Kitabı oku: «Un mundo dividido», sayfa 7
El sultán había recibido ayuda del Ejército y de la Armada egipcios, comandados por Muhammad Ali y su hijo Ibrahim, cuyas tropas habían arrasado gran parte del Peloponeso. En cumplimiento de la citada cláusula secreta, los tres aliados bloquearon la flota otomana en la bahía de Navarino. Aún no se sabe a ciencia cierta quién disparó el primer tiro, pero el 20 de octubre de 1827 se desencadenó una batalla que duraría cuatro horas. Al almirante británico se le censuró más tarde por contravenir las órdenes que había recibido de mantener el bloqueo y abstenerse de entablar combate con el enemigo. La ofensiva fue total. Los almirantes británicos y franceses utilizaron por separado la misma frase: “La flota turco-egipcia ha sido aniquilada”.87 Con ella desapareció la fe que tenían el sultán y Muhammad Ali en que Grecia seguiría siendo otomana.
No todas las capitales europeas se congratularon de la destrucción de la flota otomano-egipcia. A Metternich le horrorizaba el aumento del poder ruso que este triunfo militar parecía presagiar. Hasta Wellington temía que la magnitud de la derrota otomana comprometiera la estabilidad que los políticos británicos siempre habían buscado crear.
El 20 de abril de 1828, las tropas rusas cruzaron la frontera otomana, lo que acrecentó la angustia de Wellington (que ahora era primer ministro) y Metternich. En cambio, sus homólogos francés y prusiano, así como varios diplomáticos austriacos, tenían la esperanza de sacar provecho de la desestabilización del sistema creado en Viena.
Rusia afirmaba actuar en defensa de “Europa y la humanidad”, término este último que iría cobrando una importancia creciente en el lenguaje diplomático en los siglos XIX y XX. Rusia, según decían sus estadistas, buscaba defender sus legítimos intereses, principalmente la libertad de navegación en los estrechos turcos y la protección de los cristianos que vivían en protectorados musulmanes.88 Gran Bretaña, por su parte, temía los efectos desestabilizadores de la guerra; sabía de sobra que su desenlace era imprevisible y podía desencadenar una serie de acontecimientos que el sistema vienés se había propuesto evitar.89
Rusia no obtuvo en el campo de batalla los triunfos gloriosos que habían esperado sus gobernantes. Las tropas rusas avanzaban a duras penas en el Cáucaso y el sudeste de Europa. La guerra entró en punto muerto, reduciéndose a una serie de batallas interminables y sin un vencedor claro y campamentos invernales; a Gran Bretaña se le presentó la oportunidad de reafirmar su liderazgo, que la Sublime Puerta veía con agrado, porque suponía un freno para Rusia. Al final de la primavera de 1829, sin embargo, cambió la suerte del ejército ruso, que tomaría la ciudad de Adrianópolis, cercana a Estambul, en agosto de ese año. Este triunfó forzó a Turquía a pedir la paz.
En las capitales europeas cundió entonces el temor de que cayera el Imperio otomano y se desatara un conflicto entre las grandes potencias por el reparto del botín de la guerra. El 7 de mayo de 1832, tras una serie de negociaciones y acuerdos, las tres potencias firmaron el Tratado de Londres (Grecia no había sido invitada a las conversaciones ni suscribió el tratado). El tratado confirmó la independencia de Grecia (que ya se había proclamado en 1830), decisión trascendental que el Imperio otomano, derrotado por Rusia, se vio forzado a aceptar. El territorio de este Estado independiente era menos extenso de lo que habían esperado los líderes griegos, pero más de lo que habían previsto inicialmente las grandes potencias. Grecia se convirtió en un reino, y sus soberanos pertenecían a la casa de Wittelsbach, una dinastía bávara. Las tres cortes europeas anunciaron con gran pompa que, en nombre de la nación griega, habían elegido al príncipe Otón de Baviera como rey. Otón gobernaría, pues, un Estado monárquico e independiente. No se habló entonces de la constitución de este nuevo Estado, pero sí más tarde, en 1863, cuando se firmó otro tratado en Londres.
El tratado de 1832 no mencionaba la cuestión de quiénes formarían exactamente el nuevo Estado nación griego. Sin embargo, existía un protocolo redactado en 1830 y ratificado por el nuevo tratado, y que instaba a Grecia y al Imperio otomano a decretar sendas amnistías inmediatas. Ni los griegos ni los musulmanes debían verse privados de sus bienes “ni hostigados de ninguna manera”. Todo musulmán “que desee seguir viviendo en los territorios o las islas adjudicadas a Grecia conservará allí sus propiedades y gozará siempre, al igual que su familia, de una seguridad total”. Todo griego que deseara abandonar “el territorio turco” dispondría de un año para vender sus propiedades, y transcurrido ese periodo podría marcharse libremente. Lo mismo valía para los musulmanes en Grecia.90
El Estado nación griego no era, pues, plenamente soberano, estaba regido por un príncipe bávaro, y su independencia, garantizada por Gran Bretaña, Francia y Rusia, cuyos plenipotenciarios tenían derecho a controlar la marcha del país. Son pocos los tratados importantes en los que haya influido tanto la prosaica cuestión del dinero. El artículo 7, el más extenso de los veintiocho que formaban el tratado, establecía las condiciones del préstamo que recibiría Grecia de las tres potencias. Así, por ejemplo, los ingresos públicos se destinarían prioritariamente al pago del principal y de los intereses del préstamo.91 El endeudamiento sería el gran mal de numerosos imperios y Estados nación en los dos siglos siguientes, porque los sometía al control extranjero…, algo que Grecia casi nunca ha podido evitar en su historia moderna.
Al final, por tanto, las grandes potencias se abstuvieron de defender la limpieza étnica, aunque todos los acuerdos anteriores habían abordado la cuestión. A pesar de la derrota militar, la Sublime Puerta se había mantenido firme en las negociaciones: no toleraría una medida tan drástica como la expulsión de sus compatriotas musulmanes de un Estado nuevo creado con antiguos territorios otomanos. Por lo demás, y como casi todos los imperios que aceptaban la diversidad, temía la emigración masiva de personas de etnia griega, que privaría al imperio de un grupo que desempeñaba un papel clave en el comercio internacional y la artesanía. La pérdida de los griegos (y de los armenios, cabría añadir) le perjudicaba económicamente, cosa que no les inquietaría a los Jóvenes Turcos casi un siglo después, cuando decidieron exterminar a los armenios y deportar a los griegos.
A la Sublime Puerta, por último, le preocupaba el destino de los bienes musulmanes, en especial los waqfs, donaciones religiosas ligadas a las mezquitas. Los representantes otomanos convencieron a sus interlocutores de que estos bienes no eran del Estado, sino de particulares y comunidades.92 La Sublime Puerta se estaba refiriendo, quizá sin saberlo, a dos derechos muy delicados que ninguna de las potencias se atrevía a negar: el derecho a la propiedad y la libertad de culto.
El rey Otón, antiguo príncipe bávaro, llegó a Grecia con un numeroso séquito germanoparlante, incluidos 3.500 soldados bávaros. El 6 de febrero de 1833 bajó de una fragata británica en Nauplia, acto que representó la fundación formal de un Estado griego independiente y regido por un monarca que gozaba de la protección de tres potencias europeas. Aun en el caso de que hubiese sido un gobernante eficaz (y desde luego que no lo fue) se habría enfrentado a una tarea descomunal. Los largos años de guerra habían asolado las zonas rurales y agravado las divisiones entre clanes, clases sociales, religiones y regiones. Además, el joven país estaba muy endeudado.
Por grave que fuese la situación y limitada que estuviese su soberanía, la fundación del Estado nación llenó de orgullo a no pocos griegos. La consideraban un triunfo extraordinario. La rebelión, que había comenzado como una insurrección de estilo tradicional contra la opresión otomana, se había convertido luego en un levantamiento nacional. El atractivo de la nación, de la unidad mítica del pueblo que resucitaría el antiguo esplendor de Atenas en el mundo moderno, se reveló irresistible.
Pero ese sueño no se había realizado del todo en 1832. El nuevo Estado ocupaba un territorio pequeño. Dos tercios de los grecoparlantes de la región mediterránea vivían fuera de Grecia y algunos, en particular los comerciantes ricos, estaban contentos de ser súbditos otomanos o rusos.93 Los nacionalistas creían necesario reunir a todos los griegos en el Estado nacional. La Gran Idea (como se la llamaría desde mediados del siglo XIX), es decir, la aspiración a una Grecia mucho más extensa, quizá tanto como el imperio helénico que había construido Alejandro Magno, se convirtió en la fuerza impulsora de la historia moderna de Grecia y la ideología oficial del Estado. Imprimió un enorme vigor al nacionalismo griego; el afán expansionista era a menudo un gran estímulo para los movimientos nacionalistas, pero lo era especialmente en el caso de Grecia justamente por lo reducido de su territorio y porque el griego era uno de los pueblos que se hallaban más dispersos por el mundo. El rey Otón era defensor de la expansión territorial. Ioannis Kolettis, líder de uno de los mayores clanes y destacado partidario de Otón, lo expresó así:
El Reino de Grecia no es Grecia. [Grecia] no es más que una parte, la más pequeña y más pobre. Griegos no son solo los que viven dentro del reino, sino también los que viven en Ioánina, Salónica, Serres, Adrianópolis, Constantinopla, Smirna, Trebisonda, Samos y cualquier tierra ligada a la historia y la raza griegas. […] El helenismo tiene dos centros: Atenas, capital del reino griego, [y] ‘La Ciudad’ [Constantinopla], sueño y esperanza de todos los griegos.94
Casi todos los griegos con conciencia política (y quizá incluso quienes no la tenían) compartían esta visión, que determinaría la política griega durante el resto del siglo XIX y hasta bien entrado el XX. Sus partidarios discrepaban únicamente sobre la estrategia, es decir, sobre si convenía perseguir la expansión del país lo antes posible y a cualquier precio, porque solamente una Grecia más extensa podía sentar las bases económica y política para que floreciera la sociedad o, por el contrario, proceder de manera gradual, evitando así perder el apoyo de las grandes potencias, especialmente el de Gran Bretaña. Ninguna de las dos estrategias funcionaría del todo: el Mediterráneo oriental sería un foco de conflicto durante decenios. La estabilidad a la que aspiraban las grandes potencias parecía inalcanzable.
CONCLUSIÓN
“Más vale una hora de libertad que cuarenta años de esclavitud y cautiverio”, escribió en 1797 Rigas Velestinlís, primer defensor destacado de la independencia griega y los derechos humanos para todos los hombres. Y así comenzaba un panfleto repartido clandestinamente en 1942 por el Frente de Liberación Nacional (EAM, por sus siglas en griego).95 Esta organización citó la frase de Velestinlís en su llamamiento a la población griega a la resistencia activa frente a la ocupación nazi. Entre 1941 y 1944, los nazis arrasaron el país, privándole de alimentos indispensables y otros recursos y ordenando la ejecución de cincuenta griegos por cada soldado alemán asesinado por la resistencia. Los judíos de Grecia fueron deportados a Auschwitz.96 Como consecuencia directa de la política nazi se extendió por el país una hambruna solamente comparable, en la Europa del siglo XX, a la que habían sufrido los ucranianos en 1932 a raíz del plan de colectivización de Stalin. En ese mismo panfleto, el EAM recordaba los acontecimientos de 1821 para exhortar a los griegos a unirse a una rebelión nacional que liberaría al país del yugo nazi, del mismo modo que sus antepasados habían puesto fin a la dominación otomana. El EAM y sus seguidores crearían de nuevo un Estado nación independiente y restaurarían así “todas las libertades del pueblo”, entre ellas la libertad de expresión, la inviolabilidad de la propiedad y el derecho al sufragio.97
Unos treinta años después, en noviembre de 1973, los estudiantes de la Universidad Politécnica Nacional de Atenas gritaron: “¡Somos los asediados libres!”. El lema evocaba a los griegos de Mesolongi, sitiados por el ejército otomano en 1825 y 1826. Los otomanos habían perpetrado la matanza conmemorada en un cuadro de Delacroix, Grecia expirante entre las ruinas de Missolonghi, y en el poema “Los asediados libres”, que Dionisios Solomós había compuesto en parte casi en plena rebelión griega, en la década de 1820.98 Los estudiantes de la Politécnica se pusieron en huelga y ocuparon el campus para exigir el fin de la dictadura militar que sufría Grecia desde 1967, y la restauración de la democracia y todos los derechos que llevaba aparejada.
Miles de manifestantes, entre ellos estudiantes de instituto, rodearon la Politécnica como muestra de apoyo a la revuelta. La junta militar que gobernaba el país envió un tanque, que derribó la verja de la universidad, señal de que iba a producirse una represión brutal. En la Politécnica y sus alrededores murieron unas veinticuatro personas, la mayoría estudiantes. Pero la dictadura no duraría mucho más, cayó un año después. El desencadenante inmediato fue la torpe reacción de la junta militar a la invasión turca de Chipre, pero la causa última estuvo en la revuelta estudiantil y la repulsa popular por la represión.
Casi inmediatamente después de la caída de la junta, el gran compositor griego Mikis Theodorakis y la no menos notable cantante María Farantoúri, que habían vivido en el exilio durante la dictadura, ofrecieron un concierto en Atenas. La canción principal, El Muchacho Alegre, se basaba en un poema que el escritor irlandés Brendan Behan había compuesto en 1922 como alabanza del líder del Ejército Republicano Irlandés Michael Collins, que había sido asesinado por sus antiguos camaradas porque prefería llegar a un acuerdo con los británicos antes que prolongar la guerra. El poeta griego Vassilis Rotas reescribió el poema para adaptarlo a la situación griega; Theodorakis le puso música y Farantoúri introdujo otros cambios.99 La cantante sustituyó la palabra agosto por noviembre, el mes en que se produjo la revuelta en la Politécnica, y “maldita sea la hora en que […] un hijo de Irlanda, con una pistola rebelde, abatió al Muchacho Alegre” por
Vi a una chica llorar.
‘Han matado al Muchacho Alegre’.
Maldita sea la hora en que los fascistas lo asesinaron.
En ese instante, el público prorrumpió en aplausos, que no cesaron hasta el final de la canción. Faraontoúri la terminó así:
Mi amor: nunca dejaré de contar
lo que hiciste
porque querías derribar a los fascistas.
¡Viva siempre la fama y la gloria del Muchacho Alegre!100
Estos tres acontecimientos (la resistencia que opusieron los griegos a la ocupación nazi en la Segunda Guerra Mundial, la revuelta estudiantil contra la dictadura en 1973 y el concierto que celebró la caída de la junta militar en 1974) ponen de manifiesto la influencia profunda que ejercía sobre el pueblo griego el recuerdo de la fundación del Estado nación y la proclamación de los derechos humanos de sus ciudadanos. En el siglo XX, los griegos invocaron el lenguaje de los derechos formulado por primera vez por Velestinlís en la década de 1790, difundido a principios del siglo XIX por la Filikí Etería e introducido, al menos en parte, por las diversas constituciones y regímenes que siguieron a la guerra de Independencia, en la década de 1820.
Esos derechos se limitaban a los hombres que profesaban la religión ortodoxa griega. Pero los derechos nunca son estáticos. En el caso griego se extendieron considerablemente, sobre todo a partir de 1945. En 1952 las mujeres conquistaron finalmente el derecho al voto. El Gobierno socialista instaurado en 1981 amplió mucho los derechos sociales y promovió la incorporación de numerosas personas al espacio político; pero también extendió enormemente un sistema clientelista que esquilmaba los recursos económicos.101
A los hombres griegos (y más tarde a las mujeres) les beneficiaron los derechos que les fueron reconocidos en las ocho constituciones promulgadas desde 1822. Otros grupos no fueron tan afortunados.102 Los rebeldes griegos de la década de 1820 mataron y expulsaron a un buen número de musulmanes y judíos. A finales del siglo XIX y en el siguiente, a medida que el país se fue expandiendo con la incorporación de Creta, Tracia y otras regiones a su territorio, la población se fue haciendo cada vez más diversa, lo que dio pie una vez más a preguntarse quiénes tenían derecho a tener derechos. Casi todas las constituciones establecían la adhesión al credo de la Iglesia ortodoxa griega como condición para la ciudadanía.
La constitución de 1974, redactada después de la caída de la junta militar, era más democrática que las precedentes: proclamaba la igualdad de todos los ciudadanos y los derechos y libertades de todos los hombres, incluida la libertad de culto “para todas las religiones conocidas”, aunque al mismo tiempo reconocía la ortodoxa oriental como la confesión mayoritaria.103 Las leyes griegas sobre naturalización insisten mucho en la etnia, refiriéndose continuamente a las personas de “ascendencia griega”, aunque esta frase no excluye formalmente a musulmanes ni a judíos ni otros grupos.104 La minoría musulmana, la única reconocida oficialmente, constituye alrededor del 1% de la población; la judía, apenas el 0,3%.105 El 97% de los griegos se declaran ortodoxos, circunstancia que cabe atribuir a lo ocurrido en el país en el siglo y medio comprendido entre la década de 1820 y principios de la de 1960: la formación de un Estado nación, las violentas operaciones de limpieza étnica, la progresiva acomodación de otros grupos cristianos a su entorno, la ocupación nazi y el Holocausto.
¿Por qué se convirtió entonces Grecia en un Estado nación que reconocía una serie de derechos, aunque limitados en la práctica, a los hombres griegos? Este desenlace no era inevitable ni mucho menos. Los rebeldes griegos eran tenaces y decididos y no estaban dispuestos a rendirse, pero no podían ganar la guerra sin ayuda externa. Los otomanos, por su parte, eran incapaces de reprimir la insurrección y someter rápidamente a la población del Peloponeso. Este estado de cosas propiciaba la intervención de las grandes potencias. Reacias al principio, acabaron entrando en el conflicto, lo que se explica en parte por la presión de los filohelenos y la indignación moral que supieron excitar. Los intereses de los Estados fueron, sin embargo, el principal factor determinante. A Gran Bretaña le convenía la estabilidad en el Mediterráneo oriental, una zona estratégica para el país. A Rusia, por su parte, el conflicto griego le ofrecía la oportunidad para extender su influencia a la región del mar Negro y más allá.
En el caso griego y en muchos otros que se dieron alrededor del planeta, las grandes potencias y los legendarios sistemas internacionales que habían construido (Viena, París, Washington-Moscú) se vieron amenazados con frecuencia por actores decididos que no sabían controlar. Tuvieron que buscar soluciones a conflictos que no habían deseado y crisis que les habían venido impuestas (como veremos en los casos de Palestina/Israel y Ruanda y Burundi). A menudo, en su desesperado afán por resolverlos, permitían la fundación de Estados independientes con constituciones y conjuntos de derechos que podían superar con creces los que otorgaban a sus propias poblaciones. En Grecia, sin embargo, las grandes potencias restringieron con decisión el ámbito de los derechos humanos imponiendo al nuevo Estado un príncipe bávaro y luego uno danés, cuya familia reinaría hasta 1974. Las intervenciones británica y estadounidense en la guerra civil de la década de 1940 y el apoyo que prestó Estados Unidos a la dictadura militar en las décadas de 1960 y 1970 contribuyeron a limitar los derechos drásticamente. Estados Unidos llegó a hacerse cómplice del encarcelamiento, tortura y asesinato de ciudadanos griegos.
Con Velestinlís y Androutsos y Byron y Delacroix y muchos otros, los ideales de la Ilustración y el Romanticismo europeos se propagaron por el entorno cercano: Grecia y el Mediterráneo oriental. A raíz de esta difusión se fue configurando un mundo europeo y transeuropeo, un mundo globalizado, puesto que lo ocurrido en Grecia tendría una enorme resonancia durante todo el siglo XIX y el XX y en todo el territorio del Imperio otomano, incluidos los Balcanes, Anatolia y Oriente Medio.
En 1827 la Asamblea Nacional ensalzó los triunfos de la rebelión griega: “Han desaparecido miles de musulmanes de la sagrada patria. Podemos aniquilar a miles más, siempre y cuando aprendamos a amarnos los unos a los otros y tengamos un único propósito: ¡la salvación de la patria y nuestros conciudadanos! ¡La libertad del país es hoy el bienestar de todos!”.106 Libertad para unos, muerte para otros: he aquí la paradoja que acompañó a la fundación de Grecia y también se manifestó en una región muy lejana, separada de Grecia por un océano y un continente. Nos referimos al norte de Estados Unidos, donde una república que se estaba expandiendo se enfrentó con su población india.