Kitabı oku: «El final de la modernidad judía», sayfa 3

Yazı tipi:

36. Günther Anders, «Mein Judentum» (1978), en Das Günther Anders Lesebuch, Zurich, 1984, pp. 242-243 [trad. cast. en: Günther Anders, Learsi. Mi judaísmo, trad. de Miriam Hoyo Juliá, Valencia, col. Prismas 1, PUV, 2010].

37. Alexis de Tocqueville, De la démocratie en Amerique, vol. 1, París, Gallimard, 1986, p. 382 [trad. cast.: La democracia en América, 2 vols., Madrid, Alianza, 2005]

38. Yosef Hayim Yerushalmi, Serviteurs des rois et non serviteurs des serviteurs, op. cit., p. 78.

39. Dan Diner, Gedächtniszeiten. Über jüdische und andere Geschichten, Munich, C.H. Beck, 2003, p. 14.

40. Bernard Wasserstein, Vanishing Diaspora, op. cit., p. VII.

41. Walter Benjamin, Gershom Scholem, Théologie et utopie. Correspondance 1933-1940, postfacio de Stéphane Moses, París, Éditions de l’Éclat, 2010, p. 283 [ed. or., 1980; Correspondencia 1933-1940, trad. de Rafael Lupiano, Madrid, Taurus, 1987].

42 Sobre la historia de este concepto de origen alemán (Judenfrage), véase Jacob Toury, «The Jewish question. A semantic approach», Leo Baeck Institute Year Book, 1996, vol. XI, pp. 85-106, y Axel Bein, Die Judenfrage. Biographie eines Weltproblems, Stuttgart, DVA, 1980, 2 vols.

43. Theodor Herzl, L’État juif, París, Stock, 1981 [ed. or., 1896; El Estado judío, trad. de Antonio Hermosa Andújar, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2005], p. 40.

44. Karl Marx, Sur la question juive, ed. de Daniel Bensaïd, París, La Fabrique, 2006 [ed. or., 1843; trad cast.: Sobre la cuestión judía, Buenos Aires, Prometeo Libros, 2004]; Abraham Léon, La Conception matérialiste de la question juive, París, EDI, 1980; Jean-Paul Sartre, Réflexions sur la question juive, París, Gallimard, 1990 [ed. or., 1946; Reflexiones sobre la cuestión judía, trad. de Juana Salabert, Barcelona, Seix Barral, 2005].

45. Pierre Nora, «Entre histoire et mémoire: la problematique des lieux», en Pierre Nora (dir.), Les Lieux de mémoire, París, Gallimard, 1984, vol. 1, La République, p. XVII.

46. Pierre Nora, Présent, nation, mémoire, París, Gallimard, 2011, p. 386.

COSMOPOLITISMO, MOVILIDAD Y DIÁSPORA

Toda reflexión sobre la modernidad judía lleva al cosmopolitismo, que es su dimensión central y fundadora. El enfoque comparativo –la comparación entre Alemania, cuna de esa modernidad, y los otros grandes centros de la judeidad, especialmente el Imperio zarista y Francia– y el análisis de las transformaciones que afectaron a la diáspora judía entre 1750 y 1950 nos muestran sus rasgos característicos más destacados.

Los hijos de Ahasvero

Como hemos visto, la movilidad, la circulación, los intercambios, la aculturación, el exilio y el multilingüismo fueron elementos que estructuraron, durante siglos, la existencia judía. Eso explica la difusión del mito –cargado desde sus orígenes con una fuerte connotación antisemita– del «judío errante», Ahasvero, condenado a un vagabundear eterno entre los continentes y los pueblos.1 Ahasvero pasó a ser la metáfora de una minoría que vivía en los márgenes de la sociedad, a veces por elección, a veces obligada.2 Algunas figuras destacadas de la cultura judía moderna, como el escritor Joseph Roth o el pintor Marc Chagall, ilustraron este mito del judío errante en sus obras. Y este cosmopolitismo ha sido, en muchos sentidos, el destino de gran número de intelectuales judíos del siglo XX, desgarrados entre la tradición y la modernidad, entre su anclaje en una continuidad de lo religioso y su inserción en un mundo secularizado o, incluso, entre Europa y América, o entre estos dos continentes e Israel. Basta pensar en Einstein, que inició su carrera científica en Alemania y la culminó en Princeton, Estados Unidos. O en Chagall, que dejó Vitebsk por París. O en Elias Canetti, que finalizó su parábola de escritor en Londres, tras haber vivido en los Balcanes, en Viena y en Zurich. O también en Isaac Bashevis Singer, el gran narrador de lengua yiddish, que fue asimismo, como Canetti, premio Nobel de Literatura, y que huyó a mediados de los años treinta de Varsovia para recalar en Nueva York.

El cosmopolitismo es un elemento estructural de la historia judía que tomó forma después de la Emancipación, cuando ésta dejó de ser una historia separada y se imbricó en la de las naciones en medio de las cuales vivían los judíos y con las que se identificaban completamente. La gran época del cosmopolitismo judío comenzó en la segunda mitad del siglo XIX, cuando una gigantesca ola migratoria trasladó a millones de judíos de Europa oriental a Occidente, a las grandes metrópolis alemanas y austriacas, a París y a Londres, y también y sobre todo a Estados Unidos. Y finalizó después de la Segunda Guerra Mundial, cuando ese proceso fue en primer lugar detenido abruptamente por el genocidio nazi y luego canalizado por el Estado de Israel, punto de llegada de los supervivientes y centro de atracción todavía hoy de un nomadismo extendido a lo largo de varias generaciones. Entre 1880 y la Primera Guerra Mundial llegaron a Estados Unidos alrededor de quince millones de inmigrantes procedentes del sur y del este de Europa, de Italia y de los Balcanes, de los Imperios austro-húngaro y zarista. Los judíos constituían más del 10% de esa enorme masa de población y huían tanto de las persecuciones antisemitas como de los efectos de la dislocación social del gueto, pues la industrialización y la urbanización masivas cercenaban la vieja estructura del pequeño comercio judío. En 1910 representaban el 71,6% de los inmigrantes procedentes del Imperio zarista y más del 90% de los inmigrantes rumanos.3 En el Este la modernidad judía se gestó a partir de la desagregación del shettel, de las aldeas judías tradicionales. Simultáneamente, sus habitantes afluían en masa a las grandes ciudades, de Varsovia a Lodz, de Berlín a Viena, de Praga a Budapest. El cosmopolitismo tuvo, así, dos grandes focos de irradiación: la Yiddishkeit y la Mitteleuropa. Aquí nos interesaremos sobre todo por el segundo, por aquella encrucijada entre el Este y el Oeste.

La Mitteleuropa –la Europa central de lengua alemana–4 es en muchos aspectos una creación judía. Fueron los judíos los que cimentaron la unidad de un mundo cultural que desbordaba las fronteras estatales y penetraba en el seno de las culturas eslavas, balcánicas, italianas. Alemania no fue para ellos una Vaterland de la «sangre y la tierra», sino una lengua y una cultura de las que ellos se hicieron intérpretes, que renovaron y enriquecieron mezclándolas con otras culturas y tradiciones. El alemán fue la lengua del escritor praguense Franz Kafka, del poeta de la Bucovina Paul Celan, de los escritores vieneses Joseph Roth, Stefan Zweig, Robert Musil, Hermann Broch y Elias Canetti, que tituló el primer volumen de su autobiografía La lengua salvada. La Yiddishkeit, por su parte, es una cultura moderna que, nacida en el Imperio zarista en el siglo XIX, floreció en las grandes capitales de la diáspora judía: en Varsovia, Vilnius, Berlín o Nueva York. Una cultura que no podía vivir replegada sobre sí misma, sino que necesitaba de un contacto permanente con las culturas circundantes. Sus representantes viajaban de una capital a otra, de un país a otro, haciendo vivir al yiddish en simbiosis con el polaco, el ruso, el alemán, el francés y el inglés. Parecían a menudo suspendidos en el vacío, como esas figuras de los cuadros de Chagall en los que los rabinos y las vacas vuelan por encima de los tejados. Fueron los Luftmenschen, literalmente los «hombres de aire», que no tenían verdaderamente hogar propio. Había entre ellos un gran número de «revolucionarios sin raíces», como Trotsky o Rosa Luxemburg, que hicieron del socialismo su patria y defendieron un espíritu universalista por encima y más allá de las identidades y de las fronteras nacionales.

El alemán fue la lingua franca de los judíos de la Mitteleuropa, entre Berlín y Viena, Riga y Czernovitz, Praga y Budapest. Sin duda había diferencias entre la Alemania de Guillermo II y la Austria multinacional, pero quedaban superadas por una cierta homogeneidad cultural debida a la movilidad y a los intercambios. Para un escritor praguense de lengua alemana como Kafka era lo más normal publicar sus libros en Leipzig o en Berlín. Y para un intelectual socialista austriaco como Rudolf Hilferding tampoco era problemático convertirse en ministro alemán de Economía bajo la República de Weimar. Escasamente preocupados por las fronteras estatales, los judíos fraguaron la unidad cultural de la Europa central de lengua alemana en la que formaron –puede decirse a posteriori– una «comunidad de destino».5

La Emancipación

La Emancipación, la asimilación cultural y el ascenso socioeconómico de los judíos alemanes se prolongaron durante todo un «largo» siglo XIX. No hay que reducir la Emancipación a su mera dimensión jurídica, esto es, a los decretos que –desde la época revolucionaria hasta Bismarck– concedieron a los judíos la ciudadanía austriaca o alemana. El término en cuestión hace referencia más bien a un proceso acumulativo, dilatado en el tiempo, marcado tanto por saltos adelante como por retrocesos, pero cuya línea general fue, sin sombra de duda, ascendente. De la misma manera, no habría que entender por asimilación la pérdida de una identidad cultural específica sino más bien su transformación a través de la adopción generalizada de la lengua y la cultura alemanas.6 El trayecto de la emancipación empezó a finales del siglo XVIII con los proyectos de reforma del alto funcionario prusiano Wilhelm von Dohm y finalizó en 1871, en el momento de la proclamación de la unidad alemana. Su culminación fue la Constitución de la República de Weimar, redactada con la aportación decisiva de un jurista judío, Hugo Preuss. La asimilación se inició con Moses Mendelssohn, traductor de la Biblia al alemán para uso de los judíos, y llegó al apogeo durante la Primera Guerra Mundial con la celebración por parte del filósofo Hermann Cohen de la «simbiosis judíoalemana» en un espíritu patriótico exaltado.7 En este periodo, cuando los judíos del Kaiserreich proclamaban con orgullo su germanidad, la circulación y la movilización se desarrollaron en el Este, donde a partir de la década de 1880 una imponente ola migratoria llevó a centenares de miles de judíos del Imperio zarista a Estados Unidos. Mas esta germanización buscada, reivindicada y enfatizada sin tregua por una tupida red de asociaciones cívicas y culturales, siempre en primera línea en las celebraciones patrióticas, no menoscabó ni un ápice el cosmopolitismo de un grupo cuya vida social e identidad cultural se habían definido siempre en el interior de un espacio europeo que trascendía las fronteras. Dicho de otra manera, si el judaísmo se concibió a lo largo del siglo XIX bajo una forma nacional-alemana, sus modalidades de existencia mantuvieron con harta frecuencia una impronta religiosa (que se manifestaba en una dinámica demográfica propia), se insertaban en redes económicas transnacionales y participaban de un vasto movimiento de transferencias culturales europeas e internacionales. Este conjunto de factores constituyeron lo que bien puede denominarse, de manera muy sintética, la base estructural del cosmopolitismo judío.

Dos ejemplos nos ayudarán a entender mejor esta coexistencia de una identidad nacional nueva con un cosmopolitismo antiguo. En la cumbre franco-prusiana subsiguiente a la victoria alemana, que tuvo lugar en Versalles en febrero de 1871, se planteó el problema de las reparaciones. De ambas delegaciones formaban parte banqueros que habían contribuido ampliamente a la financiación de la guerra. El de la delegación francesa se llamaba Alphonse de Rothschild, antaño banquero del Segundo Imperio y a la sazón al servicio de Thiers; el de la delegación alemana era Gerson Bleichröder, el banquero de Bismarck. Los dos eran originarios de Frankfurt; el padre de Gerson, Samuel Bleichröder, había sido enviado a Berlín por la casa Rothschild de Frankfurt am Main en 1828, al igual que James (Jacob) Rothschild, el padre de Alphonse.8 Ahora pertenecían a dos entidades nacionales distintas, pero uno y otro procedían de la misma tradición, la de los «judíos de Corte», los Hofjuden, que fueron durante siglos un factor importante en el desarrollo económico de la Europa del Antiguo Régimen.9

La guerra franco-prusiana había sido el tema también de una correspondencia apasionada y tensa entre dos judíos alemanes que vivían en orillas opuestas del Rin. Abraham Geiger y Joseph Darmsteter eran amigos desde hacía mucho tiempo, de la época en que ambos estudiaban en la Universidad de Bonn siguiendo las enseñanzas neo-ortodoxas de Samson-Raphaël Hirsch. El primero se asentó en Berlín, donde enseñaba filosofía y teología judías en la escuela de la «Ciencia del Judaísmo»; el segundo había emigrado a Francia, donde hizo una brillante carrera como historiador y geógrafo en la École Pratique des Hautes Études. El ascenso de los nacionalismos en Europa los dividió: el primero se había convertido en un patriota alemán, el segundo en un patriota francés. La confrontación entre Rothschild y Bleichröder y la correspondencia entre Geiger y Darmsteter son, así pues, sintomáticas y reveladoras de la escisión que se produjo en el seno del judaísmo alemán en el siglo XIX: por un lado un cosmopolitismo estructural, por otro los nuevos imperativos que derivaban de una emancipación realizada en el seno de un Estado nacional.10

La última fase del judaísmo alemán, la que va del final de la Primera Guerra Mundial al advenimiento del nazismo, se caracterizó, en cambio, por la reivindicación explícita del cosmopolitismo. Vio el florecimiento de una nueva generación intelectual que si consideraba la asimilación como algo ya conseguido, casi se podría decir que como un dato existencial, y no como un objetivo a alcanzar, hubo de verse, sin embargo, confrontada con el ascenso de un antisemitismo violento, que esta vez no era religioso sino racial.11 Este cosmopolitismo judío, en la mayor parte de los casos ampliamente secularizado, fue la respuesta a la crisis del proceso de emancipación cuyos logros, especialmente a partir de 1930, se fue comprobando que eran cada vez más frágiles y precarios. Entre 1933 y 1938 este cosmopolitismo intelectual fue sustituido por otro que ya no era elegido sino forzado, el de una comunidad expulsada de Alemania como un cuerpo extraño. Aniquilada en Europa, la cultura judíoalemana prosiguió su camino en el exilio.

Transferencias culturales

En el siglo XIX se produjo un vasto movimiento migratorio. Decenas de miles de judíos abandonaron sus shettels, las aldeas judías de la Europa central y oriental, para trasladarse a las ciudades, sobre todo a las capitales de los imperios alemán y austro-húngaro. El judaísmo alemán adquirió un nuevo perfil en el contexto de una transformación multiforme marcada por el crecimiento demográfico y el proceso de urbanización correlativos a la revolución industrial, por la modernización y la asimilación. Viena, donde en 1850 residían solo 2000 judíos, albergaba más de 200.000 en vísperas de la Primera Guerra Mundial; en el mismo lapso de tiempo, la población judía de Berlín pasó de menos de 10.000 personas a casi 200.000, lo que representaba respectivamente el 10% y el 7% de la población total de ambas capitales.12 La población judía de Budapest, Praga, Lvov, Cracovia y Czernovitz experimentó un crecimiento análogo. Estas ciudades absorbieron inmigrantes judíos procedentes de las zonas orientales del Imperio prusiano (Silesia, Pomerania) y de las áreas eslavas del Imperio austro-húngaro (Galitzia, Bukovina, Moravia, Eslovaquia, Bohemia). Esta urbanización intensiva se vio acompañada por una secularización de las formas de vida y sobre todo por una asimilación cultural que llevó al abandono progresivo del yiddish en favor del alemán. Viena y Berlín contaban también con barrios de inmigrantes procedentes del Imperio zarista, rusos y polacos, que mantenían su vida comunitaria y que llegarían a convertirse, en la década de 1920, en centros de difusión del modernismo yiddish.

En el transcurso de dos generaciones los judíos se convirtieron en una comunidad relativamente acomodada, integrada sobre todo por clases medias y perteneciente en conjunto a las diferentes capas de la burguesía culta (Bildungsbürgertum).13 Además, bajo el impulso de sus élites (reformadas y de orientación liberal), se puso en marcha una estrategia de confesionalización. Los judíos se veían como ciudadanos alemanes de «fe mosaica» (deutsche Staatsbürger jüdischen Glaubens), junto a los católicos y a los protestantes. Excluidos de facto de la función pública –no había prácticamente judíos en la administración y en la jerarquía militar y muy pocos entre el profesorado universitario–, hallaron en la cultura una vía privilegiada de afirmación y reconocimiento. Fue la Bildung, un concepto que designa un conjunto de valores –formación, educación, autorrealización, sensibilidad ética, buenas maneras– lo que les permitió sentirse plenamente alemanes.14 Percibidos por la mayor parte de sus compatriotas «de raíces germánicas» como un cuerpo extraño a la nación, los judíos eran ciudadanos del Reich pero no miembros del Volk alemán, cuyas fronteras, aunque invisibles, seguían siendo sólidas, por no decir infranqueables.

Parece aconsejable a fin de acotar mejor el perfil de esta comunidad, compararla con sus vecinos, los judíos «orientales», rusos y polacos, y los occidentales –en primer término, franceses. En Rusia, donde subsistía un antisemitismo de Estado que perpetuaba formas antiguas de exclusión y de persecución, la modernidad judía tomó carácter nacional, y se apoyó en la renovación de la lengua y la cultura yiddish. En Francia, donde la Emancipación se remontaba a 1791, la asimilación cultural no sustituyó ni antecedió a la emancipación política; más bien esta última fue el motor de la primera. En la época de la Tercera República floreció una importante capa de «judíos de Estado»: altos funcionarios, oficiales, profesores de universidad, ministros.15 En Italia tuvo lugar un proceso análogo, de forma extremadamente rápida, en la segunda mitad del siglo XIX, a raíz de la unificación nacional. Así pues, en estos dos países el antisemitismo era o bien antimoderno (el catolicismo italiano) o bien «subversivo» (el nacionalismo francés), porque atacaba instituciones que consideraba creaciones judías, «infiltradas» y «corrompidas» desde dentro.16 No apuntaba ni se proponía, como en la Alemania de Treitschke, a preservar el carácter étnico y cristiano del Estado. A medio camino entre la Rusia de los zares y la Francia republicana, el judaísmo alemán no podía construirse ni en torno a un eje nacional (la Yiddishkeit) ni en torno a un eje político (la ciudadanía como matriz de la nación), sino en torno a un eje cultural (la Bildung). Entre un judío ruso o polaco, que no era ni ruso ni polaco, sino un súbdito judío del Imperio zarista, y un israelita francés, expresión legítima de la Francia republicana (contra la que se dirigía la hostilidad del nacionalismo antisemita), un judío alemán seguía siendo –pese a su asimilación– miembro de una minoría etnocultural que era percibida en sectores muy amplios como «no alemana». Norbert Elias describió de manera muy precisa esta condición: «Es una experiencia harto singular pertenecer a un grupo minoritario estigmatizado y a la vez sentirse completamente inserto en la corriente cultural central así como en el destino político y social de la mayoría que te estigmatiza.»17 Este sentimiento de exclusión y de no pertenencia asumió rasgos ampliamente paradójicos en el cambio de siglo, cuando los judíos accedieron a una posición de primer plano en la vida cultural, lo que llevó a Moritz Goldstein a escribir: «Nosotros, los judíos, gestionamos el patrimonio espiritual de un pueblo que no nos reconoce ni el derecho ni la capacidad de hacerlo.»18

Para entender cabalmente los efectos contradictorios y a veces directamente opuestos de la difusión e irradiación de la cultura judío-alemana en el resto de Europa conviene tener bien presentes estos diferentes modelos de construcción de la modernidad judía. Dos ejemplos de transferencia cultural nos servirán para ilustrar este fenómeno: la difusión de la Haskalah en la Europa oriental y las metamorfosis de la Wissenschaft des Judentums en Francia.

La Haskalah, la Ilustración judía surgida en Alemania hacia finales del siglo XVIII bajo el impulso de Moses Mendelssohn, preparó el terreno para las leyes de emancipación. Dicho de otra forma, la Haskalah se presenta retrospectivamente como la primera etapa de la construcción del judaísmo alemán moderno, asimilado y secularizado.19 En cambio, en el Imperio de los zares, donde su impacto se hizo notar con muchos decenios de retraso, hacia finales del XIX, no llevó a la asimilación, sino a la modernización y a la secularización de un judaísmo que se daba una identidad nacional propia.20 En un contexto dominado por el antisemitismo –patrocinado por el Estado y profundamente enraizado en la sociedad–, la apertura del mundo judío a las grandes corrientes de la modernidad occidental tomó la forma de una renovación de la cultura yiddish, fundamento de una nación judía diaspórica. Hay ahí, como subraya Régine Robin, una paradoja fascinante, si se piensa en la lucha encarnizada de la Haskalah alemana contra el yiddish, el dialecto del gueto, emblema de una cultura descalificada como irremediablemente oscurantista.21

El pilar de la estrategia de asimilación del judaísmo alemán lo constituía la Asociación Central de Ciudadanos Alemanes de Fe Mosaica (Zentralverein deutscher Staatsbürger jüdischen Glaubens), de orientación patriótica y liberal, cuyo soporte intelectual era una institución aún más antigua, la escuela de la Ciencia del Judaísmo (Wissenschaft des Judentums).22 Esta escuela, que fundaran Eduard Gans y Leopold Zunz en Berlín en 1819, era una especie de universidad judía abierta, a diferencia de los seminarios rabínicos, a un público laico, y ofrecía sus cursos en alemán. Fue el origen de una nueva interpretación del judaísmo llamada a ejercer una vasta influencia en toda Europa. Opuesta radicalmente a las corrientes místicas y mesiánicas, se proponía una interpretación racionalista del judaísmo. La teología se sometía a una exégesis rigurosa de los textos, apoyándose en la filología, mientras que se empezaba a estudiar la historia judía con criterios científicos –verificación de las fuentes, explotación de archivos– bajo la égida de Heinrich Graetz.23 La escuela de la Ciencia del Judaísmo era un fruto de la Haskalah y tenía como objetivo insertar la historia judía en el marco más amplio de la historia alemana y europea. Sin duda, en el contexto alemán la Wissenschaft des Judentums podía actuar como un vehículo de preservación del judaísmo a través de su modernización. Exportada a Francia, en el seno de una comunidad israelita de origen en buena parte judío-alemán, la escuela de la Ciencia del Judaísmo siguió un itinerario totalmente distinto y contribuyó, en último análisis, a la disolución de una cultura y un pensamiento judíos. Como señala Perrine Simon-Nahum en La Cité investié, los estudiosos judíos formados en esta escuela no construyeron a su vez una institución cultural y científica judía, sino que culminaron sus carreras en las instituciones académicas más prestigiosas de la República francesa. Un filólogo como Solomon Munk sustituyó a Ernest Renan en el Collège de France, un historiador como Joseph Derenbourg halló acomodo en la École Pratique des Hautes Études y un especialista en la Cábala como Adolphe Frank se convirtió en miembro del Institut de France. Estas dos trayectorias diferentes con origen en una matriz común dieron lugar, como subraya Perrine Simon-Nahum, a dos obras clásicas que se sitúan en las antípodas una de otra: en Alemania, un monumento del pensamiento judío como Die Philosophie des Judentums de Julius Guttmann (1933), en Francia, Les formes élementaires de la vie religieuse de Émile Durkheim (1912), un estudio fundador de la sociología moderna cuyo enfoque científico presupone una visión del mundo completamente secularizada.24 El libro de Guttmann se inscribía en el linaje de la Ciencia del Judaísmo, el de Durkheim había roto con esa tradición.

Türler ve etiketler

Yaş sınırı:
0+
Hacim:
270 s.
ISBN:
9788437093628
Telif hakkı:
Bookwire
İndirme biçimi:
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок
Metin
Средний рейтинг 0 на основе 0 оценок