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LA CAZA
¡Away!.. ¡Away!..
Byron.
¡Adelante!.. ¡Adelante!
Todo dormía a bordo de El Gavilán; únicamente Melia había subido al puente, agitada por una vaga inquietud. Aunque la noche fuese aún sombría, un resplandor pálido que asomaba por el horizonte, anunciaba la proximidad del crepúsculo. Bien pronto, amplias fajas de un rojo vivo y dorado surcaron el cielo, las estrellas palidecieron y desaparecieron, el sol se anunció por un incendio lejano y luego se elevó lentamente sobre las aguas azules e inmóviles del Océano, que pareció cubrir de un velo de púrpura.
La calma continuaba siendo completa y el brick permanecía en la misma situación que desde la noche. Melia meditaba sentada en un banco, con la cabeza oculta entre las manos; pero cuando la levantó, el día, ya bastante adelantado, le permitió distinguir todos los objetos que la rodeaban, y se estremeció de horror y de asco.
Se veía a los marineros acostados entre los platos y los restos del festín de la noche, y todo en el desorden más completo; las brújulas derribadas, las jarcias y las cuerdas confusamente mezcladas, armas y vasos hechos añicos, toneles desfondados dejando correr sobre el puente ríos de vino y de aguardiente… Aquí, bravos camaradas dormidos, en las posiciones más extravagantes, y oprimiendo aún una botella de la que no quedaba más que el cuello, parecidos a esos fieros guerreros musulmanes, que, ya muertos, aun conservaban el puño de la daga. Allá, dormía un pirata con el cuello bajo la rueda del timón, de modo que, al menor movimiento de rotación, su cabeza debía quedar indefectiblemente destrozada.
Un verdadero amanecer de orgía, ¡y de orgía de pirata!
Melia comenzó por bendecir a la Providencia porque había protegido con tanta solicitud a toda aquella honrada sociedad, que el brick mecía sobre las aguas; porque, gracias a la incuria que de momento reinaba a bordo, si una tempestad se hubiese elevado durante la noche, todo se hubiera ido a rodar, El Gavilán, Kernok, la tripulación y los diez millones, ¡qué lástima!
Por esto quería rezar. ¡La pobre joven encontraba a bordo tan pocas ocasiones de elevar su alma al Ser Supremo! Para rezar, se arrodilló y volvió involuntariamente los ojos hacia la línea vaporosa y azulada que ceñía el horizonte; pero no rezó. Su mirada, dejando de vagar, se fijó en un punto al principio incierto, pero que bien pronto pareció distinguir mejor; en fin, poniéndose las manos encima de las cejas, para aislarse mejor de los rayos del sol, permaneció un instante contemplativa, después sus facciones adquirieron una viva expresión de temor, y en dos saltos se plantó en la cámara de Kernok.
– Estás loca – decía el pirata subiendo al puente con un paso aún pesado y vacilante – ; pero si me has despertado por nada…
– Mire – respondió Melia presentándole un anteojo con una mano, mientras que con la otra designaba un punto blanco que se veía en el horizonte.
– ¡Maldición! – gritó Kernok después de haber mirado atentamente, y llevó vivamente el aparato al ojo izquierdo – . ¡Mil rayos!
Y frotó el vidrio del anteojo como para asegurarse de que veía claramente y de que ninguna ilusión de óptica le engañaba. No, no se engañaba… ... … ... … ... … ... … ... … ... … ...
(Aquí un crescendo de todo lo que podáis escoger de más vigorosamente imprecativo en el glosario de un pirata.)
Apenas este torrente de maldiciones y de juramentos hubo salido de su boca, Kernok se armó de un espeque. Un espeque es un palo de madera de unos cinco o seis pies de longitud y de cuatro pulgadas de circunferencia. El espeque sirve para maniobrar la artillería de a bordo. Kernok cambió provisionalmente este destino, porque empleó el suyo en despertar a la gente. Y los golpes de espeque, gloriosamente acompañados de juramentos capaces de pulverizar al buque, fueron cayendo como lluvia de granizo, tan pronto sobre el puente, como sobre los marineros dormidos. Así, cuando el capitán hubo acabado su ronda, casi todos los hombres estaban en pie, frotándose los ojos, la cabeza o la espalda, y preguntaban, dando unos bostezos horrorosos:
– ¿Qué pasa, pues?
– ¡Que qué pasa! – gritó Kernok con voz de trueno – ; ¡que qué pasa, perros! pues que un barco de guerra; una corbeta inglesa que fuerza su aparejo para alcanzarnos… una corbeta que tiene sobre El Gavilán la ventaja de la brisa, porque el viento es más fuerte allá abajo, y sólo nos llegará con ese inglés ¡que mal rayo parta!
Y todas las miradas se volvieron hacia el punto que Kernok designaba con el extremo del anteojo.
– ¡Ocho, diez, quince portas! – exclamó – ; una corbeta de treinta cañones; ¡muy bonito! y por añadidura, de la escuadra azul.
Llamó a Zeli.
– Oye, Zeli, no se trata de hacer tonterías; haz colocar los remos y ponerlo todo en orden lo más pronto posible; viremos en redondo y despejemos el campo; El Gavilán no tiene el pico ni los espolones bastante duros para recrearse con semejante presa.
Después echó mano de la bocina:
– ¡Cada uno a su sitio para largar las gavias y los foques! ¡En línea para largar los juanetes y los contrajuanetes, a aparejar las barrederas altas y las bajas! y vosotros, muchachos, a los remos; si podemos tomar el viento, El Gavilán no tiene nada que temer. Ya sabéis ¡pardiez! que tenemos diez millones a bordo. ¡De modo que, elegiréis entre ser colgados en las vergas del inglés, o entre volver a Saint-Pol con los bolsillos llenos, a beber grog y a hacer bailar a las muchachas!
La tripulación le comprendió perfectamente; la alternativa era inevitable; así, gracias a las velas de que estaba cargado y a sus vigorosos remeros, El Gavilán comenzó a hacer tres nudos.
Pero Kernok no se engañaba sobre la marcha de su buque; veía bien que la corbeta inglesa tenía sobre él una ventaja real, puesto que venía con el viento. Por lo tanto, obrando como un capitán prudente, ordenó hacer zafarrancho de combate, abrir el pañol de la pólvora, llenar los depósitos de balas, subir al puente las picas y las hachas de abordaje, velando en todo con una actividad increíble y pareciendo multiplicarse.
La corbeta inglesa avanzaba, avanzaba siempre…
Kernok hizo llamar a Melia, y la dijo:
– Querida amiga, probablemente se calentará el horno; vas a bajar inmediatamente a la cala, sin menearte más que lo haría un cañón sobre su afuste… ¡Ah! y a propósito, si notas que el brick hace algún movimiento y desciende, es que nos vamos a fondo. Ya me comprendes… y más bien espero eso que no ver a una marsopla fumar en pipa. Vamos basta de lloros, bésame, y que no vuelva a verte hasta después del baile, si es que no dejo la piel.
Melia se puso talmente pálida, que se la hubiera podido tomar por una estatua de alabastro…
– Kernok… déjeme a su lado – murmuró, y arrojó sus brazos al cuello del pirata, que se estremeció un momento y después la rechazó.
– ¡Vete! – exclamó – ; ¡vete!
– ¡Kernok!.. ¡déjame velar por tu vida! – dijo echándose a sus pies.
– Zeli, líbrame de esta loca y bájala a la cala – dijo el pirata.
Y como fuese a apoderarse de Melia, ella se desprendió violentamente, y se aproximó a Kernok, con el color animado y la vista brillante.
– Al menos – dijo – , toma este talismán; póntelo y protegerá tu vida durante el combate; su efecto es cierto; fue mi abuela quien me lo dio. Ese mágico talismán es más fuerte que el destino… Créeme, póntelo.
Y ella tendía a Kernok un saquito suspendido de un cordón negro.
– ¡Atrás esa loca! – dijo Kernok encogiéndose de hombros – ; ¿me has oído, Zeli? ¡a la cala!
– Si tú mueres, que sea por tu voluntad; pero al menos yo compartiré tu suerte. Ahora, nada, nada en el mundo protegerá mi vida; ¡vuelvo a ser mujer como tú eres hombre! – exclamó Melia que arrojó el saquito al mar.
– ¡Excelente muchacha! – dijo Kernok siguiéndola con la vista mientras que dos marineros la bajaban al sollado por medio de una silla atada a una larga cuerda.
Y la corbeta inglesa se aproximaba siempre…
Zeli se aproximó a Kernok.
– Capitán, la corbeta nos toma la delantera.
– ¡Bien lo veo, viejo tonto! nuestros remos no hacen nada y fatigan inútilmente a los hombres; hazlos retirar, cargar los cañones con dos balas, colocar los garfios de abordaje, los pedreros en las gavias. Haz también arriar las barrederas; si la brisa nos ayuda, nos batiremos sobre las gavias; es el mejor portante de El Gavilán.
Cuando la maniobra fue ejecutada, Kernok arengó a sus hombres en la siguiente forma:
– Muchachos, he ahí una corbeta que tiene las costillas sólidas; estrecha tan de cerca a El Gavilán, que no podemos esperar escaparnos de ella; además, tampoco es necesario. Si nos hacen prisioneros, seremos colgados; si nos entregamos, también; combatamos, pues, como bravos marineros, y quién sabe si, como dice el proverbio, apretando los talones, salvaremos los calzones. ¡Voto a tal! muchachos, El Gavilán ha echado a pique a un gran buque sardo de tres palos en las costas de Sicilia, después de dos horas de combate; ¿por qué ha de temer a esa corbeta del pabellón azul? Pensad también que tenemos diez millones que conservar. ¡Pardiez! ¡muchachos, diez millones, o la cuerda!
El efecto de esta peroración fue inmediato, y toda la tripulación gritó a la vez:
– ¡Hurra! ¡Muerte a los ingleses!
La corbeta se hallaba entonces tan próxima que se distinguían perfectamente sus amuras y su aparejo.
De pronto se elevó una ligera humareda, brilló un relámpago, resonó un ruido sordo y una bala silbando pasó cerca del bauprés de El Gavilán.
– La corbeta empieza a hablar – dijo Kernok – , es nuestro pabellón el que quiere ver, ¡la curiosa!
– ¿Cuál hay que izar? – preguntó Zeli.
– Este – contestó Kernok – , porque hay que ser galante.
Y empujó con el pie una vieja chaqueta de marinero, cubierta de manchas de vino y de alquitrán.
– ¡Es raro! – dijo el contramaestre, y el guiñapo subió majestuosamente hasta lo alto de la driza.
Se supone que la broma pareció un poco pesada a los de la corbeta, porque dos cañonazos partieron casi inmediatamente y las balas hicieron bastantes destrozos en el aparejo de El Gavilán.
– ¡Oh! ¡oh! ya nos incomodamos… no hay que hacerse de rogar – dijo Kernok – . ¡A mí, Melia! – y se precipitó sobre la culebrina que él había bautizado con este nombre, tomó medidas y apuntó – : ¡Ahí va eso! – e hizo jugar la batería.
– ¡Bravo! – exclamó cuando el humo se hubo disipado y pudo apreciar el efecto del disparo – , ¡bravo! Mira, Zeli, mira, ya tiene su mastelero de foques destrozado: esto promete, muchachos, esto promete; pero es cuando El Gavilán le arañe sus costados con los garfios de abordaje, cuando reirá el inglés.
– ¡Hurra, hurra! – gritó la tripulación.
La corbeta no respondió al disparo de Kernok, reparó prontamente sus averías, y se dejó ir sobre el corsario.
… ... … ... … ... … ... … ... … ... … …
Entonces estaba tan cerca, que se oían las voces de mando de los oficiales ingleses.
– Muchachos, a vuestras piezas – dijo Kernok precipitándose hacia un banco con la bocina en la mano – ; a vuestras piezas, y ¡voto a tal! no hagáis fuego sin que os lo manden.
XI
EL COMBATE
¡El abordaje!.. ¡El abordaje!..
Unos se suspenden de las jarcias, otros se lanzan hacia los obenques.
Víctor Hugo, «Navarin».
– ¡Maestro Durand, balas! – ¡Maestro Durand, acaba de declararse una vía de agua! – ¡Maestro Durand, mi cabeza, mi brazo, mire cómo sangra!
Y el nombre del maestro Durand, el artillero-cirujano-calafate de a bordo, resonaba desde el puente a la cala, dominando el ruido y el tumulto inseparables de un combate tan encarnizado como el que se libraba entre la corbeta y el brick; y, en efecto, a cada andanada que enviaba, El Gavilán temblaba y crujía en su armazón, como si hubiese estado a punto de abrirse.
– ¡Maestro Durand, balas! – ¡La vía de agua! – ¡Mi pierna! – repetían voces confusas.
– Pero ¡con mil diablos! un instante; no puedo hacerlo todo; llevar balas arriba, reparar abajo una avería, curar vuestras heridas… Es preciso empezar por lo primero, y después se ocuparán de vosotros, montón de vocingleros; porque, ¿para qué sois buenos ahora? sois tan inútiles como una verga sin velas y sin relingas.
– ¡Maestro, balas! ¡pronto, balas!
– ¡Balas! ¡santo Dios, qué cañonazos! si vais tan de prisa durante un cuarto de hora, las gargantas de nuestros cañones se secarán pronto. Tomad, hijos míos, y cuidadlas bien, son las últimas.
Entonces el señor Durand abandonó el saco de artillero para tomar el martillo del calafate, y se precipitó hacia la bodega para tapar la vía de agua.
– ¡Voto a tal! sufro mucho – decía el maestro Zeli.
Estaba tendido en tierra en el fondo del sollado, iluminado apenas por un farol cuidadosamente cerrado; el muslo derecho estaba casi separado del tronco; en cuanto al izquierdo, una bala se lo había llevado.
A su alrededor gemían otros heridos, confundidos todos sobre el suelo, esperando que el señor Durand pudiese abandonar el martillo por el cuchillo.
– ¡Voto a tal! tengo sed – continuó el maestro Zeli – ; me siento débil; apenas si oigo hablar nuestros cañones; ¿es que están constipados?
Al contrario, las andanadas eran más fuertes y más frecuentes que nunca; lo que ocurría es que el oído del maestro Zeli estaba ya debilitado por la proximidad de la muerte.
– ¡Oh! tengo sed – dijo – y frío, ¡yo que tanto calor tenía hace un momento!
Después, volviéndose a un compañero:
– Fíjate tú, polaco, ¿es que quieres quedarte tieso como ese que tienes al lado? ¡Oh! ¡el cochino! ¡qué feo es! ¡Toma! ahora pone los ojos en blanco.
Era uno que expiraba en las últimas convulsiones de la agonía.
– Durand, ¿vendrás de una vez? – gritó de nuevo Zeli – ; ven a ver mi pierna, viejo mío.
– Al instante estoy para ti; otro martillazo nada más, y la avería que tenemos en la línea de flotación habrá desaparecido del todo… Bueno, ya te ha llegado el turno; ¿es que no somos cuñados?
– Sí, un poco – respondió Zeli.
El señor Durand descolgó el farol y lo aproximó al maestro Zeli que esbozó una entre mueca y sonrisa, muy orgulloso de la sorpresa que iba a dar a Durand.
– ¡Toma! – dijo el cirujano-calafate-artillero – , ¿dónde está tu otra pierna, farsante?
– Allá arriba, sobre el puente, quizás aún… Vamos, desembarázame de ésta, porque me incomoda mucho. Parece que me han atado una bala de treinta y seis al pie. ¡Oh! y tengo sed, siempre sed.
Mientras examinaba la pierna del maestro Zeli, el señor Durand sacudió tres o cuatro veces la cabeza y silbó, muy bajo, es verdad, el aire del Botón de rosa, para acabar diciendo:
– Estás… fastidiado, viejo mío.
– ¡Ah! pero, ¿de veras?
– Sí, sí.
– Entonces, si tú eres un buen muchacho, toma mi pistola y levántame la tapa de los sesos.
– Iba a proponértelo.
– Gracias.
– ¿No tienes ningún encargo que hacerme?
– No. ¡Ah! sí; toma mi reloj; se lo darás a Grano de Sal.
– Bien. Vamos…
– ¡Ah! me olvidaba; si el capitán no revienta allá arriba, dile de mi parte que ha mandado como un valiente.
– Bien. Vamos…
– ¿De modo que tú crees que estoy lo que se llama…?
– Sí, a fe de hombre, y ya comprenderás que yo no querría hacer una mala partida a un amigo.
– Es verdad. Pero a pesar de eso siempre… Brrr… ¡Qué frío! Casi no puedo hablar… Me parece que mi lengua pesa tanto como un pedazo de plomo. Toma, ahora estoy mareado… Adiós, viejo. Otro apretón de manos… Vamos, ¿estás dispuesto?
– Sí.
– Perfectamente. ¡Fuego! eso me curará…
Cayó.
– Pobre b… – dijo el señor Durand.
Esta fue la oración fúnebre del maestro Zeli.
El señor Durand hubiera deseado quizá terminar todas sus operaciones tan caballerescamente, pero sus otros clientes, espantados de la violencia del tópico, que había, no obstante, dado tan buenos resultados en el maestro Zeli, prefirieron emplasto de estopa y de grasa, que el honrado doctor aplicaba indistintamente a todo y para todo, con un suplemento de consuelos para los moribundos. Tan pronto era: «¡Bah! Después de nosotros, el fin del mundo». O bien: «La próxima campaña debía ser ruda, el invierno frío, el vino malo»; y una multitud de otras gracias destinadas a endulzar los últimos momentos de los pobres piratas, que tenían el cuidado de abandonar una honorable existencia sin saber demasiado a dónde iban.
El señor Durand fue interrumpido bruscamente en sus cuidados espirituales y temporales por Grano de Sal, que cayó como una bomba en medio de siete agonizantes y de once muertos.
– ¿Vienes a estorbarme en mi trabajo, perro? – dijo el doctor.
Y el grumete recibió con esta admonición una bofetada que hubiera abrumado a un rinoceronte.
– No, maestro Durand; al contrario, es que piden municiones allá arriba, porque acaban de enviar la última granada; y no crea usted, la corbeta inglesa ha quedado rasa como un pontón, pero sigue haciendo un fuego de mil demonios… ¡Ah! Mire, una bala se me ha llevado un dedo. Vea usted, maestro Durand…
– ¿Y quieres que yo pierda el tiempo en mirar tu rasguño, bribón, perro?
– Gracias, señor Durand; lo cierto es que vale más eso, que tener un brazo de menos – dijo Grano de Sal envolviendo precipitadamente en estopa lo que le quedaba del dedo – . Pero mire – añadió – , ahí llega un parroquiano, maestro.
Era un herido que descendía al sollado; como estaba mal atado, cayó sobre el suelo, quedando muerto.
– Otro que ya está curado – dijo el maestro Durand que estaba absorto pensando cómo remediar la falta de balas.
– ¡Municiones!.. ¡municiones! – gritaban muchas voces con un acento de terror.
– ¡Voto a tal! ¡aun cuando debiéramos cargar los cañones con grumetes, se hará fuego contra los ingleses! – exclamó el maestro Durand subiendo rápidamente al puente.
Grano de Sal le siguió, no sabiendo si la intención que el doctor había manifestado de emplearle como proyectil, era una broma o no. Pero, fiel a su sistema de consolarse, se dijo:
– Preferiría eso a ser colgado por los ingleses.
XII
SIGUE EL COMBATE
¡Silencio! todo ha terminado, todo se lo ha tragado el abismo. La espuma de los altos mástiles ha cubierto la cima.
Víctor Hugo, «Navarin».
– ¡Y bien! ¡o vienen balas, o somos hundidos como perros! – gritó Kernok al maestro Durand tan pronto como le vio aparecer sobre el puente.
– ¡No queda ni una! – dijo el doctor rechinando los dientes.
– ¡Que mil millones de rayos se lleven al brick! ¡y no tener nada, nada, para recibir a los ingleses que van a abordarnos! ¡Mira! ¡voto a tal! ¡mira!..
Y diciendo esto, Kernok empujó a Durand contra el empalletado, que caía a pedazos. En efecto, aunque la corbeta estuviese horriblemente averiada, se adelantaba viento en popa sobre el brick con un jirón de vela de su mesana, mientras que El Gavilán, que había perdido todas sus velas, no podía evitar el abordaje que el inglés quería intentar, y que había de serle ventajoso porque eran más.
– ¡Ni una bala! ¡ni una bala! ¡San Nicolás! ¡Santa Bárbara, y todos los santos del calendario, si no venís en mi auxilio – gritó Kernok en un estado de espantosa exasperación – , juro hacer añicos vuestras hornacinas del mismo modo que rompo este compás! ¡Y que un rayo me pulverice si queda piedra sobre piedra de una sola de vuestras capillas en toda la costa de Pempoul!
Y el pirata, echando espumarajos por la boca, había arrojado contra el suelo una brújula.
Parece que los santos que Kernok implorara tan brutalmente, quisieron portarse como corresponde a gente canonizada. Los hombres hubieran castigado al temerario; los semidioses acudieron en su auxilio, demostrando así que su creencia etérea era superior a nuestras inteligencias estrechas y rencorosas.
Así, apenas Kernok había terminado su singular y horrible invocación, que, herido por una idea súbita, por una idea de las alturas, quizás, exclamó rugiendo de alegría:
– ¡Las piastras!.. ¡voto a tal! muchachos, ¡las piastras!.. carguemos nuestras piezas hasta la boca: esa metralla vale tanto como la otra. El inglés quiere moneda; la tendrá, y bien caliente, tanto que, saliendo de nuestros cañones, parecerán más bien lingotes de bronce que buenos escudos de España… ¡Subid las piastras!.. ¡las piastras!
Esta idea electrizó a la tripulación. El maestro Durand se precipitó hacia el pañol y bien pronto aparecieron tres barriles sobre el puente, unos ciento cincuenta mil francos aproximadamente.
– ¡Hurra! ¡Muerte a los ingleses! – gritaron los diez y nueve piratas que quedaban en estado de combatir, ennegrecidos por la pólvora y por el humo, y desnudos hasta la cintura para maniobrar con más facilidad.
Y una especie de alegría feroz y delirante los exaltó.
– Esos perros de ingleses no podrán decir que somos avaros – exclamó uno – ; porque esa metralla les pagará con creces el cirujano que les cura.
– Ya se ve que combatimos con una dama. ¡Voto a tal! ¡cuánta galantería! ¡balas de plata!.. – dijo otro.
– Yo no pediría más que una carga como esa para divertirme en Saint-Pol – añadió un tercero.
Y efectivamente, echaban el dinero en los cañones a puñados, hasta ahogarlos. De este modo pasaron cincuenta mil escudos.
Apenas todas las piezas estuvieron cargadas, cuando la corbeta, que se encontraba cerca del brick, maniobró de modo de meter su bauprés en los obenques de El Gavilán; pero Kernok, por un movimiento hábil, evitó el choque y luego se dejó derivar por el inglés.
A dos tiros de pistola, la corbeta envió su última andanada, porque ella también había agotado sus municiones; también se había batido bravamente y también había hecho prodigio de valor durante las dos horas del encarnizado combate. Desgraciadamente, el oleaje impidió a los ingleses apuntar bien, y toda su andanada pasó por encima del corsario, sin hacerle daño.
Un marinero del brick hizo fuego antes de la orden.
– ¡Perro aturdido! – exclamó Kernok, y el pirata rodó a sus pies, abatido de un hachazo.
– Sobre todo – añadió – , no hagáis fuego hasta que estemos casi tocándonos; en el momento en que los ingleses vayan a saltar sobre nuestro puente, nuestros cañones les escupirán en el rostro, y ya veréis cómo eso les molesta; ¡estad seguros!
En aquel instante mismo, los dos navíos se abordaron. Los tripulantes ingleses que quedaban estaban en los obenques y sobre los empalletados, con el hacha a punto, el puñal entre los dientes, prestos a lanzarse de un brinco sobre el puente del brick.
Un gran silencio reinaba a bordo de El Gavilán.
– Away! goddam, away! lascars– gritó el capitán inglés, hermoso joven de veinticinco años que, habiendo perdido las dos piernas, se había hecho meter en un barril de salvado, para contener la hemorragia y poder mandar hasta el último momento – . Away! goddam!– repitió.
– ¡Fuego, ahora, fuego sobre el inglés! – aulló Kernok.
Entonces todos los ingleses se lanzaron sobre el brick.
Los doce cañones de estribor les vomitaron en la cara una granizada de piastras, con un estruendo espantoso.
– ¡Hurra! – gritaron los piratas.
Cuando el espeso humo se hubo disipado y se pudo apreciar el efecto de aquella andanada, no se vio ya a ningún inglés, a ninguno… Todos habían caído al mar o sobre el puente de la corbeta, todos estaban muertos o espantosamente mutilados. A los gritos del combate sucedió un silencio sombrío e imponente; y aquellos diez y ocho hombres, únicos supervivientes, aislados en medio del Océano, rodeados de cadáveres, no se miraban sin cierto espanto.
El mismo Kernok fijaba los ojos con estupor en el tronco informe del capitán inglés; porque la metralla se le había llevado un brazo. Sus hermosos cabellos rubios estaban teñidos de sangre; no obstante, la sonrisa aparecía en sus labios… Es que había muerto sin duda pensando en ella, en ella que, bañada en lágrimas, vestiría largos hábitos de luto al saber su glorioso fin. ¡Afortunado joven! Tenía quizá también a su anciana madre para llorarle, para llorar al que había mecido en sus brazos cuando niño. ¡Era quizás un porvenir brillante que se malograba, un nombre ilustre que se extinguía en él! ¡Qué pesar debía producir su muerte! ¡Cuánto debían llorarle! ¡Dichoso, tres veces dichoso joven! ¡qué no debía a la culebrina de Kernok! con una bala había hecho un héroe llorado en los tres reinos. ¡Qué hermosa invención la de la pólvora!
Tal debía ser, poco más o menos, el resumen de las reflexiones de Kernok, porque permaneció risueño y tranquilo a la vista de aquel horrible espectáculo.
Sus marineros, al contrario, se habían mirado largo rato con una especie de extrañeza estúpida. Pero, pasado este primer movimiento, el natural indiferente y brutal se adueñó otra vez de ellos, y todos, en un impulso espontáneo, gritaron:
– ¡Hurra! ¡Viva El Gavilán y el capitán Kernok!
– ¡Hurra! ¡muchachos! – dijo él – . Y bien, ya lo veis; El Gavilán tiene el pico duro; pero ahora hay que pensar en reparar las averías. Según mi estima, debemos estar por el lado de las Azores. La brisa fresquea; vamos, muchachos, limpiemos el puente. Y en cuanto a los heridos… en cuanto a los heridos – repitió golpeando maquinalmente el empalletado con su hacha – , les harás llevar a la corbeta, maestro Durand – dijo bruscamente.
– ¿Para…? – preguntó éste con aire interrogativo.
– Ya lo sabrás – respondió Kernok con aire sombrío, frunciendo sus espesas cejas.
El maestro Durand fue a cumplir las órdenes del capitán, murmurando:
– ¿Qué querrá hacer? Es raro…
– ¡Aquí, grumete! – gritó Kernok a Grano de Sal que estaba enjugando con aire de tristeza el reloj que le había legado el maestro Zeli, porque estaba cubierto de sangre.
El marmitón levantó la cabeza; las lágrimas brillaban en sus ojos. Avanzó hacia el terrible capitán, pero sin el menor temor. Una idea fija le dominaba, y era el recuerdo de la muerte de Zeli, al cual era bien adicto.
– Vas a bajar a la cala y decir a mi mujer que puede venir a besarme: ¿oyes? – dijo Kernok.
– Sí, capitán – respondió Grano de Sal; y una gruesa lágrima cayó sobre el reloj.
En el acto desapareció por la escotilla.
Kernok subió con agilidad a las gavias y examinó el aparejo con la más escrupulosa atención; las averías eran numerosas, pero no inquietantes, y con la ayuda de los palos y de las vergas de recambio, comprendió que podría continuar su ruta y llegar al puerto más inmediato.
Grano de Sal volvió a subir al puente, pero solo.
– ¡Y bien! – dijo Kernok – ; ¿dónde está mi mujer, animal?
– Capitán, es que…
– ¿Qué es? ¿hablarás, perro?
– Capitán… está en la cala…
– Ya lo sé. ¿Por qué no ha subido, bribón?
– ¡Ah! ¡caramba! capitán… es que está muerta…
– ¡Muerta! ¡muerta! – dijo Kernok palideciendo; y por la primera vez su rostro expresó el dolor y la angustia.
– Sí, capitán, muerta, muerta por una bala que ha entrado por debajo de la línea de flotación; y lo más raro es que el cuerpo de la señora ha tapado justamente el agujero que el cañonazo había hecho, sin lo cual el agua hubiese entrado y el brick se habría ido a pique. De todos modos, la señora ha salvado a El Gavilán, y vale más eso que…
Grano de Sal, que había bajado los ojos al comenzar su narración, no pudiendo sostener la mirada chispeante de Kernok, se aventuró a levantar la cabeza.
Kernok ya no estaba allí; se había precipitado en la cala, y miraba, con los ojos secos, los brazos cruzados, los puños convulsivamente apretados; porque, según la relación del grumete, la cabeza y una parte de la espalda de Melia, empotradas en el agujero producido por la bala, habían impedido al proyectil ir más lejos.
¡Pobre Melia! hasta la muerte había sido útil a su Kernok.
El pirata permaneció solo unas dos horas, encerrado en la cala al lado de los restos de Melia. Allí desahogó su dolor, porque cuando subió al puente, su rostro estaba impasible y frío. Solamente, un poco antes de su regreso, un grito doloroso se había oído y una masa informe había desaparecido entre las aguas. Era el cadáver de Melia.
Durante este tiempo, el maestro Durand había hecho conducir los heridos a bordo de la corbeta inglesa.
– Pero, ¿por qué no nos dejan a bordo del brick? – preguntaban con insistencia al buen doctor.
– Hijos míos, yo no sé nada; tal vez porque aquí son mejores los aires, y en las heridas graves hay que cambiar de aires, ya se sabe.
– Pero, maestro Durand, vea usted que se llevan para el brick todos los palos y todas las vergas de recambio de la goleta. ¿Cómo vamos, pues, a navegar?
– Quizá por el vapor – respondió el señor Durand, que no podía resistir el placer de hacer un chiste.
– ¡Cómo! Usted se va, maestro Durand, y vosotros también, camaradas. ¿Y nosotros? ¿y nosotros?.. ¡Maestro Durand!.. ¡Maestro Durand!
Así decían los heridos, bastante fuertes para gritar, pero no para andar, viendo al señor Durand y a sus compañeros que se embarcaban en la canoa.
– Lo más probable es que no sea para hacernos tomar el aire para lo que nos envían aquí – dijo un parisiense que tenía un brazo de menos y un balazo en la columna vertebral.
– ¡Pues bien! ¿para qué nos han enviado aquí, parisiense? – preguntaron muchas voces con inquietud.
– ¿Para qué?.. con objeto de que reventemos aquí, mientras ellos se reparten nuestra parte de presa. ¡Eso está muy mal hecho! Unicamente, si hubieran tenido un poco de corazón, habrían hecho un agujero en la cala para que nos hundiésemos… en lugar de dejarnos aquí para que nos devoremos como fieras. Esto será por el estilo del Colin que yo vi en el Mont-Thabor, en casa del señor Franconi – aquí su voz comenzaba a debilitarse – , porque acabo de oírles decir que ya no quedan víveres a bordo de la corbeta, y a eso se debe principalmente el que nos hayan dejado de lado. Sin embargo, es sensible morir cuando se es rico; porque con mi parte de la presa, me hubiera divertido de lo lindo en París… ¡Dios! ¡la Cabaña!.. ¡el Vauxhall!.. ¡el Ambigú!.. ¡y las señoritas! ¡Ah! sí, ¡es mortificante! porque ahora, en el tiempo de atar un gratel ya estaré cocido… ya no tengo sensación en las piernas… Es por vosotros por quienes lo siento… porque vosotros no sois muy tiernos, corderos míos… Estaréis endiabladamente duros, y para comeros hará falta una famosa salsa…
Sus restantes palabras no pudieron entenderse, y cinco minutos después estaba muerto. El parisiense había adivinado la verdad; es imposible dar cuenta de las maldiciones de que Kernok y demás cofrades fueron objeto. Un herido inglés, que conocía el francés, comunicó a sus compañeros el destino que les esperaba. El barullo aumentó, y cada uno juraba y blasfemaba en su lengua. ¡Vaya un barullo! un barullo capaz de despertar a un canónigo. Pero todos aquellos desgraciados estaban demasiado gravemente heridos para poder levantarse; y, además, carecían de botes…