada por el temor, o tensionada por el estrés? Por lo tanto, ¡ve al Señor confiadamente, y él aliviará tus cargas y fatigas!
La angustia
La angustia es la impotencia y la desesperación frente a una situación problemática que no se sabe cómo resolver. Es el temor que espanta ante un grave peligro o una amenaza de muerte. Es el dolor profundo del alma que busca un poco de paz espiritual. O es también la orfandad interior, que sobreviene por la pérdida de un ser amado.
¿Te ha tocado alguna vez sufrir estas formas de angustia? En tal caso, ¿cómo superaste tu dolor? ¿Seguiste algún consejo o alguna terapia en particular? Si ahora mismo estuvieras padeciendo algún grado de esta zozobra en tu ánimo, te ofrezco este ejemplo alentador:
B. Whitelock, embajador inglés en La Haya, debía realizar una delicada tarea diplomática, en la que estaba en juego el prestigio de su país. Un desacierto en la argumentación, o una falta de prudencia en su comportamiento, podría comprometer seriamente a su gobierno. Así que la noche anterior a su importante entrevista le fue muy difícil conciliar el sueño.
Y mientras el diplomático se movía nerviosamente en su cama, su asistente entró en la habitación para preguntarle cómo se sentía. Y el angustiado embajador le comentó cuán difícil se presentaba el horizonte. Entonces el asistente le dijo:
–Señor, ¿puedo hacerle una pregunta?
–¡Claro que sí!
–¿No gobernaba Dios en el mundo antes de que usted naciera?
–¡Indudablemente! –respondió el embajador.
–¿Y no gobernará Dios bien el mundo cuando usted parta de él? –volvió a preguntar el asistente.
–Así lo espero –fue la respuesta.
–Entonces –terminó diciendo el asistente–, ¿no puede usted confiar en que Dios gobernará bien el mundo mientras usted viva en él?
Tras estas palabras, el diplomático se dio vuelta en su cama, y en seguida se quedó dormido. Desapareció así la angustia que lo desvelaba. El asistente le hizo ver que no había razón para perder el sueño, y que por encima de los problemas humanos siempre hay un Dios que rige sobre los acontecimientos de la vida, y de cuya providencia podemos depender cada día.
Sí, hay momentos cuando es imposible evitar la angustia. Pero cuando la angustia nos duele y nos atemoriza, es sabio recordar que podemos acudir a Dios en busca de ayuda. Así lo reconoció el rey David, cuando le dijo a Dios: “Tú eres mi refugio, me guardarás de angustia, con cantos de liberación me rodearás” (Salmo 32:7). Y más tarde escribió: “Este pobre clamó, y el Señor lo oyó, y lo libró de todas sus angustias” (34:6).
Nuestro Padre celestial es el vencedor sobre todas nuestras angustias y aflicciones. Ante los peligros y los miedos de la vida, él nos da paz y protección. Así que nunca desesperemos, pensando que nos puede ocurrir lo peor. Más bien, digámosle a Dios con fe: “Tú eres mi refugio y mi fortaleza, mi Dios en quien confío” (91:2). ¡Él es nuestra salida para todas nuestras angustias!
Los sustos
Aquí estamos en presencia de otra cara del temor. Los sustos son inevitables, y dependen mayormente de factores externos a nosotros mismos. Un susto es una impresión repentina y pasajera de miedo. O dicho más claramente, es un temor repentino, imprevisto, intenso y fugaz.
1) Es repentino porque se manifiesta súbitamente. No se elabora ni se gesta con el tiempo. Aparece en el momento menos pensado, y por los motivos más extraños: desde una laucha en el dormitorio o una gran araña sobre la cama, hasta un choque vehicular que sucede a nuestro lado.
2) Es imprevisto, porque no se lo puede anticipar. Nadie puede imaginar que a cierta hora del día o de la noche padecerá de algún susto. Y aunque alguien afirme: “No gano para sustos”, con eso no podrá decir que necesariamente sabe que hoy sufrirá algún susto perturbador. Y esa imprevisibilidad es una ventaja, porque nos libra de cualquier morboso presentimiento o premonición.
3) El susto también es intenso, por lo menos casi siempre. Algunos hasta se han muerto debido a la intensidad de un susto. Por eso, quien piense que es una “gracia” o “una broma ingeniosa” asustar a un compañero, piense más bien que se trata de una broma de mal gusto, o de una burla sin sentido. A menudo, un susto corta el aliento y hasta oprime el corazón. ¿Por qué entonces provocar intencionalmente estos efectos en perjuicio del prójimo?
4) Por fin, todo susto es fugaz o pasajero. No suele durar más que un instante de variada extensión. No obstante, es como la breve descarga eléctrica, capaz de dañar y de matar. Por cierto, la persona asustadiza retiene por más tiempo el efecto del susto; y además es proclive a padecerlo con mayor frecuencia y por una causa más leve.
¿Cuáles son los motivos más comunes que te llevan a asustarte? ¿Es algún ruido de la noche? ¿Es la posibilidad de algún accidente de tránsito, parecido al que tuviste el año pasado? ¿Es que te asalten en plena vía pública, y eso te hace salir muy poco de tu casa? ¿O será que temes recibir alguna mala noticia sobre tu hijo ausente, o acerca de tu trabajo? En tal caso, es oportuno recordar las palabras del salmista bíblico, quien dice que el justo “no temerá las malas noticias, su corazón está firme, confiado en el Señor” (Salmo 112:7).
En realidad, no importa cuál pudiera ser el motivo de nuestros sustos, la confianza en Dios y el encomendarse siempre a su cuidado paternal, es un modo eficaz de atenuar los efectos de un susto, y un modo también de ganar en fortaleza y valor. Así que, si alguna vez dijiste: “Casi me muero de susto”, ahora, pensando en la compañía protectora de Dios, podrás decir con gratitud: “¡Él me libró de un terrible susto!”
Cuando alguna circunstancia negativa te asuste, eleva con fe tu pensamiento a Dios, y conservarás la tranquilidad del buen creyente. Y con tu fortaleza espiritual, podrás asistir y alentar al alma asustadiza que se encuentre a tu lado.