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I
IMPERIOS Y SOBERANOS

El siglo XIX y su continuación

La bella ciudad vietnamita de Hôi An sobrevivió casi intacta a las guerras que arrasaron el país en el siglo XX. Hoy en día atrae a multitud de turistas por las vistas que ofrece del río, los barcos encantadoramente antiguos y las sastrerías modernas, capaces de cortar con pericia y en apenas veinticuatro horas vestidos o trajes hechos con telas de excelente calidad. En los días calurosos –y en Vietnam siempre hace calor–, el visitante se sienta en las terrazas de los restaurantes para ver pasar a la gente –jóvenes y viejos, vietnamitas y extranjeros– hasta altas horas de la noche; los vecinos de la ciudad se escapan de sus modestas casas y de sus pisos mal ventilados, y todos disfrutan del paisaje físico y humano.

Apenas quedan vestigios de la prosperidad de la que gozó Hôi An en otro tiempo. En el siglo XVIII era un puerto floreciente y cosmopolita: mercaderes holandeses, portugueses, chinos, japoneses, hindúes y de muchos otros países llegaban a la ciudad y permanecían allí, a veces varios meses, hasta que los vientos del comercio les permitían volver a sus lugares de origen. Compraban seda, jade, porcelana, laca, cuernos de búfalo, pescado seco y especias, y vendían textiles, pistolas, herramientas, plomo y azufre.

Hôi An ilustra muy bien lo globalizado que ya estaba el mundo a finales del siglo XVIII y principios del XIX. Los lazos que unían ciudades, regiones y países eran principalmente comerciales. El tráfico de bienes, mercaderes y marineros vinculaba Hôi An con Ámsterdam, el gran centro comercial holandés, e impulsaba así el florecimiento de las dos ciudades.

Existían otros vínculos más duraderos. A partir de las travesías colombinas de la década de 1490, los europeos fundaron imperios transoceánicos en América y Sudáfrica y fueron lentamente conquistando Australasia y la India con mayor rapidez. Se produjeron desplazamientos de población sin precedentes en la historia: los europeos viajaron por todo el mundo, crearon colonias y esclavizaron a africanos en el Nuevo Mundo y a trabajadores y mercaderes chinos en el Sudeste Asiático y América. En casi todas las regiones del mundo, las poblaciones ya eran diversas y pasaron a serlo mucho más, fenómeno contra el que se rebelaban los nacionalistas, que sostenían que cada Estado debía representar a una población única y homogénea.

Las redes comerciales, los imperios y los movimientos migratorios (espontáneos y forzados) favorecieron el intercambio de ideas y la difusión de modelos políticos. El encuentro con pueblos, especies y entornos diferentes obligaron a los científicos, intelectuales y políticos europeos a repensar su idea de los mundos humano y natural. Ese conocimiento a veces era directo y personal, y lo adquirían viajando en buques mercantes y participando en expediciones financiadas por el Estado; tal fue el caso de los célebres naturalistas Alexander von Humboldt y Charles Darwin. Otros estudiosos, como el filósofo francés Montesquieu, casi nunca abandonaban sus fincas o casas de campo, se sentaban en sus bibliotecas, leían libros de viajes y relatos de expediciones científicas, géneros ambos muy populares en los siglos XVIII y XIX, y reflexionaban sobre las consecuencias para los europeos y la humanidad en general de la expansión del mundo conocido.1 Con los africanos, los asiáticos y los habitantes de Oriente Medio vino a ocurrir lo mismo: el poderío, los productos y las ideas europeos les llevaron a revisar algunas de sus creencias religiosas, políticas y científicas. No se limitaron a asimilar las ideas occidentales, también crearon movimientos reformistas que las combinaban con las tradiciones indígenas. Fath Alí Sah, que reinó en Persia entre 1797 y 1834; Mehmet Alí, gobernador de Egipto entre 1805 y 1849, y una serie de sultanes otomanos empezando en 1789 por Selim II comprendieron la necesidad de acometer reformas.2

En el siglo XIX se estrecharon aún más las relaciones creadas por el comercio, el poder imperial y los movimientos migratorios. A principios de ese siglo y finales del anterior, sin embargo, nadie habría predicho que otro resultado de esa interconexión creciente sería un mundo dividido en 193 Estados soberanos, que en casi todos los casos se proclamaban defensores de la idea de derechos humanos. Estos derechos apenas se vislumbraban en unas cuantas zonas, particularmente en las colonias británicas de Norteamérica. Luego sobrevinieron la Revolución francesa, la expansión francesa en Europa y las múltiples revoluciones latinoamericanas. En 1815, sin embargo, la ola revolucionaria ya había sido derrotada en Europa y se había enfrentado a graves escollos en América Latina. Ese año, en el Congreso de Viena, las grandes potencias restauraron la legitimidad dinástica y combatieron todo conato de independencia nacional y declaración de derechos. Entonces se observaban enormes desigualdades de riqueza y escandalosas jerarquías de poder en todo el mundo. Los menos pudientes vivían en un penoso estado de sumisión a los poderosos, sin apenas derechos ni los recursos necesarios para llevar una vida plena. La esclavitud seguía estando aceptada en casi todas partes, incluido Estados Unidos, por supuesto.

Estas condiciones no podían ser más adversas para la creación de los Estados nación y el reconocimiento de los derechos humanos. Es verdad que estos no requieren una igualdad social absoluta (que tal vez sea imposible, en cualquier caso): en las sociedades liberales, supuestas defensoras de los derechos humanos, se dan diferencias económicas y de poder extremas. Según el pensador de la Ilustración Johann Gottlieb Fichte (mencionado en el prólogo) y el filósofo al que inspiró en el siglo XX, Emmanuel Lévinas, los derechos humanos presuponen el reconocimiento del otro como ser humano, cuya sola existencia le da derecho a tener derechos. Si bien los Estados nación limitaban el reconocimiento a los nacionales o a las personas de cierta raza (como veremos en capítulos ulteriores), esta forma de ciudadanía suponía un progreso respecto a la situación anterior, en la que las jerarquías de poder reducían a la mayoría de la gente a la condición de súbditos sin apenas derechos.

Muchos ven en el mundo contemporáneo, definido por los Estados nación y los derechos humanos, un momento natural e inevitable en la evolución de la humanidad; pero hay que explicar por qué lo es. A pesar de las rígidas jerarquías de poder y las enormes desigualdades mencionadas antes, se observan, por lo menos retrospectivamente, indicios de un nuevo paradigma político. Primero es necesario examinar hasta qué punto el mundo actual representa una ruptura radical con el de los milenios anteriores, en que predominaban los imperios, formas de gobierno regionales, tribus y clanes, sistemas todos basados en la desigualdad y el no reconocimiento (al menos desde el punto de vista de los derechos) de otros individuos. Estudiaremos el mundo de finales de finales del siglo XVIII y de principios del XIX con la ayuda de ciertos exploradores. Veremos las impresiones de estos viajeros sobre las sociedades y los paisajes que observaron y las gentes que conocieron (véase mapa de la p. 23). En sus travesías establecieron relaciones profundas con estas regiones y culturas hasta entonces desconocidas, y revelaron, a menudo sin saberlo, las fisuras existentes en el Viejo Mundo. De este modo hicieron posible la difusión global de un modelo político desarrollado por primera vez en el litoral atlántico.

JERARQUÍAS

A principios de la década de 1830, el estadounidense James De Kay viajó por el Mediterráneo oriental, recorriendo Egipto, Siria, Grecia, Anatolia y multitud de islas otomanas y griegas, donde observó muchas cosas interesantes. En Estambul consiguió una invitación para un banquete fastuoso, en el que los comensales iban probando infinidad de manjares exquisitos mientras oían tocar a los músicos. De Kay y sus colegas les pidieron que tocaran una canción patriótica: los músicos, aparentemente estupefactos, respondieron a través del intérprete que “ninguna de esas canciones ha sobrevivido en Turquía”.3

Así era el imperialismo: los turcos no tenían un himno nacional como La bandera estrellada o La Marsellesa. Los ciudadanos le guardaban al zar, al sultán o al emperador una lealtad personal teñida de religiosidad, pero no existía un vínculo patriótico con la nación compartido por todos. Los imperios eran (y son) jerárquicos por definición. El emperador suele adoptar un aire de omnipotencia, un aspecto casi divino. Es raro que aparezca en público y siempre se le ve de lejos, lo que simboliza el lugar excepcional que ocupa y la enorme distancia que le separa de sus súbditos.

El mundo de los exploradores citados en el texto

De Kay llegó a conocer Estambul muy bien, pero no era lo bastante ilustre como para ser recibido en la corte. El palacio y los edificios anejos, así como los entresijos del Gobierno, fueron terra incognita para él…, hasta que un día tuvo un golpe de suerte y fue invitado a una ceremonia imperial.

De Kay, como muchos miles de súbditos otomanos, presenció el rito en el que el joven príncipe entró en la edad adulta y fue puesto en manos de sus preceptores. El autor no dice, quizá por delicadeza, si también fue circuncidado, costumbre típica del Imperio otomano. En cualquier caso, De Kay describe una ceremonia celebrada con todo el boato imperial:

El sultán estaba sentado en su trono, emplazado en un pabellón espléndido que excedía con mucho nuestra idea del lujo oriental. A la derecha del trono, de pie, el gran muftí, los principales ulemas y los instructores del serrallo. A la izquierda, todos los dignatarios del imperio, y enfrente, los oficiales más importantes del Ejército y de la Armada. El joven príncipe fue presentado, y después de abrazarle los pies a su padre en señal de reverencia se sentó en un cojín colocado entre el gran muftí y el sultán. Hubo una breve pausa, y entonces se leyó un capítulo del Corán. El gran muftí pronunció a continuación una plegaria indicada para la ocasión. Cada vez que se detenía, los niños respondían en voz alta ‘¡Amén!’; sus gritos resonaban en todo el campamento y en los montes cercanos. Concluida la oración, el príncipe se levantó, le abrazó de nuevo los pies a su padre, pidió permiso para retirarse y, después de hacer una grácil reverencia a los presentes, se marchó.4

Acto seguido se les ofreció a las tropas y los oficiales un magnífico banquete, servido con gran “pompa y aparato […]. Una interminable sucesión de sirvientes espléndidamente ataviados, que llevaban en la cabeza bandejas de plata con toda clase de manjares, cubiertos con paños de oro y plata. Los criados fueron recorriendo todos los pabellones con aire solemne y el acompañamiento musical de una banda militar”.5

Observamos aquí la ostentación de poderío característica de todos los imperios. En la ceremonia están presentes las autoridades religiosas (el gran muftí y los ulemas), militares (los generales) y civiles, y todas rinden pleitesía al sultán, que ejerce el poder supremo, y cuyo hijo le demuestra igualmente su respeto y obediencia (véase ilustración de la p. 26). La comida es señal de opulencia y prosperidad, y el sultán revela su magnanimidad –además de su poder para decidir sobre la vida de sus súbditos– perdonando a quince criminales condenados a muerte.

El comandante del Ejército (serasquier) repara en la presencia de De Kay y sus acompañantes, que tienen un aspecto occidental, y se ofrece a enseñarles el palacio, los jardines y varios edificios anejos una vez que se haya retirado el sultán, que no puede ser visto por invitados tan humildes. Las columnas y paredes pintadas, con sus adornos de oro y plata; las lujosas alfombras; las colgaduras con flecos dorados; el trono, hecho de una madera poco común, exquisitamente tallada y con incrustaciones de oro y marfil, y cuya parte trasera está adornada con la figura de un sol adornado en oro; al viajero estadounidense le impresionaron mucho estas muestras de opulencia, lo que indica que el esplendor imperial puede fascinar hasta al demócrata más convencido.6

La ceremonia que presenció De Kay y el palacio que visitó después pusieron de manifiesto el poder imperial. Ante el emperador y los demás dignatarios no se congregaban ciudadanos con derechos, sino súbditos imperiales. Las autoridades religiosas, los funcionarios y la gente común: cada grupo ocupaba su lugar y obedecía al que estaba por encima de él en una jerarquía presidida por el sultán.

Este sistema jerárquico y las muestras de poder y sumisión que llevaba aparejadas no eran una peculiaridad otomana. A finales del siglo XIX, y después de que Estados Unidos hubiese forzado la apertura de Japón, los visitantes occidentales ponderaron en sus escritos la extraordinaria belleza natural del país y lo industrioso de su población, y también observaron que existía una jerarquía social muy rígida. A todos les llamaron la atención las reverencias profundas que hacían los japoneses; hasta las personas más eminentes inclinaban todo el cuerpo en presencia de otras de aún mayor rango. Su carácter sumiso les impedía hacer nada sin la aprobación de sus superiores. Esta actitud se manifestaba hasta en las situaciones más triviales. Así, en cierta ocasión, un diplomático ruso le quiso prestar unas gafas a un funcionario japonés que tenía mala vista. El funcionario rechazó esta oferta tan sencilla: “Antes tiene que pedirle permiso al gobernador”, contó el diplomático.7


Una audiencia del sultán Selim III (1761-1808) frente a la Puerta de la Felicidad. Los cortesanos se colocan en función de su rango, símbolo indiscutible de la jerarquía imperial

Los súbditos europeos no hacían reverencias tan profundas, pero las exhibiciones del poder imperial eran igual de aparatosas en Europa. El Congreso de Viena de 1815, que había de traer la paz al continente después de veinticinco años de revoluciones y guerras, se hizo tan famoso por los bailes espectaculares y los banquetes fastuosos que lo acompañaron como por las negociaciones entre los Estados, lo que ha sido motivo de escándalo y sorna desde la apertura del congreso, en el otoño de 1814, hasta hoy.8

Esas ceremonias eran tan aparatosas como las de los imperios otomano y japonés, y revelaban la misma observancia de las jerarquías. Los grandes séquitos, los criados de librea, las guardias pretorianas, las pelucas empolvadas y los vestidos encorsetados, los carruajes exquisitamente tallados y adornados que llevaban a los estadistas y aristócratas a la mesa de negociación además de a los bailes de etiqueta y a los banquetes: la pompa vienesa deslumbró a los participantes en el congreso y a los espectadores, e incluso a algunos nobles.9

Vale la pena mencionar aquí el espectáculo ofrecido por la Escuela de Equitación Imperial, en el que se vio a veinticuatro jinetes enfundados en uniformes con adornos de oro y plata montar a galope tendido y con lanzas al ristre. Cuatro de los caballeros las desenvainaron y les cortaron la cabeza a muñecos que representaban a turcos y moros. Entre los espectadores había veinticuatro princesas tan espléndidamente vestidas que parecía que “se hubiesen reunido todas las riquezas de Viena para adornarles la cabeza, el cuello y el resto del cuerpo”. Allí, observando la exhibición de pericia ecuestre, vestidos de etiqueta y con toda clase de medallas, estaban los numerosos emperadores, reyes y príncipes que se habían congregado en Viena. Luego se celebró un espléndido banquete. El espectáculo “evocaba la época de la caballería medieval”, según contaría un viajero inglés.10 De eso se trataba, por supuesto, Viena afirmó la legitimidad de las monarquías tanto en el tratado final como en los múltiples actos con los que se entretuvo a los dignatarios de la época y a sus esposas y amantes después de largas horas de negociaciones.

Las reverencias y la actitud sumisa son impropias de los ciudadanos con derechos.11 La ciudadanía le infunde a uno cierta confianza en sí mismo, la seguridad de poder determinar el curso de su vida. Las desigualdades de poder existen, ciertamente, en las sociedades más democráticas: quienes están en lo alto de la jerarquía social esperan que el Gobierno tome medidas que les favorezcan, y que las clases inferiores les muestren respeto. Con todo, el ciudadano con derechos se caracteriza por la seguridad en sí mismo y la capacidad de iniciativa. Su talante está muy alejado de la docilidad y mansedumbre que predominaban en gran parte del mundo antes de la época moderna.

De Kay viajó por el territorio del Imperio otomano, pero no llegó a ver al sultán, Mahmut II. Otro estadounidense, Townsend Harris, vio al rey de Siam y al emperador de Japón, aunque en los dos casos tuvo que esperar varios meses. Emisario del Gobierno estadounidense, tenía una carta del presidente, Franklin Pierce, para el monarca siamés y, cuando por fin se le permitió entregársela, el trono estaba tan alto que le costó mucho cumplir su cometido.12 La distancia –tanto vertical como horizontal– es un atributo del poder, y lo mismo puede decirse del tiempo: los sultanes, reyes y emperadores hacían esperar mucho a sus inferiores, incluso a los dignatarios, e interponían un foso figurado entre ellos y el resto del mundo.

Hombre de negocios, Harris había pasado varios años en China, Siam y otros países asiáticos. También había sido el principal impulsor de la creación del City College de Nueva York (entonces conocido como la Free Academy), una gran institución pública en la que ricos y pobres se educaban juntos.13 En 1835, dos años después de que el comodoro Matthew C. Perry abriera Japón al comercio internacional, fue nombrado cónsul general de Estados Unidos en ese país, el primero de la historia.

Harris representaba muy bien el espíritu estadounidense, en el que se fundían la democracia, el ideal meritocrático y la iniciativa empresarial. En Siam le repelió ver a “todo el mundo postrarse ante sus superiores [incluso a los nobles en presencia del rey]. Esta costumbre lleva a la gente a buscar la compañía de sus inferiores” (véase ilustración de la p. 29).14 La negativa japonesa a tratar con extranjeros y comerciar con otros países ofendió a Harris. Según él, Estados Unidos tenía el derecho y la obligación de romper el aislamiento de Japón llevándole sus ideales y sus mercancías, esta relación sería beneficiosa para todos. Ya había llevado a cabo el mismo proyecto en Siam.

Harris esperó mucho tiempo, pero finalmente se le permitió acceder a la sala de audiencias imperial. Al entrar vio a los príncipes y otras personas notables postradas ante el sogún.15 Unos días más tarde, en una entrevista con el ministro de Asuntos Exteriores y otros dignatarios, expuso la filosofía estadounidense. Les explicó que la introducción de la máquina de vapor había cambiado el mundo y que, antes o después, Japón tendría que desechar su política aislacionista. El comercio internacional podía transformar el país en una gran potencia. Harris concluyó advirtiéndoles que les convenía (a ellos y al país) abrir Japón al mundo voluntariamente. Por si acaso no habían captado el mensaje, les amenazó con un ataque militar.16 Esta amenaza, como el propósito de apertura pacífica que había manifestado el comodoro Perry cinco años antes, se vio confirmada por la presencia de los buques de guerra estadounidenses.


El símbolo por excelencia de la jerarquía es la postración completa. Aquí en la corte de Napoleón III en Francia

Dos años después de su llegada al país, el 29 de julio de 1858, se firmó el tratado que deseaba Harris. Japón ordenó la apertura de los puertos de Shimoda y Hakodate a los barcos estadounidenses y permitió la presencia de un cónsul permanente en aquella ciudad. El tratado también establecía el principio de extraterritorialidad: los estadounidenses residentes en Japón estaban sujetos a las leyes de su país y al control del cónsul.17

Japón abandonó así su aislamiento y no tardaría en emprender una campaña modernizadora: la Restauración Meiji. El establecimiento de relaciones comerciales no supuso, ciertamente, el reconocimiento de la existencia de ciudadanos con derechos, pero sí la incorporación de Japón a la “sociedad de Estados”, por utilizar la frase del príncipe austriaco Klemens von Metternich. “La política es –escribió– la ciencia que estudia los intereses vitales de los Estados […]. Dado que […] ya no existe ningún Estado aislado […] siempre habrá que considerar la sociedad de Estados la condición esencial del mundo moderno”.18 Metternich se refería únicamente a Europa. Sin embargo, después de que los británicos forzaran la apertura de China en la década de 1840 y los estadounidenses la de Japón en la década siguiente, los dos países asiáticos entraron a formar parte de esa sociedad, que pasaría de reunir imperios, reinos y principados a ser una comunidad de Estados nación, y ya no exclusivamente europea, sino global. Japón ingresó, efectivamente, en el mundo moderno el día en que firmó el tratado con Estados Unidos.

Las aparatosas ceremonias cortesanas y el minucioso protocolo diplomático reflejan y reafirman las relaciones de poder en los imperios. Pero ese poder no se reduce a lo simbólico, también se basa en la fuerza militar y la explotación de los súbditos imperiales. Para las clases inferiores, la realidad de la jerarquía (que padecían cada día en incontables situaciones) podía ser muy dolorosa.

Los sistemas tributarios imperiales eran formas de explotación pura y dura. Al abandonar Jerusalén, el reverendo británico Vere Monro, que viajó por el Imperio otomano en la década de 1830, observó cómo un pequeño destacamento de caballería ayudaba a la recaudación de impuestos. La élite dirigente, como en todos los imperios desde el principio de la civilización, extraía riqueza de los campesinos mediante la capitación. En lo alto de la cadena de mando estaba el pachá, como explicaría el reverendo. El campesino, el tendero y el comerciante tenían que pagar tributo a todos los funcionarios que formaban la cadena, desde el más humilde hasta el más poderoso. El jeque local, el recaudador de impuestos oficial, el secretario del comandante militar, el jefe provincial, el gobernador regional, diversos funcionarios en Estambul…, todos se llevaban su parte. El jeque “nunca desperdicia una oportunidad de robar, y así los pobres tenían la desdicha de pagar el doble de lo que les correspondía en impuestos, y a nadie se le pedía cuentas por estos abusos”.19 En otras aldeas, los tributos eran aún más onerosos. Monro observó que, aparte de dinero, los vecinos tenían que entregar caballos, mulas y camellos al Ejército, y también madera y cal para restaurar el puerto y las fortificaciones de Acre (en el territorio hoy ocupado por Israel). Además, se les forzaba a trabajar en la construcción de carreteras y puentes.20

Este sistema de explotación no ofrecía el menor incentivo para aumentar la producción y mejorar la productividad. Como muchos otros imperios de los siglos XVIII y XIX, el otomano era totalmente ajeno al pensamiento económico moderno. El Estado nación prometía un mundo diferente, en el que todos los miembros de la comunidad nacional gozarían de prosperidad.

Los emperadores explotaban a sus súbditos. Las potencias occidentales explotaban territorios extranjeros y a sus habitantes. El viajero británico Bayard Taylor, que visitó la India, censuró a la Compañía Británica de las Indias Orientales por esquilmar el país; la empresa había creado un “sistema de continua extracción de sus recursos”.21 Bayard describió un sistema de explotación en cadena semejante al régimen tributario otomano. El Gobierno –es decir, la compañía– controlaba toda la tierra y arrendaba parcelas a agricultores o contratistas, que a su vez subarrendaban terrenos más pequeños, lo que daba lugar a una serie de “extorsiones abusivas”.22 El arriendo era proporcional a la producción, lo que desincentivaba a los agricultores. Apenas subsistían.23

Para la inmensa mayoría de la población europea, las condiciones de vida no eran mucho mejores. En 1815, el final de las guerras que habían desgarrado el continente alivió la miseria de los campesinos, que durante años habían sido víctimas de los ejércitos que pisaban sus tierras y robaban los cultivos. Sin embargo, la erupción del volcán Tambora en Indonesia produjo entre 1814 y 1817 una serie de inviernos extremadamente fríos y húmedos en Europa, y las cosechas se vieron gravemente mermadas. Las tierras indonesias se cubrieron de ceniza volcánica y, en el subsiguiente tsunami, el agua del mar inundó los arrozales. La oscuridad invadió el archipiélago durante tres días, y multitud de ecosistemas fueron enteramente destruidos.24 El mundo estaba unido no solo por el comercio y los imperios, sino también por los desastres naturales.

En todo el planeta, los sistemas de producción eran mayormente arcaicos. En 1815 acababa de arrancar la Revolución Industrial, las clases trabajadoras aún tardarían varios decenios en notar sus ventajas. La “revolución industriosa”, definida por el incremento de la productividad y la creciente demanda de bienes de consumo, se limitaba a unas cuantas zonas de Europa, entre ellas las islas británicas, los Países Bajos y ciertas regiones de Francia y Alemania, Norteamérica, Japón y otras zonas aisladas de Asia.25 En las últimas décadas del siglo XVIII, Occidente comenzó a alejarse de China en cuanto a desarrollo económico y prosperidad,26 aunque la calidad de vida no empezó a mejorar sensiblemente para importantes sectores de la población occidental hasta 1825. Fue entonces cuando se hizo evidente la disparidad entre Occidente y el resto del mundo.27 Las mejoras en las condiciones sanitarias de los países occidentales llegaron aún más tarde, a partir de 1850.28


Un comerciante inglés acaudalado en un palanquín llevado por cuatro nacionales en la India (1922). Los occidentales que visitaban el continente asiático solían comentar lo común de este medio de transporte, aunque no era desconocido en Europa. A veces expresaban remordimientos de conciencia por la carga que hacían soportar a aquellos indígenas pobres, esclavos en algunos casos; pero su sentimiento de culpa casi nunca les impedía desplazarse de un sitio a otro como correspondía a la gente de su condición social

Al principio de la Revolución Industrial se daban en las fábricas unas condiciones de trabajo atroces. No es extraño que en el siglo XIX surgiera el término “esclavitud salarial”. Como señaló Friedrich Engels en su famosa obra La situación de la clase obrera en Inglaterra, publicada en 1845, la industrialización empobrecía a los trabajadores y les destruía la salud, obligándoles a desempeñar tareas penosas durante largas horas y sujetos a normas muy estrictas. Engels se basó en sus propias observaciones de las fábricas y las conclusiones de diversas comisiones de investigación parlamentarias, así como en otros informes públicos. En su estudio documentaba casos de obreros –adultos y niños– a los que se les habían deformado las extremidades y la columna por el trabajo fabril. A los trabajadores de las fábricas textiles se les llenaban los pulmones de polvo, lo que les causaba enfermedades graves, como asma y tuberculosis. Las niñas y adolescentes usuarias de las mulas de hilar, que funcionaban a base de agua, se empapaban continuamente. Se sancionaba a los trabajadores cuando eran impuntuales o se les rompía una herramienta o una máquina, y se les podía despedir en cualquier momento y sin justificación.29

Las jerarquías de poder se manifestaban en la pobreza y el gesto de postrarse ante los superiores, y también en los trabajos humillantes. A su llegada a Bombay, Taylor, el viajero estadounidense, alquiló un palanquín, una especie de litera que llevaban en andas cuatro hombres (véase ilustración de la p. 32).

No era agradable estar echado en una caja con cojines y hacerles cargar con mi peso (y no soy una pluma precisamente) a los cuatro hombres que la llevaban en hombros. Este medio de transporte es un invento del despotismo, un vestigio de la época en que el cuello de un hombre podía servir de escabel y su cabeza de juguete. Siempre me ha dado apuro montarme: tengo la sensación de hacer daño a los portadores. ¿Por qué obligarles a gemir y tambalearse bajo mi peso, cuando podría ir a pie?30

Taylor estaba lo bastante imbuido del espíritu igualitario estadounidense como para sentirse incómodo en un palanquín. Y sin embargo viajaba así a menudo: lo justificaba diciendo que a los cuatro hombres que llevaban la litera les habría disgustado que se hubiese desplazado andando.31

Y luego estaba la esclavitud, común en todo el mundo. Era imposible imaginar otra institución tan contraria como ella a la idea de un ciudadano con derechos. La esclavitud adoptaba múltiples formas. En América existía una demanda incesante de mano de obra esclava por parte de los propietarios de las plantaciones. Los esclavos extraían plata y otros minerales de los yacimientos y plantaban, cosechaban y procesaban azúcar, tabaco, algodón y café. Los productos obtenidos así viajaron por todo el mundo y contribuyeron decisivamente a la expansión de la economía internacional. En África y en el mundo musulmán, en cambio, la esclavitud solía ser de índole doméstica. También eran comunes los ejércitos formados por esclavos. En el Imperio otomano, hasta el siglo XVII, estuvieron integrados en su mayor parte por hombres que habían sido arrebatados de niños a sus familias cristianas y más tarde habían recibido instrucción militar y se habían convertido al islam a la fuerza. Unos cuantos llegaron a ocupar altos cargos en la Administración y el Ejército.32 En el siglo XIX, y a raíz de la creciente demanda mundial de exportaciones, resurgió la esclavitud en los países islámicos.33 En África, según dos autores británicos de la época, esta institución era mucho más tolerable: “El esclavo se sienta en la misma estera que su amo y come del mismo plato, y los dos parecen conversar como iguales […]. [Al esclavo nativo de África] se le emplea […] como esclavo doméstico, a veces como escolta. Se le suele tratar con benevolencia y hasta favoritismo. Los caprichos de la fortuna a veces lo elevan a un rango preeminente, justo debajo del soberano despótico, al que siempre le agrada rodearse de personas serviles”.34 Aun así seguía siendo un esclavo (o una esclava), y no un ciudadano con derechos.

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