Kitabı oku: «Plick y Plock», sayfa 13
El verdugo. – No rebajo ni un real…
El pueblo (arrojando el dinero). – ¡Ahí van los diez duros!
Un carnicero (agitando su cuchillo). – ¡Por Santiago! ¡yo le cortaré gratis la mano, y la otra y la cabeza!
El verdugo. – Compadre, ¿acaso mato yo sus animales? Cada cual a lo suyo. Venga ese cuchillo.
(El carnicero se retira en medio de los aplausos de la multitud; el verdugo recoge cuidadosamente el dinero, va hacia el gitano, le agarra el brazo y le corta la mano.)
La multitud. – ¡Bravo! ¡muera el hereje!
El gitano. – Creí que esto era más doloroso.
El sacerdote (con voz sonora y fuerte). – Era culpable ante los hombres, pero este martirio le absuelve ante Dios.
Blasillo (precipitándose sobre la mano ensangrentada y guardándola bajo su capa). – Sacerdote, no lo dices todo, ¡esa sangre caerá sobre ellos! Adiós, comandante, aun me hace falta fuerza para vengarte; me voy, porque un minuto más me mataría. (Blasillo desaparece entre la multitud.)
Como el momento se acerca, se hace un profundo silencio.
El sacerdote se arroja en los brazos del condenado; el verdugo se aproxima y pone al cuello de la víctima la argolla; aprieta después el torniquete que hay en la parte posterior y oprime violentamente el cuello del paciente. Una vuelta más, y el gitano queda estrangulado; en aquel momento el sacerdote le echa un velo a la cara, y cae a sus pies rezando; la multitud aplaude de nuevo y se retira satisfecha. Por la tarde, cuando ya el sol se oculta detrás de la torre de la Aduana, el alcalde volvió al cadalso, donde habían dejado el cuerpo del ajusticiado. Allí se descubrió, sin que el gitano correspondiera a su atención, y entonces los ayudantes del verdugo arrojaron su cuerpo al muladar, donde fue devorado por los perros.
XIV
MAESTRO PLOCK
¡La venganza! placer de los hombres.
Creo que fue a una de esas calles de Tánger, sucias, estrechas y fangosas, bordeada por altas casas sin aberturas, tal vez la calle de Moab'd'hal, a donde Blasillo se dirigió después de una feliz travesía. Muchos días habían transcurrido ya desde la muerte del gitano, y la tartana, siempre oculta en su impenetrable retiro, había podido escapar tanto más fácilmente, por cuanto todo Cádiz la creía hundida; de modo que a Blasillo le fue muy fácil franquear la distancia entre Cádiz y Tánger.
En aquella sucia y fea calle, los árabes se entregaban a sus juegos favoritos y sobre todo a la caza de los armenios, de modo que así que uno de ellos se atrevía a sacar la cabeza a la puerta de su casa, caía sobre él una lluvia de balas.
En medio de ellas atravesó Blasillo la calle hasta que llegó a una enorme verja de hierro detrás de la cual había un viejo de larga y cadavérica cara, cubierto con una especie de gorro amarillo, que encuadraba de una manera extraña su horroroso rostro.
Blasillo. – Tarda usted mucho, buen hombre, y ya sabe usted, sin embargo, que las balas llueven sobre los cristianos en esta maldita calle.
El judío. – ¿No es más que eso? Adiós, joven.
Blasillo. – Una palabra, no se retire tan pronto.
El judío. – Hable, pero sea breve.
Blasillo. – Aquí en la calle no puedo; déjeme entrar en su casa, y entonces…
El judío. – ¡Que el anillo de Salomón te sirva de collar! ¡Vete!
Blasillo. – Puesto que usted se niega, voy a intentar un último medio. (Le enseña un saquito abierto de emblemas jeroglíficos.)
El judío. – ¡Que no! ¡semejante tesoro en tu poder!.. ¿quién ha podido…? Pero, entra, entra; porque las balas llueven, y no quisiera que esos incrédulos mancillaran ese talismán.
Se abrió la puerta.
Blasillo entró bajando la cabeza, atravesó otras dos enormes rejas de hierro y se encontró en un estrecho patio que no recibía la luz más que por arriba.
– Déjame, hijo mío – dijo el judío – , déjame que examine ese saquito.
Y sus ojos echaban chispas bajo sus espesas cejas.
– Vea usted, padre – respondió Blasillo.
– ¡Por las cinco estrellas de Stemboth! éstas son las insignas de uno de los grados más altos de nuestra asociación, y yo debo obedecer a los que las posean, sin informarme de qué modo han llegado a sus manos. ¿Qué me mandas, hijo? El viejo está a tus órdenes.
– Te llaman Jacob, y no obstante tu nombre es Plock, ¿no es cierto, anciano?
– Es verdad. Que el ángel me toque con el dedo si yo miento.
– Bien, señor Plock; ¿tiene usted unos almacenes cuya entrada da a la playa, cerca de la ensenada de Betim'Sah?
– Es verdad. Que el ángel me toque con el dedo si yo miento.
– ¿Y en esos almacenes guarda ricos tejidos de Túnez, tapices de Constantinopla y cachemiras del Cairo?
El judío palideció pero, no obstante respondió:
– Es verdad. Que el ángel me toque con el dedo si yo miento.
– Bueno, pues esta noche vas a hacer transportar esas mercancías a una tartana, con pabellón danés, que hay fondeada en la ensenada de Betim'Sah.
El judío, que estaba arrodillado, se levantó como si le hubiese picado una víbora.
– ¡Por la cintura de los majos! Eso es imposible! Los cabellos se me erizan nada más de pensarlo.
– ¡Infame judío! ¿Crees que quiero que me regales tus mercancías? Toma, aquí tienes oro para comprarte tus almacenes, a ti y a tu rabino.
– ¡Dios del cielo! guarda tu oro, porque me espanta. Te equivocas sobre el motivo de mi negativa, joven… ¿sabes lo que pides de mí?
– Lo sé, maestro Plock.
– No lo sabes, no.
Entonces miró a su alrededor con inquietud, y, como si temiese ser oído se aproximó a Blasillo, le habló un instante en voz baja, y después le miró con aire interrogativo.
– Ya lo sabía.
– ¿Y quiere usted…?
– Sí.
Por la noche, Blasillo vigilaba el embarque de las mercancías, y el viejo Bentek y los negros llevaban a bordo los últimos fardos, cuando Plock que hasta entonces había permanecido alejado, se aproximó al joven y le dijo:
– Sólo el demonio, hijo mío, le ha podido encargar de semejante comisión; pero yo me lavo las manos; ¡que la venganza del Cielo caiga sobre usted y sobre los que le mandan!
– ¡Que el Cielo le ayude! – dijo Blasillo tendiéndole la mano.
Pero el judío dio un salto hacia atrás.
– Es verdad, no me acordaba – dijo el joven – . Adiós, maestro, hasta la vista.
– Hasta la vista… Tendría que ser mañana… porque antes de tres días su madre de usted ya no tendrá hijo.
Un mes justo después de la ejecución del gitano, una peste espantosa devastaba Cádiz; porque Blasillo había hecho naufragar su tartana al pie del fuerte de Santa Catalina…
Su tartana, llena de mercancías, comprada por él en Tánger, había sido saqueada por el pueblo.
Porque Blasillo, al comprar aquellas mercancías, que procedían de Levante, entonces asolado por una epidemia, sabía que estaban infectadas y que maese Plock no esperaba más que una ocasión favorable para purificarlas8.
El pueblo de Cádiz que ignoraba esta circunstancia, se apoderó de las brillantes mercancías e infectó a todos los habitantes.
Hasta el alcalde y los miembros de la Junta que quisieron ver a sus mujeres y a sus hijos vestidas como las grandes de España, fueron atacadas por la peste.
En fin, perecieron gran número de personas en Cádiz y en sus alrededores, porque los meses de julio y de agosto fueron muy calurosos, y la fiebre amarilla complicó la peste.
Se calculó el número de los muertos en veintinueve mil setecientos treinta y dos, sin contar los frailes.
En cuanto a Blasillo, no se supo lo que fue de él, como tampoco de sus negros.
Pero había cumplido su palabra al gitano.
¡Le había vengado!