Kitabı oku: «Plick y Plock», sayfa 2
III
LA BUENA VENTURA
La bruja dijo al pirata:
«Buen capitán, en verdad,
No seré yo tan ingrata,
Y tendréis vuestra beldad.»
Víctor Hugo, «Cromwell».
Entró, se quitó su capote impermeable que chorreaba agua, lo extendió cerca de la lumbre, sacudió su ancho sombrero de cuero barnizado, y se dejó caer sobre una silla vieja.
Kernok podría tener treinta años; su ancha cintura y busto cuadrado que anunciaba un vigor atlético, sus facciones bronceadas, su negra cabellera, sus espesas patillas, le daban un aire duro y salvaje. Sin embargo, su rostro hubiera pasado por hermoso a no ser por la constante movilidad de sus pobladas cejas que se unían o se separaban, según la impresión del momento.
Su traje no le distinguía en nada de un simple marinero; solamente llevaba dos áncoras de oro bordadas en el cuello de su grosera chaqueta, y un ancho puñal encorvado pendía de su cintura por un cordón de seda roja.
Los habitantes de la cabaña examinaban al recién llegado con una expresión de temor y de recelo y esperaban pacientemente que el singular personaje hiciera conocer el objeto de su visita.
Pero él no parecía ocupado más que en una cosa, en calentarse, y arrojó al fuego con desparpajo algunos trozos de madera en los que se veían aún aplicaciones de hierro.
– Perros – dijo entre dientes – , ésos son los restos de un buque que ellos habrán atraído y hecho naufragar. ¡Ah! si alguna vez El Gavilán…
– ¿Qué quiere usted? – dijo Ivona cansada del silencio del desconocido.
Este levantó la cabeza, sonrió desdeñosamente, no pronunció una sola palabra, extendió sus piernas sobre la lumbre, y después de haberse acomodado lo mejor posible, es decir, con la espalda apoyada contra la pared y los pies sobre los morillos.
– Usted es Pen-Hap el desollador, ¿no es cierto, buen hombre? – dijo por fin Kernok que, con su bastón herrado atizaba el fuego con tanta fruición como si se hubiese encontrado en el rincón de la chimenea de alguna excelente posada de Saint-Pol – , ¿y usted la bruja de la costa de Pempoul? – añadió mirando a Ivona con aire interrogativo.
Después, midiendo al idiota con la vista, con disgusto:
– En cuanto a ese monstruo, si lo llevaseis al aquelarre, causaría miedo al mismo Satanás; por lo demás, se parece a usted, vieja mía, y si yo pusiera esa cara en el mascarón de mi brick, los bonitos, asustados, no vendrían más a jugar ni a saltar bajo la proa.
Aquí Ivona hizo una mueca de cólera.
– Vamos, vamos, bella patrona, cálmese usted y no abra el pico como una gaviota que va a dejarse caer sobre un banco de sardinas. He aquí lo que la apaciguará – dijo Kernok haciendo sonar algunos escudos – ; tengo necesidad de usted y del… señor.
Este discurso, y la palabra señor sobre todo, fueron pronunciados con un aire tan evidentemente burlón, que fue preciso la vista de una bolsa bien repleta y el respeto que inspiraban los anchos hombros y el bastón herrado de Kernok, para impedir que la digna pareja no estallase en una cólera demasiado largo tiempo contenida.
– Y no es – añadió el corsario – que yo crea en vuestras brujerías. Antes, en mi infancia, ya era otra cosa. Entonces, como los demás, yo temblaba durante la velada oyendo esos bellos relatos, y ahora, hermosa patrona, hago tanto caso de ellos como de un remo roto. Pero ella ha querido que viniese a hacerme decir la buena ventura antes de hacerme a la mar. En fin, vamos a empezar; ¿está usted dispuesta, señora?
Este señora arrancó a Ivona una mueca horrible.
– ¡Yo no me quedo aquí! – exclamó el desollador, pálido y trémulo – . Hoy es el día de los muertos; mujer, mujer, tú nos perderás; ¡el fuego del Cielo abrasará esta morada!
Y salió cerrando la puerta con violencia.
– ¿Qué mosca le ha picado? Corre a buscarle, viejo mochuelo; él conoce la costa mejor que un piloto de la isla de Batz, y yo le necesito. ¡Ve, pues, bruja maldita!
Diciendo esto, Kernok la empujó hacia la puerta…
Pero Ivona, soltándose de las manos del pirata, repuso:
– ¿Vienes para insultar a los que te sirven? Calla, calla, o no sabrás nada de mí.
Kernok se encogió de hombros con un aire de indiferencia y de incredulidad.
– En fin, ¿qué quieres?
– Saber el pasado y el porvenir, nada más que eso, mi digna madre; eso es tan fácil como hacer diez nudos con el viento en popa – respondió Kernok jugando con los cordones de su puñal.
– ¿Tu mano?
– Ahí va; y me atrevo a decir que no hay otra más fuerte ni más ágil. ¡A ver, pues, lo que lees en ella, vieja hada! Pero creo tanto en eso como en las predicciones de nuestro piloto que, quemando sal y pólvora de cañón, se imagina adivinar el tiempo que hará por el color de la llama. ¡Tonterías! yo no creo más que en la hoja de mi puñal o en el gatillo de mi pistola, y cuando digo a mi enemigo: «¡Morirás!» el hierro o el plomo cumplen mejor mi profecía que todas las…
– ¡Silencio! – dijo Ivona.
Mientras que Kernok expresaba tan libremente su escepticismo, la vieja había estudiado las líneas que cruzaban la palma de su mano.
Entonces fijó sobre él sus ojos grises y penetrantes, después aproximó su dedo descarnado a la frente de Kernok, que se estremeció sintiendo la uña de la bruja pasearse sobre las arrugas que se dibujaban entre sus cejas.
– ¡Hola! – dijo ella con una sonrisa repugnante – ; ¡hola! ¡tú, tan fuerte, y tiemblas!
– Tiemblo… tiemblo… Si crees que es posible sentir tu garra sobre mi piel, te equivocas. Pero, si en lugar de ese cuero negro y curtido se tratase de una mano blanca y regordeta, ya verías entonces si Kernok…
Y balbuceaba, bajando involuntariamente la vista ante la mirada fija e insistente de la bruja.
– ¡Silencio! – repitió; y su cabeza cayó sobre su pecho; se hubiera dicho que estaba absorta en un profundo ensueño.
Solamente de cuando en cuando la agitaba una especie de temblor convulsivo, y sus dientes se entrechocaban. La luz vacilante del hogar que se extinguía iluminaba únicamente con su rojiza claridad el interior de aquel chamizo; y destacándose en el fondo la cabeza disforme del idiota que dormitaba agazapado en un rincón, resultaba verdaderamente espantosa. De Ivona no se veía más que su manta negra y sus largos cabellos grises; en el exterior mugía la tempestad. Había no sé qué de horrible y de infernal en aquella escena.
Kernok, el mismo Kernok, experimentó un ligero estremecimiento, rápido como una chispa eléctrica. Y sintiendo poco a poco despertarse en él su antigua superstición de niño, perdió aquel aire de incredulidad burlona que se pintaba en sus facciones al entrar.
Bien pronto un sudor húmedo cubrió su frente. Maquinalmente asió su puñal y lo sacó de la vaina…
Y como aquellas gentes que, medio dormidas aún, creen salir de un sueño penoso haciendo algún movimiento violento, exclamó:
– ¡Que el infierno se lleve a Melia, a sus estúpidos consejos y a mí mismo por haber sido tan tonto en seguirlos! ¿He de dejarme intimidar por esas mojigangas, buenas para asustar a las mujeres y a los niños? ¡No, voto a tal! no se dirá que Kernok… ¡Ea! prometida del demonio, habla pronto; tengo que marcharme. ¿Me oyes?
Y la sacudió fuertemente.
Ivona no respondía; su cuerpo seguía las impulsiones que le daba Kernok. No se notaba siquiera la resistencia que hace experimentar un ser animado. Se hubiera dicho que era una muerta.
El corazón del pirata latía con violencia.
– ¿Hablarás? – murmuró, levantando la cabeza de Ivona que estaba inclinada sobre su pecho.
Ivona quedó en la posición que la dejara, pero su mirada continuaba siendo fija y sombría.
Los cabellos de Kernok se erizaban sobre su cabeza; con las dos manos hacia adelante, el cuello tendido, como fascinado por aquella mirada pálida y siniestra, escuchaba respirando apenas, dominado por un poder superior a sus fuerzas.
– Kernok – dijo por fin la bruja con una voz débil y entrecortada – , tira, tira ese puñal, porque hay sangre en él; sangre de ella y de él.
Y la vieja sonrió de una manera espantosa; después, poniendo el dedo sobre su cuello:
– La has herido ahí… y sin embargo, aun vive. Pero no es eso todo… ¿Y el capitán del barco negrero?
El puñal cayó a los pies de Kernok; se pasó la mano por su frente ardiente y se apretó las sienes con tal fuerza, que la huella de sus señas quedó impresa en ellas. Apenas si se sostenía y tuvo que apoyarse contra el muro.
Ivona continuó:
– Que hayas arrojado al mar a tu bienhechor después de haberle dado de puñaladas, pase; tu alma irá a Teus; pero que hayas herido a Melia sin matarla, eso está mal; porque para seguirte, ella ha abandonado ese bello país donde se crían los venenos más sutiles, donde las serpientes juegan y se enlazan a la claridad de la luna, confundiendo sus silbidos, donde el viajero oye, estremeciéndose, el estertor de la hiena, que grita como una mujer a la que se estrangula; ese bello país, donde las víboras rojas producen unas mordeduras mortales, que llevan en las venas una sangre que las corroe.
E Ivona retorcía sus brazos, como si ella hubiese experimentado aquellas atroces convulsiones.
– ¡Basta, basta! – dijo Kernok, que sentía que su lengua se pegaba al paladar.
– Has herido a tu bienhechor y a tu amante; su sangre caerá sobre ti, ¡tu fin se aproxima! ¡Pen-Ouët! – llamó en voz baja.
A esta voz sorda y ronca, Pen-Ouët, al que se hubiera creído profundamente dormido, se levantó en una especie de acceso de somnabulismo, y se sentó en las rodillas de su madre, que tomó sus manos entre las suyas, y, apoyando su frente contra la del idiota, dijo:
– Pen-Ouët, pregunta el tiempo que Teus le concede de vida… En nombre de Teus, respóndeme.
El idiota lanzó un grito salvaje, pareció reflexionar un instante, retrocedió un paso e hirió el suelo con la cabeza de caballo que siempre llevaba.
Golpeó al principio cinco veces, después otras cinco y luego tres más.
– Cinco, diez, trece – dijo su madre, que iba contando – , trece días te quedan aún que vivir, ¡ya lo oyes! ¡y quiera Teus enviarte a nuestra costa, con el cuerpo lívido y frío, rodeado de algas, los ojos sombríos y abiertos, la boca llena de espumarajos y la lengua apresada entre los dientes! ¡Trece días… y tu alma para Teus!
– ¡Pero ella, ella! – dijo Kernok, jadeante, presa de un delirio atroz.
–¡Ella!– repuso Ivona – ; pero no me has pagado más que por ti. ¡Bah! seré generosa.
Después reflexionó un momento poniéndose el dedo en la frente.
– Pues bien, ella también quedará con los miembros rígidos, la cara azulada, la boca espumeante y los dientes apretados. ¡Oh! haréis unos hermosos prometidos, ¡y quiera Teus que yo os vea, en una noche de noviembre, sobre una roca negra que será vuestro lecho nupcial, con las olas del Océano por cortinajes, con el graznido de los cuervos por canto de bodas y el ojo ardiente de Teus por antorcha!
Kernok cayó desvanecido y dos carcajadas siniestras resonaron en la cabaña.
En esto llamaron a la puerta.
– ¡Kernok, Kernok mío! – dijo una voz dulce y fresca.
Estas palabras produjeron sobre Kernok un efecto mágico; abrió los ojos y miró a su alrededor con extrañeza y espanto.
– ¿Dónde estoy, pues? – dijo levantándose – ; ¿ha sido una pesadilla, una espantosa pesadilla? Pero no… mi puñal… esta capa… Es demasiado cierto… ¡al infierno! ¡maldita vieja! yo sabré…
La vieja y el idiota habían desaparecido.
– Kernok, Kernok, abre ya – repitió la dulce voz.
– ¡Ella– exclamó – , ella aquí!
Y se precipitó hacia la puerta.
– ¡Ven – dijo – , ven!
Y saliendo de la cabaña, con la cabeza desnuda, la arrastró rápidamente, y a través de las rocas que bordean la costa, alcanzaron bien pronto el camino de Saint-Pol.
IV
EL BRICK «EL GAVILÁN»
¡Adelante, famoso bricbarca!
Desde el codaste hasta la gavia
No hay otro en el arsenal
Que con él se pueda igualar;
Viento en popa y adelante.
Canción del marinero.
La niebla que rodeaba los alrededores del pequeño puerto de Pempoul se disipaba poco a poco, y el disco del sol aparecía de un rojo obscuro en medio del cielo gris y sombrío.
Bien pronto Saint-Pol, dominado por sus grandes edificios negros y sus campanarios de piedra, se presentó vago e incierto a través del vapor que ascendía de las aguas, después se dibujó de una manera más precisa, cuando los pálidos rayos del sol de noviembre arrojaron el aire espeso y húmedo de la mañana.
A la derecha se elevaba la isla de Kalot con sus rompientes, el molino y el campanario azul de Plougasnou, mientras que a lo lejos se extendía la playa de Treguier, de fina y dorada arena, limitada por inmensos peñascales que se pierden en el horizonte.
La linda bahía de Pempoul no contenía ordinariamente más que medio centenar de barcas y algunos buques de un tonelaje más elevado.
No es extraño, pues, que el hermoso brick El Gavilán se destacase con toda la altura de sus gavias entre aquella innoble multitud de lugres, faluchos y botes que estaban fondeados a su alrededor.
¡Ciertamente! ¡no había un brick más hermoso que El Gavilán!
¿Es posible cansarse de verlo recto y ligero sobre el agua, con sus formas esbeltas y estrechas, su alta armadura un poco inclinada hacia atrás, que le da un aire tan coquetón y tan marinero? ¿cómo no admirar su velamen fino y ligero, con sus amplias piezas, sus gavias y sus juanetes tan elegantemente sesgados, y esas barrederas que se despliegan sobre sus flancos graciosas como las alas del cisne, y esos foques elegantes que parecen voltear al extremo de su bauprés, y su línea de veinte carronadas de bronce, que se dibuja blanca y negra como los lados de un juego de damas?
Y después, ¡jamás el vapor oloroso de la mirra ardiendo en pebeteros de oro, jamás la violeta con sus hojas aterciopeladas, jamás la rosa ni el jazmín destilados en preciosos frascos de cristal se podrán comparar al delicioso perfume que exhalaba la cala de El Gavilán! ¡qué oloroso alquitrán, qué brea tan suave!
¡A fe de Dios! ¡Ciertamente no había un brick más hermoso que El Gavilán!
Y si le admiráis dormido sobre sus áncoras, ¿qué diríais, pues, si le vieseis dar caza a un desventurado buque mercante? ¡No! jamás caballo de carrera con la boca espumante bajo el freno, ha saltado con tanta impaciencia como El Gavilán, cuando el piloto no le dejaba precipitarse sobre el buque perseguido. Jamás el halcón, rozando el agua con el extremo de su ala, ha volado con tanta rapidez como el hermoso brick, cuando, impulsado por la brisa, sus gavias y sus juanetes izados, se deslizaba por el Océano, de tal modo inclinado, que los extremos de sus vergas bajas desfloraban la cima de las olas.
¡Ciertamente, no hay un brick más hermoso que El Gavilán!
Y ése es el que estáis viendo, amarrado por sus dos cables.
A bordo había poca gente: el contramaestre, seis marineros y un grumete; nadie más.
Los marineros estaban agrupados en los obenques o sentados sobre los afustes de los cañones.
El contramaestre, hombre de unos cincuenta años, envuelto en un largo gabán oriental, se paseaba por el puente con un aire agitado, y la protuberancia que se notaba en su mejilla izquierda anunciaba, por su excesiva movilidad, que mordía su chicote con furor.
Tanto es así, que el grumete, inmóvil cerca de su jefe, con el gorro en la mano como quien aguarda una orden, observaba aquel peligroso pronóstico con espanto creciente; porque el chicote del contramaestre era para la tripulación una especie de termómetro que anunciaba las variaciones de su carácter; y aquel día, según las observaciones del grumete, el tiempo anunciaba tempestad.
– ¡Mil millones de truenos! – decía el contramaestre hundiéndose el capuchón hasta los ojos – , ¿qué infernal viento le ha empujado? ¿Dónde está? ¡Son las diez y aun no ha venido a bordo! Y la bestia de su mujer que parte a media noche para ir a buscarle, el diablo sabe dónde… ¡Una brisa tan hermosa! ¡Perder una brisa tan hermosa! – repetía en tono desgarrador mirando un ligero catavientos colocado en los obenques, y que por la dirección que le daba el viento anunciaba una fuerte brisa del NO – . Es preciso estar tan loco como el hombre que pone el dedo entre el cable y el escobén.
El marmitón, impaciente de la duración de este monólogo, había intentado ya por dos veces interrumpir al contramaestre, pero la mirada furiosa y la movilidad excesiva del chicote de su superior se lo habían impedido. Por fin, haciendo un esfuerzo sobre sí mismo, con su gorro bajo el brazo, el cuello tendido, la pierna izquierda hacia adelante, se aventuró a tirar de la hopalanda de su jefe.
– Señor Zeli – le dijo – , el desayuno le espera.
– ¡Ah! ¿eres tú, Grano de Sal? ¿qué haces ahí, miserable, estúpido, animal, rata de bodega? ¿Quieres que te haga curtir la piel, o que te ponga el espinazo rojo como un rosbif crudo? ¿Contestarás, grumete de desgracia?
A este torrente de injurias y de amenazas, el grumete no oponía más que una calma estoica, acostumbrado, como estaba, a los arranques de su superior.
Y, dicho sea de paso, habéis de saber que, si yo creyese en la metempsicosis, preferiría habitar por toda mi vida en el alma de un caballo de coche de alquiler, de un temporero, de un burro de Montmorency, animar, en fin, a lo que hay de más miserable, que encontrarme bajo la piel de un grumete.
Ya hemos dicho que el grumete no soltaba una palabra; y cuando el maestro Zeli se detuvo para tomar aliento. Grano de Sal repitió con un aire más humilde que de costumbre:
– El desayuno le…
– ¡Ah! ¡el desayuno! – exclamó el contramaestre encantado de hacer caer su furor sobre alguien – ; ¡ah! ¡el desayuno! ¡Toma, perro!
Esto fue acompañado de un bofetón y de un puntapié tan violento, que el grumete, que estaba en lo alto de la escalera del sollado, desapareció como por encanto, y llegó al fondo de la cala resbalando con rapidez a lo largo de los tramos de la escalera.
Llegado al final de su viaje, el grumete se levantó y dijo frotándose los riñones:
– Estaba seguro; lo he conocido en el modo de mascar el tabaco.
Y después de un momento de silencio, Grano de Sal añadió con un aire muy satisfecho:
– Prefiero eso que no haber caído de cabeza.
Luego, consolado por esta reflexión filosófica, fue fielmente a cuidar del desayuno del maestro Zeli.
V
REGRESO
¡Hola! ¿de dónde viene usted, bello señor, con la cabeza desnuda… el cinturón colgando?.. ¡Qué palidez!.. amigo…
¡qué palidez!
Words-Vok.
Aunque hubiese desahogado un poco su cólera en Grano de Sal, el maestro Zeli continuaba midiendo a zancadas el puente, levantando de cuando en cuando el puño y los ojos al cielo, y murmuraba palabras que era imposible tomar por una piadosa invocación.
De pronto, fijando una atenta mirada sobre la entrada del puerto, se detuvo, asió un anteojo que había cerca de la bitácora y, aproximándolo al ojo izquierdo, exclamó:
– Por fin, por fin, ¡qué suerte! ya está aquí, sí, es él… ¡Vaya una manera de remar! ¡Vamos, firme, bravo, muchachos! ¡doblad, y podremos aprovechar la brisa y la marea!
Y el maestro Zeli, olvidando que era difícil hacerse oír a dos tiros de cañón de distancia, animaba con la voz y con el gesto a los marineros que conducían a bordo a Kernok.
Por fin el bote se acercó al brick y atracó a estribor. El maestro Zeli corrió a la escala a dar el silbido que anunciaba al capitán, y, con el sombrero en la mano, se dispuso a recibirle.
Kernok subió con agilidad por la banda del brick y saltó sobre el puente.
El contramaestre quedó impresionado de su palidez y de la alteración de sus facciones. Su cabeza desnuda, las ropas en desorden, la vaina sin puñal que pendía a su cintura, todo anunciaba un acontecimiento extraordinario. Por esta razón Zeli no tuvo el valor de reprochar a su capitán una ausencia tan prolongada y se acercó a él con un aire de interés respetuoso.
Kernok abarcó el brick con una mirada rápida y vio que todo estaba en orden.
– Contramaestre – dijo con una voz imperiosa y dura – , ¿a qué hora es la marcha?
– A las dos y cuarto, capitán.
– Si la brisa no cesa, aparejaremos a las dos y media. Haga izar el pabellón y disparar el cañonazo de partida; vire al cabrestante, desaferre, y cuando las áncoras estén a pico, avíseme. ¿Dónde están el oficial y el resto de la tripulación?
– En tierra, capitán.
– Envíe los botes a buscarles. El que no esté a bordo a las dos, recibirá veinte golpes de rebenque y pasará ocho días en el calabozo. ¡Váyase!
Nunca Zeli había visto a Kernok con un aire tan duro y tan severo. Así, contra su costumbre, no hizo una multitud de objeciones a cada orden de su capitán, y se contentó con ir prontamente a ejecutarlas.
Kernok, después de haber examinado atentamente la dirección del viento y de las brújulas, hizo signo a su compañero de que le siguiese.
Este compañero era el que había ido a buscarle al antro de la bruja. La voz pura y fresca que decía: «¡Kernok, Kernok mío!» era la suya; ¡cómo no había de ser dulce su voz! ¡Era tan linda con sus facciones delicadas y finas, sus grandes ojos velados por largas pestañas, sus cabellos castaños y sedosos que se escapaban por debajo de las anchas alas de su sombrero, y aquel talle tan esbelto y frágil que dibujaba un vestido de tela azul, y aquella actitud tan viva y tan graciosa! ¡y cuando marchaba libre y desembarazada, con el cuello erguido, la cabeza alta! ¡Ah! ¡qué salero! únicamente que su rostro parecía dorado por un rayo de sol tropical.
Porque era de aquel clima ardiente de donde Kernok se había traído a su gentil compañero, que no era otro que Melia, hermosa joven de color.
¡Pobre Melia! por seguir a su amante había abandonado la Martinica y sus bananeros y su casa de celosías verdes. Por él, hubiese dado su hamaca de mil colores, sus madrás rojas y azules, los círculos de plata maciza que rodeazan sus brazos y sus piernas; lo hubiese dado todo, todo, hasta el saquito que encerraba tres dientes de serpiente y un corazón de paloma, mágico talismán que debía proteger sus días, mientras lo llevara suspendido del cuello.
Ya veis, pues, si Melia amaba a su Kernok.
También la amaba él, ¡oh!, la amaba con pasión, porque había bautizado con el nombre de Melia una larga culebrina de 18, y no enviaba su proyectil al enemigo que no se acordase de su amante. Era preciso que la amase mucho, puesto que la permitía tocar su excelente puñal de Toledo y sus buenas pistolas inglesas. ¡Qué más! ¡Hasta le confiaba la custodia de su provisión particular de vino y de aguardiente!
Pero lo que probaba más que nada el amor de Kernok, era una ancha y profunda cicatriz que Melia tenía en el cuello. Provenía de una cuchillada que el pirata le había dado en un arrebato de celos. Y como hay que juzgar siempre la fuerza del amor por la violencia de los celos, se comprende que Melia debía pasar unos días de ensueño al lado de su dulce dueño.
Bajaron los dos juntos.
Al entrar en la cámara, Kernok se arrojó sobre un sillón y ocultó la cabeza entre las manos, como para escapar a una visión funesta.
Se había estremecido, sobre todo, al advertir la ventana por la cual su capitán había caído al mar, como todos sabemos.
Melia le miraba con dolor: después se aproximó tímidamente, se arrodilló tomando una de sus manos que él le abandonó y le dijo:
– Kernok, ¿qué tiene usted?, su mano arde.
Esta voz le hizo estremecer: levantó la cabeza, sonrió amargamente y pasando sus brazos alrededor del cuello de la joven mulata, la estrechó contra sí; su boca rozaba su mejilla, cuando sus labios encontraron la fatal cicatriz.
– ¡Infierno! ¡maldición sobre mí! – exclamó con violencia – . ¡Maldita vieja, bruja infernal! ¿quién habrá dicho…?
Y se asomó a la ventana para respirar, pero, como rechazado por una fuerza invencible, se alejó con horror, y se apoyó sobre el borde de su cama.
Sus ojos estaban rojos y ardientes; su mirada, largo tiempo fija, se veló poco a poco; y sucumbiendo a la fatiga y a la agitación, sus ojos se cerraron. Al principio resistió al sueño, después cedió…
Entonces ella, con los ojos humedecidos por las lágrimas, atrajo dulcemente la cabeza de Kernok sobre su seno, que se levantaba y descendía con rapidez. El, abandonándose a este dulce balanceo, se durmió por completo; mientras que Melia, reteniendo su aliento, y separando los negros cabellos que ocultaban la despejada frente de su amante, tan pronto depositaba en él un beso, tan pronto pasaba un dedo afilado sobre sus espesas cejas que se contraían convulsivamente aun durante su sueño.
… ... … ... … ... … ... … ... … ... … …
– Capitán, todo está dispuesto – dijo Zeli entrando.
En vano Melia le hacía signos de que se callase, mostrándole a Kernok dormido; Zeli, que no se atenía más que a la orden que había recibido, repitió con una voz más fuerte:
– ¡Capitán, todo está dispuesto!
– ¡Eh!.. ¿qué hay?.. ¿qué es eso?.. – dijo Kernok desprendiéndose de los brazos de la joven.
– Capitán, todo está dispuesto – repitió Zeli por tercera vez, con una entonación aún más elevada.
– ¿Y quién ha sido el necio que ha dado esa orden?
– Usted, capitán.
– ¡Yo!
– Usted, capitán, al volver a bordo, hace dos horas, tan cierto como ese quechemarín cubre su trinquete – dijo Zeli con una conmoción profunda, mostrando por la ventana una embarcación que en efecto ejecutaba esta maniobra.
Y Kernok dirigió una mirada a Melia, que bajaba, sonriendo, su linda cabeza, como para confirmar la aserción de Zeli.
Entonces se pasó rápidamente la mano por la frente, y dijo:
– Sí, sí, está bien, desamarrad y hacedlo preparar todo, para aparejar; subo en seguida. ¿La brisa no ha calmado?
– No, capitán; al contrario, es más fuerte aún.
– Ve y despacha.
El tono de Kernok ya no era duro e impetuoso, sino solamente brusco; de modo que Zeli, viendo que la calma había sucedido a la agitación de su capitán, no pudo por menos que pronunciar un pero…
– ¿Vas a comenzar con tus peros y tus síes? Ten cuidado… ¡o te arrojo la bocina a la cabeza! – exclamó Kernok con voz de trueno y avanzando hacia Zeli.
Este se esquivó prontamente, juzgando que su capitán no estaba aún en una situación de espíritu bastante apacible para soportar pacientemente sus eternas contradicciones.
– Cálmese, Kernok – dijo tímidamente Melia – . ¿Cómo se encuentra usted ahora?
– Muy bien, muy bien. Estas dos horas de sueño han bastado para calmarme y desechar las ideas tontas que esa maldita bruja me había metido en la cabeza. Vamos, vamos, la brisa fresquea y nos disponemos a salir. Porque, ¿qué hacemos aquí mientras haya buques mercantes en la Mancha, galeones en el golfo de Gascuña y ricos navíos portugueses en el estrecho de Gibraltar?
– ¡Cómo! ¿Usted partirá hoy, un viernes?
– Escucha bien lo que voy a decirte, amada mía; yo hubiera debido castigarte seriamente por haberme decidido por tus súplicas a ir a escuchar las fantasías de una loca. Te he perdonado; pero no me rompas más los oídos con tu charla, o si no…
– ¿Sus predicciones han sido, pues, siniestras?
– ¡Sus predicciones! hago tanto caso como de… En cambio, lo que yo puedo predecir a ese viejo mochuelo, y tú verás si me equivoco, es que tan pronto como mis ocupaciones me lo permitan, iré con una docena de gavieros6 a hacerle una visita de la cual se acordará; que me parta un rayo si dejo una piedra de su casucha y si no le pongo la espalda del color del arco iris.
– ¡Por piedad, no hable usted así de una mujer que tiene doble vista! no parta hoy; ahora mismo una gaviota blanca y negra revoloteaba por encima del barco lanzando agudos gritos; eso es de mal augurio… ¡no parta usted!
Diciendo estas palabras, Melia se había arrojado a las rodillas de Kernok, que al principio la había escuchado con bastante paciencia; pero, cansado de oírla, la rechazó tan rudamente, que la cabeza de Melia fue a dar contra la madera.
En el mismo instante, por una violenta sacudida que el navío experimentó, Kernok, adivinando que el áncora había cedido al cabrestante, se lanzó hacia el puente, con su bocina en la mano.