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XII
LA CAPILLA ARDIENTE
¡Por mi birreta! creéis que se está
cómodamente sobre un edredón de
este tela, exclamó La Balue tratando
de estirarse en su jaula de hierro.
De Forges le Routier, «Hist. del tiempo de Luis XI».
En medio de la plaza de San Juan, cerca de la muralla, se eleva una linda rotonda, cubierta de un techo de estaño, reluciente como la cúpula de un minarete. El espacio que existe entre cada columna ha sido cubierto con fuertes rejas de hierro, de modo que este monumento representa bastante bien una vasta jaula circular.
En el centro de ella hay una hermosa capilla adornada con cirios de cera blanca, con ricos osarios de paño negro y calaveras bordadas en plata; al pie del altar, a un lado, se ve un sencillo ataúd de pino, abierto y preparado; al otro lado, una cama compuesta de tres tablas y un saco de ceniza; en otro departamento, separado por una balaustrada, hay un hombre vestido de rojo, que reza arrodillado. Otro hombre, está sentado al borde de la cama y se encorva bajo el peso de gruesas cadenas: es el gitano – y aquel ataúd es el suyo – : el hombre que reza arrodillado es el verdugo.
El gitano ha sido juzgado y condenado, y, según la costumbre, ha de permanecer en la capilla o capilla ardiente los tres días que preceden a su suplicio.
Esta costumbre extraña, legada por la inquisición, consiste en cantar al condenado las preces de los agonizantes durante el tiempo que pasa en capilla.
En impedirle que duerma, ni de día ni de noche, a fin de que mortifique su cuerpo y su alma y de que pueda meditar a su placer sobre el largo viaje que pronto ha de emprender.
En ofrecerle todos los consuelos religiosos que puedan darle los monjes y los capuchinos.
En habituarle dulcemente a la vida de la nada, poniéndole bajo los ojos el ataúd que debe recibir su cadáver y el verdugo que debe librarle de esta vida de miseria y de tribulación.
Al verdugo también se le obliga a permanecer allí, pero por otro motivo; se trata de purificarle por anticipado del homicidio que va a cometer.
Todo transcurría, pues, en el orden apetecido; los cirios ardían, los monjes cantaban, el verdugo rezaba, y el ataúd abierto esperaba.
El gitano bostezaba formidablemente, y esperaba la hora del suplicio con tanta impaciencia como el hombre que tiene mucho sueño y desea tenderse en su cama.
Sin embargo, faltaban aún diez y siete horas.
Los monjes cesaron de cantar, porque la voz se fatiga; el verdugo se levantó, porque la presión del pavimento sobre las rótulas es bastante dolorosa. Una bota de cuero llena de vino circuló entre los frailes y el verdugo. Justo es decir que éste bebió el último; y como después de todo era bueno y humano, pasó la bota a través de los barrotes y la ofreció al gitano.
– Gracias, hermano – dijo éste.
– ¡Por Cristo! ¡está usted muy aburrido! – replicó el digno hombre – ; pero, ya lo veo, usted me desprecia a causa de mi profesión. Escuche, pues, compadre, todos tenemos que vivir; yo tengo obligaciones: una abuela enferma, una esposa adorada, y dos hijos pequeños, con sus hermosos cabellos rubios y frescas mejillas rosadas… Y además…
El gitano le interrumpió por un movimiento tan brusco, que todas sus cadenas resonaron como si se hubieran roto.
– ¡Es posible! – decía con los ojos fijos sobre una robusta joven que, mezclada con la curiosa muchedumbre, había abierto un momento su capa de seda negra, haciéndole un signo expresivo – . ¡Blasillo, Blasillo aquí!
Las salmodias de los capuchinos comenzaron con un nuevo vigor, y el hombre de la casaca roja continuó la obra de su purificación, mientras que el gitano caía de nuevo en sus meditaciones, porque la joven que le llamara la atención había desaparecido.
Vencido por la fatiga y el insomnio, empezaba a dormitar, cuando un carmelita que lo advirtió, le hizo cosquillas con una pluma en la nariz, diciéndole:
– Piensa en la muerte, hermano.
El gitano se despertó sobresaltado y lanzó una mirada terrible al santo varón.
– Más bien debe bendecirme, hermano – dijo éste – , porque ahí tiene usted al reverendo Pablo, superior de San Francisco, que viene a verle.
En efecto, un robusto monje entraba en el recinto, con los ojos bajos, las manos cruzadas sobre el pecho.
– Ave Maria purissima, mater Dei– murmuró aproximándose y haciendo un gesto al carmelita, que se alejó.
El fraile se sentó al lado del gitano, que le miraba con una singular expresión de desprecio y de ironía; y, habiendo suspirado muchas veces, se expresó como sigue, con una vocecita agria y chillona que contrastaba con la enorme mole de su cuerpo:
– Que el Cielo le ayude, hermano.
– Diga más bien el diablo, hermano.
– ¿Se obstina usted, pues, en morir en la impenitencia?
– Sí.
– Piense, hermano, de qué gloria se cubriría usted haciendo una abjuración de sus errores y entrando en nuestra santa Iglesia.
– ¿Vale la pena por tan poco tiempo?
– ¿Y la vida eterna, hermano?
– No se haga usted el santo conmigo, compadre; lo que le interesa sobre todo es que sea un religioso de su orden el que haya llevado a cabo la conversión; lo comprendo, una conversión como ésta podría proporcionarle un centenar de clientes, y eso vale la pena.
– El Cielo, hermano, es testigo de…
– Acabemos; todo esto es tan pesado y tan bajo, que usted me inspira repugnancia. ¡Hola! compadre del chaleco rojo; ¿tan pronto se olvida usted de los amigos? – dijo el gitano al verdugo sin querer responder a las súplicas del reverendo.
El verdugo acudió corriendo, con la cara risueña y bonachona.
– En hora buena – dijo el gitano – ; hablemos un poco, porque eres tú, mi buen amigo, el que vas a enviarme a la eternidad. ¡Hermosa profesión la tuya! Tú haces lo que Dios no podría hacer: a una hora fija, en un punto dado, apagas una vida como se sopla una vela.
– Lo cierto es, hermano, que esto no dura mucho más – respondió el verdugo sonriendo.
– Figúrate que esas gentes quieren que me confiese; bueno, me confesaré contigo; oirás singulares revelaciones; pero, no, tendrías miedo…
El hombre del chaleco rojo palideció. El fraile, que se había callado hasta entonces, se levantó, salió un momento y luego entró acompañado de dos vigorosos gallegos cargados con cuerdas.
– Hermanos – les dijo dulcemente mostrándoles al gitano – , ese pecador empedernido es bien digno de lástima; impedidle que se condene por anticipado pronunciando tan horribles blasfemias. ¡Amordazadle, hijos míos! y que Dios tenga compasión de él.
Dicho esto se fue, y los gallegos amordazaron al gitano, cuyos ojos se volvieron rojos y brillantes como dos brasas encendidas.
Como parecía bastante tranquilo, al cabo de dos horas le quitaron la mordaza, máxime cuando que algunas lindas mujeres de la mejor sociedad de Cádiz, que se agrupaban alrededor del recinto, habían hecho muy justamente observar que sería imposible ver bien las facciones del gitano mientras aquella villana placa de cuero le cubriese la nariz y la boca.
La mordaza, pues, cayó ante tan filantrópicas razones.
Pero no todo el mundo se interesaba tan tiernamente por el gitano; los unos aplaudían la decisión de la Junta, los otros se prometían un gran placer el día del suplicio, muchos, incluso dirigían furibundas imprecaciones al gitano que se contentaba con sonreír.
Uno entre tantos, un hombre alto, seco y pálido, el corregidor de Sevilla, que se encontraba en Cádiz para seguir un proceso, se encarnizaba sobre todo con el desgraciado reo; a cada instante le decía:
– ¡El infame!.. ¡Qué dicha para la sociedad que semejante monstruo sea castigado con arreglo a sus culpas!.. Le vería estrangular con placer.
Parece que por fin el gitano se cansó de tantas injurias.
Enderezó altivamente la cabeza, y dijo con voz sonora:
– Señor Pérez, ¡es usted poco caritativo!
– ¿Quién ha dicho mi nombre a ese miserable? – preguntó el hombre, pálido, confuso y extrañado.
– ¡Oh! amigo mío, no es sólo eso lo que sé; ¿y su quinta a orillas del Guadalquivir? ¿y aquel lindo tocador tapizado con esteras de Lima, con sus persianas verdes y su pila de mármol blanco?
– ¡Jesús! ¡cómo ese demonio puede saber!..
– Es allí donde, durante el ardiente calor del día, la señora Pérez va a buscar el silencio y el fresco.
– ¡Perro! no profanes un nombre respetable. Pero, ¿no hay leyes, no hay justicia más rigurosa? Mientes; cállate, o te hago amordazar de nuevo – decía el corregidor enfurecido.
Pero la multitud, que comenzaba a encontrar la conversación muy divertida, se aproximó más, y como el señor Pérez se encontraba en la posibilidad de huir, el gitano continuó:
– Dice usted que miento, señor Pérez, ¿quiere usted pruebas?
– ¡Te callarás, renegado!
– Helas aquí, pues. La señora es bella y joven, morena, con unos ojos negros como el ala del cuervo; gruesa y rosada, con un pie, una cintura y una mano que harían volver loco a un canónigo del Escorial.
– ¡Infame! te atreves…
– En fin, debajo del hombro izquierdo tiene un lunarcito negro, coquetón, aterciopelado, que hace saltar aún la deslumbrante blancura de una piel de raso… Pero eso no es aun todo.
El corregidor espumarajeaba de rabia y no podía encontrar una sola palabra para contestar al gitano ni a las guasas con que la multitud le asaeteaba. Por fin exclamó, precipitándose sobre la reja:
– Pero ese infernal gitano ha sabido eso por alguna camarera de mi mujer… o bien es que…
– No, señor Pérez, no – repuso el gitano – ; lo he sabido por el capitán de fragata que usted recibía en su casa, en Sevilla, porque ese capitán… era…
– ¡Acaba, pues, malvado!
– ¡Era yo!.. ¿Ya está bautizado su hijo, señor?
El furor del señor Pérez no tuvo límites; se aferró con violencia a la reja; vanos esfuerzos, porque el gitano estaba al abrigo de su cólera.
– Ya lo sospechaba. ¡Y no será ahorcado más que una vez! – aullaba el infortunado corregidor sin soltarse de la reja.
Por fin, amigos caritativos le arrancaron de allí, la multitud se dispersó poco a poco, y cuando llegó la noche ya no había casi nadie alrededor de la capilla.
– Por fin me han dejado libre esos curiosos estúpidos – dijo el gitano cuando daban las once en el reloj de San Francisco – . Pero no, ahí vienen otros, y de la más peligrosa especie – dijo viendo a dos sacerdotes, con sotana negra, que avanzaban hacia la capilla.
El hermano guardián salió a su encuentro.
– ¿Qué quieren ustedes? – preguntó duramente al de más edad, porque ya se sabe el odio que la raza monacal tiene al resto del clero.
– Oír a ese cristiano que nos ha enviado a llamar – respondió gravemente el sacerdote.
– ¡Es imposible! ¡Por Santiago! Ha despedido al reverendo padre Pablo tratándole como a un arriero borracho.
– Es decir, ¡que nosotros mentimos, perro maldito! – exclamó el sacerdote más joven.
El gitano, tranquilo hasta entonces, había sido simple espectador de aquella escena; pero al oír aquella voz bien conocida, exclamó:
– ¡Miserable carmelita, deja entrar a esos sacerdotes! soy yo, el gitano, quien los ha enviado a buscar para comunicarles mis últimas voluntades, para confesarme. ¿Qué esperas, pues?
– Puesto que usted lo quiere, sea, hermano – dijo el fraile desconcertado – ; pero, por la Virgen, ha hecho usted una tontería no aceptando la mediación del padre Pablo! ¡Tan bien como está con el Eterno! Amén.
En el momento en que el guardián iba a atravesar el recinto que le separaba del gitano, el joven sacerdote se arrojó sobre la mano del gitano, cubriéndola de lágrimas.
– ¡Imprudente! ¿quiere usted perderse? – exclamó su compañero poniéndose ante él para que el carmelita no pudiera verle.
Cuando éste se hubo alejado se aproximó al gitano y le dijo:
– Ya sé, señor, cuáles son sus intenciones, sus creencias, su voluntad; yo no abusaré de estos momentos que son preciosos; óigame: Hace una hora, ese joven, que es quizás el único amigo que usted tiene en el mundo, se arrojó a mis pies… Me lo ha dicho todo, sus crímenes, sus errores de usted… Luego me ha pedido que le proporcionara una última entrevista con usted que él quería tener a todo trance, y he consentido. Ha sido quizás una debilidad, pero en el momento solemne en que usted se encuentra, he creído, puesto que usted se niega a aceptar los consuelos de la religión, que por lo menos los de la amistad le ayudarían a hacer más soportable su situación. Ya lo sabe usted todo… Cuando sea media noche, tendremos que dejarle… Yo, mientras tanto, voy a rezar por usted, porque el hombre capaz de inspirar semejante abnegación no debe ser enteramente criminal.
Y el venerable sacerdote se arrodilló al pie del altar.
– Señor – dijo el gitano – , siento mucho que tenga tan poco tiempo para expresarle mi reconocimiento…
– El tiempo pasa… – repuso el sacerdote.
– ¡Ay! sí – dijo el gitano.
Y dirigiéndose a Blasillo, porque era él quien, sombrío y abatido, le miraba fijamente:
– ¡Qué tal! Blasillo, hijo mío, adiós. Nuestros proyectos…
– ¡Mi comandante! ¡mi pobre comandante!
Y lloraba.
– Mira, si siento dejar la vida, es por ti; te amaba.
– Yo no le sobreviviré.
– Niño, ¿no tienes aún mi tartana y mis negros? Vete, huye a América… eres joven, valiente…
– No, yo le vengaré… aquí.
– Blasillo, te lo prohíbo; tú ejecutarás mis órdenes.
– Usted será vengado. Mi plan está aquí, fijo, cierto como la muerte que le amenaza, porque usted va a morir. ¡Usted tan valiente, tan grande! ¡morir! ¡morir como un miserable! – decía Blasillo en voz baja para no despertar las sospechas de los guardianes, y se retorcía los brazos.
El gitano puso una mano sobre su frente.
– Mira, Blasillo, acabemos esta escena; es atroz. ¡Adiós! Déjame.
– Comandante, aun no, aun no…
– Escucha, hijo mío; en una cajita de hierro encontrarás un mechón de pelo: es de mi pobre hermana; encontrarás también un viejo cinturón: es el que mi padre llevaba cuando le mataron: quema ambos objetos. Lo demás te pertenece, todo, hasta el saquito que te hará dueño del judío de Tánger, si es que tienes el capricho de volver por allá.
– Pero ¡no poderle salvar! ¡ver su agonía, sus sufrimientos!
– ¡Por el rayo, Blasillo! ¿olvidas, hijo mío, nuestras largas y rudas travesías, nuestros sobresaltos, nuestros peligros, seguidos siempre de nuevas fatigas?.. mientras que mañana, Blasillo, descanso, y descanso de verdad, y para siempre. No me compadezcas, pues; si sufro, es por ti. En fin, adiós; huye de España, vete a otro país; vende la tartana y los negros, vete a vivir tranquilo y dichoso, y, en medio de tu felicidad, acuérdate alguna vez del gitano.
Blasillo cayó a sus pies.
– ¿No te parece, hijo mío, que es una lástima acabar mi vida por donde debería haberla comenzado? Si yo hubiese tenido a los veinte años un amigo como tú y una amante como Rosita, no estaría en este lugar, tendría aún ilusiones, una familia, dulces afectos, y me extinguiría dulcemente un día rodeado de mis nietecitos… ¡Singular destino!..
Y después de una pausa, se quitó un pañuelo de seda roja que llevaba al cuello y se lo dio a Blasillo.
– Toma, lo llevarás en recuerdo mío. ¡Adiós!
– ¡Ah! hasta la muerte…
– ¡Vamos!.. ¡adiós!..
El reloj de San Francisco dio las doce.
Cada campanada vibraba de un modo desgarrador en el corazón del pobre niño; a la última, cayó desvanecido.
El gitano lanzó un grito, el sacerdote acudió corriendo y el carmelita también.
– ¡Virgen santa! ¿qué tiene su compañero? – preguntó el guardián.
– Nada; la emoción que le ha producido el oír tan grandes pecados.
– Vaya, hijo mío, tranquilícese – decía el buen anciano levantando a Blasillo.
Este volvió en sí, miró a su alrededor, y se precipitó de nuevo en los brazos del gitano.
– ¡Cuánta caridad! – decía el guardián – ; va a herirse con las cadenas de ese bandido.
El sacerdote se vio obligado a arrancarle de sus brazos casi sin conocimiento.
– Señor – le dijo el gitano – , quisiera volver a ver a usted mañana.
Se quedó solo, meditó profundamente toda la noche, y cuando las campanas del Angelus y la primera claridad del día le sacaron de su ensimismamiento, se pasó la mano por la ancha frente, y dijo:
– Por mucho que haga, no puedo creer en la eternidad.
Después añadió sonriendo:
– ¡Y no me disgustaría equivocarme!
XIII
EL GARROTE
Me parece que debe usted sentir
dejar esta hermosa vida, le dije yo
con el aire del más grande interés.
J. Janin, «El asno muerto».
(En medio de la plaza de San Juan se eleva un estrado, al que dan acceso dos escaleras; en el centro, un sillón de madera muy sencillo, adosado a un largo palo; dos filas de milicianos se extienden a cada lado del cadalso y forman un largo cordón que llega hasta la capilla. Una numerosa multitud llena la plaza y las ventanas, los balcones y los tejados de las casas de la misma: las murallas y hasta las fortificaciones, han sido también invadidas por la multitud. Son las once, de la mañana, el sol brilla, y la alta cúpula de San Juan, se destaca sobre un cielo puro y azul).
El barbero Flores (a un hombre del pueblo). – Hágame el favor, compadre, de ponerme delante de usted, porque como no soy muy alto, podrá usted ver por encima de mi cabeza, y, ¡Dios me salve! estos espectáculos son desgraciadamente tan raros, que entre cristianos hay que ayudarse en la vía de salvación.
El hombre del pueblo. – Pase, pues, señor, y no me olvide en sus oraciones.
Flores. – La Virgen del Carmen le bendecirá, compadre, y usted no se arrepentirá de haberme hecho ese favor cuando sepa que yo conozco curiosos detalles de ese renegado que van a ajusticiar.
Una joven. – ¡Virgen santa! ¿Usted lo ha visto, quizá? ¡qué dicha! semejante suerte no se ha hecho para gentes como nosotros; durante los tres días que el reo ha pasado en capilla, los buenos puestos delante de la reja no eran más que para las grandes damas.
Una joven (cargada de cintas y llena de afeites y de lunares). – Yo soy, pues, una gran dama, porque yo le he visto como veo la bacía de ese barbero de piernas de garza ¡y por mi patrona!..
Flores (encolerizado). – Tu patrona, hija mía, no figura en el calendario, y si no me equivoco, ha dado muchas veces la vuelta a la ciudad, con la cabeza rapada, y montada en una burra, con la cara vuelta hacia la cola…
La joven (sacando la navaja de la liga). – Barbero del infierno, tu garganta es demasiado estrecha para esas palabras; ¡por Cristo! te la voy a ensanchar.
Un majo. – ¡Vamos, cállate, cállate, joven de las cintas! vuélvete a la calle del Fideo a tocar la guitarra y a echar flores a los transeúntes detrás de tu celosía. Si has visto al gitano de tan cerca, es que seguramente el verdugo te habrá ayudado muchas veces a ponerte la mantilla, y te habrá protegido en estas circunstancias. (Quitándole el cuchillo). ¡Demonio! no juegues con este alfiler, porque te puedes pinchar y yo también. ¿Quieres que la devuelva a su sitio, hermosa?
La joven. – ¡Hereje! pero seré vengada, porque ahí viene el hermano José.
Un capuchino (llevando en una mano una linterna con dibujos que representan diablos entre llamas, y en la otra una bolsa). – Por las almas que sufren en el purgatorio, hermanos, dad una limosna y Dios os lo pagará. (Los asistentes saludan humildemente, se arrodillan con compunción, pero no dan nada.)
La joven de las cintas. —Ave Maria, hermano José, tome este real y ruegue porque ese perro de majo sea destripado en la primera juerga que corra. Diga, hermano José, ¿le veré pronto? Mi estera es blanca; mis alcarrazas tienen flores frescas y yo le guardo magníficos cigarros de la Habana.
El capuchino (volviendo rápidamente la espalda, y gritando en alta voz). – ¡Por las almas del purgatorio, señores!
La joven. – Hermano José, hermano José, ¿me ha olvidado, usted, pues? y sin embargo, yo no he omitido ni una misa ni un Angelus.
Flores. – Parece, compadres, que el reverendo dirige la conciencia de la señora: afortunadamente es robusto, porque esa debe ser una terrible tarea. ¡Amén!
La joven. – ¡Caramba! ¡es bien duro oír calumniar así a un santo varón por un comunero, un masón!
Muchas voces. – ¡Un masón! ¡un comunero! ¿dónde está el masón?
Flores (palideciendo). – ¡Por el seno de tu madre! cállate, niña, y no gastes esas bromas; no hizo falta más para que Pérez fuese molido a palos.
La joven. – Ya lo oyen señores, él conoce a Pérez, que recibió, por la gracia de Dios, más bastonazos que barbas ha rapado ese barbero hereje en su vida. Ved, si no; lleva una cinta verde al cuello; por la Virgen que me ve y me ilumina ¡es un masón! alejadle, pues, hijos míos, alejadle. (Rumores en el pueblo.)
Muchas voces. – ¡Al agua el comunero! ¡Muera el masón! ¡Al agua!
Flores. – Les juro por la sangre de la cruz, compadres, que esa cinta no significa nada, y que…
Un campesino (golpeándole). – ¡Toma, recontra! ¡ah! ¡y te atreves a mezclarte con los cristianos!
Otro. – ¡Toma! ¡toma! y a ver si tus hermanos te socorrerán, demonio; llámales en tu auxilio.
Muchas voces. – ¡Al agua, al agua!
La joven. – Bravo, señores, la Virgen os bendecirá; llevad su cinta verde y su cabeza al alcalde, y no os faltarán los doblones ni las indulgencias para la Cuaresma.
Flores (golpeado, desgarrado, lleno de polvo, pasa de mano en mano hasta la muralla que baña el mar; allí, un vigoroso andaluz le agarra y le echa al agua gritando). – ¡Dios me salve! ¡Así mueren los masones herejes y los constitucionales, enemigos del rey absoluto!
La multitud. – ¡Bravo! ¡Viva el rey absoluto!
Un marino. – ¡Silencio, hijos míos, silencio! he ahí el cortejo que ya empieza a desfilar. ¡Vive Dios! es un hermoso día para mí.
Un campesino. – Para usted y para todos, señor marino.
El marino. – Para mí más ¡por Santiago! ¿No estaba yo a bordo del guardacosta que le dio caza?
Muchas voces. – ¡Cómo, señor! ¡Usted asistió a ese espantoso combate! ¡Virgen santa! ¡y aun vive!
El marino. – Afortunadamente habíamos comulgado la víspera; a no ser por eso el demonio nos hubiera arrastrado al fondo del infierno.
Un campesino. – Pero, ¿cómo ocurrió eso, señor? Porque se había dicho que ustedes hundieron su tartana.
El marino. – Y es cierto, compadre, pero acto continuo reapareció a nuestra popa, cubierta de llamas y con más de diez mil demonios encima que lanzaban fuego por boca y ojos.
Muchas voces. – ¡Virgen santa! ¡rogad por nosotros!
El marino. – Y en medio de ellos el gitano que se debatía blasfemando e insultando a todos los santos del Cielo y al señor gobernador.
La multitud. – ¡Jesús, qué horror! ¿y cómo os librasteis del monstruo?
El marino. – Afortunadamente el capitán tenía una botella de agua bendita por el arzobispo de Toledo, y como el infernal buque estaba muy cerca, se la echamos a bordo.
El campesino. – ¿Con un cañón, compadre?
El marino. – No, compadre, a mano; y entonces todo se hundió como por encanto, entre los rugidos de los demonios.
Un caballero. – Pero, señor marino, ¿cómo se ha dejado prender el gitano en el convento si estaba dotado de ese poder infernal?
El marino. – Precisamente porque estaba en un lugar sagrado.
La multitud. – ¡Claro! ¿Quién se atreve a dudarlo?
El caballero. – Pero, ¿una vez fuera del convento, no podía recuperar su poder?
El marino. – No, porque se había tenido buen cuidado de cargarle de cadenas… ¡casi no podía andar!..
El caballero. – ¡Como que tenía una pierna rota!..
Una mujer. – Lo hacía ver, pero era para engañarnos…
El caballero. – Yo, señores, no lo veo muy claro…
Una mujer. – ¡Entonces usted no es cristiano!.. ¡Virgen del Carmen! ¡no quiere creerlo!..
El caballero (acordándose de la suerte de Flores). – Señora, yo lo creo todo y he prometido un cirio de treinta libras a la Virgen del Pilar; mire, aquí tengo un rosario…
Muchas voces. – ¡A ver!..
El caballero (muy pálido). – Mirad… y además, aquí tenéis una carta del superior de San Juan dirigida a mí. Leed…
Muchas voces. – No sabemos leer… No le creáis… es un lazo que nos tiende… ¡Al agua!
(Afortunadamente en aquel momento se oyen más sonoros que nunca los cantos de los frailes que acompañan al cortejo, y la multitud deja al pobre hombre, que se refugia en una taberna.)
Una mujer. – ¡Ah! ¡qué dicha, Virgen santa! Aquí está la procesión. Mira, Juana, estamos muy cerca del cadalso, y tiene dos escaleras.
Juana. – Eso es porque el reo había mandado un navío de guerra; el verdugo subirá por una escalera y él por otra.
Un hombre. – ¡Demonio, qué injusticia! se concede eso a un renegado y se me negaría quizás a mí.
Juana. – Mira, Pepa, los penitentes con el ataúd.
Pepa. – Detrás va el verdugo ¡Virgen santa! no es feo para ser un verdugo; sólo que está muy pálido.
Juana. – Muy sencillo; es el verdugo de Córdoba que viene a reemplazar al nuestro, y como nunca ha matado aquí… pues, claro, se encuentra cohibido…
Un hombre. – Decid, comadres, ¿veis al gitano?
Juana. – No, hijo mío… Tenga cuidado, joven (dirigiéndose a Blasillo que llega en aquel momento envuelto en una capa y que se abre paso a codazos)… por poco me tira usted al suelo… Eso es… póngase delante, en el mejor sitio. (En voz baja a Pepa). ¡Jesús, Pepa! ¿Has visto qué mirada? ¡Parece que le arden los ojos!
Pepa. – ¡Ah! será el hijo de alguna víctima del reo… Pero, ya está aquí… ¡Qué alegría, Virgen santa! Desde el día de mi primera comunión, nunca había estado tan contenta…
Muchas voces. – ¡Muera! ¡perro maldito! ¡muera el gitano!
Un hombre. – Doy veinte escudos por reemplazar al verdugo.
Otro. – Yo cuarenta, pero quiero degollarle, que se vea su sangre.
Una mujer (arrojando un rico rosario a los pies del alcalde). – Ese rosario vale veinte doblones; lo regalo a la Virgen, pero con la condición de que me lo dejen matar a mí.
Blasillo (pisoteando el rosario y agarrando violentamente el brazo de la mujer). – ¡Silencio! ¡silencio, si es que tienes aprecio a la vida!
La mujer. – ¡Socorro, Dios mío! este muchacho me hunde las uñas en la carne.
Muchas voces. – ¡Silencio! ¡que se calle!
(Llega el gitano cargado de cadenas; marcha apoyado en el sacerdote, y lleva un ramito de jazmín entre los dedos.)
Un hombre. – ¡Bravo! ya está aquí; ¿sabéis que el verdugo está más pálido que él?
Juana. – ¡Jesús! el renegado no ha querido un fraile y se hace acompañar por un sacerdote. ¡Qué corrupción!
Una voz. – ¿Se han fijado, señores, cómo va vestido?
Juana. – Todo de negro… ¡Jesús y qué desvergonzado! En lugar de pensar en la eternidad va oliendo una ramita de jazmín…
Un hombre. – El infame no parpadea siquiera. ¡Muera! ¡muera!
El sacerdote. – Debe usted sufrir mucho… apóyese en mí. ¡Ay! ya estamos bien cerca de…
El gitano. – Del término de nuestro viaje, es cierto.
Muchas voces. – ¡Muera el perro! ¡muera! ¡Que le partan en pedazos!
El gitano. – Cómo gritan…
El sacerdote. – Sí, pero piense usted…
El gitano. – ¡En la muerte! ¡Para qué! ahí está el amigo del chaleco rojo que ya piensa por mí.
Un hombre. – ¡Que le crucifiquen! ¡Que le quemen a fuego lento!
El gitano. – ¡Qué sol tan puro! ¡qué cielo tan hermoso!
El sacerdote. – Sí, hijo mío, piense usted en el cielo, en el cielo…
El gitano. – Ya hemos llegado; adiós, amigo mío; venga esa mano. Tome esta flor, es todo lo que tengo; guárdela. Adiós, mi buen amigo.
El sacerdote. – ¡Ah! ¡con ese valor, con esa energía! ¿qué destino hubiera sido el suyo?
El gitano (enjugando una lágrima). – Es verdad…
El populacho. – ¡Oh! el cobarde llora. ¡Muera el cobarde!
El gitano (sonriendo). – ¡Es singular! Por un amargo azar del destino cuando estoy a punto de dejar la vida es cuando encuentro los afectos que tan ardientemente he buscado; cuando encuentro a Blasillo, a Rosita y a usted… y a usted sobre todo que me haría creer hasta en la virtud…
El pueblo. – ¡Muera el condenado! ¡El apóstata! ¡Ya tardan demasiado!
El verdugo. – Señor gitano, el pueblo se impacienta.
El gitano. – Nunca me perdonaría el hacer esperar a su señoría. (Tiende las manos al sacerdote). Adiós, amigo mío.
El sacerdote. – Aun no le dejo.
(El gitano pone el pie en el primer escalón; Blasillo se aproxima a él y le estrecha la mano.)
Blasillo. – Adiós, comandante; usted será vengado, pero de una manera terrible; todo ese populacho pagará lo que hace. Ahora, muera usted; porque yo puedo presenciar su muerte sin palidecer.
El gitano (en voz baja, subiendo las gradas) – ¡Adiós, querido Blasillo!
Juana. – .¡Virgen Santa! ¡sabes que ese joven de los ojos ardientes ha hablado al gitano!
Pepa. – Yo lo he visto; sin duda le habrá reprochado algún crimen.
Un hombre. – ¡Ah! Por fin el maldito está en el sillón.
Otro. – ¡Alabado sea Dios! Ya le ponen el cuello en la argolla.
Juana. – ¡Santa Virgen! ¡Ya van a matarle! Pero…
Un hombre. – ¿Y qué?..
Juana. – Es que nos estafan, nos roban… ¿y la mano?
El pueblo. – ¡Es verdad, que le corten la mano! (Gritos, tumulto, escándalo. El alcalde consulta con la Junta.)
El alcalde. – Es justo, lo habíamos olvidado. Nuestra es la culpa.
Uno de la junta. – Pero, así no vamos a acabar nunca.
El alcalde. – Mi querido amigo, ya que tenemos tan pocas ocasiones de popularizarnos, aprovechemos ésta. Es cuestión de un momento.
El sacerdote (al gitano). – Amigo mío, perdóneles usted, el fanatismo les extravía.
El gitano. – Ya lo veo.
Blasillo (en voz alta). – ¡Bravo, pueblo! inventa nuevas torturas. El Cielo te lo recompensará.
Juana. – Tiene razón el pobre niño.
Blasillo (riendo). – Sí, mujer, el Cielo o el infierno.
El pueblo. – ¡La mano, la mano del maldito!
El alcalde. – Señores, un poco de silencio. La justicia, viviente y sagrado símbolo de la Divinidad, no es una palabra vana, y esta justicia se ha impuesto como deber el rendirse a los deseos del pueblo, juicioso defensor de la religión y del trono.
El pueblo. – ¡Viva! ¡viva!
El alcalde. – De modo, señores, que la Junta…
El sacerdote (interrumpiéndole). – Señor, en nombre del Cielo, piense que el desgraciado espera la muerte…
(El alcalde continúa impertérrito y pronuncia un largo y conmovedor discurso, tras el cual acaba por conceder al pueblo la mano del reo.)
La multitud. – ¡Viva el alcalde! ¡viva el rey absoluto!
El alcalde. – Ya has oído, obra.
El gitano. – ¡Por fin!
El verdugo. – ¡No, señor!
El alcalde. – ¡Cómo!
El verdugo. – Me han hecho venir de Córdoba para dar garrote al reo, pero no para cortarle la mano. No tengo yo la culpa si ha muerto el verdugo de Cádiz… Vengan diez duros más, y entonces hablaremos.
El sacerdote. – ¡Qué horror, Dios mío!
(El alcalde delibera con la Junta.)
El alcalde (al verdugo). – Vaya, no sea usted…