Kitabı oku: «Orantes. De la barraca al podio», sayfa 2

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A diferencia de lo que ocurre hoy en día, en aquellos tiempos la ATP no protegía el ranking de los jugadores en caso de que sufrieran una lesión. Por ello, tuvo que disputar la fase previa. Esos partidos de más, en lugar de suponer un inconveniente, le permitieron afianzar las buenas sensaciones con las que llegaba tras su victoria en El Cairo. Volvió a sentir una afinidad especial con las pistas del club monegasco. Ya en el cuadro grande, tras superar sin problemas el compromiso de primera ronda ante el croata Zeljko Franulovic, la providencia del sorteo deparó un duelo ante el primer cabeza de serie del torneo, el norteamericano Arthur Ashe.

Esa exigente prueba de fuego, solventada con un contundente 6-2 6-3 a favor, fue la primera prueba seria de que algo iba bien. Mejor de lo que hubiera esperado en sus augurios más optimistas. Tras ese espaldarazo moral, solventó el resto de duelos que le llevaron a levantar el título con una autoridad incontestable. No solo no perdió un set en toda la semana, sino que en sus últimos tres partidos tan solo cedió un total de 11 juegos: cuatro ante el australiano Dick Crealy, uno ante su compatriota José Higueras y seis en la final ante el sudafricano Bob Hewitt. Definitivamente, el trabajo realizado junto al doctor Bestit, esa arriesgada apuesta por renunciar en seco a la competición y dedicar todas las energías a la rehabilitación de la espalda, estaba dando los frutos esperados.

Aquel mes de abril Manuel regresó al circuito con la ambición de reivindicarse. Las dificultades físicas habían provocado muchas derrotas dolorosas. Le habían impedido ofrecer su verdadero nivel. Ahora, con la espalda del todo recuperada y toda la temporada de tierra batida por delante, el horizonte ofrecía de nuevo un panorama alentador. Efectivamente, su tenis siguió progresando y se impuso en Bournemouth, Inglaterra, y en Hamburgo, Alemania. Y en Roma, la semana previa a Roland Garros, alcanzó la final, en la que se enfrentó al mexicano Raúl Ramírez. El día de la final llovió, y tuvieron que aplazar el partido hasta el día siguiente. De modo que el lunes reanudaron la final y acabó perdiendo en tres disputados sets: 6-7 5-7 5-7.

Los títulos de Bournemouth y Hamburgo y la final de Roma colocaban a Orantes en el grupo de favoritos en Roland Garros. El granadino, además, había sido finalista en la edición anterior, justamente cuando el pinchazo físico ante Borg había sido decisivo para recurrir meses después a la ayuda del doctor Bestit. “Sin querer ser excesivamente confiado, veía que podía tener muchas opciones”. El sorteo deparó un duelo en primera ronda contra el italiano Antonio Zugarelli, al que el año anterior había batido con claridad en el mismo torneo de París. Tras la final en Roma, Orantes llegó a Roland Garros el lunes por la noche y le tocó jugar a las 10 de la mañana del día siguiente. “No había podido ni entrenar, ni calentar e iba muy saturado de partidos. Y lo cierto es que jugué el peor partido de mi vida y perdí 6-3 6-0. La derrota fue más por un problema mío que no por el rival, que en principio era asequible”. La precipitada transición entre la capital italiana y la francesa fue nefasta para sus intereses. “París es muy distinto a Roma, donde hace mucho más calor. Cambia la manera de jugar porque en Roma la pista es más lenta. En París, en la época en que se juega Roland Garros, llueve mucho, las pistas son más duras, cambian también las pelotas de uno a otro torneo… y como no había tenido tiempo de entrenar, me encontré de repente que no estaba bien”. Pero más allá de esas circunstancias, Manuel asume su responsabilidad sin tapujos: “Que te ganen 6-3 6-0 es indicativo de que prácticamente no hubo partido”.

El disgusto por aquella derrota prematura en París fue enorme. Un paso atrás doloroso. Difícil de encajar. Pero no había margen para el desánimo. En primer lugar por una cuestión de principios, dado que una de las virtudes de Orantes a lo largo de su carrera, por su humildad e inteligencia, fue aceptar de buen grado las derrotas. Incluso las más duras. Y en segundo lugar porque ese año el calendario le reservaba una oportunidad de resarcirse en menos de tres meses. Cosas del azar: por primera vez en su historia, el US Open se disputaría aquel año 1975 sobre tierra batida.

Llega el US Open, la hora de la verdad

Hasta entonces el US Open se había jugado siempre sobre hierba. Pero el pésimo estado en que acababa la hierba, tras la enorme acumulación de partidos en un torneo de 15 días, provocó el cambio de superficie. La federación americana se decantó por una tierra de color verde, conocida por entonces como Hard-Tru. “Era distinta a la tierra europea. Más rápida y tenía menos coste de mantenimiento”, recuerda Manuel. El color verde de aquella tierra se aprecia levemente en algunas de las imágenes que circulan por YouTube.

Pero los españoles que por entonces vieron instantáneas de la hazaña de Orantes no pudieron distinguir ese tono verde porque faltaban aún un par de años para que la televisión en color se instaurara en nuestro país. Más allá de esa anécdota cromática, lo decisivo fue que la hierba, rápida e imprevisible en cada bote, dio paso a una tierra batida más lenta y acorde con los biorritmos pausados del juego de Orantes. Teniendo en cuenta que 14 de los 15 torneos que el granadino había ganado por entonces se habían jugado sobre tierra batida, ese cambio de superficie fue clave.

El hecho de que el Open US fuera en tierra batida contribuyó a la decisión de renunciar a Wimbledon. En lugar de cambiar a una superficie como la hierba, en la que sus posibilidades de éxito eran mucho menores, optó por seguir entrenando y compitiendo en tierra. Pronto se vio que la decisión fue acertada. Ese verano de 1975, antes de cruzar el Atlántico, se adjudicó por segunda vez el torneo de Bastad (lo ganó también en 1972), en Suecia, derrotando en la final a José Higueras. Y una vez en la gira norteamericana de tierra, se anotó los títulos de Indianápolis (también por segunda vez tras haberlo levantado antes en 1973), con un solvente doble 6-2 ante Arthur Ashe, y Toronto, con un contundente 7-6 6-0 6-1 ante el rumano Ilie Nastase.

La experiencia negativa de lo ocurrido en Roland Garros dos meses antes le sirvió, en positivo, al llegar al US Open. Acababa de ganar consecutivamente en Indianápolis y Toronto. Lo que implicaba que había competido dos semanas enteras al máximo nivel, con el consecuente cansancio, físico y mental. Y en el torneo previo al US Open, en Boston, disputando los cuartos de final contra el australiano John Alexander, se disparó una alerta en su mente. “La cabeza me empezó a decir ‘a ver si te pasa como en Roland Garros, que acumulaste tantos partidos previos que llegaste desfondado’. Ahí se me fue un poco la cabeza, perdí el partido en el tie-break del tercer set, y tuve tres días de descanso que me fueron muy bien. Quizás fue algo inconsciente, pero me sirvió la experiencia”.

Hasta aquel verano de 1975, no se puede decir que la relación entre Orantes y el US Open fuera buena. Algo lógico, en todo caso, al disputarse sobre una superficie tan poco favorable para él como la hierba. Su mejor guarismo habían sido los cuartos de final. Y aquel episodio quedaba ya lejos, en el año 1971, cuando cayó ante Arthur Ashe sin ofrecer excesiva resistencia, 1-6 2-6 6-7. Pero el hecho de que en aquella edición pasara a disputarse sobre tierra batida cambiaba radicalmente las cosas. Los números estaban ahí. Ese año, catapultado por la recuperación física de la espalda, Manuel había disputado diez finales sobre tierra, anotándose siete títulos. Era, sin duda, el gran dominador de esa superficie.

El US Open se disputó en 1975 en Forest Hills, nombre del barrio neoyorquino donde se encuentra el West Side Tennis Club. La historia del torneo se remonta a 1881, año de los primeros campeones masculinos, mientras que las chicas se estrenarían en 1887. Pero hasta el inicio de la Era Abierta (Open Era), en 1968, cuando el torneo recibió el nombre de US Open, no acogió en una misma sede y de modo simultáneo las pruebas masculinas y femeninas. Esa primera sede oficial fue la mencionada de Forest Hills, y ese año 1968 el torneo admitió por primera vez la participación de profesionales. El periplo de Forest Hills concluyó en 1978, cuando el US Open se trasladó definitivamente al emplazamiento vecino de Flushing Meadows, concluyendo así la fase de tres años, desde 1975 a 1977, en que el torneo se disputó sobre tierra batida.

Nueva York es la ciudad por excelencia. Ahora y siempre. Si hoy en día es uno de los lugares más carismáticos y magnéticos del mundo, cuesta poco imaginar lo fascinante que debía resultar a mediados de los años setenta. En una época mucho menos globalizada que la actual, el germen neoyorquino, con su energía arrolladora, su mestizaje racial, su espíritu transgresor, su mentalidad abierta, su cotidianidad disparatada, sus proporciones gigantescas, su sensibilidad artística y sus ganas de ir siempre más allá de lo establecido… todo aquello tenía que ser realmente embriagador e hipnótico en el año 1975. Infinitamente más interesante, innovador y estimulante que lo que cualquier español podía tener a su alcance en aquellos últimos meses del franquismo.

Manuel se había casado a finales de 1973, con solo 24 años, con su primera mujer, Virginia, una chica valenciana:

Nos conocimos en el torneo de Valencia, en el Circuito del Mediterráneo, en 1973. Fue un primer encuentro agradable, pero se quedó en eso. Y un día, semanas más tarde, yo había acabado de jugar, estaba comiendo y me dijeron que tenía una llamada telefónica. Resultó ser ella, que me confesó que era una fan y que yo le había caído muy bien. Tampoco entonces pasó nada porque empecé a viajar a los torneos, por lo que vivía casi todo el tiempo fuera, y perdimos el hilo. Pero ella me volvió a llamar muchas veces, hasta que nos conocimos más el verano de ese año 1973. Fuimos a jugar una exhibición a Castellón y coincidió que ella veraneaba en Benicàssim. Y fue ahí cuando nos conocimos más y empezamos a salir juntos.

Desde entonces empezó a viajar conmigo, me acompañaba en todos los torneos. Tener una persona que te acompañara siempre, poder hablar de tus cosas, de tus problemas, me ayudaba mucho. Yo di un salto bastante grande en ese aspecto porque necesitaba esa compañía y esa estabilidad. La prueba es que todos mis grandes triunfos los conseguí después de casado. El mundo del tenis es bastante ficticio, vives como en una nube: juegas, sales, todo el mundo te rodea, te agobia, vives en un estado de excitación y no acabas de relajarte. Para mí fue esencial tener al lado una persona como Virginia que me apoyaba y sabía cómo levantarme el ánimo.

Hay que pensar que hasta entonces Manuel viajaba por todo el mundo con otros tenistas españoles, “pero, claro, ellos a lo mejor perdían en el primer o segundo partido y se iban, y si tú te quedabas, porque ganabas, pues te ibas quedando solo. En cambio, si estaba con Virginia me quedaba con ella, podía hablar de temas personales, y eso me fue muy bien”. El aspecto sereno, elegante, contemporizador e imprevisible que distinguió siempre al juego de Manuel en la pista tenía su correspondencia, con esas mismas virtudes, en su forma de ser.

“Yo soy muy tranquilo, no me gustaba ir a una discoteca ni meterme en líos. No. A mí me gustaba estar con ella, dar un paseo, ir al cine, hacer alguna visita cultural, ver un poco la ciudad, visitar museos”. Esa inquietud intelectual, esas ganas saludables de trascender la obsesión deportiva por el tenis que es tan habitual en la gran mayoría de tenistas profesionales, eran sin duda aspectos distintivos y positivos de la personalidad de Orantes. Y no podía haber mejor escenario para satisfacer esa inquietud que la ciudad de Nueva York. “Entonces se jugaba un día sí y un día no, y el día que no jugabas te lo montabas para entrenar a primera hora y te dejabas el resto del día libre. Y piensa que entonces los países eran muy diferentes entre sí. Hoy en día aquí tenemos lo mismo que en todos los sitios. Pero entonces era otra cosa: la música, la ropa… todo era completamente diferente. A mí me gustaba mucho la música, comprar cositas…”, recuerda con cierta nostalgia.

Durante el torneo, la ubicación de los jugadores en pleno corazón de la isla de Manhattan facilitaba esas escapadas culturales. “Estábamos en el hotel Roosevelt, el hotel oficial que nos hacía precio especial a los jugadores”. Desde ahí Manuel y Virginia aprovechaban cada momento de descanso para salir a recorrer la ciudad como dos turistas más. “Hoy día también encuentras cosas diferentes pero entonces era otra cosa… la música, las obras de teatro, los museos… y todo aquello lo aprovechábamos, aunque es cierto que lo disfruté mucho más luego… Siendo ya veterano, me invitaban cada año, e íbamos con los niños (los tuvo con su mujer actual, Rosa). Entonces sí que íbamos a pasárnoslo bien y descubríamos más la ciudad”.

Manuel relata con entusiasmo las vivencias que acumuló en la década de los setenta mientras recorría el mundo entero con la raqueta. “Entonces los países eran muy diferentes. Veías cosas que te gustaban e impresionaban porque eran desconocidas. Si íbamos de compras había cosas para mi mujer que eran imposibles de encontrar en España, abrigos, chaquetas… Y siempre alguien te recomendaba algún lugar especial… ‘vete a esa fábrica de no sé qué’. De hecho, la primera televisión pequeña que tuve la traje de Hong Kong la primera vez que fuimos a jugar la Copa Davis. Es decir que ibas por el mundo y en cada lugar te encontrabas cosas diferentes”.

Y volviendo a Nueva York, destaca: “Recuerdo que además del privilegio de acceder a los mejores museos, obras de teatro o discos de música, nos quedamos impactados al descubrir el primer mall, un centro comercial gigante con tiendas de todas las marcas, donde pasabas el día, comías… al estilo de lo que es hoy L’Illa de Barcelona”. Desde el prisma de dos jóvenes que procedían de un país sometido a la austeridad franquista, un país en el que una proporción demasiado amplia de la población todavía sufría los rigores del hambre, y en el que el máximo exponente de modernidad eran los antiguos ultramarinos, antecesores de los supermercados que aún estaban por llegar, esos enormes centros comerciales eran percibidos casi como elementos futuristas de ciencia ficción. El contraste entre la modernidad de Nueva York y la paupérrima realidad social española era, a mediados de los setenta, abismal.

También recuerdo que en aquella época íbamos a los torneos en metro. Así era en Nueva York, pero también en Londres, en París y en todos los sitios. No estaban todavía las cosas organizadas como lo están ahora. Los torneos no tenían tanto dinero como para disponer de sponsors de marcas de coches que hicieran de chófers para los jugadores. Así que en aquellos años tenías que ir en metro, como todo el mundo (ríe). Con la bolsa y las raquetas colgadas al hombro. Piensa que como entonces el tenis estaba arrancando y la televisión no tenía tanto impacto, la gente de la calle no nos conocía. Luego poco a poco, cuando el tenis empezó a ser más popular y empezó a retransmitirse más en la televisión, ya fue cambiando.

Pero regresemos a la competición. Como era previsible, los primeros compromisos fueron sencillos para Orantes. Hay que pensar que entonces no existía la igualdad competitiva que hay ahora.

No había tanta dedicación profesional. Para hacerse una idea, en aquella época nadie tenía entrenador, ni preparador físico, ni por supuesto psicólogo o dietista. Ahora cualquiera de los cien primeros jugadores te puede complicar la vida a un partido, pero entonces las diferencias eran mayores. Después de ver el cuadro, todos sabíamos que lo importante era a partir de cuartos de final. Los anteriores partidos eran más asequibles, eran partidos que yo tenía bastantes posibilidades de ganar.

Los resultados, efectivamente, así lo confirmaron: victorias sencillas a dos sets ante el sudafricano Bernard Mitton y el indio Sashi Menon en las dos primeras rondas; victoria a tres sets ante el campeón alemán, Hans-Jurgen Pohmann; y en octavos, con partidos ya a cinco sets, victoria en cuatro sets ante el francés François Jauffret. “Jauffret era un jugador muy fuerte en tierra batida, había llegado un par de veces a semifinales de Roland Garros, era muy competitivo. Pero bueno, sabía que podía perder algún set, como así fue, pero tenía muchas posibilidades de ganar”.

Nastase, genio y figura

En cuartos de final empezó de verdad el US Open para Orantes. Su rival, el rumano Ilie Nastase, era uno de los grandes jugadores del circuito. Fue el primer número uno del mundo, coincidiendo con la aparición de los rankings computarizados, en agosto de 1973. Meses antes de alcanzar esa posición, había levantado su segundo torneo de Grand Slam en la tierra batida de Roland Garros. Aquel fue su último torneo grande, después de haberse impuesto en 1972 en el US Open, cuando se disputaba sobre hierba. Debieron ser más de dos, muchos más, a tenor de su extraordinario talento. Pero al rumano siempre le traicionó su carácter, entre díscolo, histriónico e infantil. Eso sí, sumó nada menos que 57 títulos individuales y fue campeón del Masters los años 1971, 1972, 1973 y 1975.

La mirada bonachona de Orantes se ilumina, junto a su amplia sonrisa, cuando recuerda algunos de los episodios vividos con el rumano.

Nastase era un poco infantil. Nosotros le decíamos alguna cosa en broma, como retándole, y él enseguida lo llevaba a cabo. Un año, en 1973, en Louisville, salió la norma de que los jugadores tenían que jugar el dobles con la camiseta del mismo color. Él lo jugaba con Arthur Ashe, y cuando iban a salir, estaban los dos vestidos de blanco y le dijimos: “Nastase, te van a multar porque no vais del mismo color, él es negro y tú no” (Manuel ríe abiertamente). Y el tío cogió betún y se pintó de negro… (más risas).

Nastase nació en 1946, tres años antes que Orantes, y sus carreras discurrieron en paralelo, por lo que coincidieron en infinidad de ocasiones y trabaron una buena amistad.

En otro torneo, en Londres, en el Albert Hall, su partido se atrasó mucho y le tocó jugar muy tarde. Y también le dijimos “Nastase, es muy tarde”, y se puso el pijama para salir a la pista a jugar. Y otra vez estábamos en un hotel y le cambió la tarjeta del desayuno al croata Nikola Pilic, que lo había pedido a las 9 de la mañana. Se la quitó y puso otra tarjeta pidiendo tres desayunos enteros a las 4 de la mañana… (ríe). Los del servicio de habitaciones le despertaron, y el otro se encontró con toda la comida en una mesa (más risas). Era un tío muy bromista, pero era por ese aspecto infantil, siempre de buena fe.

De hecho, si uno indaga en la trayectoria de Nastase, además de constatar la opinión unánime de que fue uno de los grandes talentos de todos los tiempos, se encuentra con una amplia variedad de episodios disonantes. En cierto modo, fue uno de los grandes exponentes de una etapa del tenis que quedó definitivamente atrás. Algo así como el último mohicano de un tiempo en el que brotaron por doquier jugadores tan carismáticos que, por tener, hasta tenían nombres carismáticos: Vitas Gerulaitis, Arthur Ashe, John McEnroe, Jimmy Connors, Stan Smith, Adriano Panatta, Björn Borg... Los más viejos del lugar recordarán sin duda la gracia de Nastase para improvisar charlas distendidas con el público, su afición por bromear con los rivales, incomodarlos o increparlos si se le cruzaban los cables, o sus acaloradas discusiones con los árbitros…

Todo en él, desde su habilidad para inventar golpes inverosímiles hasta su comportamiento imprevisible y a menudo inclasificable, era puro espectáculo. Era, por todo ello, uno de los jugadores más apreciados por el público. En la lista negra de su hoja de servicios como enfant terrible del tenis destaca una ocasión en la que, tras discutir con un juez de red que le había anulado un punto de saque al considerar que la bola había rozado la red, impactó un saque de forma deliberada en su cabeza. Una vez concluida su carrera, la polémica siguió acompañándole. En su autobiografía, titulada Mr Nastase y publicada en el 2004, se jactó públicamente de haberse acostado con más de 2.500 mujeres. A lo que su tercera esposa, Amalia Teodosescu, 30 años menor que él, replicó declarando sentirse orgullosa de haber conquistado a semejante hombre.

Dicho todo esto, hay que valorar en positivo la excelente relación que siempre mantuvieron el español y el rumano. “Tanto con Nastase como con todos, yo siempre me portaba deportivamente, y ellos siempre me respetaban. De hecho, a algunos jugadores Nastase intentaba humillarlos, reírse de ellos durante el partido, pero conmigo no, siempre me respetaba”. Circunstancia que tiene especial mérito si tenemos en cuenta que a lo largo de sus carreras se enfrentaron un total de 25 veces, con un balance muy favorable al rumano de 17 victorias por solo 8 derrotas. Aun así, aquel año 1975 Manuel estaba en plena forma y afrontaba el duelo con optimismo. “Yo le había ganado la final de Toronto, dos semanas antes, por un claro 7-6 6-0 6-1”.

Manuel también había salido airoso en el enfrentamiento anterior al de Toronto, dos semanas antes de Roland Garros, cuando en las semifinales de Hamburgo disputaron un duelo tan reñido como indica el marcador final, 7-5 6-4 2-6 6-7 7-5. Pero antes de esas dos victorias consecutivas de 1975, Nastase había concatenado nada menos que nueve victorias, incluidas las finales del Trofeo Conde de Godó de 1973 y 1974 y las finales de Madrid y Valencia de ese año 1975. Si miramos el balance total hasta ese duelo de cuartos de final del US Open de 1975, Nastase mandaba con 12 victorias por solo 4 derrotas.

En definitiva, aunque se tratara de un rival contra el que tenía un escaso bagaje de una victoria cada cuatro encuentros, Orantes contaba con dos argumentos que invitaban a cierto optimismo: le había ganado los dos últimos duelos, y jugaban en tierra batida, algo decisivo teniendo en cuenta que, como recuerda Manuel, “Nastase sobre todo me ganaba más en pista rápida”.

En el US Open siempre trataron muy bien a Orantes. Si algo distingue al público norteamericano, como aclara Manuel, “es que aprecian el deporte y la técnica. No son tan nacionalistas como en Europa o España, donde se protege más lo nuestro y la furia. No, allí van a ver deporte, con espíritu deportivo, y es allí donde jugué mi mejor tenis. En ese sentido, notar que el público estaba conmigo y apreciaba mi manera de jugar me daba mucha moral”. Manuel se siente a gusto recordando aquella etapa luminosa en la que él, un granadino veinteañero de origen humilde, criado entre barracones en el barrio barcelonés del Carmel, triunfó contra todo pronóstico al otro lado del Atlántico: “Si miras mi historial verás que las mejores victorias de mi vida todas han sido allí: a parte del US Open, gané el Mundial de Miami, Indianápolis tres veces, Boston en dos ocasiones, Louisville, el Masters en Houston y la Orange Bowl”.

Pero, tal como aclara con su modestia habitual, no es que el público norteamericano le apoyara más a él:

A Nastase también le querían mucho, porque era un jugador con mucha técnica. Jugaba muy bien. Es decir que ellos apreciaban el partido. No es que se pusieran en contra de él o a favor mío. No, veías que apreciaban el partido, porque los dos éramos jugadores más técnicos que físicos, destacábamos por nuestro talento, y hacíamos buenas jugadas. Veían las estrategias, la lucha del uno contra el otro, cómo intentaba cada uno imponer su juego, su ritmo. Además, los puntos eran bonitos, hacíamos buenas dejadas, buenos lobs liftados, passing shots, y él como deportista era muy querido en todos lados por eso.

Como no puede ser de otro modo tras haber salido derrotado hasta en 17 ocasiones en sus duelos personales, Manuel confiesa abiertamente su admiración por Nastase:

Para mí, en esa época, como jugador global, Nastase era mucho mejor que todo el resto. Yo lo pondría entre los mejores de todos los tiempos, aunque por una cosa u otra al final solo ganó dos torneos del Grand Slam y cuatro Masters. No ganó más por la mentalidad. Si él hubiera sido más serio, con una cabeza mejor amueblada… Pero él se divertía, el tenis para él era para disfrutarlo. Y aunque ganó bastante, podría haber ganado mucho más si no llega a ser por errores tontos, por no hacer lo que tenía que hacer, por no ser profesional. De los que yo he conocido era el que tenía más talento natural. Y físicamente era muy fuerte, pero lo que le fallaba era la cabeza. Estaba más pendiente de las bromas, de divertirse.

Técnicamente era un poco como Federer. Te ponías frente a él y decías “¿cómo le voy a jugar?, ¿qué falla?, ¿qué golpe tiene malo?”. No, todo lo controlaba muy bien. Dependías un poco de él. Es decir tú podías jugar muy bien, pero si él jugaba bien, te ganaba. Tan solo esperabas que no le saliera todo, porque no tenía puntos flojos. Así como con Connors sabía que debía ponerle la bola rasa, o muy alta, para que no me pegara tan fuerte, para que no me contraatacara tanto, con él no. Con él se trataba de jugar tu mejor tenis, estar concentrado, y esperar que él bajara un poco su nivel porque si no no tenías nada que hacer.

Empecé jugando muy bien. Para mí ese partido fue el mejor de todo el torneo. Los dos primeros sets fueron increíbles.

De aquel día, además de lo inspirado que se sintió con la raqueta y lo mucho que disfrutó, Orantes recuerda que jugaron en unas condiciones climáticas extremas, bajo un sol abrasador. “A principios de septiembre, en Nueva York, el calor era increíble. Había mucha humedad, y había muchos abandonos por calor. Pero a mí el calor nunca me afectó tanto. Prefería jugar con calor porque mi musculatura era más cerrada y dura, y con el frío me costaba más”.


• Ilie Nastase conecta un drive en carrera durante su partido contra Orantes en los cuartos de final del US Open de 1975. | Tony Triolo / Sports Il.-Getty

Después de sumar un primer set inmaculado en el que solo cedió dos juegos, Orantes siguió destilando su mejor tenis. Las buenas sensaciones experimentadas en los partidos anteriores, que de hecho habían aparecido desde su regreso triunfal a la competición en marzo, con las victorias consecutivas en El Cairo y Montecarlo, seguían a flor de piel. La agradable sensación de golpear una y otra vez con acierto, de ver que la bola obedecía y viajaba allí donde él quería, ejecutara el golpe que ejecutara, iba acompañada esta vez por la estabilidad y la fortaleza física que había echado en falta en tantas finales los años anteriores. Ni siquiera el tremendo calor neoyorquino hizo mella en la resistencia física que con tanto esfuerzo había generado en las arduas sesiones de trabajo con el doctor Bestit. Así, el segundo set, con algo más de igualdad en el marcador, cayó también de su parte, 6-4.

“Vuelve a sacar y tiraré la pelota fuera”

“Luego, en el tercer set, se empezaron a igualar las cosas. Él subió un poco más su nivel, y yo no pude controlar tan bien el juego. Fue algo lógico, porque tampoco era normal que a un jugador tan bueno le ganara tan fácil”. Con ese cambio de tendencia, Nastase tomó la delantera en el marcador de ese tercer set hasta que se produjo otro de los episodios que quedó para el recuerdo. El rumano, con bola de set a favor, conectó un saque ganador a la línea, pero el árbitro la cantó fuera:

Nastase se enfadó mucho discutiendo con el árbitro, y yo le dije: “No, no, se ha equivocado, no te preocupes, repetimos el punto, vuelve a sacar y yo tiraré la pelota fuera”. Cuando él volvió a sacar yo tiré la pelota contra el suelo intencionadamente, para que él lo viera claramente porque yo no quería que él se pusiese nervioso. A mí me gustaba cómo jugaba, y si se ponía muy nervioso el partido podía acabar mal. De hecho, dos semanas antes, en el Open de Toronto, pasó algo parecido y no recuerdo exactamente pero él acabó histérico en la pista, gritándole al árbitro.

Un episodio así, en el que el árbitro aceptara la solicitud de un jugador de repetir el punto, resultaría inconcebible hoy en día. Pero aquellos eran otros tiempos. “Yo vi claro que había sido buena porque en tierra queda la marca. Se lo dije al árbitro, pero como no podía cambiar su decisión, sugerí que tirásemos dos más. El árbitro accedió, cosa que por entonces era normal. Si el árbitro veía que colaborabas con él había esta posibilidad de llegar a un acuerdo así. Entonces no había ni ojo de halcón, ni los árbitros eran tan profesionales, ni eran siempre los mismos que viajan por todo el mundo”. En el momento en que Orantes, con bola de set en contra, respondió el saque y, efectivamente, tal como acababa de prometer a su adversario, lanzó deliberadamente la bola contra el suelo, los miles de espectadores estallaron en un ruidoso clamor de aplausos y vítores.

“El público aplaudió mucho, esas cosas le gustaban. Antes era algo habitual, al público le gustaba que hubiera deportividad en la pista. Además, como yo estaba ganando fácil su alegría fue aún mayor porque aquello significaba que el espectáculo continuaba”. Sin abandonar su modestia habitual, Orantes sigue hoy en día describiendo aquel lance como algo corriente.

En todo caso, el público, que ya llevaba un buen tiempo disfrutando de aquel extraordinario partido, celebró el gesto como algo excepcional. Estaba asistiendo a un duelo tenístico de primerísimo nivel, con dos de los jugadores más talentosos del momento recurriendo a sus mejores artes para llevar la contienda de su lado. Y en medio de aquella batalla trufada de dejadas delicadas, lobs imprevisibles, passings precisos y preciosos, vertiginosas subidas a la red, voleas inverosímiles, saques malintencionados… en medio de aquel soberbio espectáculo deportivo, un detalle humano de categoría, una muestra sencilla y clara de respeto personal, ponía la guinda perfecta al pastel.