Kitabı oku: «México ante el conflicto Centroamericano: Testimonio de una época», sayfa 5

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Como signatario de las Convenciones Interamericanas de asilo, la de La Habana (1928), la de Montevideo (1933) y la de Caracas (1954), a lo largo del siglo XX el gobierno mexicano construyó una sólida tradición de dar protección a los perseguidos de los regímenes políticos autoritarios, por lo que México se convirtió en tierra de refugio para españoles, chilenos, argentinos, uruguayos, guatemaltecos, nicaragüenses y salvadoreños. La tesis mexicana que se aplicaba era en el sentido de que el asilo era una institución humanitaria y que cuando un embajador pedía instrucciones para dar o no asilo, la Cancillería debía preguntarle a ese mismo embajador si quien lo solicitaba lo merecía, porque el único que podía saberlo era él. El argumento fundamental era que si se daba respuesta a partir de la información, entonces la respuesta sería política y no humanitaria. Por ello, el embajador era quien debía asumir la responsabilidad de darlo o negarlo y la Cancillería lo iba a respaldar. Generalmente eran asuntos tratados con discreción, excepto cuando el personaje tenía una estatura tal que la discreción no fuera posible.

En palabras del embajador Gustavo Iruegas, que fungió como encargado de negocios de la embajada de México en Managua de septiembre de 1978 a mayo de 1979, el problema del asilo se resumía en una fórmula: en caso de duda, era mejor otorgarlo. A lo mejor se perdía un boleto de avión, o un poco de tiempo, o tal vez era una molestia, pero si no se otorgaba, se corría el peligro de perder una vida. Esa era la posición mexicana respecto del asilo. Durante los meses que estuvo en Nicaragua, Iruegas siguió la instrucción que para tal efecto les había dado don Alfonso de Rosenzweig, que era la de no llamar al asilo por su nombre, a menos que fuera absolutamente necesario. Era una vieja práctica de la diplomacia mexicana para evitar trámites administrativos y conflictos políticos, además de prevenir represalias en contra de las familias de los asilados.12

Una vez que se hizo cargo de la embajada de México en Nicaragua, en septiembre de 1978, el diplomático mexicano se encontró con que el número de asilados, dentro de la misma embajada, que huían de la represión del régimen somocista crecía día con día.13 Cuando llegó, había entre doce y quince asilados, pero la entrada diaria era de alrededor de una docena de personas, a las cuales había que entrevistar y resolver si se les otorgaba el asilo o no.14 En tiempos de Iruegas, la embajada mexicana en Managua llegó a albergar entre 750 y 800 asilados, siempre con el respaldo del gobierno de México. Sin embargo, en un momento dado, lo llamaron de la Cancillería para que explicara por qué había dado tantos asilos, pues algún funcionario pensaba que estaba vendiendo el asilo. Pero Iruegas respondió a esa acusación argumentando que gran parte de los asilados eran muy pobres, muchachos cuya edad fluctuaba entre los 18 y los 20 años, porque en ese momento la represión somocista era generalizada sobre los jóvenes, que eran los que habían salido a las calles, a las barricadas.15 No eran los combatientes quienes pedían la protección de la Embajada, era la población que se había incorporado a la insurrección.16

Además, argumentó que era imposible consultar a la Cancillería acerca de todos los casos, porque así era la práctica mexicana de asilo: el embajador decidía y cargaba con la responsabilidad de decidir si otorgaba o no el asilo.17 Después de escuchar sus razones, en la Cancillería le pidieron que fuera ver al entonces secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles, quien le dijo que no era necesario dar ninguna explicación y que continuara con su labor tal como la había venido realizando.18 Esto hizo que Iruegas regresara a Managua muy fortalecido, contando con el apoyo de ambas secretarías. Cada vez que Iruegas juntaba un cierto número de salvoconductos, llegaba un avión del Estado Mayor que les llevaba comida, sacos de frijol, latas de atún y sardinas, y todo lo que ellos tenían dispuesto para las situaciones de emergencia. De regreso, el avión trasladaba a los asilados que tenían salvoconducto.19

Un año antes de la llegada de Gustavo Iruegas a Managua, algunos miembros del Grupo de los Doce habían concertado una cita, primero con Jesús Reyes Heroles, secretario de Gobernación, y después con el propio presidente José López Portillo. Estuvieron presentes, entre otros: Sergio Ramírez; el rector de la Universidad ­Centroamericana, el padre Miguel D’Escoto; los dos jesuitas Cardenal, Ernesto y Fernando; y el director del Instituto del Café de Nicaragua, de apellido Coronel. Su objetivo era explicarle a López Portillo lo que estaba sucediendo en Nicaragua, la historia de la lucha contra Somoza y la idea de que el Grupo de los Doce se convirtiera en un brazo político del ejército sandinista para así darle legitimidad. López Portillo los recibió, los escuchó y les dijo que les deseaba mucha suerte en su lucha, pero que México tenía un fuerte compromiso con la no intervención.

Uno de ellos, Joaquín Cuadra, padre de quien después fue jefe del Ejército Sandinista, le dijo que no se preocupara, que estaban muy satisfechos por el simple hecho de que el presidente de México los hubiera escuchado y que eso animaría a sus hijos en la montaña20 Según Iruegas, esto impresionó profundamente a López Portillo y les pidió que le explicaran como era que sus hijos estaban en la montaña. No podía entender que los hijos de un grupo de la pequeña burguesía nicaragüense fueran combatientes sandinistas que luchaban contra Somoza. Eso lo conmovió porque era un hombre formado en la ideología de la revolución mexicana y esa afirmación les dio a esas personas un aval moral indiscutible.21 Por ello, cuando fue invitado a Managua para celebrar el Segundo Aniversario de la Revolución, pronunció un discurso en el cual afirmó que había habido tres grandes revoluciones en América Latina en el siglo XX: la mexicana, que privilegió la libertad sobre la justicia, la cubana, que privilegió la justicia sobre la libertad, y la nicaragüense, a la cual le tocaba encontrar el equilibrio entre ambas cosas.22

De acuerdo con el testimonio de Iruegas, esa reunión fue el antecedente de la decisión de otorgar el asilo a siete miembros del Grupo de los Doce, encabezados por el escritor Sergio Ramírez, en la Embajada de México en Managua un año más tarde.23 El Grupo de los Doce se había retirado del Frente Amplio Opositor24 cuando éste, junto con la Organización de Estados Americanos, pretendieron negociar una salida pacífica al conflicto a través de lo que se denominó “un somocismo sin Somoza”, para lo cual contaban con el apoyo del gobierno de Washington, en ese momento encabezado por Jimmy Carter.25 De aquí que, a finales de octubre de 1978, Iruegas recibiera un mensaje de la Cancillería que decía que siete políticos nicaragüenses se presentarían a solicitar asilo a la Embajada y que debía concederlo.26 Como habían abandonado la negociación, Iruegas no esperó a que ellos llegaran a la sede diplomática, sino que los fue a buscar a las casas en donde se encontraban ocultos. Iruegas relataba que, esa misma noche, informaron a la Cancillería que los “siete doceavos” habían abandonado la negociación con la OEA y que ya estaban asilados en la Embajada”.27

Una política activa

Los tres primeros años del gobierno de José López Portillo se caracterizaron por un importante esfuerzo de acercamiento a Estados Unidos y por el repliegue de la participación de México en los foros internacionales debido a que, para algunos, el fenómeno del “tercermundismo” impulsado por el presidente Luis Echeverría había hecho mucho ruido en el exterior y deteriorado las relaciones con el vecino del norte. La política exterior mexicana fue más cautelosa y conciliadora, y tuvo como base el reconocimiento de que en un contexto de recesión económica y deterioro de las instituciones políticas, la dependencia de México hacia Estados Unidos era inevitable.28 Sin embargo, a partir de 1979, el petróleo se convirtió en la base material para que México desarrollara una política exterior activa, no solo en el discurso, sino que buscara ejercer su influencia en los asuntos internacionales, particularmente en la crisis centroamericana.29

Así, la política exterior de México hacia la región centroamericana adquirió un perfil activo sin precedente. México optó por el activismo en su relación con los países de Centroamérica y decidió otorgar su apoyo a los procesos de cambio social en el istmo, con lo que manifestó una clara vocación “centroamericanista”.30 Hasta entonces, México había sido activista ex post facto, es decir, su política exterior era más bien defensiva o reactiva. Sin embargo, a partir de 1979, el gobierno mexicano empezó a formular iniciativas, metas y estrategias. La nueva política exterior mexicana buscaba varios objetivos: crear una esfera de influencia en la región centroamericana, factible por la cercanía geográfica, histórica y cultural; establecer alianzas entre el gobierno de México y los grupos ubicados a la izquierda del espectro político centroamericano, en este caso los sandinistas; convertir a México en un interlocutor válido para Estados Unidos en asuntos de terceros; cumplir con la función de legitimar el sistema político mexicano por medio de una política nacionalista que diera cabida a ciertos sectores progresistas de la sociedad mexicana.

La crisis política centroamericana hizo evidente la importancia geopolítica de la región para México y la necesidad de jugar un papel activo en la solución de los conflictos. Además, dado que la relación histórica con Estados Unidos había sido tradicionalmente directa y estrictamente bilateral, se vio la necesidad de inyectar otros elementos a la relación para ampliar el marco de negociación y modificar la correlación de fuerzas.31 Por último, el cambio en la política exterior de Washington con el advenimiento al poder de Ronald Reagan en 1981, particularmente el apoyo que éste otorgó a la “contra” en Nicaragua, intensificó la situación de crisis en la región, por lo que para el gobierno mexicano resultó indispensable evitar la regionalización del conflicto, ya que éste podría poner en peligro su propia seguridad.

El objetivo estratégico del gobierno de López Portillo era garantizar la estabilidad política de la región y eliminar un foco de tensión en su frontera sur. Lo que estaba en juego eran los intereses mexicanos y Centroamérica se encontraba demasiado cerca como para permanecer indiferentes a lo que sucedía en el istmo. Por ello, la política exterior no podía limitarse a la defensa de los principios sino que debía asumir un carácter activo32 El nivel de prioridad política de Centroamérica se modificó y la región se convirtió en un tema fundamental en la agenda internacional de México por lo que, a partir de entonces, empezaron a tratarse asuntos como el tipo de gobierno en Nicaragua, la situación político-militar en El Salvador, las relaciones de Estados Unidos con el gobierno sandinista y la posibilidad de un tratado de paz para los países centroamericanos.33

La intención de favorecer el cambio político en Centroamérica condujo al gobierno mexicano a brindar respaldo diplomático y ayuda material34 al gobierno sandinista de Nicaragua, así como a entablar relaciones con los grupos revolucionarios de El Salvador y Guatemala, a los cuales apoyó de distintas maneras. Además, en vista de la agresividad de la política norteamericana, era necesario volver a defender los principios de la no intervención y la autodeterminación de los pueblos en los foros internacionales.35 Para el impulso de esta diplomacia, el presidente López Portillo convocó a un grupo de funcionarios que comprendían la trascendencia de esta coyuntura y estaban convencidos de la necesidad de respaldar la transformación de las sociedades centroamericanas.36

Tal fue el caso de Jorge Castañeda y Álvarez de la Rosa, diplomático de carrera reconocido por sus opiniones nacionalistas, quien en mayo de 1979 remplazó a Santiago Roel como titular de la Cancillería, así como de Porfirio Muñoz Ledo, quien fue nombrado representante permanente de México ante la Organización de las Naciones Unidas. Otro diplomático más joven, que simpatizaban abiertamente con la causa revolucionaria, fue Gustavo Iruegas, quien también desempeñó un papel destacado en la operación de la nueva política mexicana hacia Centroamérica.37

A principios de 1981, en una reunión con los embajadores mexicanos en Centroamérica y el Caribe, convocada por el canciller Jorge Castañeda y Álvarez de la Rosa, éste explicó el sentido del viraje en la política exterior de México: se buscaba participar activamente en las cuestiones continentales y asumir la responsabilidad del gobierno mexicano frente a los países en desarrollo de la región.38 México se había propuesto adoptar una postura clara ante la coyuntura centroamericana, en el marco de la cual se definirían posiciones específicas con respecto a cada uno de los países del área. No se buscaba ejercer un liderazgo político, sino aplicar el principio de no intervención, hacer un manejo prudente de la cooperación económica y de la difusión cultural y, al mismo tiempo, manifestarse en los foros internacionales con la finalidad de influir para que esos países contaran con gobiernos con los que México pudiera desarrollar un diálogo constructivo.39 En función de este propósito, México estaba dispuesto a aceptar, e incluso a respaldar, cambios políticos y sociales en Centroamérica, en el entendido de que los procesos revolucionarios que se estaban desarrollando no tenían su origen en una conspiración del comunismo internacional, como afirmaba el gobierno estadounidense, sino en los graves rezagos sociales y la intransigencia política de los regímenes autoritarios de la región.40

Como se dijo antes, fueron dos las líneas de acción que se desprendieron de esta diplomacia activa: la ruptura de relaciones con el gobierno de Anastasio Somoza y la solidaridad con el gobierno sandinista. El 20 de mayo de 1979, México rompió relaciones con el gobierno de Anastasio Somoza Debayle, debido al ataque a los derechos humanos en Nicaragua.41 En este caso, se respetó el espíritu de la Doctrina Estrada, formulada en 1930, la cual postula que México no reconoce ni desconoce gobiernos, sino que mantiene o no relaciones con los países y los gobiernos que éstos tengan. México no estaba desconociendo al gobierno de Somoza, sino que ejerció su derecho soberano de mantener o retirar a sus agentes diplomáticos, sin desconocer por ello al otro gobierno.42

Además de esta acción unilateral, López Portillo realizó una campaña de proselitismo para que el resto de los países latinoamericanos se sumaran al bloqueo diplomático en contra de Somoza y para que la OEA tomara cartas en el asunto.43 El canciller Jorge Castañeda y Álvarez de la Rosa insistió en que la medida tenía el objetivo de aislar políticamente a Nicaragua y lograr que Estados Unidos dejara de apoyar a Somoza, y expresó su sorpresa porque la OEA no hubiera tomado medidas para salvaguardar los derechos humanos del pueblo nicaragüense.44 De inmediato, Somoza lamentó esta decisión, declaró que la Embajada de México en Managua se había convertido en “refugio de terroristas, asesinos y ponebombas” y afirmó que la ruptura se había decidido por influencia de Fidel Castro. Además de rechazar la acusación de genocidio, reiteró que en Nicaragua existía “una paz relativa”, por lo que él abandonaría el gobierno hasta el fin de su mandato presidencial, el primero de mayo de 1981.45

Castañeda se encargó de notificar a la Embajada de Nicaragua en México la decisión de romper relaciones diplomáticas debido a la violación masiva de los derechos humanos y a la represión indiscriminada de la Guardia Nacional en contra de la población civil de Nicaragua. Además, solicitó al gobierno de ese país que permitiera la salida del encargado de negocios, Gustavo Iruegas, del personal de la misión diplomática, así como de las personas asiladas en la Embajada de México en Managua, conforme a lo dispuesto en la Convención de Caracas; y ofreció al embajador nicaragüense, Ernesto Navarro Richardson, las facilidades para que abandonara el territorio mexicano con las garantías de seguridad correspondientes.46 Gustavo Iruegas regresó a México en el avión Quezalcóatl II, junto con el personal de la Embajada y 37 asilados a quienes se les había otorgado salvoconducto (13 hombres, 12 mujeres y 12 menores).47 En su opinión, técnicamente la Embajada hubiera podido continuar trabajando pero, políticamente, el rompimiento había sido necesario.48

Los apoyos a la decisión de México fueron muchos. Los líderes de la oposición nicaragüense aplaudieron la medida y la vieron como una forma de demostrar que el mundo abría los ojos ante el genocidio perpetrado por Somoza.49 Además del presidente tico, diputados de todas las agrupaciones políticas de Costa Rica manifestaron su apoyo a la ruptura de relaciones con el gobierno de Nicaragua por parte de México, por considerar que era una manifestación clara en contra de un régimen que había oprimido al pueblo nicaragüense a lo largo de su historia. Por su parte, el gobierno de Colombia declaró que la medida constituía un paso contundente hacia el derrocamiento del régimen de Anastasio Somoza y se mostró convencido de que otros países democráticos latinoamericanos podrían seguir el ejemplo de México.50

Sin embargo, a pesar del apoyo a esta medida, ello no implicó que otros países optaran por la ruptura de relaciones con Somoza. Tal fue el caso de Colombia y Panamá, quienes decidieron mantener relaciones diplomáticas con el gobierno de Nicaragua argumentando que no deseaban tomar una decisión precipitada y que era mejor hacer una campaña entre los gobiernos latinoamericanos para aislar a Somoza.51 Desde luego, hubo también quienes criticaron severamente la acción tomada por el gobierno mexicano, como el presidente de Guatemala, Romeo Lucas García, quien lamentó la ruptura de relaciones de México con Nicaragua por considerar que lesionaría la unidad de los países centroamericanos.52

Un mes después de la ruptura de relaciones, México encabezó al grupo de países que bloqueó una iniciativa de Estados Unidos en la OEA, encaminada a constituir una fuerza interamericana de paz para restablecer el orden y asegurar las elecciones en Nicaragua.53 Asimismo, a partir del triunfo de la revolución sandinista el 19 de julio de 1979, México otorgó su reconocimiento al Gobierno de Reconstrucción Nacional54 y decidió colaborar con él con el objetivo de conservar el carácter pluralista de la revolución.55 Por ello, propuso un pacto de no agresión de Estados Unidos hacia Nicaragua, fungió como gestor permanente ante Washington para evitar la intervención armada y, junto con Venezuela, se convirtió en abastecedor de petróleo a los nicaragüenses.56

El 3 de agosto de 1980, los presidentes de México y Venezuela, José López Portillo y Luis Herrera Campins, firmaron el Acuerdo de San José en presencia del mandatario costarricense, Rodrigo Carazo Odio, por medio del cual se comprometían a abastecer de petróleo a nueve países centroamericanos y caribeños (Guatemala, El Salvador, Honduras, Nicaragua, Costa Rica, Panamá, República Dominicana, Jamaica y Barbados57 a crédito y con tasas preferenciales.58 El Acuerdo fue calificado como una muestra de la solidaridad hacia la región y de la unidad de los pueblos latinoamericanos59 y fue visto como un paso hacia el “Plan Mundial de Energéticos” propuesto por el presidente López Portillo, como una forma de resolver el problema energético a nivel regional y como una manera de salvar de la catástrofe financiera a países pobres no productores de petróleo.60 Por otra parte, entre 1979 y 1982 México suscribió más de doscientos acuerdos para impulsar programas de asistencia técnica y económica con Centroamérica y el Caribe. En el caso de Nicaragua, además de suministrarle ayuda económica y técnica, se llevaron a cabo diversos proyectos de inversión conjunta y se le otorgaron donativos y préstamos por más de 100 millones de dólares.61

Durante la Reunión de embajadores de México en Centroamérica y el Caribe con el secretario de Relaciones Exteriores y algunos funcionarios de la Cancillería que tuvo lugar en febrero de 1981, Castañeda recalcó la prioridad que las relaciones con Centroamérica ocupaban en el quehacer internacional de México en ese momento, derivada de la vecindad geográfica, la identidad de objetivos y aspiraciones populares, los antecedentes históricos semejantes y los intereses complementarios, todo lo cual hacía más fácil la cooperación en los ámbitos político, económico, social y cultural. Al mismo tiempo, el canciller destacó la situación tan compleja por la que pasaban los países del istmo, lo que hacía indispensable que el gobierno de México estuviera enterado en forma oportuna de los acontecimientos en estos países por medio de los informes de sus representantes en la región, con el fin de diseñar una política exterior sólida.62

En el caso de Nicaragua, ya no se trataba de un país en guerra, sino de un nuevo gobierno que se había dado a la tarea de realizar un proceso de recuperación económica, apoyado en gran medida en el financiamiento externo. La lucha por derrocar a Somoza había dejado un saldo de destrucción, tanto en términos de vidas humanas, como de una parte importante de la planta industrial y las cosechas; y la creciente presión por parte de Estados Unidos hacia que el gobierno sandinista debiera recurrir a sus aliados externos, principalmente Cuba y México. Por ello, el gobierno mexicano se había convertido en uno de los principales apoyos económicos para Nicaragua en cuestiones técnicas, crediticias, comerciales y de abasto petrolero.63

Negociaciones por la paz

A lo largo del siglo XX, México tuvo una historia de participación en procesos de negociación en pro de la paz en el istmo centroamericano y de defensa de los principios de política exterior en los foros internacionales frente a Estados Unidos. Tal fue el caso de su participación en las conferencias de paz de 1906 y 1907; el apoyo al presidente de Nicaragua José Santos Zelaya en 1909, a quien Porfirio Díaz ofreció asilo y transportó a México en un barco de guerra mexicano; la condena al golpe de Estado al presidente Jacobo Árbenz en Guatemala en 1954 y al desembarco de “marines” en la República Dominicana en 1965; así como su apoyo al derecho a la autodeterminación del pueblo beliceño. Sin embargo, a raíz de la crisis centroamericana de los años setenta, el interés de México en participar en los procesos de paz en la región creció de manera exponencial.

Con el ascenso de Ronald Reagan al poder en enero de 1981,64 se incrementaron las amenazas de intervención en Centroamérica y las posibilidades de regionalización del conflicto. Reagan impulsó una serie de acciones abiertamente intervencionistas, justificadas con el argumento de la defensa de la seguridad nacional de Estados Unidos, haciendo ver los conflictos en la región como producto de la confrontación Este-Oeste.65 La estrategia de Guerra de Baja Intensidad (GBI) hacia Centroamérica, desarrollada por la administración Reagan, buscó dar marcha atrás (roll back) al proceso revolucionario nicaragüense y, con el objetivo de que lo sucedido en Nicaragua no se repitiera, impulsó de manera paralela una estrategia de contrainsurgencia en El Salvador y en Guatemala, encaminada a combatir y derrotar a los movimientos revolucionarios en la región. Los recursos económicos utilizados fueron considerables y estuvieron destinados al apoyo económico para reforzar los ejércitos locales, al entrenamiento de los soldados guatemaltecos y salvadoreños, al financiamiento de la contra nicaragüense y a la construcción de bases militares, aeropuertos y depósitos de armamento en Honduras, medidas que produjeron un creciente proceso de militarización en la región que ponía en riesgo la estabilidad política del área.66

En palabras del canciller Jorge Castañeda y Álvarez de la Rosa, la nueva administración estadounidense buscaba impedir el avance de los movimientos calificados como subversivos, que representaban una opción de cambio en El Salvador y Guatemala y, al mismo tiempo, propiciar un cambio en Nicaragua para volver a formas de gobierno más tradicionales, que pudieran garantizar la defensa de los intereses estadounidenses tanto económicos como políticos.67 De aquí que, durante 1981, México impulsara una serie de esfuerzos diplomáticos para fomentar la distensión entre las partes en conflicto.

El primero de ellos fue la entrevista entre Daniel Ortega, coordinador de la Junta de Gobierno de Nicaragua, y el presidente de Honduras, Policarpo Paz García, la cual tuvo lugar en mayo a petición expresa de Nicaragua, con el objetivo de fomentar un acercamiento entre ambos gobiernos, cuyas relaciones se habían deteriorado en virtud del apoyo otorgado por el gobierno hondureño a la Contra nicaragüense. De esta reunión surgió un comunicado conjunto que expresaba la voluntad de ambos mandatarios por buscar la solución a los conflictos a través del diálogo y la negociación, y acordaba la celebración de dos futuras reuniones de ministros de Relaciones Exteriores y de Defensa, la primera en Tegucigalpa y la otra en Managua. Con todo, aunque estas reuniones no derivaron en resultados concretos, contribuyeron a generar un ambiente de distensión. El segundo fue la entrevista entre el secretario de Estado, Alexander Haig, y el vicepresidente cubano, Rafael Rodríguez, realizada en México en noviembre de 1981. Sin embargo, este esfuerzo tampoco derivó en resultados concretos y más bien fue utilizado para tratar de convencer al gobierno cubano de que no se inmiscuyera en los asuntos centroamericanos.68

Por último, en febrero de 1982, durante su visita a Managua en apoyo a la Junta de Reconstrucción Nacional, el presidente López Portillo propuso un Plan Regional de Distensión. Esta iniciativa multilateral tenía como finalidad disminuir las tensiones y sentar las bases de negociación para la paz, la estabilidad, la democracia y el desarrollo en Centroamérica.69 El plan proponía una solución negociada para El Salvador, un pacto de no agresión de Estados Unidos hacia Nicaragua y hacia el resto de los países centroamericanos, y el diálogo entre Cuba y Estados Unidos, para todo lo cual México se ofrecía como mediador.70 Nicaragua vio el plan con buenos ojos, pero El Salvador lo consideró una intromisión, mientras que Estados Unidos resolvió esperar los resultados de las elecciones salvadoreñas.71 En ellas, la derecha derrotó a la Democracia Cristiana de Duarte, lo que provocó el acercamiento entre México y Venezuela y dificultó que Estados Unidos siguiera otorgando ayuda militar al gobierno salvadoreño. Así, aunque la iniciativa no prosperó, sentó un precedente importante pues hizo evidente la necesidad de un esfuerzo concertado para la paz en Centroamérica72 y constituyó uno de los antecedentes de la creación del Grupo Contadora un año después.73

A mediados de 1982, tuvo lugar una nueva ronda de conversaciones entre Estados Unidos y Nicaragua, realizada gracias a la iniciativa del gobierno mexicano. El punto nodal fue la exigencia por parte de Washington de que se democratizara el régimen sandinista, como un mecanismo de presión en contra de Nicaragua encaminado a aislarla del resto de Centroamérica. De esta reunión no se desprendieron resultados concretos y se fortaleció la idea de que Estados Unidos no tenía ninguna intención de negociar. Derivada del acercamiento entre México y Venezuela, en septiembre del mismo año tuvo lugar en Cancún una reunión de cancilleres de ambos países, en la cual los presidentes de México y Venezuela acordaron enviar sendas cartas a sus homólogos de Estados Unidos y Honduras, así como al coordinador de la Junta de Reconstrucción Nacional, conminándolos a frenar la escalada bélica en Centroamérica y a fomentar el diálogo y la negociación para la solución de los conflictos. El presidente Reagan ignoró este llamado y optó por convocar a un Foro para la Paz y la Democracia, en San José de Costa Rica, cuya finalidad consistía en aislar al gobierno sandinista. En esta reunión participaron Costa Rica, El Salvador y Honduras, quedando excluidas Nicaragua y Guatemala por no cumplir con los principios de un gobierno democrático. Por ello, ni México ni Venezuela aceptaron participar en el Foro y prefirieron concertar una entrevista entre Daniel Ortega y el nuevo presidente de Honduras, Roberto Suazo Córdova, con el fin de promover el diálogo acerca del problema de la contra. Sin embargo, Suazo Córdova no aceptó la invitación y la mediación de México y Venezuela quedó sin efecto alguno.74

Más allá de los principios

A partir de 1979, la relación entre la política exterior y los principios se modificó. En primer lugar, el gobierno mexicano empezó a definir una serie de intereses, ubicándolos por encima de los principios y, en segundo lugar, comenzó a entenderse la necesidad de relativizar dichos principios, ya que en ciertas ocasiones debía imponerse el pragmatismo. En suma, se pensaba que había llegado el momento de apoyarse en los principios, pero sin limitarse a ellos. Había otro elemento de mayor jerarquía que justificaba la nueva política de México hacia Centroamérica: la batalla contra la violación de los derechos humanos. Así, se mantuvo la idea de la no intervención directa, pero se comenzó a justificar una política diplomática activa y una participación más decidida en los conflictos.

A todo ello coadyuvó a la idea de que los principios son algo más que verdades eternas e inmutables y encierran cierto grado de ambigüedad que les permite ser más flexibles. De aquí que no puedan abstraerse de una relación constante y compleja con la política real y concreta, pues son un ingrediente necesario pero, a veces, insuficiente en la elaboración y ejecución de la política exterior.75 De este modo, se produjo una ruptura en el sentido de que los principios se colocaron en un lugar diferente y México empezó a llevar a cabo acciones diplomáticas con repercusiones reales. La política exterior buscó, a partir de entonces, influir en las acciones y decisiones de otros países. ¿Podemos entonces hablar de intervencionismo? Pondremos algunos ejemplos.