Kitabı oku: «Orantes. De la barraca al podio», sayfa 3

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Llama la atención en positivo, además, que la explicación que ofrece hoy en día Orantes es que, más allá de devolver a Nastase lo que por justicia debía ser suyo, es decir ese tercer set, dado que el saque había sido bueno, en el fondo su gesto iba encaminado a no ensuciar el partido. Como haría un buen padre cuando ve que su hijo pierde los estribos ante una situación injusta, Manuel tranquilizó a su rival. Comprendió su frustración, se puso en su piel y actuó de forma empática e inmediata para que la pataleta no fuera a mayores. Esa de por sí fue una reacción caballerosa, bondadosa. Pero a toro pasado, resulta todavía más encomiable el hecho de que lo que de verdad quería Manuel era seguir disfrutando de ese extraordinario partido de tenis.

No se cuestionó siquiera el hecho de que el gesto implicaba pasar al cuarto set y, de resultas, la posibilidad de que Nastase pudiera acabar remontando. No. Lo que importaba, en primer lugar, era que Nastase se había merecido ese set. Que, por simple ética personal, había que reconocérselo como a él seguramente le hubiera gustado que se lo reconociera Nastase si la situación hubiera sido la misma en sentido opuesto. Pero sobre todo lo que importaba era que Orantes no solo no le hacía ascos a la necesidad de disputar un cuarto set, sino que estaba encantado con ello. Ese es el espíritu deportivo genuino que siempre le distinguió como algo más que un simple tenista. El tipo de matiz que, en esa y en muchas otras ocasiones a lo largo de su carrera le elevó, y aún hoy en día le eleva, al estatus de buena persona. De alguien querido por los que tienen el gusto de conocerle.

En la actualidad un detalle como este podría ser examinado del derecho y del revés por cualquier aficionado al tenis, que seguramente dispondría de más de una toma, televisiva o de móvil, para recrearse en el lance. Podría inspeccionar a cámara lenta el bote para cerciorarse si realmente había sido buena, repasar las muestras de indignación de Nastase en su furiosa arremetida contra el árbitro, admirar la caballerosa reacción de Orantes y fijarse en el posterior gesto de agradecimiento del rumano. Como aquello sucedió hace 47 años, sin la disección audiovisual a la que estamos acostumbrados con la actual plaga de móviles y cámaras que todo lo graban, el único recurso que tenemos a mano es el testimonio de uno de los protagonistas: “Me hizo un gesto dándome las gracias y ya está. Su reacción tampoco fue nada extraordinaria porque eso se hacía mucho entonces. Así que no se sorprendió ni manifestó nada especial. Es cierto que en este caso fue más destacado, porque era un punto importante que le daba el set, pero era algo habitual entonces”.

La entereza con que Orantes afrontó la llegada del cuarto set tuvo enseguida consecuencias en el marcador. Si el rumano había invertido la situación para adjudicarse el tercer set por 6-3, en el cuarto el español recuperó el control del juego y volvió a sentirse dominador. Aliado de nuevo a la imperiosa necesidad de desplegar su mejor tenis si quería tener opciones ante uno de los grandes jugadores del circuito, Orantes volvió al plan original que tan buenos resultados le estaba dando. Volvió a arriesgar, a soltar el brazo y a ser valiente en sus decisiones. La espalda aguantaba a la perfección, las piernas se movían ágiles y los golpes fluían sin aparente esfuerzo llevando la bola allí donde dictaba su cabeza. Ese último set, pues, cayó de su lado y el partido se cerró en cuatro mangas: 6-2 6-4 3-6 6-3.

En aquella época el US Open se disputaba, como ahora, en 15 días. Así que habitualmente había un día de descanso entre un partido y el siguiente. El partido ante Nastase había sido redondo: no solo le había servido para desplegar su mejor tenis en mucho tiempo sino que, además, tampoco había sufrido un gran desgaste. “Físicamente me encontraba muy bien, después de haber recuperado la forma con el programa del doctor Bestit. Además, tras la inyección moral de ganar a Nastase en el que fue mi mejor partido hasta entonces, llegaba a las semifinales en la mejor situación posible”. En todo caso, el rival, el argentino Guillermo Vilas, planteaba un reto complicado.

Semifinal a muerte contra Vilas

El argentino aparecía en el cuadro como segundo favorito del torneo. Por entonces no había alcanzado el potencial que le destacaría en años posteriores como uno de los grandes jugadores de la historia del tenis. Pero sí era ya, por derecho propio, uno de los mejores tenistas del momento. En concreto, a finales de aquel verano, durante la disputa del US Open, era el cuarto jugador en el ranking ATP, mientras que Orantes era el quinto. Si a lo largo de su carrera Vilas llegó a sumar nada menos que 62 títulos, incluidos cuatro grandes –Roland Garros y US Open en 1977 y Open de Australia en 1979 y 1980–, aquel verano de 1975, recién cumplidos los 23 años, tan solo había ganado 12.

La única victoria importante que había logrado por aquel entonces era la del Masters de 1974, disputado sobre hierba en Australia, imponiéndose en la final a Nastase y derrotando previamente a jugadores del nivel de Borg o el mexicano Ramírez. Eso sí, dos meses antes de aquel US Open de 1975 había alcanzado la primera de las ocho finales de torneos grandes que disputaría a lo largo de su carrera. Fue en Roland Garros, donde un pletórico Björn Borg le superó en tres cómodos sets (6-2 6-3 6-4) para sumar su segundo título en París, tras el logrado un año antes frente al propio Orantes.

Célebre por haber creado y popularizado el willy (alude a la traducción de su nombre al inglés), el golpe que se realiza entre las piernas de espaldas a la red, Vilas posee el récord de mayor número de victorias, 130, en una sola temporada. Fue en 1977, cuando también estableció el récord de mayor cantidad de títulos ganados en un año, nada menos que 16. Así como el de mayor número de partidos ganados de forma consecutiva, 46. Al concluir su prolífica carrera, se posicionó como el cuarto tenista en número de partidos ganados en el tour profesional, totalizando 951, solo por detrás de Jimmy Connors (1.274) e Ivan Lendl (1.068) (ranking de jugadores ya retirados, que no incluye a Roger Federer, en la actualidad segundo tras Connors con 1.251). Pero, para situarnos mejor ante el reto que afrontaba Orantes en aquella semifinal del US Open de 1975, vale la pena recordar que Vilas logró todos esos hitos a posteriori.

Lo que contaba principalmente entonces era que sus últimos duelos personales invitaban al optimismo. “Ese año empecé a superar a Vilas con cierta facilidad. Le había ganado, siempre en semifinales, tanto en Inglaterra como en Roma e Indianápolis, esa última vez solo tres semanas antes del US Open. En 1975 habíamos jugado tres partidos y no había perdido ningún set. Es decir que de inicio era él quien lo tenía peor”. Esas tres victorias consecutivas de 1975 dejaron el parcial de sus enfrentamientos personales en seis victorias por cinco derrotas.

Lo determinante era que, si en 1974 había salido derrotado en cuatro de sus seis duelos, en 1975 la dinámica se había invertido. Y de un modo radical, como indican los marcadores de las tres semifinales mencionadas: Bournemouth (Inglaterra) doble 6-2, Roma triple 6-2 e Indianapolis 6-4 6-2. Puestos a hilar más fino, vale la pena resaltar que de las cuatro victorias de Vilas en 1974 tres se dieron en finales, las de Gstaad, Toronto y Buenos Aires. Curiosamente, fueron las tres únicas finales que disputaron en las 15 veces (su head to head particular concluyó con un 8 a 7 favorable a Orantes) que se enfrentaron a lo largo de sus carreras.

Si bien es cierto que esas tres finales perdidas en 1974 supusieron un duro revés para Manuel, también hay que apuntar que una de las dos victorias que logró ese año sobre su oponente fue muy significativa: la remontada en la ronda de treintaidosavos de Roland Garros. Aquel 3-6 3-6 7-6 6-3 6-2 era su único enfrentamiento previo en uno de los cuatro torneos grandes. Y coincidía también en que había sido en tierra batida. Era, pues, un antecedente que estaba ahí. Una realidad del pasado que, en caso de haberse dado un marcador distinto de salida, hubiera sido ignorada. Pero ese recuerdo fue cobrando más y más presencia conforme el guion del partido se fue asemejando más y más a lo sucedido en París 15 meses antes. Efectivamente, como en aquella ocasión, el argentino se adelantó en los dos primeros sets y cedió el tercero.

Alentado quizás por el recuerdo de esa mala experiencia, la reacción del argentino al inicio del cuarto set fue fulgurante. Como si quisiera evitar a toda costa una reedición de aquella dolorosa remontada, llevó el marcador al guarismo que justifica este capítulo: ese 6-4 6-1 3-6 5-0 y 15-40. Esos cinco match-balls que nunca supo concretar. Esos cinco instantes que, por la resistencia física y psíquica de Orantes, y también por esas paradojas inauditas que tiene la vida, en lugar de entregarle el botín de la ansiada final, le colocaron en lo alto de un enorme acantilado desde el que acabaría precipitándose.

Veamos cómo lo recuerda Orantes: “Empecé bastante mal. El primer set fue muy igualado y cayó de su lado por un estrecho margen. Pero en el segundo todo fue a peor. Él se animó al verse por delante, y yo no supe mantenerme en el partido”. Vilas había protagonizado un torneo inmaculado hasta semifinales. Como segundo favorito, había solventado todos sus partidos con marcadores muy claros. Cierto que, como comentaba antes Orantes, las diferencias entre el vagón de proa y el resto eran en aquella época muy sustanciales. Pero una idea de lo bien que se encontraba en el torneo la daba el contundente 6-2 6-0 6-0 que firmó en los dieciseisavos ante un rival de cierto nivel como el checoslovaco Jan Kodes, campeón en Roland Garros en 1970 y 1971 y en Wimbledon en 1973.

“Vilas empezó jugando bien. Venía muy mentalizado y yo no supe dominar el partido como solía hacer. No supe imponer mi ritmo. A él le gustaba mucho jugar de fondo, y pelotear con largos intercambios. Y yo, como hacía con Borg, lo traía para adelante, le hacía dejadas, le rompía el juego”. La intención de Orantes, como había hecho con excelentes resultados en las tres últimas victorias consecutivas de aquel año 1975, era imponer su táctica. Pero esa táctica, que consistía en evitar los largos peloteos en los que Vilas se sentía más cómodo, requería un alto porcentaje de aciertos, una elevada inspiración. “Al principio yo no estuve tan fino, y él estaba muy rápido. Llegaba muy bien a las dejadas, tiraba muy fuerte, y me dificultaba el pasarle cuando lo traía a la red porque llegaba muy bien a la pelota”.

Orantes, a lo largo de los setenta, vivió la transición del tenis desde el amateurismo a una profesionalización cada vez más enconada. En ese proceso destaca a Vilas como uno de los pioneros en concebir el deporte de la raqueta como una profesión. Si Nastase era el ejemplo perfecto del tenis amateur que priorizaba el espectáculo, la diversión y el riesgo, Vilas se postuló enseguida como uno de los primeros exponentes del tenis profesional, más resultadista y eficaz, que asomaba ya a la vuelta de la esquina. “Era como Borg, aunque con menos juego, menos nivel. Borg y Vilas fueron los dos jugadores de la época que más contribuyeron a cambiar la mentalidad del mundo del tenis. Son los que empezaron a jugar de manera diferente, fuertes físicamente, fuertes mentalmente. Fueron los primeros en tomarse el tenis como lo más importante de su vida”.

Ambos sobresalieron por su potencial físico. Y por instaurar los golpes liftados, menos espectaculares para el gran público pero mucho más eficaces de cara al marcador. Hasta la fecha el tenis consistía en el arte de atacar. Un poco al estilo del espadachín que en esgrima se abalanza expeditivo contra su rival. A mediados de los setenta, el ADN del deporte que los ingleses habían exportado a medio mundo a finales del siglo XIX seguía obedeciendo a un único guion esencial: desbordar a tu rival con tiros precisos y profundos que describían trayectorias rectas hacia las esquinas desguarnecidas de la pista.


• Guillermo Vilas prepara un golpe de revés bien posicionado con sus fuertes piernas. El argentino llegó al US Open de 1975 como segundo cabeza de serie y estuvo a punto de cumplir el pronóstico y alcanzar la final. | Universal-Corbis-VCG / Getty

Con la irrupción de Borg y Vilas el guion sufrió una decisiva mutación genética. El mundo entero descubrió los beneficios que un estilo defensivo podía llegar a tener. La pelota ya no superaba la red a escasos centímetros de la cinta. Ahora lo hacía a gran altura y con mucho efecto rotatorio. Lo que implicaba que los puntos se alargaban y aparecía como elemento decisivo la resistencia física, aspecto en el que tanto el sueco como el argentino sobresalían. Para ser más precisos, la gran revolución protagonizada por Vilas y Borg fue instaurar el revés liftado. Atacar el revés de tu rival y subir a la red, en los tiempos en los que solo se utilizaba el revés cortado, ofrecía una garantía muy alta de anotarse el punto. Con la aportación del revés liftado, que enseguida adoptaron una buena proporción de profesionales de la época, aquello ya no se sostenía.

“Vilas y Borg fueron un poco los creadores del juego moderno. Antes, si te fijas en cómo jugaba Nastase, cómo jugaba Panatta, Stan Smith o yo, todos éramos distintos. Unos eran de una manera y otros de otra, unos tenían unas cualidades, otros otras. Pero Borg y Vilas no, en ellos lo primordial era lo físico, la consistencia y la fuerza”. Llegados a este punto, Manuel manifiesta un cierto orgullo al añadir: “Y era curioso porque a ellos les preguntaban y reconocían que el jugador con el que menos les gustaba jugar era conmigo. Porque les sacaba de su táctica, me metía más adentro, y como tenía buenos toques, a la segunda les traía a la red, no les dejaba imponer su juego de desgaste con peloteos largos. Lo pasaban mal porque yo les imponía el ritmo que no les gustaba, subían más a la red que nunca…”, concluye sin reprimir su risa bonachona.

Amistad truncada

Al principio del relato incidimos en la recuperación física como una de las claves que permitió a Orantes protagonizar la remontada que nos ocupa. Y apuntamos también que en esa semifinal ante Vilas el aspecto psicológico fue igual de determinante que el físico. La historia se remonta a un año antes, concretamente a julio de 1974. El origen fue la precipitada ruptura entre Orantes y la que por entonces era su habitual pareja de dobles, el jugador del Real Club de Tenis Barcelona (RCTB), Antonio Muñoz. En aquella época el ranking era global y se establecía sumando los puntos de individual y de dobles, lo que implicaba que todo el mundo jugaba ambas disciplinas. “Yo hacía pareja con Antonio, que jugaba muy bien. Y era importante, porque entonces yo luchaba por los primeros puestos. Y cuando llegué a Wimbledon, me enteré de que Antonio no venía. Traté de convencerle haciéndole ver que teníamos posibilidades de llegar lejos, pero él se negó porque no había accedido al cuadro de la prueba individual”.

Aquel desencuentro supuso la ruptura de la pareja. “Entonces dejé de jugar con él y me puse a jugar con Vilas. Y lo cierto es que nos fue bastante bien porque en apenas seis meses ganamos el torneo de Buenos Aires y llegamos a la final del Godó, en la que caímos ante Nastase y mi amigo Joan Gisbert”. Si Orantes optó por jugar el dobles con Vilas tras su desavenencia con Antonio Muñoz fue porque el argentino era uno de los tenistas con los que mejor se llevaba del circuito. Pero en pocos meses esa excelente relación personal se estropeó a raíz de varios episodios.

Para entender lo que sucedió entonces conviene recordar que Vilas es tres años y medio menor que Orantes. Cuando en junio de aquel verano de 1974 empezaron a jugar el dobles juntos, el granadino era el décimo en el ranking ATP, había alcanzado el segundo puesto a mediados de 1973 y sumaba ya 11 títulos. Por su parte, Vilas, que tan solo había sumado uno de los 62 títulos que alzó a lo largo de toda su carrera, era el 23.º del ranking ATP. Por tanto, en el instante preciso en que se formó la pareja, el bueno era Orantes. Vilas aceptó la propuesta de Manuel, encantado de que alguien consagrado en las primeras posiciones del circuito le diera la oportunidad de jugar con él. “Entonces yo era mejor que él, y él me tenía más respeto. Para él era un placer jugar conmigo porque yo le ayudaba a conseguir muchos puntos para su ranking individual”. Pero justo después de estrenarse como pareja de Orantes en Wimbledon, Vilas entró en una racha sensacional de victorias. En esa segunda mitad de 1974, desde que en el mes de julio se impuso en el torneo de Gstaad, sumó nada menos que siete títulos, catapultándose al quinto puesto del ranking ATP al concluir la temporada.

Tras conquistar sobre tierra los torneos de Gstaad, Hilversum, Louisville, Montreal, Teherán y Buenos Aires, Vilas remató la temporada con uno de los mayores logros de su carrera, la victoria sobre hierba en el Masters de Australia. Pese a no ser para nada un especialista en esa superficie, el argentino protagonizó una actuación impecable ante los otros siete mejores jugadores de la temporada: no perdió ningún partido y derrotó a tenistas tan ilustres como John Newcombe y Björn Borg en la fase de grupos, Raúl Ramírez en las semifinales, y en la final a Ilie Nastase con un marcador que habla por sí solo del enorme partido que disputaron para dirimir el nombre del maestro de 1974: 7-6 6-2 3-6 3-6 6-4.

Aquel intenso periodo de victorias modificó la mentalidad de Vilas. De pronto, en menos de medio año, se vio encumbrado a los altares por la pasión desbocada del pueblo argentino. Cualquiera que haya viajado por Sudamérica habrá comprobado que los argentinos comparten con los italianos el germen latino de la pasión. No es casualidad: entre 1870 y 1960, unos tres millones de italianos emigraron a Argentina, convirtiendo a los descendientes de Italia en la principal comunidad europea del país, por delante incluso de la española. Ambos pueblos se expresan con una alegre entonación cantarina. Ambos se caracterizan por vivir la vida a fondo. Por disfrutarla con mucha intensidad. Con mucho sentimiento. Esa apasionada genética latina contribuyó al fulgurante endiosamiento de Vilas.

El fenómeno Vilas fue aún mayor debido a la situación compleja que vivía el país. La sociedad argentina, inmersa en una crisis social, económica y política que en 1976 desembocaría en el golpe militar del general Jorge Rafael Videla, era especialista en subsistir a aquellas desgracias entregándose a una de sus patologías endémicas: la mitomanía. Fue como si se pusieran de acuerdo en purgar sus miserias proyectando toda esa frustración hacia algo saludable y positivo como venerar a sus ídolos deportivos. En esas circunstancias, que a sus 22 años Vilas fuera devorado por el éxito fue algo lógico y comprensible.

Años más tarde, ese fenómeno de simbiosis entre la pasión del pueblo argentino y un deportista con un perfil psicológico propenso a la adulación volvería a reproducirse, aun a mayor escala, en la figura del malogrado Diego Armando Maradona. Pero esa es otra historia.

Así recuerda Orantes la transformación de Vilas: “En aquella época él empezó a crecerse, a subírsele a la cabeza el éxito, sobre todo a raíz de esa victoria en el Masters, en hierba y en Australia. Pero antes ya tuvimos un problema”. La primera semana de noviembre de aquel año 1974 ambos disputaron el torneo de Suecia, en Estocolmo. En el posterior vuelo hacia Argentina, Orantes le comentó que, tras la disputa del torneo de Buenos Aires, dudaba si regresar a Barcelona para entrenar en hierba durante la semana de descanso previa al Masters de Australia. “Él me dijo: ‘No, no, no, aquí tenemos una pista de hierba, ¿por qué no te quedas aquí entrenando conmigo?’”. De modo que Orantes aceptó de buen grado y decidió permanecer en Buenos Aires. A todas estas, la semana en la capital argentina fue muy intensa para los dos. Se impusieron en la prueba de dobles y en el cuadro individual ambos alcanzaron la final, que ganó Vilas en cuatro sets, 6-3, 0-6, 7-5, 6-2, para deleite del público local, que vio a su jugador predilecto defender con éxito el que un año antes fuera su primer título profesional.

Durante el torneo Manuel confiesa que empezó a ver poco a su pareja tenística. Hasta el punto de que cuando tenían que jugar ni siquiera iba al vestuario a cambiarse. Entonces le dijo: “Ostras, Guillermo ¿dónde te metes?”. La respuesta de Vilas fue la siguiente: “Es que aquí me han puesto un vestuario a mí solo, debajo del estadio, ¿por qué no vienes a cambiarte conmigo?”. Así que Manuel fue un día. “En el vestuario privado que le habían montado tenía una cama para dormir, y tocaba ahí la guitarra”. Una vez disputadas las finales, teniendo en cuenta que Vilas le había invitado a quedarse en Buenos Aires durante la semana de descanso previa al Masters de Australia, Orantes le dijo: “Llámame mañana para quedar para entrenar en la pista de hierba”. Vilas, por supuesto, accedió a llamarle. “Pero bueno, resulta que el lunes no me llama, el martes no me llama, el miércoles no me llama… Incluso en el hotel pregunté dónde estaba la embajada española para conseguir el visado para viajar a Australia, y menos mal que me conocieron y me ayudaron y me lo dieron muy rápido…”.

Hasta el sábado en que nos encontramos en el aeropuerto. Y le digo ‘Hombre, Guillermo, me has tenido toda la semana aquí, me he quedado en Buenos Aires para entrenar contigo en hierba y ni siquiera me has llamado’…”. A lo que Vilas respondió: “‘Ah, es que aquí yo soy muy famoso, no puedo salir porque me acosan por la calle”. Quedaba claro que el éxito distorsionaba su percepción de la realidad. ¿Cómo, si no, iba a responder a un amigo, a un compañero al que acababa de decepcionar, excusándose con el argumento de su propia fama? Orantes, elegante incluso cuando se trata de recordar instantes ingratos, resuelve el episodio sin hacer excesiva sangre: “Bueno, ya estaba un poquito raro, pero no quise que fuera más allá”. Tenían por delante muchas horas de vuelo hasta Australia y, con buen criterio, no quiso entrar en conflicto para no estropear la situación.

Llegaron con diez días de antelación a Australia para entrenar a fondo sobre hierba. Ambos eran consumados especialistas en tierra batida y necesitaban dedicar horas extra para adaptarse a una superficie tan distinta, tanto más rápida. “Estuvimos varios días trabajando muy intensamente en sesiones de mañana y tarde, con un preparador físico argentino que había contratado él y que era una gran persona y un gran profesional. Recuerdo que al principio yo le pegaba unas palizas increíbles, lo que probablemente le ayudó. El caso es que acabó ganando el Masters. Yo, en cambio, perdí ante Raúl Ramírez e Ilie Nastase en la fase de grupos y no me clasifiqué para las semifinales”.

Entonces, cuando estaba a punto de arrancar el Masters, se produjo otra de las situaciones que acabarían por enterrar la amistad que habían mantenido Manuel y Guillermo. “Cuando llegaron Connors y Borg a Australia, en una rueda de prensa Vilas dijo: ‘Yo el año que viene quiero jugar el dobles con Borg, soy un admirador suyo y quiero jugar con él’. Y claro, yo había estado jugando con él cuando era mejor jugador que él y de repente dice esto sin decirme nada antes. Esto me dolió un poco”. Como indica Manuel con su sinceridad transparente, la base de todos esos comportamientos estaba en su deficiente gestión del éxito personal. “El problema fue cuando se creyó mejor que yo. Porque podría haberme dicho ‘Oye, voy a jugar el dobles con otro, muchas gracias por haber jugado conmigo’…”.

Tras completar una segunda mitad del año 1974 impresionante en lo deportivo, con nada menos que siete títulos y con el sensacional y muy meritorio broche de oro que suponía esa victoria sobre hierba y frente a los mejores en el Masters, Vilas también había completado en esos seis meses una transformación humana notable. En este caso, como pudo comprobar Orantes, no tan positiva.

Cinco ‘match-balls’ salvados

Orantes resume toda aquella etapa de desencuentros con Vilas con meridiana claridad: “Empezó a hacer cosas que a mí no me gustaron. En 1975, cuando volvimos a vernos, la relación ya fue más distante. Y en vez de recuperar la amistad que teníamos fue al contrario. Todo lo que había pasado hacía que le tuviera más ganas en la pista”. Trasladando todo aquello a lo que nos ocupa, a la histórica remontada, Manuel aclara: “Por eso en la semifinal, cuando iba 5 a 0 en contra en el cuarto set, me seguí agarrando. A lo mejor si hubiera sido contra otra persona hubiera claudicado, pero no contra él”.

De hecho, Orantes confiesa que aquella experiencia de amistad y posterior distanciamiento con Vilas marcó para siempre sus posteriores enfrentamientos en pista. “Desde entonces todos los partidos que jugué con él fueron para mí muy intensos. Cuando una persona no me caía bien me agarraba más al partido. En cambio perder con un amigo, como por ejemplo en Roma me pasó una vez con Nastase, era otra cosa. Él había jugado las semifinales con Bertolucci, y el público italiano lo trató a matar. Al día siguiente yo jugué la final con él y, claro, el público estaba en su contra. Yo me sentí fatal, porque a mí Nastase me caía bien. Recuerdo que me ganó y casi me sentó bien. Es decir que a mí, cuando una persona me caía bien, no me importaba tanto perder. Pero cuando no me llevaba bien era distinto”.

Puestos a analizar esos cinco match-balls salvados, vale la pena reflexionar antes sobre la inusual y exclusiva forma de contar en el tenis. Desde que a finales del siglo XIX los ingleses inventaron este deporte, se ha convertido en uno de los más célebres del mundo. Cuenta con millones de practicantes y también se cuentan por millones los apasionados seguidores de los circuitos profesionales. Y si en fútbol, por citar a su primo hermano más poderoso, todo el mundo sabe a las claras lo que quiere decir 1 a 0, 0 a 3 o 12 a 1 (¡qué alegría aquella victoria agónica de España contra Malta para entrar en la Eurocopa de 1984!), la inmensa mayoría de los practicantes o aficionados al tenis no saben por qué se dice 15 a 0, 30 iguales o 40 a 30.

Este modo de contar proviene del sistema sexagesimal. Antiguamente el tanteo de cada juego se llevaba con la esfera redonda de un reloj, de modo que por cada punto obtenido se movía la aguja un cuarto de vuelta. Así, con el primer punto la aguja se desplazaba al 15, con el segundo al 30, con el tercero al 45 y con el cuarto se cerraba el círculo y se concluía el juego. Con el tiempo, por mera economía de lenguaje, el parcial 45 se convirtió en 40, propiciando la actual secuencia de 15, 30, 40 y juego. Esa puntuación para completar un juego y la consiguiente de los seis juegos que completan un set procede de la astronomía antigua, en la que se usaba un sextante para medir la elevación del Sol.

El sextante es un instrumento que permite medir la separación angular entre dos objetos, tales como dos puntos de una costa o un astro, generalmente el Sol, y el horizonte. Es un instrumento común en la navegación clásica. El nombre sextante proviene de la escala del instrumento, que abarca un ángulo de 60º, o sea una sexta parte de un círculo completo. En resumen, cada sextante se divide en cuatro partes (15º-30º-45º-60º equivalentes al tanteo 15-30-40-juego), y a su vez es la sexta parte de una circunferencia de 360º: si cada juego son 60º, con seis juegos se completa la circunferencia de 360º, es decir el set. Esta forma de puntuar corresponde a unas mediciones que a finales del siglo XIX eran tan usuales como para nosotros ahora el sistema decimal.

Llevado a la práctica del tenis, lo que este tipo de tanteo permite es que sea un deporte justo. Hay partidos de fútbol, por seguir con el ejemplo anterior, que se ganan con un gol en propia puerta en el tiempo añadido, con un penalti simulado o por un fuera de juego equivocado. En el tenis la compartimentación progresiva entre juego, set y partido contribuye a la justicia del juego. Cada escalón hay que ganarlo a pulso. Cada etapa hay que concluirla y derribar la puerta de entrada a la siguiente con un último golpe de gracia. Eso requiere valor, esfuerzo, creer en uno mismo. Este mecanismo propicia que los partidos de tenis puedan tener desenlaces tan imprevisibles como, a la postre, justos.

El hecho de requerir tres sets para ganar un partido de un torneo del Grand Slam, como es el caso que nos ocupa, ofrece siempre una opción nítida de remontar al que, tras perder un set, va por detrás. Si uno se entretiene en observar resultados del circuito profesional, se lleva la sorpresa de ver la cantidad de veces que a un 6-1 le sucede un 2-6, a un 6-2 un 1-6, a un 6-0 un 1-6…. Cada nuevo set es un borrón y cuenta nueva. Una etapa distinta que mide desde cero, de nuevo, las energías y propósitos de los contendientes. Y, al margen de la técnica, cada vez que se aborda un nuevo set, el físico y sobre todo la cabeza van siendo más y más importantes.

En el tenis el elemento suerte queda minimizado por el sistema compartimentado del tanteo. Porque no se cierra un juego sin sumar cuatro puntos, o más si se llega al deuce y las ventajas. No se gana un set sin ganar seis o siete o 70 juegos (caso del John Isner-Nicolas Mahut de primera ronda de Wimbledon 2010, el partido más largo de la historia del tenis, que duró 11 horas y seis minutos jugadas a lo largo de tres días y cayó del lado del norteamericano por 6-4 3-6 6-7(7) 7-6(3) 70-68. Ni se gana un partido sin anotarse dos o tres sets. Sucede también en cualquier proyecto que se acometa en la vida. Si no se llega hasta el final, si algo queda inconcluso, no sirve.

Eso llevado a la situación que nos compete, la semifinal del US Open de 1975 contra Vilas y el marcador de 0-5 15-40 en el cuarto set que desemboca en el primero de los cinco match-balls, da la dimensión de la hazaña de Orantes: todo lo que debía remar para ganar, y de hecho remó, al lado del breve pasito que le quedaba a Vilas, un solo punto en cinco ocasiones distintas, para presentarse en la final. Si contamos aproximadamente los puntos que se jugaron hasta el final tendremos la proporción de la hazaña. Suponiendo que disputaran una media de seis puntos en los 17 juegos restantes, salen 102 puntos. Orantes levantó cinco match-balls, esquivó cinco guillotinazos que amenazaban con apearle del torneo, para seguir peleando otros cien puntos hasta ser él, entonces ya definitivamente, finalista del US Open.

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