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EL PRODIGIO

…Yo no sé, maestro, si es demonio o brujo; mi manta encarnada se ha vuelto negra, y he mellado mi larga espada escocesa golpeando el ala satinada de un joven cisne.

Word'Wok, «Aventuras de Ritsborn, el buen loco».

– Y bien, Bentek – dijo el gitano al viejo negro – , ¿qué quieres? ¿Por qué has llegado aquí saltando y debatiéndote como un tiburón al que clavan el harpón?

Pero Bentek, viviendo entre mudos, había acabado por tomar horror a la palabra y por perder casi la costumbre de hablar; de modo que no respondió más que por el monosílabo ¡pom!¡pom!… que acompañaba con gestos bruscos y precipitados.

– ¡Ah! ya caigo – dijo Blasillo – ; el viejo cormorán quiere probablemente hablar del cañón.

Blasillo no se equivocaba, porque apenas había terminado de hablar, cuando un cañonazo lejano se oyó, después otro y después otro. Finalmente, advirtieron un vivo cañoneo.

Eran los valientes de Massareo que destruían la otra tartana.

– ¡Por los santos del paraíso! – exclamó el ardiente joven – , ya habla el cañón.

El gitano escuchaba silenciosamente, mientras que Bentek continuaba sin interrumpirse sus ¡pom!¡pom! y su viva pantomima. Blasillo, poniéndose apresuradamente un cinturón, colocaba en él su sable, su puñal y sus pistolas. Tenía ya el pie en la primera grada de la escalera del sollado, cuando el gitano, que se había hundido en el diván, le gritó:

– Blasillo, bebamos, hijo mío, y hablemos de la monja y del escalo del convento de Santa Magdalena.

– ¡Beber… hablar!.. ¿en este momento? – preguntó Blasillo, confundido, abandonando el cordón de seda rojo que iba a servirle para subir la escalera.

El gitano miró fijamente a Bentek, e hizo un gesto que el viejo negro comprendió en toda su expresión, porque en dos saltos desapareció.

– Sí, hijo mío, bebamos en este momento; porque, Blasillo, tú eres como el joven y ardiente savo que, como no distingue el grito inofensivo del alción del grito de guerra de la gaviota, afila sus uñas y su pico para sostener un combate imaginario.

– ¡Cómo!..

– Escucha atentamente ese ruido, y no oirás que esos cañonazos sean contestados; si tú no estuvieses aquí, si no te hubieses visto obligado por ese levante del infierno a abandonar la pobre hermana de mi tartana, que, completamente desamparada, flota ahora al capricho de las olas como el nido desierto de una gaviota; si tú no estuvieses aquí, querido, yo no me quedaría tendido sobre este sofá, porque temería por ti. Así, pues, calma ese ardor, Blasillo; se trata seguramente de algún buque que ha zozobrado y que pide auxilio. Pero se equivoca; lo que hice ayer por ti, Blasillo, no lo hubiese hecho ni lo haré jamás por nadie.

– Le debo la vida una segunda vez, comandante; sin usted, sin la tempestad que me arrojó a su paso, yo me hubiera hundido con la desgraciada canoa en que navegaba al dejar la tartana.

– Pobre niño, tú habías maniobrado, sin embargo, con una rara habilidad para conducir a esos pesados guardacostas lejos de la punta de la Torre, mientras que yo desembarcaba el contrabando del tonsurado… Mala noche para él, Blasillo; ¿por qué blasfemaba?.. el buen Dios le ha castigado– añadió riendo y vaciando su copa.

– ¡Por el alma de mi madre, comandante! la segunda tartana marchaba como una dorada, ¡qué ligereza! hubiese virado en redondo en un vaso de agua. ¡Ay! ¿qué queda ahora de ese bonito y fino buque? ¡nada!.. algunas planchas rotas o empotradas en las rocas.

– ¿Llegué, pues, bien a propósito, Blasillo?

– ¡Dios del Cielo! comandante, había perdido el palo mayor y el bauprés; las tres cuartas partes de la tripulación habían sido barridas por las olas, y las bombas no bastaban para achicar el agua ¡ay! No tuve más remedio que abandonar el buque, que a estas horas ya debe haberse hundido.

En aquel momento, el ruido del cañoneo se oyó tan distintamente, que el gitano se lanzó hacia el puente, seguido de Blasillo.

La noche era sombría y fresca, y el condenado, encontrándose en la misma dirección que la escampavía de Massareo, que tiraba del lado opuesto, había podido aproximarse sin ser visto, ya que el fogonazo de las andanadas no iluminaba más que el casco del navío sobre el cual tiraban.

El réprobo se dejó ir aún un instante, hizo apagar todas las luces, y se puso al pairo a medio tiro de fusil del guardacostas, que continuaba disparando, y cuyos tripulantes, atentos, estaban agrupados sobre los empalletados. Se oían perfectamente las voces de Santiago y del valiente Massareo.

– ¡Por el Cielo! ¡es el casco de la otra tartana el que hunden esos perros! – exclamó Blasillo en voz baja, mostrando al gitano los restos del pobre buque, que, iluminado a cada andanada, comenzaba efectivamente a hundirse – . ¡Fuego sobre ellos, comandante, fuego!

– Silencio, niño – respondió el condenado.

Y se llevó a la cámara a Blasillo, haciendo descender también a Bentek.

Se sabe que después de la heroica expedición de Santiago contra la tartana que sólo tenía un inocente buey por todo defensor, se sabe que, vuelto a bordo, el digno teniente de la Urna de San José, había decidido al capitán Massareo a destruir la embarcación, esperando así borrar las trazas de su mentira.

Su voz agria y chillona lo dominaba todo a bordo de la escampavía.

– ¡Vamos, valor, hijos míos! – decía – , Dios es justo y por su asistencia y la mía nos vemos libres de ese infernal gitano.

– ¡Cómo! – preguntó el honrado Massareo – , ¿está usted bien seguro, Santiago, de que el condenado está entre el número de los muertos?

– ¿Dónde quiere usted que esté, capitán? Con semejante tiempo no era posible salvarse a nado. Pero, escuche – dijo al ver que la tartana ya se hundía – ; he querido reservarle una sorpresa; tengo la certeza de que ha muerto, porque yo mismo lo he derribado al suelo y lo he agarrotado.

– ¡Tú! – dijo Massareo con aire de incredulidad.

– ¡Yo! – contestó Santiago con un impudor inconcebible.

– Santiago, si puedes darme pruebas de lo que dices, ¡por el dedo pequeño del pie de San Bernardo!, la aduana y el señor gobernador de Cádiz te darán más escudos que los que necesites para armar y equipar un buen buque de tres palos y hacer viajes a Méjico.

– Una prueba, capitán… aunque no fuesen más que esos horribles aullidos… ¿cree usted que un hombre ordinario puede gritar de esa manera?.. ¿quién quiere que sea más que el condenado?

Se trataba del desgraciado buey, que, presintiendo su fin, mugía lamentablemente.

– La verdad es, Santiago – repuso el capitán estremeciéndose – , que ni usted ni yo pediríamos socorro de esa manera.

– ¡Y si hubiese visto usted al maldito – continuó Santiago – cuando yo le planté dos balas en el costado! ¡si usted hubiera visto al monstruo cómo se debatía! pero ¡por los siete Dolores de la Virgen! su sangre era negra, negra como el alquitrán, y olía tan fuertemente a azufre, que Benito creyó que quemaban mechas en la cala.

– ¡Santa Virgen, tened piedad de nosotros! – dijo el bueno de Massareo interesado hasta el último punto – ; pero, ¿por qué ha tardado usted tanto en dar esos detalles?

Como partió una andanada al mismo tiempo que la pregunta del capitán, Santiago aparentó no haberla oído, y continuó con una imperturbable impudicia:

– Aún le veo, capitán, todo vestido de rojo ¡el malvado! con unas calaveras bordadas de plata, y después una talla… ocho pies y algunas pulgadas; unos hombros… unos hombros anchos como la popa de la escampavía, y después una barba roja, cabellos rojos, ojos brillantes, y unos dientes… es decir, unos colmillos como un jabalí. En cuanto a los pies, los tenía torcidos como las patas de mi carnero Pelieko.

Massareo bendecía a Dios, persignándose de que, por su voluntad, se hubiera podido librar a la costa de un tal réprobo.

En aquel momento, la tartana se hundió destrozada, entre los alegres gritos de la tripulación del guardacostas, y el espesor de las tinieblas, que, durante aquel largo cañoneo, habíanse disipado a intervalos, parecía aumentar. El mar estaba casi tranquilo, y no se notaba más que una débil brisa del Sud.

– En fin – exclamó el capitán – , por la intercesión de Nuestra Señora y por el valor de Santiago, que puede contarlo como un milagro, nos hemos desembarazado de ese demonio. Pero que se haga la voluntad de Dios en todas las cosas. Hijos míos, de rodillas, y demos las gracias a Dios por ese testimonio de su bondad hacia los bienaventurados, y de su cólera contra los malditos.

– Amén – respondió la tripulación, que se arrodilló, y todos entonaron una especie de Te Deum de un efecto muy agradable.

El aire era pesado, la noche sombría, y a dos pasos no se distinguía un bulto.

Al fin del primer versículo se hizo el silencio, un profundo silencio. Massareo, solo, dijo:

– Dios de bondad, que velas por tus hijos y los defiendes contra Satanás…

No pudo decir nada más.

El, Santiago y todos los tripulantes, quedaron petrificados sobre el puente, con los ojos fijos, extraviados, y en una espantosa inmovilidad.

– Palabra de honor… creo…

Ya sabéis que el mar estaba tranquilo, la noche obscura… todo obscuro… ¡Pues bien!

Un inmenso foco de una luz roja y brillante se levantó de pronto; el mar, reflejando aquella claridad deslumbrante, hizo rodar olas de fuego, la atmósfera se inflamó y las cimas de los peñascales de la Torre se tiñeron de una luz purpurada, como si un vasto incendio hubiera hecho presa en la costa.

Aquella luminosa aureola era surcada en todas direcciones por largas, cintas de fuego que estallaban en mil chispas, se entrecruzaban y caían en lluvia de oro o de azul o de fuego. Eran millares de ardientes meteoros que centelleaban chisporroteando, vivos y frecuentes relámpagos de una blancura deslumbrante.

Y después, en medio de aquel lago de fuego aparecían el gitano y su tartana.

Era el gitano en persona rodeado de su tripulación de negros, cuyas repugnantes figuras semejaban máscaras de bronce enrojecidas al fuego…

El gitano, sobre el puente de su buque, completamente vestido de negro, con su gorro adornado de una pluma blanca, los brazos cruzados y montado sobre su caballito que llevaba una rica gualdrapa de púrpura, y cuyas crines, trenzadas de hilo de oro, caían formando globitos de cristal y de pedrería, sujetos con cintas de plata.

Al lado del réprobo y apoyado en el cuello de Iscar, se veía al joven Blasillo, vestido de negro también, y teniendo en la mano una larga carabina damasquinada; después, Bentek y sus negros, formados en dos filas, rodeaban silenciosamente los cañones, y el ligero humo blancuzco que se elevaba de cuando en cuando probaba que las mechas estaban encendidas y las piezas cargadas.

No había nada en el mundo más imponente que aquel espectáculo, que semejaba una aparición satánica; porque el profundo silencio de la tripulación del réprobo, su inmovilidad, el buque negro que, a los ojos de los españoles, que ignoraban que el gitano tuviese dos tartanas, parecía surgir del fondo del abismo en medio de oleadas de luz y de llamas, en el momento mismo en que la creían destruida para siempre; el rostro tranquilo y frío del condenado, cuya mirada tenía algo de sobrehumano, todo esto debía aterrorizar al desgraciado Massareo y a sus acólitos que no vieron en esta aventura pirotécnica más que el triunfo de Satanás.

La voz del condenado tronó, y toda la tripulación de la escampavía, que estaba arrodillada y como fascinada ante aquel extraño espectáculo, cayó de bruces contra el puente.

– ¡Y bien! – dijo el gitano – , ¡y bien, valiente guardacostas, ya ves que ni el viento ni el fuego pueden nada contra mí, y que cada una de tus balas han reparado una de mis averías. ¡Por Satanás! mi dueño, ¿te atreverás aún a perseguir al gitano, creerás aún que miserables como tú y los tuyos puedan detener en su carrera al que resiste a los embates de la tempestad y a la voluntad de Dios?

Nadie en la escampavía se atrevió a contestar esta impertinente fanfarronada.

– Pero, ¡por la ardiente pupila de Moloch! ¿no respondéis? Vamos, que ese capitán que ha restaurado mi tartana con tanta diligencia, que ese valiente capitán se levante, o destrozo su embarcación. ¡Palabra de honor! Pensad bien, hermanos míos, que vosotros no encontraréis como yo en el fondo del Océano bravos demonios de alas de fuego que, saliendo de los abismos de lava ardiente en que se agitan, tomen vuestra escampavía sobre sus hombros para ponerla a flote. Porque la claridad que vosotros veis, hermanos míos, no es más que el reflejo de sus alas que han desplegado un momento. Por última vez, capitán, levántate, o atacaré tu navío con un cierto fuego que el agua bendita y los exorcismos no podrán apagar, te lo juro.

Los españoles sufrieron un instantáneo sobresalto, como si hubiesen recibido una conmoción eléctrica, pero nadie se levantó.

– ¡Por la uña de Belcebú! es sin duda ese héroe del frac azul y de la charretera de oro que oculta su cabeza detrás de un cañón y que no se menea más que un pescado muerto… Blasillo, hijo mío, haz que esconda esa pierna que se le ve aún, porque el valiente se desliza como una culebra a lo largo de ese afuste.

Blasillo dejó caer el gatillo de su larga carabina, y el capitán Massareo, por el brusco movimiento que le hizo hacer su herida, se encontró casi sentado en el puente, fijando en el gitano unos ojos mortecinos que miraban sin ver.

Creo que la bala de Blasillo le había roto una pierna.

– Ve a decir a los sabuesos de la aduana y al señor gobernador de Cádiz, que yo hubiera podido destrozar e incendiar tu buque, y que no lo he hecho. Mírame bien – añadió el gitano poniéndose la punta de su índice en la frente amplia y despejada – , mírame bien, para que te acuerdes del condenado y de su clemencia; pero como mañana podrías creer que se trataba de un sueño, he aquí lo que te probará la realidad de tu visión. ¡Adiós, valiente!

Al mismo tiempo tomó una mecha de las manos de Bentek, y se aproximó a un cañón; el disparo partió, la bala silbó, rompió el palo de mesana del guardacostas, hundió una parte de la borda, mató dos hombres e hirió tres.

Apenas había resonado el cañonazo, cuando el inmenso foco de luz en medio del cual apareciera el gitano, se extinguió como por ensalmo, y la obscuridad profunda que reemplazó a aquella claridad deslumbrante, hizo las tinieblas más espesas aún; ya no se distinguía nada, ni se oía nada.

… ... … ... … ... … ... … ... … ... … …

– Y bien, Blasillo, ¿qué dices tú de mi venganza? – preguntó el gitano a su joven compañero después que se hubieron alejado mucho de la escampavía por medio de los largos remos de la tartana, cuidadosamente envueltos, de modo que la misteriosa desaparición del gitano pudiera pasar a los ojos de los españoles por un nuevo prodigio.

– ¡Su venganza, comandante, su venganza! ¿Cómo hubiera tratado, pues, a los amigos?.. ¡Dejar a esos miserables!.. ¡Por la Virgen! ¡si supiera usted lo que yo he sufrido viendo a la pobre tartana caer pieza a pieza bajo el cañón de esos cobardes!

– ¡Tú eres un niño, querido! si yo hubiera hundido a esos miserables y a su embarcación, ¿quién lo hubiera sabido? Se les hubiera creído perdidos a consecuencia del huracán, y mañana, otras dos escampavías se pondrían en mi persecución. Mañana, Blasillo, ni un brick, ni una fragata, ni un navío se atreverá a ello, tan grande ha sido el terror que he sabido inspirarles. Hubiera matado a doce cobardes; así paralizo el valor de diez mil bravos, porque en tu dulce país se pelea valientemente contra los hombres, pero aun se teme al diablo… Ya lo saben los frailes; así ellos se sirven de Dios como yo de Satanás, Blasillo. Ves, otra comedia.

Blasillo no respondió nada, pero preguntó al gitano qué es lo que pensaba hacer.

– Palabra, hijo mío, no hay que pensar en el contrabando; no nos queda ya más que un camino, y es el de ir a ofrecer nuestros servicios a los insurrectos de la América del Sur; pero antes de partir quiero ver a la monja. El terror de tus compatriotas durará mucho tiempo, Blasillo; además, nuestro retiro continúa siendo tan seguro y tan secreto como antes; hablemos, pues, Blasillo, del convento de Santa Magdalena.

– Hablemos, comandante.

Hablaron, y largamente.

En cuanto a Massareo y su tripulación, esperaron el día en la misma posición, es decir, con la nariz pegada al suelo, y únicamente cuando el sol estuvo bien alto se atrevieron a levantar la cabeza; pero como no habían maniobrado durante aquella noche terrible, se encontraron varados sobre la costa de Conil, enfrente del faro de señales.

Entonces aquellos desgraciados, pálidos y maltrechos, se miraron con espanto, y de un brinco se plantaron en la playa, echando a correr con toda la velocidad de sus piernas, como si el gitano les pisara los talones.

Encontraron un asilo en Conil; allí contaron detalladamente el prodigio, y este relato, ya desnaturalizado por ellos, tomó, al pasar por los labios de los campesinos de Conil y sus alrededores, un carácter tal, que ya no se trataba de una tartana, sino de un inmenso navío, tripulado por legiones de demonios que vomitaban llamas, con sus alas de fuego, y llevando a la cabeza al gitano – o mejor dicho, al mismo Satanás, como ya se dijo juiciosamente en la barbería de Flores – , que se había precipitado al fondo del Océano, en el momento en que la tartana se hundía a los cañonazos del guardacostas; en fin, una historia digna del Romancero, pero que, por absurda que fuese, y según la predicción del gitano, tuvo durante largo tiempo a todo el litoral en jaque y llevó a su límite máximo el terror que inspiraba el nombre del condenado.

XI
AMOR

Quisiera poseer tantos sentidos como estrellas las hermosas noches para ocuparlos todos en nuestro amor; pienso que es por eso por lo que los ángeles son dichosos entre todas las criaturas.

C. Nodier, «El rey de Bohemia».

¡Oh! ¡cuánto amo una noche de estío, una bella noche de España, con su cielo transparente y azul como en los más hermosos días de Francia, y su luna más brillante que su sol! porque entonces todo es misterio y silencio, todo se agranda en la obscuridad; porque entonces el ligero estremecimiento del ala matizada de una mariposa, una flor que, destacada de su aureola, cae zumbando sobre una hoja seca, el murmullo de las ramas que el aire agita y balancea, resuenan más fuerte a vuestro oído inquieto y atento que el cañón que truena en un día de fiesta.

¡Ved el convento de Santa Magdalena! ahora que el sol no le dora con sus rayos, ¡cómo se eleva imponente con sus negros y altos muros y sus vastos pórticos grises cortados en festones! ¡cuán bien sus pesadas torres, sus largas galerías desiertas encuadran en la sombría verdura de las viejas encinas! ¡cómo sus grandes sombras hacen resaltar la luz blanca y viva que alumbra los muros, platea los techos de plomo y la brillante flecha del campanario!

Ya os lo he dicho; todo es silencio, se distinguiría el vuelo de una abeja del de una mariposa.

¡Atención! ¿no oís los violentos latidos de un corazón que brinca y las inspiraciones de una respiración anhelante? ¿No oís hasta el ágil y fresco césped murmurar bajo el ligero peso que le aprisiona?

Deslizaos detrás de esa madreselva que rodea esa hermosa palmera con sus guirnaldas purpuradas… ¡Veis!.. ¡Santo Dios! ¡es la monja! ¡es el gitano!

Un pálido y débil rayo de luna jugueteaba sobre el encantador grupo. El gitano estaba sentado a los pies de la monja, con los codos sobre las rodillas de la joven; él sonreía con amor a aquella cabeza de ángel, y se prestaba a los caprichos infantiles de la monja, que tan pronto le echaba el pelo sobre la frente amplia y elevada, como se la descubría apartando su espesa cabellera.

– ¡Ángel de mi vida! – dijo al fin Rosita – , ¡yo quisiera morir así en tus brazos, con los ojos fijos en los tuyos, con mis manos entre las tuyas!

– Pues yo no, amor mío; lo que quisiera yo es vivir siempre así.

– ¡Oh, sí! vivir siempre así, porque vivir es estar a tu lado; vivir es amarte… Así, mi plegaria de cada noche a la Virgen, es que proteja nuestros amores, querido mío.

– Ya los protege, querido ángel; ya ves, todo nos sale bien.

– Sin embargo, ¿te acuerdas de aquella tempestad? ¡Jesús! ¡qué espanto viéndote escalar los muros a la luz de los relámpagos, para volver a tu chalupa! El cielo parecía de fuego, ¡Virgen santa!, y yo vi más tarde, por las heridas de tus manos, que te habías visto obligado a agarrarte a los picos de las rocas para que las olas no te arrastrasen.

Y aun trémula al recuerdo del peligro pasado, le enlazó fuertemente con sus brazos como si quisiera substraerle a un peligro inminente.

– ¿Te acuerdas? di…

– No, ángel mío, no me acuerdo más que del beso que me diste al decirme adiós.

– ¿Te acuerdas de la corrida de toros? ¿te acuerdas del día que te vi en la llanura que se extiende ante el convento? ¡Oh! ¡cómo latía mi corazón cuando comprendí por tus gestos que me reconocías, y cuando oí tu voz bajo mi ventana!

– Y después – añadió en voz más baja – , cuando por medio de una flecha echaste una escala de seda en este jardín… ¡cómo temblaba mi mano al atarla al tronco de esa palmera!

– Mi mano temblaba también, Rosita.

– ¿Te acuerdas?.. Pero, ¿para qué hablar del pasado, amado mío? el presente es nuestro, el presente y su delirio, y su alegría embriagadora, y sus ardientes caricias, y su dulce abandono… Vaya… cuando esté sola, cuando, en un ardiente insomnio, se agite mi pecho y mis ojos se llenen de lágrimas, entonces… entonces será tiempo de invocar mis recuerdos.

Y su cabeza se inclinó sobre la del gitano, y sus bocas se oprimieron.

– ¡Oh! ven – la dijo levantándola dulcemente – , ven a pasear bajo esos viejos naranjos y a respirar su perfume… ¡Mira! Rosita, yo soy tu caballero; esta sombría alameda es el Prado de Madrid; ven, amada mía, enlaza tu brazo al mío, baja el largo encaje de tu mantilla sobre tus ojos, y ven a ver estos hermosos carruajes y estas magníficas libreas. Y después, este viejo claustro negro y silencioso, es el teatro. Ven al teatro, resplandeciente de oro, de cristales y de luz. He aquí al rey, he aquí a la reina y a su corte deslumbrante de pedrería; los espectadores se levantan y saludan. Tú entras en tu palco, tu vestido es blanco como tu seno, en el pelo llevas prendida una flor roja como tus labios… También se levantan, Rosita, también se levantan por ti como por la reina de todas las Españas y dicen: «¡Qué bella es!»

Y la miraba sonriente como si quisiera descubrir un pensamiento de vanidad en aquella frente pura y cándida.

– ¡Oh! prefiero el viejo claustro y tu amor – repuso ella; y como se aproximase a él, su pie tropezó con una piedra verdusca – . ¿Qué es eso, amor mío? – preguntó el gitano.

– ¡Una tumba! – dijo la joven deteniendo al gitano para que no pisase aquella tierra sagrada, y persignándose.

– ¡Cómo! ¡una tumba aquí, en el jardín de este claustro! yo creía que los cristianos no enterraban a sus muertos más que en una tierra bendita; ¿lo es ésta?

– No, ¡santa Virgen! porque se dice en voz baja, en el claustro, que esta tumba es la de Pepa; de Pepa, que un día se atrevió a huir de este santo retiro, pero fue alcanzada en el camino de Sevilla, su amante fue muerto al querer defenderla, y ella…

– ¡Y bien! ¿y ella, querido ángel?

– ¡Oh! ella fue llevada al convento, y murió en medio de los mayores tormentos. Tres años de suplicio, amor mío, acostándose sobre un lecho de aquellas piedras, sin dormir, sin descanso, golpeada cada día, y viviendo del alimento más miserable, en el cual echaban animales inmundos, para mortificarla y hacerla expiar su crimen, según decía la superiora.

– ¡Por el disco del sol! – exclamó el gitano – ; entonces, ¿si nos sorprendiesen?..

Y miraba a la joven con ansiedad, porque aquella cruel pregunta se le había escapado, por así decirlo, a su pesar, y comprendía todo lo que semejante suposición debía tener de espantoso para ella.

– Moriría como Pepa – respondió la niña sonriendo con una admirable expresión de amor y de resignación – ; como ella, moriría por mi amante. No es la primera vez que se me ocurre.

– ¡Cómo! ese horrible destino…

– Es mil veces menos horrible que pasar un día sin verte, sin decirte: Yo te adoro… – murmuró con los dientes apretados, y dejándose resbalar, estremecida, a sus pies.

… ... … ... … ... … ... … ... … ... … …

– ¿Lo quieres tú? adiós, pues – contestó ella con un profundo suspiro.

– Sí, adiós, ángel mío, es preciso que nos separemos. ¿Ves? la noche ya es menos obscura, las estrellas palidecen y esa claridad rojiza nos anuncia la proximidad de la aurora. Adiós, pues, Rosita mía.

– Otro beso… uno solo… ¡el último! alma de mi vida.

Y el sol doraba ya las altas torres del convento, cuando aun duraba este beso.

Por fin el gitano se arrancó de los dos brazos que le estrechaban amorosamente, puso el pie en la escala de seda y la subió con su acostumbrada agilidad.

La monja, sentada al pie de la palmera, seguía todos sus movimientos con la mirada inquieta.

– Hasta la noche – decía ella – , hasta la noche, dueño mío, amor mío.

El gitano, que había llegado al último tramo, se volvía una última vez para sonreír a Rosita, y cuando se disponía a pasar al otro lado del muro, la escala, de pronto, se replegó sobre sí misma, se deslizó rápidamente a lo largo de la pared, y el gitano cayó a los pies de la monja, ensangrentado, mutilado, con el cráneo abierto. Seguramente habían cortado las amarras que sujetaban la escala por la parte de fuera.

– ¡Me han hecho traición! – exclamó el gitano, y sus ojos se volvieron hacia la monja, que estaba arrodillada, con las manos juntas, pálida, inmóvil, la mirada fija, la respiración suspendida.

– Rosita, Rosita, trata de arrastrarme detrás de esos naranjos antes de que amanezca, porque yo no puedo valerme. ¡Oh! ¡sufro mucho!

El desgraciado se había fracturado el fémur y los huesos le agujereaban la piel.

– Rosita, amor mío, Rosita mía, ayúdame… – repetía con voz débil.

La monja lanzó una carcajada convulsiva y violenta, sus ojos se agrandaron de una manera espantosa, pero no se movió.

– ¡Infierno! ¿es que la desgraciada se ha vuelto loca? – exclamó el gitano, y quiso tomar una mano de la joven, pero este movimiento le arrancó un grito penetrante.

Su fractura era viva y sangrienta.

De pronto se oyó un ruido, al principio sordo y confuso, en la dirección de la puerta del jardín.

– Rosita, Rosita, es tu amante quien te lo suplica, sálvate tú, al menos sálvate tú – decía el gitano en un tono desgarrador.

La joven permanecía inmóvil y arrodillada ante él.

El ruido se hacía cada vez más próximo y distinto, y el herido intentó arrastrarse detrás de una espesa mata de madreselva, que podía ocultarle a todos los ojos.

Después de sufrimientos inauditos, lo consiguió.

En aquel momento se abrió la puerta del claustro, y una multitud de carabineros, frailes y gente del pueblo invadió el jardín lanzando atroces rugidos.

– ¡Muera el condenado! ¡muera el maldito! – gritaban todos.

El gitano se deslizó como una serpiente detrás de un macizo de áloes. La multitud llegó cerca del muro, y allí, junto a la palmera, encontró a la monja, siempre arrodillada, siempre inmóvil y con las manos juntas.

Aquellos gritos desordenados la sacaron del paroxismo en que estaba abismada; bajó los ojos, vio sangre aún reciente en el suelo y sonrió. Pero sus labios estaban tan convulsivamente apretados, que aquella sonrisa resultaba atroz.

La muchedumbre se estremeció, hizo la señal de la cruz y permaneció muda.

La monja, entonces, haciendo signo con la mano a los que la rodeaban, se puso a seguir el rastro de sangre que el gitano había dejado sobre la arena.

Todos marchaban en silencio, llenos de horror; llegaron por fin al matorral que ocultaba al gitano.

Rosita entonces, se detuvo un momento para separar las hojas espesas y barnizadas de los áloes, se abrió paso a través de la maleza, se arrastró hasta el lado del maldito, lanzó un grito terrible, y cayó… muerta…

– El renegado está ahí; cercad ese lugar y rechazad al pueblo.

– Ríndete, perro, porque veinte carabinas te están apuntando – exclamó el comandante de los carabineros.

– Pobre niña, por lo menos no sufrirás sus torturas – dijo el gitano mirando a la monja, y una lágrima que los más espantosos dolores no le habían podido arrancar, cayó sobre su ardiente mejilla.

– ¡Ríndete, renegado! ¡o mando hacer fuego! – repetía el comandante.

– Sois unos valientes, hijos míos – respondió el gitano – : el ciervo está herido ¡y aun le teméis! hermosa caza, en verdad.

Y se calló; entonces se precipitaron sobre él, lo agarrotaron, y tres días después estaba en Cádiz, en la prisión de San Augusto, bajo la custodia de un batallón de milicianos.

Desde hacía tiempo, los pescadores, al señalar la presencia de una canoa que cruzaba por la noche a la vista de los muros del convento, habían despertado las sospechas del alcalde; fueron apostados unos cuantos hombres detrás de las rocas, se espió los pasos del gitano; fue seguido, se le vio abordar, lanzar la escala, y cuando creyeron, por la tensión de las cuerdas, que él subía, las cortaron por fuera, y ocurrió lo que ya sabéis.

Yaş sınırı:
12+
Litres'teki yayın tarihi:
27 eylül 2017
Hacim:
210 s. 1 illüstrasyon
Telif hakkı:
Public Domain

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